EL ARTE DE AMAR
Autor: Erich Fromm
CAPÍTULO IV. LOS OBJETOS
AMOROSOS
El amor no es esencialmente una relación con una
persona específica; es una actitud, una orientación del carácter que
determina el tipo de relación de una persona con el mundo como totalidad,
no con un "objeto" amoroso. Si una persona ama sólo a otra y es
indiferente al resto de sus semejantes, su amor no es amor, sino una
relación simbiótica, o un egotismo ampliado. Sin embargo, la mayoría de
la gente supone que el amor está constituido por el objeto, no por la
facultad. En realidad, llegan a creer que el hecho de que no amen sino a
una determinada persona prueba la intensidad de su amor. Trátase aquí de
la misma falacia que mencionamos antes. Como no comprenden que el amor es
una actividad, un poder del alma, creen que lo único necesario es
encontrar un objeto adecuado -y que después todo viene solo-. Puede
compararse esa actitud con la de un hombre que quiere pintar, pero que en
lugar de aprender el arte sostiene que debe esperar el objeto adecuado, y
que pintará maravillosamente bien cuando lo encuentre. Si amo realmente a
una persona, amo a todas las personas, amo al mundo, amo la vida. Si
puedo decirle a alguien "Te amo", debo poder decir "Amo a
todos en ti, a través de ti amo al mundo, en ti me amo también a mí
mismo".
Decir que el amor es una orientación que se refiere
a todos y no a uno no implica, empero, la idea de que no hay diferencias
entre los diversos tipos de amor, que dependen de la clase de objeto que
se ama.
a. Amor fraternal.
La clase más fundamental de amor, básica en todos
los tipos de amor, es el amor fraternal. Por él se entiende el sentido de
responsabilidad, cuidado, respeto y conocimiento con respecto a cualquier
otro ser humano, el deseo de promover su vida. A esta clase de amor se
refiere la Biblia
cuando dice: ama a tu prójimo como a ti mismo. El amor fraternal es el
amor a todos los seres humanos; se caracteriza por su falta de
exclusividad. Si he desarrollado la capacidad de amar, no puedo dejar de
amar a mis hermanos. En el amor fraternal se realiza la experiencia de
unión con todos los hombres, de solidaridad humana, de reparación humana.
El amor fraternal se basa en la experiencia de que todos somos uno. Las
diferencias en talento, inteligencia, conocimiento, son despreciables en
comparación con la identidad de la esencia humana común a todos los
hombres. Para experimentar dicha identidad es necesario penetrar desde la
periferia hacia el núcleo. Si percibo en otra persona nada más que lo
superficial, percibo principalmente las diferencias, lo que nos separa.
Si penetro hasta el núcleo, percibo nuestra identidad, el hecho de
nuestra hermandad. Esta relación de centro a centro -en lugar de la de
periferia a periferia- es una "relación central". O, como lo
expresó bellamente Simone Weil: "Las mismas palabras [por ejemplo,
un hombre dice a su mujer, `te amo'] pueden ser triviales o
extraordinarias según la forma en que se digan. Y esa forma depende de la
profundidad de la región en el ser de un hombre de donde procedan, sin
que la voluntad pueda hacer nada. Y, por un maravilloso acuerdo, alcanzan
la misma región en quien las escucha. De tal modo, el que escucha puede
discernir, si tiene alguna capacidad de discernimiento, cuál es el valor
de las palabras" ( Simone Weil, Gravity and Grace, Nueva York, G. P.
Putnam's Sons, 1952, pág. 117.)
El amor fraternal es amor entre iguales: pero, sin
duda, aun como iguales no somos siempre "iguales"; en la medida
en que somos humanos, todos necesitamos ayuda. Hoy yo, mañana tú. Esa
necesidad de ayuda, empero, no significa que uno sea desvalido y el otro
poderoso. La desvalidez es una condición transitoria; la capacidad de
pararse y caminar sobre los propios pies es común y permanente.
Sin embargo, el amor al desvalido, al pobre y al
desconocido, son el comienzo del amor fraternal. Amar a los de nuestra
propia carne y sangre no es hazaña alguna. Los animales aman a sus
vástagos y los protegen. El desvalido ama a su dueño, puesto que su vida
depende de él; el niño ama a sus padres, pues los necesita. El amor sólo
comienza a desarrollarse cuando amamos a quienes no necesitamos para
nuestros fines personales. En forma harto significativa, en el Antiguo
Testamento, el objeto central del amor del hombre es el pobre, el
extranjero, la viuda y el huérfano, y, eventualmente, el enemigo
nacional, el egipcio y el edomita. Al tener compasión del desvalido el
hombre comienza a desarrollar amor a su hermano; y al amarse a sí mismo,
ama también al que necesita ayuda, al frágil e inseguro ser humano. La
compasión implica el elemento de conocimiento e identificación. "Tú
conoces el corazón del extranjero", dice el Antiguo Testamento,
"puesto que fuiste extranjero en la tierra de Egipto... ¡por lo
tanto, ama al extranjero" ( La misma idea ha sido expresada por
Hermann Cohen en su Religion der Vernunft aus den Quellen des Judentums,
Frankfurt am Main, J. Kaufmann Verlag, 1929, págs. 168 y sig.)
b. Amor materno.
Nos hemos referido ya a la naturaleza del amor
materno en un capítulo anterior, al hablar de la diferencia entre el amor
materno y el paterno. El amor materno, como dije entonces, es una
afirmación incondicional de la vida del niño y sus necesidades. Pero debo
hacer aquí una importante adición a tal descripción. La afirmación de la
vida del niño presenta dos aspectos: uno es el cuidado y la
responsabilidad absolutamente necesarios para la conservación de la vida
del niño y su crecimiento. El otro aspecto va más allá de la mera
conservación. Es la actitud que inculca en el niño el amor a la vida, que
crea en él el sentimiento: ¡es bueno estar vivo, es bueno ser una criatura,
es bueno estar sobre esta tierra! Esos dos aspectos del amor materno se
expresan muy sucintamente en el relato bíblico de la creación. Dios crea
el mundo y el hombre. Esto corresponde al simple cuidado y afirmación de
la existencia. Pero Dios va más allá de ese requerimiento mínimo. Cada
día posterior a la creación de la naturaleza -y del hombre- "Dios
vio que era bueno". El amor materno, en su segunda etapa, hace
sentir al niño: es una suerte haber nacido; inculca en el niño el amor a
la vida, y no sólo el deseo de conservarse vivo. La misma idea se expresa
en otro simbolismo bíblico. La tierra prometida (la tierra es siempre un
símbolo materno) se describe como "plena de leche y miel". La
leche es el símbolo del primer aspecto del amor, el de cuidado y
afirmación. La miel simboliza la dulzura de la vida, el amor por ella y
la felicidad de estar vivo. La mayoría de las madres son capaces de dar
"leche", pero sólo unas pocas pueden dar "miel"
también. Para estar en condiciones de dar miel, una madre debe ser no
sólo una "buena madre", sino una persona feliz -y no son muchas
las que logran alcanzar esa meta-. No hay peligro de exagerar el efecto
sobre el niño. El amor de la madre a la vida es tan contagioso como su
ansiedad. Ambas actitudes ejercen un profundo efecto sobre la
personalidad total del niño; indudablemente, es posible distinguir, entre
los niños -y los adultos- los que sólo recibieron "leche" y los
que recibieron "leche y miel".
En contraste con el amor fraternal y el erótico, que
se dan entre iguales, la relación entre madre e hijo es, por su misma
naturaleza, de desigualdad, en la que uno necesita toda la ayuda y la
otra la proporciona. Y es precisamente por su carácter altruista y
generoso que el amor materno ha sido considerado la forma más elevada de
amor, y el más sagrado de todos los vínculos emocionales. Parece, sin
embargo, que la verdadera realización del amor materno no está en el amor
de la madre al pequeño bebé, sino en su amor por el niño que crece. En
realidad, la vasta mayoría de las madres ama a sus hijos mientras éstos
son pequeños y dependen por completo de ellas.
