EL ARTE DE AMAR
Autor: Erich Fromm
CAPÍTULO II. LA TEORÍA DEL AMOR
EL AMOR, LA RESPUESTA AL PROBLEMA DE LA EXISTENCIA
HUMANA
Cualquier teoría del amor debe comenzar con una teoría del hombre, de la
existencia humana. Si bien encontramos amor, o más bien, el equivalente
del amor, en los animales, sus afectos constituyen fundamentalmente una
parte de su equipo instintivo, del que sólo algunos restos operan en el
hombre. Lo esencial en la existencia del hombre es el hecho de que ha
emergido del reino animal, de la adaptación instintiva, de que ha trascendido
la naturaleza -si bien jamás la abandona y siempre forma parte de ella-
y, sin embargo, una vez que se ha arrancado de la naturaleza, ya no puede
retornar a ella, una vez arrojado del paraíso -un estado de unidad
original con la naturaleza- querubines con espadas flameantes le impiden
el paso si trata de regresar. El hombre sólo puede ir hacia adelante
desarrollando su razón, encontrando una nueva armonía humana en reemplazo
de la prehumana que está irremediablemente perdida.
Cuando el hombre nace, tanto la raza humana como el
individuo, se ve arrojado de una situación definida, tan definida como
los instintos, hacia una situación indefinida, incierta, abierta. Sólo
existe certeza con respecto al pasado, y con respecto al futuro, la
certeza de la muerte.
El hombre está dotado de razón, es vida consciente
de sí misma; tiene conciencia de sí mismo, de sus semejantes, de su
pasado y de las posibilidades de su futuro. Esa conciencia de sí mismo
como una entidad separada, la conciencia de su breve lapso de vida, del
hecho de que nace sin que intervenga su voluntad y ha de morir contra su
voluntad, de que morirá antes que los que ama, o éstos antes que él, la
conciencia de su soledad y su "separatidad" *, de su desvalidez
frente a las fuerzas de la naturaleza y de la sociedad, todo ello hace de
su existencia separada y desunida una insoportable prisión. Se volvería
loco si no pudiera liberarse de su prisión y extender la mano para unirse
en una u otra forma con los demás hombres, con el mundo exterior.
La vivencia de la separatidad provoca angustia; es,
por cierto, la fuente de toda angustia. Estar separado significa estar
aislado, sin posibilidad alguna para utilizar mis poderes huma nos. De
ahí que estar separado signifique estar desvalido, ser incapaz de aferrar
el mundo -las cosas y las personas- activamente; significa que el mundo
puede invadirme sin que yo pueda reaccionar. Así, pues, la separatidad es
la fuente de una intensa angustia. Por otra parte, produce vergüenza y un
sentimiento de culpa. El relato bíblico de Adán y Eva expresa esa
experiencia de culpa y vergüenza en la separatidad. Después de haber
comido Adán y Eva del fruto del "árbol del conocimiento del bien y
del mal", después de haber desobedecido (el bien y el mal no existen
si no hay libertad para desobedecer), después de haberse vuelto humanos
al emanciparse de la originaria armonía animal con la naturaleza, es
decir, después de su nacimiento como seres humanos, vieron "que
estaban desnudos y tuvieron vergüenza". ¿Debemos suponer que un mito
tan antiguo y elemental como ése comparte la mojigatería del enfoque
moralista del siglo XIX, y que el punto importante que el relato quiere
transmitirnos es la turbación de Adán y Eva porque sus genitales eran
visibles? Es muy difícil que así sea, y si interpretamos el relato con un
espíritu victoriano, pasamos por alto el punto principal, que parece ser
el siguiente: después que hombre y mujer se hicieron conscientes de sí
mismos y del otro, tuvieron conciencia de su separatidad, y de la
diferencia entre ambos, en la medida en que pertenecían a sexos
distintos. Pero, al reconocer su separatidad, siguen siendo desconocidos
el uno para el otro, porque aún no han aprendido a amarse (como lo
demuestra el hecho de que Adán se defiende, acusando a Eva, en lugar de
tratar de defenderla). La conciencia de la separación humana -sin la
reunión por el amor- es la fuente de la vergüenza. Es, al mismo tiempo,
la fuente de la culpa y la angustia.