La mayoría de las mujeres desea tener hijos, son
felices con el recién nacido y vehementes en sus cuidados. Ello ocurre a
pesar del hecho de que no "obtienen" nada del niño a cambio,
excepto una sonrisa o una expresión de satisfacción en su rostro. Se
supone que esa actitud de amor está parcialmente arraigada en un equipo
instintivo que se encuentra tanto en los animales como en la mujer. Pero
cualquiera sea la gravitación de ese factor, también existen factores
psicológicos específicamente humanos que determinan este tipo de amor
maternal. Cabe encontrar uno de ellos en el elemento narcisista del amor
materno. En la medida en que sigue sintiendo al niño como una parte suya,
el amor y la infatuación pueden satisfacer su narcisismo. Otra motivación
radica en el deseo de poder o de posesión de la madre. El niño, desvalido
y sometido por entero a su voluntad, constituye un objeto natural de
satisfacción para una mujer dominante y posesiva.
Si bien aparecen con frecuencia, tales motivaciones
no son probablemente tan importantes y universales como la que podemos
llamar necesidad de trascendencia. Tal necesidad de trascendencia es una
de las necesidades básicas del hombre, arraigada en el hecho de su
autoconciencia, en el hecho de que no está satisfecho con el papel de la
criatura, de que no puede aceptarse a sí mismo como un dado arrojado
fuera del cubilete. Necesita sentirse creador, ser alguien que trasciende
el papel pasivo de ser creado. Hay muchas formas de alcanzar esa
satisfacción en la creación; la más natural, y también la más fácil de
lograr, es el amor y el cuidado de la madre por su creación. Ella se
trasciende en el niño; su amor por él da sentido y significación a su
vida. (En la incapacidad misma del varón para satisfacer su necesidad de
trascendencia concibiendo hijos reside su impulso a trascenderse por
medio de la creación de cosas hechas por el hombre y de ideas.)
Pero el niño debe crecer. Debe emerger del vientre
materno, del pecho de la madre; eventualmente, debe convertirse en un ser
humano completamente separado. La esencia misma del amor materno es
cuidar de que el niño crezca, y esto significa desear que el niño se
separe de ella. Ahí radica la diferencia básica con respecto al amor
erótico. En este último, dos seres que estaban separados se convierten en
uno solo. En el amor materno, dos seres que estaban unidos se separan. La
madre debe no sólo tolerar, sino también desear y alentar la separación
del niño. Sólo en esa etapa el amor materno se convierte en una tarea
sumamente difícil, que requiere generosidad y capacidad de dar todo sin
desear nada salvo la felicidad del ser amado. También es en esa etapa
donde muchas madres fracasan en su tarea de amor materno. La mujer
narcisista, dominadora y posesiva puede llegar a ser una madre
"amante" mientras el niño es pequeño. Sólo la mujer que
realmente ama, la mujer que es más feliz dando que tomando, que está
firmemente arraigada en su propia existencia, puede ser una madre amante
cuando el niño está en el proceso de la separación.
El amor maternal por el niño que crece, amor que no
desea nada para sí, es quizá la forma de amor más difícil de lograr, y la
más engañosa, a causa de la facilidad con que una madre puede amar a su
pequeño. Pero, precisamente debido a dicha dificultad, una mujer sólo
puede ser una madre verdaderamente amante si puede amar; si puede amar a
su esposo, a otros niños, a los extraños, a todos los seres humanos. La
mujer que no es capaz de amar en ese sentido, puede ser una madre
afectuosa mientras su hijo es pequeño, pero no será una madre amante, y
la prueba de ello es la voluntad de aceptar la separación -y aun después
de la separación seguir amando-.
c. Amor erótico.
El amor fraterno es amor entre hermanos; el amor
materno es amor por el desvalido. Diferentes como son entre sí, tienen en
común el hecho de que, por su misma naturaleza, no están restringidos a
una sola persona. Si amo a mi hermano, amo a todos mis hermanos; si amo a
mi hijo, amo a todos mis hijos; no, más aún, amo a todos los niños, a
todos los que necesitan mi ayuda. En contraste con ambos tipos de amor
está el amor erótico: el anhelo de fusión completa, de unión con una
única otra persona. Por su propia naturaleza, es exclusivo y no
universal; es también, quizá, la forma de amor más engañosa que existe.
En primer lugar, se lo confunde fácilmente con la
experiencia explosiva de "enamorarse", el súbito derrumbe de las
barreras que existían hasta ese momento entre dos desconocidos. Pero,
como señalamos antes, tal experiencia de repentina intimidad es, por su
misma naturaleza, de corta duración. Cuando el desconocido se ha
convertido en una persona íntimamente conocida, ya no hay más barreras
que superar, ningún súbito acercamiento que lograr. Se llega a conocer a
la persona "amada" tan bien como a uno mismo. O, quizá, sería
mejor decir tan poco. Si la experiencia de la otra persona fuera más
profunda, si se pudiera experimentar la infinitud de su personalidad,
nunca nos resultaría tan familiar -y el milagro de salvar las barreras
podría renovarse a diario-. Pero para la mayoría de la gente, su propia
persona, tanto como las otras, resulta rápidamente explorada y agotada.
Para ellos, la intimidad se establece principalmente a través del
contacto sexual. Puesto que experimentan la separatidad de la otra
persona fundamentalmente como separatidad física, la unión física
significa superar la separatidad.
Existen, además, otros factores que para mucha gente
significan una superación de la separatidad. Hablar de la propia vida, de
las esperanzas y angustias, mostrar los propios aspectos infantiles,
establecer un interés común frente al mundo =se consideran formas de
salvar la separatidad-. Aun la exhibición de enojo, odio, de la absoluta
falta de inhibición, se consideran pruebas de intimidad, y ello puede
explicar la atracción pervertida que sienten los integrantes de muchos
matrimonios que sólo parecen íntimos cuando están en la cama o cuando dan
rienda suelta a su odio y a su rabia recíprocos. Pero la intimidad de
este tipo tiende a disminuir cada vez más a medida que transcurre el
tiempo. El resultado es que se trata de encontrar amor en la relación con
otra persona, con un nuevo desconocido. Este se transforma nuevamente en
una persona "íntima", la experiencia de enamorarse vuelve a ser
estimulante e intensa, para tornarse otra vez menos y menos intensa, y
concluye en el deseo de una nueva conquista, un nuevo amor -siempre con
la ilusión de que el nuevo amor será distinto de los anteriores-. El
carácter engañoso del deseo sexual contribuye al mantenimiento de tales
ilusiones.
El deseo sexual tiende a la fusión -y no es en modo
alguno sólo un apetito físico, el alivio de una tensión penosa-. Pero el
deseo sexual puede ser estimulado por la angustia de la soledad, por el
deseo de conquistar o de ser conquistado, por la vanidad, por el deseo de
herir y aun de destruir, tanto como por el amor. Parecería que cualquier
emoción intensa, el amor entre otras, puede estimular y fundirse con el
deseo sexual. Como la mayoría de la gente une el deseo sexual a la idea
del amor, con facilidad incurre en el error de creer que se ama cuando se
desea físicamente. El amor puede inspirar el deseo de la unión sexual; en
tal caso, la relación física hállase libre de avidez, del deseo de
conquistar o ser conquistado, pero está fundido con la ternura. Si el
deseo de unión física no está estimulado por el amor, si el amor erótico
no es a la vez fraterno, jamás conduce a la unión salvo en un sentido
orgiástico y transitorio. La atracción sexual crea, por un momento, la
ilusión de la unión, pero, sin amor, tal "unión" deja a los
desconocidos tan separados como antes -a veces los hace avergonzarse el
uno del otro, o aun odiarse recíprocamente, porque, cuando la ilusión se
desvanece, sienten su separación más agudamente que antes-. La ternura no
es en modo alguno, como creía Freud, una sublimación del instinto sexual;
es el producto directo del amor fraterno, y existe tanto en las formas
físicas del amor, como en las no físicas.
En el amor erótico hay una exclusividad que falta en
el amor fraterno y en el materno. Ese carácter exclusivo requiere un
análisis más amplio. La exclusividad del amor erótico suele interpretarse
erróneamente como una relación posesiva. Es frecuente encontrar dos
personas "enamoradas" la una de la otra que no sienten amor por
nadie más. Su amor es, en realidad, un egoísmo á deux; son dos seres que
se identifican el uno con el otro, y que resuelven el problema de la
separatidad convirtiendo al individuo aislado en dos. Tienen la vivencia
de superar la separatidad, pero, puesto que están separados del resto de
la humanidad, siguen estándolo entre sí y enajenados de sí mismos; su
experiencia de unión no es más que ilusión. El amor erótico es exclusivo,
pero ama en la otra persona a toda la humanidad, a todo lo que vive. Es
exclusivo sólo en el sentido de que puedo fundirme plena e intensamente
con una sola persona. El amor erótico excluye el amor por los demás sólo
en el sentido de la fusión erótica, de un compromiso total en todos los
aspectos de la vida -pero no en el sentido de un amor fraterno profundo-.
El amor erótico, si es amor, tiene una premisa. Amar
desde la esencia del ser -y vivenciar a la otra persona en la esencia de
su ser-. En esencia, todos los seres humanos son idénticos. Somos todos
parte de Uno; somos Uno. Siendo así, no debería importar a quién amamos.
El amor debe ser esencialmente un acto de la voluntad, de decisión de dedicar
toda nuestra vida a la de la otra persona. Ese es, sin duda, el
razonamiento que sustenta la idea de la indisolubilidad del matrimonio,
así como las muchas formas de matrimonio tradicional, en las que ninguna
de las partes elige a la otra, sino que alguien las elige por ellas, a
pesar de lo cual se espera que se amen mutuamente. En la cultura
occidental contemporánea, tal idea parece totalmente falsa. Supónese que
el amor es el resultado de una reacción espontánea y emocional, de la
súbita aparición de un sentimiento irresistible. De acuerdo con ese
criterio, sólo se consideran las peculiaridades de los dos individuos
implicados -y no el hecho de que todos los hombres son parte de Adán y
todas las mujeres parte de Eva-. Se pasa así por alto un importante
factor del amor erótico, el de la voluntad. Amar a alguien no es
meramente un sentimiento poderoso -es una decisión, es un juicio, es una
promesa-. Si el amor no fuera más que un sentimiento, no existirían bases
para la promesa de amarse eternamente. Un sentimiento comienza y puede
desaparecer. ¿Cómo puedo yo juzgar que durará eternamente, si mi acto no
implica juicio y decisión?
Tomando en cuenta esos puntos de vista, cabe llegar
a la conclusión de que el amor es exclusivamente un acto de la voluntad y
un compromiso, y de que, por lo tanto, en esencia no importa demasiado
quiénes son las dos personas. Sea que el matrimonio haya sido decidido
por terceros, o el resultado de una elección individual, una vez
celebrada la boda el acto de la voluntad debe garantizar la continuación
del amor. Tal posición parece no considerar el carácter paradójico de la
naturaleza humana y del amor erótico. Todos somos Uno; no obstante, cada
uno de nosotros es una entidad única e irrepetible. Idéntica paradoja se
repite en nuestras relaciones con los otros. En la medida en que todos
somos uno, podemos amar a todos de la misma manera, en el sentido del
amor fraternal. Pero en la medida en que todos también somos diferentes,
el amor erótico requiere ciertos elementos específicos y altamente
individuales que existen entre algunos seres, pero no entre todos.
Ambos puntos de vista, entonces, el del amor erótico
como una atracción completamente individual, única entre dos personas
específicas, y el de que el amor erótico no es otra cosa que un acto de
la voluntad, son verdaderos -o, como sería quizá más exacto, la verdad no
es lo uno ni lo otro-. De ahí que la idea de una relación que puede
disolverse fácilmente si no resulta exitosa es tan errónea como la idea
de que tal relación no debe disolverse bajo ninguna circunstancia.
d. Amor a sí mismo.
(Paul Tillich, en un comentario de The Sane Society,
en Pastoral Psychology, setiembre 1955, sugirió que seria mejor abandonar
el ambiguo término "amor a sí mismo" (autoamor,
"self-love") y reemplazarlo por "autoafirmación
natural", o "autoaceptación paradójica". Si bien comprendo
yo los méritos de esa sugerencia, no puedo convenir con el autor al
respecto. En el término "amor a sí mismo", el elemento
paradójico en amor a si mismo está mucho más claramente contenido. Se
expresa el hecho de que el amor es una actitud que es la misma hacia
todos los objetos, incluyéndome a mí mismo. Tampoco debe olvidarse que
ese término, en el sentido en que se lo usa aquí, tiene una historia. La Biblia habla de amor
a sí mismo cuando ordena "ama a tu prójimo como a ti mismo", y
Meister Eckhart habla de amor a sí mismo en el mismo sentido.)
Si bien la aplicación del concepto del amor a
diversos objetos no despierta objeciones, es creencia común que amar a
los demás es una virtud, y amarse a si mismo un pecado. Se su pone que en
la medida en que me amo a mí mismo, no amo a los demás, que amor a sí
mismo es lo mismo que egoísmo. Tal punto de vista se remonta a los
comienzos del pensamiento occidental. Calvino califica de
"peste" el amor a sí mismo (Calvino, Institutes of the
Christian Religion (versión inglesa de J. AIbau), Filadelfia,
Presbyterian Board of Christian Education, 1928, cap. 7, parte 4, pág.
622. ). Freud habla del amor a sí mismo en términos psiquiátricos, pero
no obstante, su juicio valorativo es similar al de Calvino. Para él, amor
a si mismo se identifica con narcisismo, es decir, la vuelta de la libido
hacia el propio ser. El narcisismo constituye la primera etapa del
desarrollo humano, y la persona que en la vida adulta regresa a su etapa
narcisista, es incapaz de amar; en los casos extremos, es insano. Freud
sostiene que el amor es una manifestación de la libido, y que ésta puede
dirigirse hacia los demás -amor- o hacia uno -amor a sí mismo-. Amor y
amor a sí mismo, entonces, se excluyen mutuamente en el sentido de que
cuanto mayor es uno, menor es el otro. Si el amor a sí mismo es malo, se
sigue que la generosidad es virtuosa.
Surgen los problemas siguientes: ¿La observación
psicológica sustenta la tesis de que hay una contradicción básica entre
el amor a sí mismo y el amor a los demás? ¿Es el amor a sí mismo un
fenómeno similar al egoísmo, o son opuestos? Y ¿es el egoísmo del hombre
moderno realmente una preocupación por sí mismo como individuo, con todas
sus potencialidades intelectuales, emocionales y sensuales? ¿No se ha
convertido "él" en un apéndice de su papel económico-social?
¿Es su egoísmo idéntico al amor a sí mismo, o es la causa de la falta de
este último?
Antes de comenzar el examen del aspecto psicológico
del egoísmo y del amor a sí mismo, debemos destacar la falacia lógica que
implica la noción de que el amor a los demás y el amor a uno mismo se
excluyen recíprocamente. Si es una virtud amar al prójimo como a uno
mismo, debe serlo también -y no un vicio- que me ame a mí mismo, puesto
que también yo soy un ser humano. No hay ningún concepto del hombre en el
que yo no esté incluido. Una doctrina que proclama tal exclusión
demuestra ser intrínsecamente contradictoria. La idea expresada en el
bíblico "Ama a tu prójimo como a ti mismo", implica que el
respeto por la propia integridad y unicidad, el amor y la comprensión del
propio sí mismo, no pueden separarse del respeto, el amor y la
comprensión del otro individuo. El amor a sí mismo está inseparablemente
ligado al amor a cualquier otro ser.
Hemos llegado ahora a las premisas psicológicas
básicas que fundamentan las conclusiones de nuestro argumento. En
términos generales, dichas premisas son las siguientes: no sólo los
demás, sino nosotros mismos, somos "objeto" de nuestros
sentimientos y actitudes; las actitudes para con los demás y para con
nosotros mismos, lejos de ser contradictorias, son básicamente
conjuntivas. En lo que toca al problema que examinamos, eso significa: el
amor a los demás y el amor a nosotros mismos no son alternativas. Por el
contrario, en todo individuo capaz de amar a los demás se encontrará una
actitud de amor a sí mismo. El amor, en principio, es indivisible en lo
que atañe a la conexión entre los "objetos" y el propio ser. El
amor genuino constituye una expresión de la productividad, y entraña
cuidado, respeto, responsabilidad y conocimiento. No es un
"afecto" en el sentido de que alguien nos afecte, sino un
esforzarse activo arraigado en la propia capacidad de amar y que tiende
al crecimiento y la felicidad de la persona amada.