La necesidad más profunda del hombre es, entonces,
la necesidad de superar su separatidad, de abandonar la prisión de su
soledad. El fracaso absoluto en el logro de tal finalidad significa la
locura, porque el pánico del aislamiento total sólo puede vencerse por
medio de un retraimiento tan radical del mundo exterior que el sentimiento
de separación se desvanece -porque el mundo exterior, del cual se está
separado, ha desaparecido-.
El hombre -de todas las edades y culturas- enfrenta
la solución de un problema que es siempre el mismo: el problema de cómo
superar la separatidad, cómo lograr la unión, cómo trascender la propia
vida individual y encontrar compensación. El problema es el mismo para el
hombre primitivo que habita en cavernas, el nómada que cuida de sus
rebaños, el pastor egipcio, el mercader fenicio, el soldado romano, el
monje medieval, el samurai japonés, el empleado y el obrero modernos. El
problema es el mismo, puesto que surge del mismo terreno: la situación
humana, las condiciones de la existencia humana. La respuesta varía. La
solución puede alcanzarse por medio de la adoración de animales, del
sacrificio humano o las conquistas militares, por la complacencia en la
lujuria, el renunciamiento ascético, el trabajo obsesivo, la creación
artística, el amor a Dios y el amor al Hombre. Y si bien las respuestas
son muchas -su crónica constituye la historia humana- no son, empero,
innumerables. Por el contrario, en cuanto se dejan de lado las
diferencias menores, que corresponden más a la periferia que al centro,
se descubre que el hombre sólo ha dado un número limitado de respuestas,
y que no pudo haber dado más, en las diversas culturas en que vivió. La
historia de la religión y de la filosofía es la historia de esas
respuestas, de su diversidad, así como de su limitación en cuanto al
número.
Las respuestas dependen, en cierta medida, del grado
de individualización alcanzado por el individuo. En el infante, la yoidad
se ha desarrollado apenas; él aún se siente uno con su madre, no
experimenta el sentimiento de separatidad mientras su madre está
presente. Su sensación de soledad es creada por la presencia física de la
madre, sus pechos, su piel. Sólo en el grado que el niño desarrolla su
sensación de separatidad e individualidad, la presencia física de la
madre deja de ser suficiente y surge la necesidad de superar de otras maneras
la separatidad.
De manera similar, la raza humana, en su infancia,
se siente una con la naturaleza. El suelo, los animales, las plantas,
constituyen aún el mundo del hombre, quien se identifica con los
animales, como lo expresa el uso que hace de máscaras animales, la
adoración de un animal totémico o de dioses animales. Pero cuanto más se
libera la raza humana de tales vínculos primarios, más intensa se torna
la necesidad de encontrar nuevas formas de escapar del estado de
separación.
Una forma de alcanzar tal objetivo consiste en
diversas clases de estados orgiásticos. Estos pueden tener la forma de un
trance autoinducido, a veces con la ayuda de drogas. Muchos rituales de
tribus primitivas ofrecen un vívido cuadro de ese tipo de solución. En un
estado transitorio de exaltación, el mundo exterior desaparece, y con él
el sentimiento de separatidad con respecto al mismo. Puesto que tales
rituales se practican en común, se agrega una experiencia de fusión con
el grupo que hace aún más efectiva esa solución. En estrecha relación con
la solución orgiástica, y frecuentemente unida a ella, está la
experiencia sexual. El orgasmo sexual puede producir un estado similar al
provocado por un trance o a los efectos de ciertas drogas. Los ritos de
orgías sexuales comunales formaban parte de muchos rituales primitivos.
Según parece, el hombre puede seguir durante cierto tiempo, después de la
experiencia orgiástica, sin sufrir demasiado a causa de su separatidad.
Lentamente, la tensión de la angustia comienza a aumentar, y disminuye
otra vez por medio de la repetición del ritual.