Amar a alguien es la realización y concentración del
poder de amar. La afirmación básica contenida en el amor se dirige hacia
la persona amada como una encarnación de las cualidades esencialmente
humanas. Amar a una persona implica amar al hombre como tal. El tipo de
"división del trabajo", como lo llamó William James, que
consiste en amar a la propia familia pero ser indiferente al
"extraño", es un signo de una incapacidad básica de amar. El amor
al hombre no es, como a menudo se supone, una abstracción que sigue al
amor a una persona específica, sino que constituye su premisa, aunque
genéticamente se adquiera al amar a individuos específicos.
De ello se deduce que mi propia persona debe ser un
objeto de mi amor al igual que lo es otra persona. La afirmación de la
vida, felicidad, crecimiento y libertad propios, está arraigada en la
propia capacidad de amar, esto es, en el cuidado, el respeto, la
responsabilidad y el conocimiento. Si un individuo es capaz de amar
productivamente, también se ama a sí mismo; si sólo ama a los demás, no
puede amar en absoluto.
Dando por establecido que el amor a sí mismo y a los
demás es conjuntivo, ¿cómo explicamos el egoísmo, que excluye
evidentemente toda genuina preocupación por los demás? La persona egoísta
sólo se interesa por sí misma, desea todo para sí misma, no siente placer
en dar, sino únicamente en tomar. Considera el mundo exterior sólo desde
el punto de vista de lo que puede obtener de él; carece de interés en las
necesidades ajenas y de respeto por la dignidad e integridad de los
demás. No ve más que a sí misma; juzga a todos según su utilidad; es
básicamente incapaz de amar. ¿No prueba eso que la preocupación por los
demás y por uno mismo son alternativas inevitables? Sería así si el
egoísmo y el autoamor fueran idénticos. Pero tal suposición es
precisamente la falacia que ha llevado a tantas conclusiones erróneas con
respecto a nuestros problemas. El egoísmo y el amor a sí mismo, lejos de
ser idénticos, son realmente opuestos. El individuo egoísta no se ama
demasiado, sino muy poco; en realidad, se odia. Tal falta de cariño y
cuidado por sí mismo, que no es sino la expresión de su falta de
productividad, lo deja vacío y frustrado. Se siente necesariamente
infeliz y ansiosamente preocupado por arrancar a la vida las
satisfacciones que él se impide obtener. Parece preocuparse demasiado por
sí mismo, pero, en realidad, sólo realiza un fracasado intento de
disimular y compensar su incapacidad de cuidar de su verdadero ser. Freud
sostiene que el egoísta es narcisista, como si negara su amor a los demás
y lo dirigiera hacia sí. Es verdad que las personas egoístas son
incapaces de amar a los demás, pero tampoco pueden amarse a sí mismas.
Es más fácil comprender el egoísmo comparándolo con
la ávida preocupación por los demás, como la que encontramos, por
ejemplo, en una madre sobreprotectora. Si bien ella cree conscientemente
que es en extremo cariñosa con su hijo, en realidad tiene una hostilidad
hondamente reprimida contra el objeto de sus preocupaciones. Sus cuidados
exagerados no obedecen a un amor excesivo al niño, sino a que debe
compensar su total incapacidad de amarlo.
Esta teoría de la naturaleza del egoísmo surge de la
experiencia psicoanalítica con la "generosidad" neurótica, un
síntoma de neurosis observado en no pocas personas, que habitualmente no
están perturbadas por ese síntoma, sino por otros relacionados con él,
como depresión, fatiga, incapacidad de trabajar, fracaso en las
relaciones amorosas, etc. No sólo ocurre que no consideran esa
generosidad como un "síntoma"; frecuentemente es el único rasgo
caracterológico redentor del que esas personas se enorgullecen. La
persona "generosa" "no quiere nada para sí misma"; "sólo
vive para los demás", está orgullosa de no considerarse importante.
Le intriga descubrir que, a pesar de su generosidad, no es feliz, y que
sus relaciones con los más íntimos allegados son insatisfactorias. La
labor analítica demuestra que esa generosidad no es algo aparte de los otros
síntomas, sino uno de ellos -de hecho, muchas veces es el más
importante-; que la capacidad de amar o de disfrutar de esa persona está
paralizada; que está llena de hostilidad hacia la vida y que, detrás de
la fachada de generosidad, se oculta un intenso egocentrismo, sutil, pero
no por ello menos intenso. Esa persona sólo puede curarse si también su
generosidad se interpreta como un síntoma junto con los demás, de modo
que su falta de productividad, que está en la raíz de su generosidad y de
las otras perturbaciones, pueda corregirse.
La naturaleza de esa generosidad se torna
particularmente evidente en su efecto sobre los demás y, con mucha
frecuencia en nuestra cultura, en el efecto que la madre
"generosa" ejerce sobre sus hijos. Ella cree que, a través de
su generosidad, sus hijos experimentarán lo que significa ser amado y
aprenderán, a su vez, a amar. Sin embargo, el efecto de su generosidad no
corresponde en absoluto a sus expectaciones. Los niños no demuestran la
felicidad de personas convencidas de que se los ama; están angustiados,
tensos, temerosos de la desaprobación de la madre y ansiosos de responder
a sus expectativas. Habitualmente, se sienten afectados por la oculta
hostilidad de la madre contra la vida, que sienten, pero sin percibirla con
claridad, y, eventualmente, se empapan de ella. En conjunto, el efecto
producido por la madre "generosa" no es demasiado diferente del
que ejerce la madre egoísta, y aun puede resultar más nefasto, puesto que
la generosidad de la madre impide que los niños la critiquen. Se los
coloca bajo la obligación de no desilusionarla; se les enseña, bajo la
máscara de la virtud, a no gustar de la vida. Si se tiene la oportunidad
de estudiar el efecto producido por una madre con genuino amor a sí
misma, se ve que no hay nada que lleve más a un niño a la experiencia e
lo que son la felicidad, el amor y la alegría, que el amor de una madre
que se ama a sí misma.
Meister Eckhart ha sintetizado magníficamente estas
ideas: "Si te amas a ti mismo, amas a todos los demás como a ti
mismo. Mientras ames a otra persona menos que a ti mismo, no lograrás
realmente amarte, pero si amas a todos por igual, incluyéndote a ti, los
amarás como una sola persona y esa persona es a la vez Dios y el hombre.
Así, pues, es una persona grande y virtuosa la que amándose a sí misma,
ama igualmente a todos los demás" (Meister Eckhart (versión inglesa
de R. B. Blaknev). Nueva York, Harper and
Brothers, 1941, pág. 204.)
e.
Amor a Dios.
Dijimos antes que la base de nuestra necesidad de
amar está en la experiencia de separatidad y la necesidad resultante de
superar la angustia de la separatidad por medio de la experiencia de la
unión. La forma religiosa del amor, lo que se denomina amor a Dios, es,
desde el punto de vista psicológico, de índole similar. Surge de la
necesidad de superar la separatidad y lograr la unión. En realidad, el
amor a Dios tiene tantos aspectos y cualidades distintos como el amor al
hombre -y en gran medida encontramos en él las mismas diferencias-.
En todas las religiones teístas, sean politeístas o
monoteístas, Dios representa el valor supremo, el bien más deseable. Por
lo tanto, el significado específico de Dios depende de cuál sea el bien
más deseable para una determinada persona. La comprensión del concepto de
Dios debe comenzar, en consecuencia, con un análisis de la estructura
caracterológica de la persona que adora a Dios.
Hasta donde tenemos conocimiento al respecto, el
desarrollo de la raza humana puede caracterizarse como la emergencia del
hombre de la naturaleza, de la madre, de los lazos de la sangre y el
suelo. En el comienzo de la historia humana, el hombre, si bien expulsado
de la unidad original con la naturaleza, se aferra todavía a esos lazos
primarios. Encuentra seguridad regresando o aferrándose a esos vínculos
primitivos. Siéntese identificado todavía con el mundo de los animales y
de los árboles, y trata de lograr la unidad formando parte del reino
natural. Muchas religiones primitivas son manifestaciones de esa etapa
evolutiva. Un animal se transforma en un tótem; se utilizan máscaras de
animales en los actos religiosos o en la guerra; se adora a un animal
como dios. En una etapa posterior de evolución, cuando la habilidad
humana se ha desarrollado hasta alcanzar la del artesano o el artista,
cuando el hombre no depende ya exclusivamente de los dones de la
naturaleza -la fruta que encuentra y el animal que mata- el hombre
transforma el producto de su propia mano en un dios. Es ésa la etapa de
la adoración de ídolos hechos de arcilla, plata u oro. El hombre proyecta
sus poderes y habilidades propios en las cosas que hace, y así, a
distancia, adora sus proezas, sus posesiones. En una etapa ulterior, el
hombre da a sus dioses la forma de seres humanos. Parece que eso sólo
puede ocurrir cuando el hombre se ha tornado más consciente de sí mismo,
y cuando ha descubierto al hombre como la "cosa" más elevada y
digna en el mundo. En esa fase de adoración de un dios antropomórfico,
encontramos una evolución de dos dimensiones. Una se refiere a la
naturaleza femenina o masculina de los dioses, la otra al grado de
madurez alcanzada por el hombre, grado que determina la naturaleza de sus
dioses y la naturaleza de su amor a ellos.
Hablemos en primer término del paso desde las
religiones matriarcales a las patriarcales. De acuerdo con los notables y
decisivos descubrimientos de Bachofen y Morgan a mediados del siglo
pasado, y a pesar de que la mayoría de los círculos académicos rechazó
esos hallazgos, no parecen existir dudas acerca de la existencia de una
fase matriarcal de la religión, anterior a la patriarcal, por lo menos en
muchas culturas. En la fase matriarcal, el ser superior es la madre. Es
la diosa, y así mismo la autoridad en la familia y la sociedad. Para
comprender la esencia de la religión matriarcal basta recordar lo dicho
sobre la esencia del amor materno. El amor de la madre es incondicional,
y también es omniprotector y envolvente; como es incondicional, tampoco
puede controlarse o adquirirse. Su presencia da a la persona amada una
sensación de dicha; su ausencia produce un sentimiento de abandono y
profunda desesperación. Puesto que la madre ama a sus hijos porque son
sus hijos, y no porque sean "buenos", obedientes, o cumplan sus
deseos y órdenes, el amor materno se basa en la igualdad. Todos los hombres
son iguales, porque son todos hijos de una madre, porque todos son hijos
de la Madre
Tierra.
La etapa siguiente de la evolución humana, la única
que conocemos plenamente y a cuyo respecto no tenemos necesidad de
confiar en inferencias y reconstrucciones, es la fase patriarcal. En
ella, la madre pierde su posición suprema y el padre se convierte en el
Ser Supremo, tanto en la religión como en la sociedad. La naturaleza del
amor del padre le hace tener exigencias, establecer principios y leyes, y
a que su amor al hijo dependa de la obediencia de éste a sus demandas.
Prefiere al hijo que más se le asemeja, al más obediente y capacitado
para sucederle, como heredero de todas sus posesiones. (El desarrollo de
la sociedad patriarcal es paralelo al de la propiedad privada.) Como
consecuencia, la sociedad patriarcal es jerárquica; la igualdad de los
hermanos se transforma en competencia y lucha mutua. Sea que consideremos
las culturas india, egipcia o griega, o las religiones judeo-cristiana o
islámica, nos encontramos en medio de un mundo patriarcal, con dioses
masculinos, sobre los que reina un dios principal, o donde todos los
dioses han sido eliminados menos Uno, el Dios. Sin embargo, puesto que es
imposible arrancar del corazón humano el anhelo de amor materno, no es sorprendente
que la figura de la madre amante no se haya podido expulsar totalmente
del panteón. En la religión judía, los aspectos maternos de Dios vuelven
a introducirse, en especial en las diversas corrientes místicas. En la
religión católica, la
Iglesia y la
Virgen simbolizan a la Madre. Ni siquiera
en el protestantismo permanece oculta. Lutero estableció como principio
fundamental que nada de lo que el hombre hace puede procurarle el amor de
Dios. El amor de Dios es Gracia, la actitud religiosa consiste en tener
fe en esa gracia, y hacerse pequeño y desvalido; las buenas obras no
pueden influir sobre Dios -o hacer que Dios nos ame, como postulan las
doctrinas católicas. Aquí es evidente que la doctrina católica de las
buenas obras forma parte del cuadro patriarcal; es posible alcanzar el
amor del padre mediante la obediencia y el cumplimiento de sus
exigencias. La doctrina luterana, en cambio, a pesar de su manifiesto
carácter patriarcal, contiene un elemento matriarcal soslayado. El amor
de la madre no puede adquirirse; está ahí, o no; todo lo que puedo hacer
es tener fe (como dice el salmista: "Sobre los pechos de mi madre,
me hiciste estar confiado"16 (Salmos, 22 : 9.)), y transformarme en
una criatura desvalida e impotente. Pero la peculiaridad de la fe de
Lutero consiste en que la figura de la madre desapareció del cuadro
manifiesto y fue reemplazada por la del padre; en lugar de la certeza de
ser amado por la madre, se convierte en rasgo fundamental la intensa
duda, el esperar, contra toda esperanza, el amor incondicional del padre.
He tenido que examinar la diferencia entre los
elementos matriarcales y patriarcales en la religión para mostrar que el
carácter del amor a Dios depende de la respectiva gravitación de los
aspectos matriarcales y patriarcales en la religión. El aspecto
patriarcal me hace amar a Dios como a un padre; supongo que es justo y
severo, que castiga y recompensa; y, evidentemente, que me elegirá como
hijo favorito, tal como Dios eligió a Abraham-Israel, como Isaac eligió a
Jacob, como Dios elige a su pueblo favorito. En el aspecto matriarcal de
la religión, amo a Dios como a una madre omnímoda. Tengo fe en su amor y
sé que pese a cuan pobre e impotente sea, a cuanto haya pecado, me amará
y no amará a ninguno de sus otros hijos más que a mí; que me ocurra lo
que me ocurriere, me rescatará, me salvará, me perdonará. Innecesario es
decir que mi amor a Dios y el amor de Dios a mi son inseparables. Si Dios
es un padre, me ama como a un hijo, y yo lo amo como a un padre. Si Dios
es una madre, este hecho determina su amor y mi amor.
Esa diferencia entre los aspectos maternos y
paternos del amor a Dios es, empero, sólo uno de los factores que
determinan la naturaleza de ese amor; el otro factor es el grado de madurez
alcanzado por el individuo y, por lo tanto, en su concepto de Dios y su
amor a Dios.
Dado que la raza humana evolucionó desde una
estructura societal centrada en la madre a una centrada en el padre, es
principalmente en el desenvolvimiento de la religión patriarcal donde
podemos observar el desarrollo de un amor maduro (Eso es verdad
especialmente en lo que atañe a las religiones monoteístas de occidente.
En las religiones indias las figuras maternas han conservado buena parte
de su influencia, por ejemplo, en la diosa Kali; en el budismo y en el
taoísmo, el concepto de un dios -o de una diosa- carecía de significación
esencial, si es que no había sido eliminado por completo.). Al comienzo
de esa evolución, encontramos un Dios despótico, celoso, que considera
que el hombre que él ha creado es su propiedad, y que tiene derecho a
hacer con él cuanto quiera. Es ésa la fase religiosa en la que Dios
arroja al hombre del paraíso, para que no coma del árbol del saber y se
convierta así en Dios mismo; es la fase en la que Dios decide destruir la
raza humana mediante el diluvio, porque ninguno de sus miembros le gusta,
con la excepción de su hijo favorito, Noé; es la fase en la que Dios le
exige a Abraham que mate a su único y amado hijo Isaac, para probar su amor
por El con un acto de total obediencia. Pero al mismo tiempo comienza una
nueva etapa; Dios hace un pacto con Noé, por el cual le promete no volver
a destruir jamás la raza humana, un pacto en el cual él mismo se
compromete. No sólo está atado por sus promesas, sino por su propio
principio de justicia, y sobre esa base Dios debe someterse al pedido de
Abraham de no destruir Sodoma si en ella hay por lo menos diez hombres
justos. Pero la evolución va más allá de transformar a Dios, de la figura
de un despótico jefe de tribu en un padre amante, en un padre que está
sometido al principio que él mismo ha postulado; tiende a que Dios deje
de ser la figura de un padre y se convierta en el símbolo de sus
principios, los de justicia, verdad y amor. Dios es verdad, Dios es
justicia. En ese desarrollo, Dios deja de ser una persona, un hombre, un
padre; se convierte en el símbolo del principio de unidad subyacente a la
multiplicidad de los fenómenos, de la visión de la flor que crecerá de la
semilla espiritual que alberga el hombre en su interior. Dios no puede
tener un nombre. Un nombre siempre denota una cosa, o una persona, algo
finito. ¿Cómo puede Dios tener un nombre, si no es una persona ni una
cosa?