Mientras tales estados orgiásticos constituyen una
práctica común en una tribu, no producen angustia o culpa. Participar en
ellos es correcto, e inclusive es virtuoso, puesto que constituyen una
forma compartida por todos, aprobada y exigida por los médicos brujos o
los sacerdotes; de ahí que no existan motivos para sentirse culpable o
avergonzado. La situación es enteramente distinta cuando un individuo
elige esa solución en una cultura que ha dejado atrás tales prácticas
comunes. En una cultura no orgiástica, el alcohol y las drogas son los
medios a su disposición. En contraste con los que participan en la
solución socialmente aceptada, tales individuos experimentan sentimientos
de culpa y remordimiento. Tratan de escapar de la separatidad
refugiándose en el alcohol o las drogas; pero cuando la experiencia
orgiástica concluye, se sienten más separados aún, y ello los impulsa a
recurrir a tal experiencia con frecuencia e intensidad crecientes. La solución
orgiástica sexual presenta leves diferencias. En cierta medida,
constituye una forma natural y normal de superar la separatidad, y una
solución parcial al problema del aislamiento. Pero en muchos individuos
que no pueden aliviar de otras maneras el estado de separación, la
búsqueda del orgasmo sexual asume un carácter que lo asemeja bastante al
alcoholismo o la afición a las drogas. Se convierte en un desesperado
intento de escapar a la angustia que engendra la separatidad y provoca
una sensación cada vez mayor de separación, puesto que el acto sexual sin
amor nunca elimina el abismo que existe entre dos seres humanos, excepto
en forma momentánea.
Todas las formas de unión orgiástica tienen tres
características: son intensas, incluso violentas; ocurren en la
personalidad total, mente y cuerpo; son transitorias y periódicas.
Exactamente lo contrario ocurre en esa forma de unión que está lejos de
ser la solución que con mayor frecuencia eligió el hombre en el pasado y
en el presente: la unión basada en la conformidad con el grupo, sus
costumbres, prácticas y creencias. Volvemos a encontrar aquí una
evolución considerable.
En una sociedad primitiva el grupo es pequeño; está
integrado por aquellos que comparten la sangre y el suelo. Con el
desarrollo creciente de la cultura, el grupo se extiende; se con vierte
en la ciudadanía de una polis, de un gran Estado, los miembros de una
iglesia. Hasta el romano indigente se sentía orgulloso de poder decir
civis romanus sum; Roma y el Imperio eran su familia, su hogar, su mundo.
También en la sociedad occidental contemporánea la unión con el grupo es
la forma predominante de superar el estado de separación. Se trata de una
unión en la que el ser individual desaparece en gran medida, y cuya
finalidad es la pertenencia al rebaño. Si soy como todos los demás, si no
tengo sentimientos o pensamientos que me hagan diferente, si me adapto en
las costumbres, las ropas, las ideas, al patrón del grupo, estoy salvado;
salvado de la temible experiencia dé la soledad. Los sistemas
dictatoriales utilizan amenazas y el terror para inducir esta
conformidad; los países democráticos, la sugestión y la propaganda.
Indudablemente, hay una gran diferencia entre los dos sistemas. En las
democracias, la no conformidad es posible, y en realidad, no está
totalmente ausente; en los sistemas totalitarios, sólo unos pocos héroes
y mártires insólitos se niegan a obedecer. Pero, a pesar de esa
diferencia, las sociedades democráticas muestran un abrumador grado de
conformidad. La razón radica en el hecho de que debe existir una
respuesta a la búsqueda de unión, y, a falta de una distinta o mejor, la
conformidad con el rebaño se convierte en la forma predominante. El poder
del miedo a ser diferente, a estar solo unos pocos pasos alejado del
rebaño, resulta evidente si se piensa cuán profunda es la necesidad de no
estar separado. A veces el temor a la no conformidad se racionaliza como
miedo a los peligros prácticos que podrían amenazar al rebelde. Pero en
realidad la gente quiere someterse en un grado mucho más alto de lo que
está obligada a hacerlo, por lo menos en las democracias occidentales.
La mayoría de las gentes ni siquiera tienen
conciencia de su necesidad de conformismo. Viven con la ilusión de que
son individualistas, de que han llegado a determinadas conclusiones como
resultado de sus propios pensamientos -y que simplemente sucede que sus
ideas son iguales que las de la mayoría-. El consenso de todos sirve como
prueba de la corrección de "sus" ideas. Puesto que aún tienen
necesidad de sentir alguna individualidad, tal necesidad se satisface en
lo relativo a diferencias menores; las iniciales en la cartera o en la
camisa, la afiliación al partido Demócrata en lugar del Republicano, a
los Elks en vez de los Shriners, se convierte en la expresión de las
diferencias individuales. El lema publicitario "es distinto"
nos demuestra esa patética necesidad de diferencia, cuando, en realidad,
casi no existe ninguna.