El incidente más notable de ese cambio es el relato
bíblico de la revelación de Dios a Moisés. Cuando Moisés le dice que los
hebreos no creerán que Dios lo ha enviado, a menos que pueda decirles el
nombre de Dios (¿cómo podrían los adoradores de ídolos comprender un Dios
sin nombre, puesto que la esencia misma de un ídolo es tener un nombre?),
Dios hace una concesión. Dice a Moisés que su nombre es "Yo soy el
que soy". "Yo soy el que seré es mi nombre." El "yo
soy el que seré" significa que Dios no es finito, que no es una
persona, un "ser". La traducción más adecuada de la frase
sería: dile que "mi nombre es sinnombre". La prohibición de
hacer imágenes de Dios, de pronunciar su nombre en vano, y eventualmente,
de pronunciar su nombre en absoluto, apunta a la misma finalidad, la de
liberar al hombre de la idea de que Dios es un padre, una persona. En el
desarrollo teológico ulterior, la idea se transforma en el principio de
que ni siquiera deben darse a Dios atributos positivos. Decir que Dios es
sabio, poderoso, bueno, implica nuevamente que es una persona; todo lo que
puedo hacer es decir lo que Dios no es, enumerar sus atributos negativos,
postular que no es limitado, que no es malo, que no es injusto. Cuanto
más sé lo que Dios no es, mayor es mi conocimiento de Dios (Cf. el
concepto de Maimónides de los atributos negativos de Dios en la Guía de los
Perplejos.).
Si seguimos la maduración de la idea monoteísta en
sus consecuencias ulteriores sólo llegaremos a una conclusión: no
mencionar para nada el nombre de Dios, no hablar acerca de Dios. Dios se
convierte entonces en lo que es potencialmente en la teología monoteísta,
el Uno sin nombre, un balbuceo inexpresable, que se refiere a la unidad
subyacente al universo fenoménico, la fuente de toda existencia; Dios se
torna verdad, amor, justicia. Dios es yo, en la medida en que soy humano.
Es evidente que tal evolución desde el principio
antropomórfico al puro monoteísmo establece una diferencia fundamental en
la naturaleza del amor a Dios. El Dios de Abraham puede amarse o temerse,
como un 'padre, y su aspecto predominante es a veces la tolerancia, a
veces la ira. En el grado en que Dios es el padre, yo soy el hijo. No he
emergido plenamente del deseo autista de omnisciencia y omnipotencia. No
he adquirido aún la objetividad necesaria para percatarme de mis
limitaciones como ser humano, de mi ignorancia, mi desvalidez. Reclamo
aún, como una criatura, que haya un padre que me rescate, que me vigile,
que me castigue, un padre que me aprecie cuando soy obediente, que se
sienta halagado por mis loas y enojado a causa de mi desobediencia. Es
notorio que la mayoría de la gente no ha superado, en su evolución
personal, esa etapa infantil, y de ahí que su fe en Dios signifique creer
en un padre protector -una ilusión infantil-. Esta sigue siendo la forma
predominante, a pesar del hecho de que algunos grandes maestros de la
raza humana y un pequeño número de hombres hayan superado ese concepto de
la religión.
En la medida en que las cosas son así, la crítica de
la idea de Dios, tal como la expresó Freud, es correcta. El error, sin
embargo, está en el hecho de que no tuvo en cuenta el otro aspecto de la
religión monoteísta, y su verdadero núcleo, cuya lógica lleva exactamente
a la negación de este concepto de Dios. La persona verdaderamente
religiosa, que capta la esencia de la idea monoteísta, no reza por nada,
no espera nada de Dios; no ama a Dios como un niño a su padre o a su
madre; ha adquirido la humildad necesaria para percibir sus limitaciones,
hasta el punto de saber que no sabe nada acerca de Dios. Dios se
convierte para ella en un símbolo en el que el hombre, en una etapa más
temprana de su evolución, ha expresado la totalidad de lo que se esfuerza
por alcanzar, el reino del mundo espiritual, del amor, la verdad, la
justicia. Tiene fe en los principios que "Dios" representa; piensa
la verdad, vive el amor y la justicia, y considera que su vida toda es
valiosa sólo en la medida en que le da la oportunidad de llegar a un
desenvolvimiento cada vez más pleno de sus poderes humanos -como la única
realidad que cuenta, el único objeto de "fundamental
importancia"-; y, eventualmente, no habla de Dios -ni siquiera
menciona su nombre-. Amar a Dios, si usara esa palabra, significaría
entonces anhelar el logro de la plena capacidad de amar, para la
realización de lo que "Dios" representa en uno mismo.
Desde ese punto de vista, la consecuencia lógica del
pensamiento monoteísta es la negación de toda "teología", de
todo "conocimiento de Dios". No obstante, sigue habiendo una
diferencia entre tan radical concepción no-teológica y un sistema no teísta,
por ejemplo, en el budismo primitivo o en el taoísmo.
En todos los sistemas teistas, aun los místicos y
no-teológicos, existe el supuesto de la realidad del reino espiritual,
que trasciende al hombre, que da significado y validez a los pode res
espirituales del hombre y a sus esfuerzos por alcanzar la salvación y el
nacimiento interior. En un sistema no-teísta no existe un reino
espiritual fuera del hombre o trascendente a él. El reino del amor, la
razón y la justicia existe como una realidad únicamente porque el hombre
ha podido desenvolver esos poderes en sí mismo a través del proceso de su
evolución y sólo en esa medida. En tal concepción, la vida no tiene otro
sentido que el que el hombre le da; el hombre está completamente solo,
salvo en la medida en que ayuda a otro.
Puesto que he hablado del amor a Dios, quiero
aclarar que, personalmente, no pienso en función de un concepto teísta, y
que, en mi opinión, el concepto de Dios es sólo un concepto
históricamente condicionado, en el que el hombre ha expresado su
experiencia de sus poderes superiores, su anhelo de verdad y de unidad en
determinado período histórico. Pero creo también que las consecuencias de
un monoteísmo estricto y la preocupación fundamental no-teísta por la
realidad espiritual son dos puntos de vista que, aunque diferentes, no se
contradicen necesariamente.
Pero aquí surge otra dimensión de la cuestión del
amor a Dios, que debemos analizar para medir la profundidad del problema.
Me refiero a una diferencia fundamental en la actitud religiosa entre
Oriente (China e India) y el Occidente, diferencia que cabe expresar en
función de conceptos lógicos. Desde Aristóteles, el mundo occidental ha
seguido los principios lógicos de la filosofía aristotélica. Esa lógica
se basa en el principio de identidad que afirma que A es A, el principio
de contradicción (A no es no A) y el principio del tercero excluido (A no
puede ser A y no A, tampoco A ni no A). Aristóteles explica claramente su
posición en el siguiente pasaje: "Es imposible que una misma cosa
simultáneamente pertenezca y no pertenezca a la misma cosa y en el mismo
sentido, sin perjuicio de otras determinaciones que podrían agregarse
para enfrentar las objeciones lógicas. Este es, entonces, el más cierto
de todos los principios … (Aristóteles, Metafísica, libro 3, 1005b,
20. )
Este axioma de la lógica aristotélica está tan
hondamente arraigado en nuestros hábitos de pensamiento que se siente
como "natural" y autoevidente, mientras que, por otra parte, la
confirmación de que X es A y no es A parece insensata. (Desde luego, la
afirmación se refiere al sujeto X en un momento dado, no a X ahora y a X
más tarde, o a un aspecto de X frente a otro aspecto.)