Esa creciente tendencia a eliminar las diferencias
se relaciona estrechamente con el concepto y la experiencia de igualdad,
tal como se está desarrollando en las sociedades industria les más
avanzadas. En un contexto religioso, igualdad significó que todos somos
hijos de Dios, que todos compartimos la misma sustancia humano-divina,
que todos somos uno. Significaba también que deben respetarse las
diferencias entre los individuos, que, si bien es cierto que todos somos
uno, también lo es que cada uno de nosotros constituye una entidad única,
un cosmos en si mismo. Tal convicción acerca de la unicidad del individuo
se expresa, por ejemplo, en la sentencia talmúdica: "Quien salva una
sola vida, es como si hubiera salvado a todo el mundo; quien destruye una
sola vida, es como si hubiera destruido a todo el mundo." La
igualdad como una condición para el desarrollo de la individualidad fue,
asimismo, el significado de este concepto en la filosofía del iluminismo
occidental. Denotaba (como lo formuló muy claramente Kant) que ningún
hombre debe ser un medio para que otro hombre realice sus fines. Que todos
los hombres son iguales en la medida en que son finalidades, y sólo
finalidades, y nunca medios los unos para los otros. Continuando las
ideas del iluminismo, los pensadores socialistas de diversas escuelas
definieron la igualdad como la abolición de la explotación, del uso del
hombre por el hombre, fuera ese uso cruel o "humanitario".
En la sociedad capitalista contemporánea, el
significado del término igualdad se ha transformado. Por él se entiende
la igualdad de los autómatas, de hombres que han perdido su
individualidad. Hoy en día, igualdad significa "identidad"
antes que "unidad". Es la identidad de las abstracciones, de
los hombres que trabajan en los mismos empleos, que tienen idénticas
diversiones, que leen los mismos periódicos, que tienen idénticos
pensamientos e ideas. En este sentido, también deben recibirse con cierto
escepticismo algunas conquistas generalmente celebradas como signos de
progreso, tales como la igualdad de las mujeres. Me parece innecesario
aclarar que no estoy en contra de tal igualdad; pero los aspectos
positivos de esa tendencia a la igualdad no deben engañarnos. Forman
parte del movimiento hacia la eliminación de las diferencias. Tal es el
precio que se paga por la igualdad: las mujeres son iguales porque ya no
son diferentes. La proposición de la filosofía del iluminismo, l´ame n'a
pas de sexe, el alma no tiene sexo, se ha convertido en práctica general.
La polaridad de los sexos está desapareciendo, y con ella el amor
erótico, que se basa en dicha polaridad. Hombres y mujeres son idénticos,
no iguales como polos opuestos. La sociedad contemporánea predica el
ideal de la igualdad no individualizada, porque necesita átomos humanos,
todos idénticos, para hacerlos funcionar en masa, suavemente, sin
fricción; todos obedecen las mismas órdenes, y no obstante, todos están
convencidos de que siguen sus propios deseos. Así como la moderna
producción en masa requiere la estandarización de los productos, así el
proceso social requiere la estandarización del hombre, y esa estandarización
es llamada "igualdad".
La unión por la conformidad no es intensa y
violenta; es calma, dictada por la rutina, y por ello mismo, suele
resultar insuficiente para aliviar la angustia de la separatidad. La frecuencia
del alcoholismo, la afición a las drogas, la sexualidad compulsiva y el
suicidio en la sociedad occidental contemporánea constituyen los síntomas
de ese fracaso relativo de la conformidad tipo rebaño. Más aún, tal
solución afecta fundamentalmente a la mente, y no al cuerpo, por lo cual
es menos efectiva que las soluciones orgiásticas. La conformidad tipo
rebaño ofrece tan sólo una ventaja: es permanente, y no espasmódica. El
individuo es introducido en el patrón de conformidad a la edad de tres o
cuatro años, y a partir de ese momento, nunca pierde el contacto con el
rebaño. Aun su funeral, que él anticipa como su última actividad social
importante, está estrictamente de acuerdo con el patrón.
Además de la conformidad como forma de aliviar la
angustia que surge de la separatidad, debemos considerar otro factor de
la vida contemporánea: el papel de la rutina en el trabajo yen el placer.