En oposición a la lógica aristotélica, existe la que
podríamos llamar lógica paradójica, que supone que A y no-A no se
excluyen mutuamente como predicados de X. La lógica paradójica predominó
en el pensamiento chino e indio, en la filosofía de Heráclito, y
posteriormente, con el nombre de dialéctica, se convirtió en la filosofía
de Hegel y de Marx. Lao-tsé formuló claramente el principio general de la
lógica paradójica: "Las palabras que son estrictamente verdaderas
parecen ser paradójicas" (Lao-tsé, The Tao Teh King, The Sacred
Books of the East, ed. por F. Max Mueller, Vol. XXXIX, Londres, Oxford University
Press, 1927, pág. 120.). Y Chuang-tzu: "Lo que es uno es uno.
Aquello que es no-uno, también es uno." Tales formulaciones de la
lógica paradójica son positivas: es y no es. Otras son negativas: no es
esto ni aquello. Encontramos la primera expresión en el pensamiento
taoísta, en Heráclito y en la dialéctica de Hegel; la segunda formulación
es frecuente en la filosofía india.
Aunque estaría más allá de los propósitos de este
libro intentar una descripción más detallada de la diferencia entre la lógica
aristotélica y la paradójica, mencionaré unos pocos ejemplos para hacer
más comprensible el principio. La lógica paradójica tiene en Heráclito su
primera manifestación filosófica en el pensamiento occidental. Heráclito
afirma que el conflicto entre los opuestos es la base de toda existencia.
"Ellos no comprenden", dice "que el Uno total, divergente
en sí mismo, es idéntico a sí mismo: armonía de tensiones opuestas, como
en el arco y en la lira" (W. Capelle, Die Vorsokratiker, Stuttgart,
Alfred Kroener Verlag, 1953, pág. 134 (Mi traducción, E. F.).. O aun con
mayor claridad: "Nos bañamos en el mismo río y, sin embargo, no en
el mismo; somos nosotros y no somos nosotros"( Ibídem, pág. 132 ). O
bien: "Uno y lo mismo se manifiesta en las cosas como vivo y muerto,
despierto y dormido, joven y viejo". ( Ibídem, pág. 133.)
En la filosofía de Lao-tsé la misma idea exprésase
en una forma más poética. Un ejemplo característico del pensamiento
paradójico taoísta es el siguiente: "La gravedad es la raíz de la
liviandad; la quietud es la rectora del movimiento" (Mueller, op.
cit., pág. 69 ). O bien: "El Tao en su curso regular no hace nada y,
por lo tanto, no hay nada que no haga" ( Ibídem, pág. 79. ). O bien:
"Mis palabras son muy fáciles de conocer y muy fáciles de practicar;
pero no hay nadie en el mundo capaz de conocerlas y practicarlas"
(Ibídem, pág. 112 ). En el pensamiento taoísta, así como en el
pensamiento indio y socrático, el nivel más alto al que puede conducirnos
el pensamiento es conocer lo que no conocemos: "Conocer y, no
obstante [pensar] que no conocemos es el más alto [logro]; no conocer [y
sin embargo pensar] que conocemos es una enfermedad" (Ibídem, pág.
113 ). Que el Dios supremo no pueda nombrarse no es sino una consecuencia
de esa filosofía. La realidad final, lo Uno fundamental, no puede
encerrarse en palabras o en pensamientos. Como dice Lao-tsé, "El Tao
que puede ser hallado, no es el Tao permanente y estable. El nombre que
puede nombrarse no es el nombre permanente y estable" (Ibídem, pág.
47 ). O, en una formulación distinta: "Lo miramos y no lo vemos, y
lo llamamos el `Ecuable'. Lo escuchamos y no lo oímos, y lo llamamos el
`Inaudible'. Tratamos de captarlo, y no logramos hacerlo, y lo nombramos
el `Sutil'. Con estas tres cualidades no puede ser sujeto de descripción;
y por eso las fundimos y obtenemos El Uno" (Ibídem, pág. 57.). Y aun
otra formulación de la misma idea: "El que conoce [el Tao] no
(necesita) hablar (sobre él); el que está [siempre dispuesto a] hablar
sobre él no lo conoce"". (Ibídem, pág. 100)
La filosofía brahmánica se preocupaba por la
relación entre la multiplicidad (de los fenómenos) y la unidad (Brahma).
Pero la filosofía paradójica no debe confundirse en la India ni en la China con un punto de
vista dualista. La armonía (unidad) consiste en la posición conflictual
que la constituye. "El pensamiento brahmánico desde el principio
giró alrededor de la paradoja de los antagonismos simultáneos -y no
obstante identidad de las fuerzas y formas manifiestas del mundo fenoménico..."
(H. R. Zimmer, Philosophies of India, Nueva
York, Pantheon Books, 1951. ) El poder esencial en el Universo y en el hombre
trasciende tanto la esfera conceptual como la sensible. No es, por lo
tanto, "ni esto ni aquello". Pero, como advierte Zimmer,
"no hay antagonismo entre `real e irreal' en esta realización
estrictamente nodualista" (Ibídem.). En su búsqueda de la unidad más
allá de la multiplicidad, los pensadores brahmánicos llegaron a la
conclusión de que el par de opuestos que se percibe no refleja la
naturaleza de las cosas, sino la de la mente percipiente. El pensamiento
percipiente debe trascenderse a si mismo para alcanzar la verdadera
realidad. La oposición es una categoría de la mente humana, no un
elemento de la realidad. En el RigVeda, el principio se expresa en la
siguiente forma: "Yo soy los dos, la fuerza vital y el material
vital, los dos a la vez." La consecuencia extrema de la idea de que
el pensamiento sólo puede percibir en contradicciones aparece en forma
aún más drástica en la teoría vedanta, que postula que el pensamiento -a
pesar de su fino discernimiento- es "sólo un más sutil horizonte de
ignorancia, en realidad, el más sutil de todos los engañosos recursos de
maya" (Ibídem, pág. 424.)
La lógica paradójica tiene una significativa relación
con el concepto de Dios. En el grado en que Dios representa la realidad
esencial, y la mente humana percibe la realidad en contra dicciones, no
puede hacerse afirmación positiva alguna acerca de Dios. En los Vedas, la
idea de un Dios omnisapiente y omnipotente se considera la forma más
extrema de ignorancia. (Ibídem, pág. 424. ) Vemos aquí la conexión con la
falta de nombre del Tao, el nombre innominado del Dios que se revela a
Moisés, la "Nada absoluta" de Meister Eckhart. El hombre sólo
puede conocer la negación, y nunca la posición de la realidad esencial.
"Mientras tanto, el hombre no puede conocer lo que Dios es, aunque
tenga plena conciencia de lo que Dios no es... Así satisfecha con nada,
la mente clama el bien supremo." ( Meister Eckhart, Nueva York,
Harper and Brothers, 1941, pág. 114. ) Para Meister Eckhart, "El
Divino es una negación de las negaciones, y una negativa de las
negativas... Todas las criaturas contienen una negación: una niega que es
la otra" (Ibídem, pág. 247. Cf. también la teología negativa de
Maimónides.)Es tan sólo como una consecuencia ulterior que Dios se
convierte para Meister Eckhart en "La Nada absoluta",
tal como la realidad esencial es el "En Sof", lo Sin Fin, para la Cábala.
He examinado la diferencia entre la lógica
aristotélica y la paradójica con el propósito de preparar el terreno para
una importante distinción en el concepto del amor a Dios. Los maestros de
la lógica paradójica afirman que el hombre puede percibir la realidad
sólo en contradicciones, y que su pensamiento es incapaz de captar la
realidad-unidad esencial, lo Uno mismo. Ello trajo como consecuencia que
no se aspira como finalidad última a descubrir la respuesta en el
pensamiento. Este sólo nos dice que no puede darnos la última respuesta.
El mundo del pensamiento permanece envuelto en la paradoja. La única
forma como puede captarse el mundo en su esencia reside, no en el
pensamiento, sino en el acto, en la experiencia de unidad.
La lógica paradójica llega así a la conclusión de
que el amor a Dios no es el conocimiento de Dios mediante el pensamiento,
ni el pensamiento del propio amor a Dios, sino el acto de experimentar la
unidad con Dios.
Por lo tanto, lo más importante es la forma correcta
de vivir. Toda la vida, cada acción, banal o importante, se dedica al
conocimiento de Dios, pero no a un conocimiento por medio del pensamiento
correcto, sino de la acción correcta. Las religiones orientales
constituyen una clara ilustración de ese concepto. Tanto en el
brahmanismo como en el budismo y el taoísmo, la finalidad fundamental de
la religión no es la creencia correcta, sino la acción correcta. Lo mismo
ocurre en la religión judía. Prácticamente no se registra en la tradición
judía ningún cisma por cuestiones de creencia (la única gran excepción,
la diferencia entre fariseos y saduceos, se produjo esencialmente entre
dos clases sociales opuestas). La religión judía asignaba especial
importancia (particularmente desde el comienzo de la era cristiana) a la
forma correcta de vivir, el Halacha (palabra que, en realidad, tiene casi
el mismo sentido que el Tao).
En la historia moderna, el mismo principio se
expresa en el pensamiento de Spinoza, Marx y Freud. En la filosofía de
Spinoza, el acento se traslada de la creencia correcta a la conducta
correcta en la vida. Marx sostuvo idéntico principio cuando dijo:
"Los filósofos han interpretado el mundo de distintas maneras; la
tarea es transformarlo." La lógica paradójica de Freud lo llevó al
proceso de la terapia psicoanalítica, la experiencia cada vez más
profunda de uno mismo.
Desde el punto de vista de la lógica paradójica, lo
fundamental no es el pensamiento, sino el acto. Tal actitud tiene
diversas otras consecuencias. En primer término, llevó a la tole rancia
que encontramos en el desarrollo religioso indio y chino. Si el
pensamiento correcto no constituye la última verdad ni la forma de lograr
la salvación, no hay razones que justifiquen el oponerse a los que han
arribado a formulaciones distintas. Esa tolerancia está bellamente
expresada en la historia de varios hombres a quienes se pidió que
describieran un elefante en la oscuridad. Uno de ellos, tocándole la
trompa, dijo: "este animal es como una cañería"; otro,
tocándole la oreja, dijo: "este animal es como un abanico"; un
tercero, tocándole las patas, lo describió como una columna.
En segundo lugar, el punto de vista paradójico llevó
a dar más importancia al hombre en transformación que al desarrollo del
dogma, por una parte, y de la ciencia, por la otra. Desde el punto de
vista chino, indio y místico, la tarea religiosa del hombre no consiste
en pensar bien, sino en obrar bien, y en llegar a ser uno con lo Uno en
el acto de la meditación concentrada.
En lo que toca a la corriente principal del
pensamiento occidental, cabe afirmar lo contrario. Puesto que se esperaba
encontrar la verdad fundamental en el pensamiento correcto, otorgábase
especial importancia al pensar, aunque también se valoraba la acción
correcta. En la evolución religiosa tal actitud condujo a la formación de
dogmas, a interminables argumentos acerca de los principios dogmáticos, y
a la intolerancia frente al "no creyente" o hereje. Más aún,
llevó a considerar la "fe en Dios" como la principal finalidad
de la actitud religiosa. Naturalmente, eso no significa que no existiese
también el concepto de que se debía vivir correctamente. Pero, no
obstante, la persona que creía en Dios -aunque no viviera a Dios-
sentíase superior a los que vivían a Dios, pero no "creían" en
él.
El énfasis puesto en el pensamiento posee asimismo
otra consecuencia de importancia histórica. La idea de que se podía
encontrar la verdad por medio del pensamiento llevó no sólo al dogma,
sino también a la ciencia. En la ciencia el pensamiento correcto es todo
lo que cuenta, tanto en el sentido de la honestidad intelectual como en
el de su aplicación a la práctica -esto es, a la técnica-.
En resumen, la lógica paradójica llevó a la
tolerancia y a un esfuerzo hacia la autotransformación. La consideración
aristotélica condujo al dogma y a la ciencia, a la Iglesia Católica,
y al descubrimiento de la energía atómica.
Hemos explicado ya implícitamente las consecuencias
de tal diferencia entre ambos puntos de vista en lo que se refiere al
problema del amor a Dios, y sólo es necesario resumirlas brevemente.
En el sistema religioso occidental predominante, el
amor a Dios es esencialmente lo mismo que la fe en Dios, en su
existencia, en su justicia, en su amor. El amor a Dios es
fundamentalmente una experiencia mental. En las religiones orientales y
en el misticismo, el amor a Dios es una intensa experiencia afectiva de
unidad, inseparablemente ligada a la expresión de ese amor en cada acto
de la vida. La formulación más radical de esa meta pertenece a Meister
Eckhart: "Si, por lo tanto, me transformo en Dios y El me hace uno
Consigo mismo, entonces, por el Dios viviente, no hay distinción alguna
entre nosotros... Alguna gente cree que va a ver a Dios, que va a ver a
Dios como si él estuviera allí, y ellos aquí, pero eso no ha de ocurrir.
Dios y yo somos uno. Al conocer a Dios, lo tomo en mí mismo. Al amar a
Dios, lo penetro" (Meister Eckhart, op. cit., págs. 181-2.). Podemos
volver ahora a un importante paralelo entre el amor a los padres y el
amor a Dios. Al comienzo, el niño está ligado a la madre como
"fuente de toda existencia". Se siente desvalido y necesita el
amor omnímodo de la madre. Luego se vuelca hacia el padre como nuevo
centro de sus afectos, siendo el padre un principio rector del
pensamiento y la acción; en esa etapa, lo impulsa la necesidad de
conquistar el elogio del padre, y de evitar su disconformidad. En la
etapa de la plena madurez, se ha liberado de las personas de la madre y
del padre como poderes protector e imperativo; ha establecido en sí mismo
los principios materno y paterno. Se ha convertido en su propio padre y madre;
es padre y madre. En la historia de la raza humana observamos -y podemos
anticipar- idéntico desarrollo desde el comienzo del amor a Dios como la
desamparada relación con una Diosa madre, a través de la obediencia a un
Dios paternal, hasta una etapa madura en la que Dios deja de ser un poder
exterior, en la que el hombre ha incorporado en sí mismo los principios
de amor y justicia, en la que se ha hecho uno con Dios y, eventualmente,
a un punto en que sólo habla de Dios en un sentido poético y simbólico.
De tales consideraciones se deduce que el amor a
Dios no puede separarse del amor a los padres. Si una persona no emerge
de la relación incestuosa con la madre, el clan, la nación, si mantiene
su dependencia infantil de un padre que castiga y recompensa, o de
cualquier otra autoridad, no puede desarrollar un amor maduro a Dios; su
religión es, entonces, la que corresponde a la primera fase religiosa, en
la que se experimentaba a Dios como a una madre protectora o un padre que
castiga y recompensa.
En la religión contemporánea encontramos todas las
fases, desde la más antigua y primitiva hasta la más elevada. La palabra
"Dios" denota el jefe de tribu tanto como la "Nada
absoluta". En igual forma, cada individuo conserva en sí mismo, en
su inconsciente, como lo ha demostrado Freud, todas las etapas desde la
del infante desvalido en adelante. La cuestión es hasta qué punto ha
crecido. Una cosa es segura: la naturaleza de su amor a Dios corresponde
a la naturaleza de su amor al hombre, y, además, la verdadera cualidad de
su amor a Dios y al hombre es con frecuencia inconsciente -encubierta y
racionalizada por una idea más madura de lo que su amor es-. El amor al
hombre, además, si bien directamente arraigado en sus relaciones con su
familia, está determinado, en última instancia, por la estructura de la
sociedad en que vive. Si la estructura social es de sumisión a la
autoridad -autoridad manifiesta o autoridad anónima de la opinión pública
y del mercado-, su concepto de Dios será infantil y estará muy alejado
del concepto maduro, cuyas semillas se encuentran en la historia de la
religión monoteísta.
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