El hombre se convierte en "ocho horas de trabajo", forma parte
de la fuerza laboral, de la fuerza burocrática de empleados y
empresarios. Tiene muy poca iniciativa, sus tareas están prescritas por
la organización del trabajo; incluso hay muy poca diferencia entre los
que están en los peldaños inferiores de la escala y los que han llegado
más arriba. Aun los sentimientos están prescritos: alegría, tolerancia,
responsabilidad, ambición y habilidad para llevarse bien con todo el
mundo sin inconvenientes. Las diversiones están rutinizadas en forma
similar, aunque notan drástica. Los clubs del libro seleccionan el
material de lectura; los dueños de cinematógrafos y salas de
espectáculos, las películas, y pagan, además, la propaganda respectiva;
el resto también es uniforme: el paseo en auto del domingo, la sesión de
televisión, la partida de naipes, las reuniones sociales. Desde el
nacimiento hasta la muerte, de lunes a lunes, de la mañana a la noche:
todas las actividades están rutinizadas y prefabricadas. ¿Cómo puede un
hombre preso en esa red de actividades rutinarias recordar que es un
hombre, un individuo único, al que sólo le ha sido otorgada una única
oportunidad de vivir, con esperanzas y desilusiones, con dolor y temor,
con el anhelo de amar y el miedo a la nada y a la separatidad?
Una tercera manera de lograr la unión reside en la
actividad creadora, sea la del artista o la del artesano. En cualquier
tipo de tarea creadora, la persona que crea se une con su material, que
representa el mundo exterior a él. Sea un carpintero que construye una
mesa, un joyero que fabrica una joya, el campesino que siembra el trigo o
el pintor que pinta una tela, en todos los tipos de trabajo creador el
individuo y su objeto se tornan uno, el hombre se une al mundo en el
proceso de creación. Esto, sin embargo, sólo es válido para el trabajo
productivo, para la tarea en la que yo planeo, produzco, veo el resultado
de mi labor. Actualmente en el proceso de trabajo de un empleado o un
obrero en la interminable cadena, poco queda de esa cualidad unificadora
del trabajo. El trabajador se convierte en un apéndice de la máquina o de
la organización burocrática. Ha dejado de ser él, y por eso mismo no se
produce ninguna unión aparte de la que se logra por medio de la
conformidad.
La unidad alcanzada por medio del trabajo productivo
no es interpersonal; la que se logra en la fusión orgiástica es transitoria;
la proporcionada por la conformidad es sólo pseudounidad. Por lo tanto,
constituyen meras respuestas parciales al problema de la existencia. La
solución plena está en el logro de la unión interpersonal, la fusión con
otra persona, en el amor.
Ese deseo de fusión interpersonal es el impulso más
poderoso que existe en el hombre. Constituye su pasión más fundamental,
la fuerza que sostiene a la raza humana, al clan, a la familia y a la
sociedad. La incapacidad para alcanzarlo significa insania o destrucción
-de sí mismo o de los demás-. Sin amor, la humanidad no podría existir un
día más. Sin embargo, si llamamos "amor" al logro de la unión
interpersonal, nos vemos frente a una seria dificultad. La fusión puede
lograrse en distintas formas -y las diferencias no son menos
significativas que lo que tienen de común las diversas formas del amor-.
¿Deberíamos llamar amor a todas ellas? ¿O tendríamos que reservar la
palabra amor únicamente para una forma específica de unión, una forma que
ha sido la virtud ideal de todas las grandes religiones y sistemas
filosóficos humanísticos en los cuatro mil años de historia occidental y
oriental?
Como ocurre con todas las dificultades semánticas,
la respuesta sólo puede ser arbitraria. Lo importante es que sepamos a
qué clase de unión nos referimos cuando hablamos de amor. ¿Trátase del
amor como solución madura al problema de la existencia, o nos referimos a
esas formas inmaduras de amar que podríamos llamar unión simbiótica? En
los pasajes siguientes sólo usaré el término amor para designar la
primera alternativa. Comenzaré el examen del "amor" con la
segunda.
La unión simbiótica tiene su patrón biológico en la
relación entre la madre embarazada y el feto. Son dos y, sin embargo, uno
solo. Viven "juntos" (sym-biosis), se necesitan mutuamente. El
feto es parte de la madre y recibe de ella cuanto necesita; la madre es
su mundo, por así decirlo; lo alimenta, lo protege, pero también su
propia vida se ve realzada por él. En la unión simbiótica psíquica, los
dos cuerpos son independientes, pero psicológicamente existe el mismo
tipo de relación.
La forma pasiva de la unión simbiótica es la
sumisión, o, para usar un término clínico, el masoquismo. La persona
masoquista escapa del intolerable sentimiento de aislamiento y separatidad
convirtiéndose en una parte de otra persona que la dirige, la guía, la
protege, que es su vida y el aire que respira, por así decirlo. Se
exagera el poder de aquel al que uno se somete, se trate de una persona o
de un dios; él es todo, yo soy nada, salvo en la medida en que formo
parte de él. Como tal, comparto su grandeza, su poder, su seguridad. La
persona masoquista no tiene que tomar decisiones, ni correr riesgos;
nunca está sola, pero no es independiente; carece de integridad; no ha
nacido aún totalmente. En un contexto religioso, el objeto de la
adoración recibe el nombre de ídolo; en el contexto secular de la
relación amorosa masoquista, el mecanismo esencial, de idolatría, es el
mismo. La relación masoquista puede estar mezclada con deseo físico, sexual;
en tal caso, trátase de una sumisión de la que no sólo participa la
mente, sino también todo el cuerpo. Puede ser una sumisión masoquista
ante el destino, la enfermedad, la música rítmica, el estado orgiástico
producido por drogas o por un trance hipnótico; en todos los casos la
persona renuncia a su integridad, se convierte en un instrumento de
alguien o algo exterior a él; no necesita resolver el problema de la
existencia por medio de la actividad productiva.
La forma activa de la fusión simbiótica es la
dominación, o, para utilizar el término correspondiente a masoquismo, el
sadismo. La persona sádica quiere escapar de su soledad y de su sensación
de estar aprisionada haciendo de otro individuo una parte de sí misma. Se
siente acrecentada y realzada incorporando a otra persona, que la adora.
La persona sádica es tan dependiente de la sumisa
como ésta de aquélla; ninguna de las dos puede vivir sin la otra. La
diferencia sólo radica en que la persona sádica domina, explota, lastima
y humilla, y la masoquista es dominada, explotada, lastimada y humillada.
En un sentido realista, la diferencia es considerable; en un sentido
emocional profundo, la diferencia no es mayor que lo que ambas tienen en
común: la fusión sin integridad. Desde ese punto de vista, tampoco es
sorprendente encontrar que, por lo general, una persona reacciona tanto
en forma sádica como masoquista, habitualmente con respecto a objetos
diferentes. Hitler reaccionaba sádicamente frente al pueblo, pero con una
actitud masoquista hacia el destino, la historia, el "poder
superior" de la naturaleza. Su fin -el suicidio en medio de la
destrucción general- es tan característico como lo fueron sus sueños de
éxito -el dominio total-.
En contraste con la unión simbiótica, el amor maduro
significa unión a condición de preservar la propia integridad, la propia
individualidad. El amor es un poder activo en el hombre; un poder que
atraviesa las barreras que separan al hombre de sus semejantes y lo une a
los demás; el amor lo capacita para superar su sentimiento de aislamiento
y separatidad, y no obstante le permite ser él mismo, mantener su
integridad. En el amor se da la paradoja de dos seres que se convierten
en uno y, no obstante, siguen siendo dos.
Si decimos que el amor es una actividad, nos vemos frente
a una dificultad que reside en el significado ambiguo de la palabra
"actividad". En el sentido moderno del término,
"actividad" denota una acción que, mediante un gasto de
energía, produce un cambio en la situación existente. Así, un hombre es
activo si atiende su negocio, estudia medicina, trabaja en una cadena
sinfín, construye una mesa, o se dedica a los deportes. Todas esas
actividades tienen en común el estar dirigidas hacia una meta exterior.
Lo que no se tiene en cuenta es la motivación de la actividad.
Consideremos, por ejemplo, el caso del hombre al que una profunda
sensación de inseguridad y soledad impulsa a trabajar incesantemente; o
del otro movido por la ambición, o el ansia de riqueza. En todos esos
casos, la persona es esclava de una pasión, y, en realidad, su actividad
es una "pasividad", puesto que está impulsado; es el que sufre
la acción, no el que la realiza. Por otra parte, se considera
"pasivo" a un hombre que está sentado, inmóvil y contemplativo,
sin otra finalidad o propósito que experimentarse a sí mismo y su
unicidad con el mundo, porque no "hace" nada. En realidad, esa
actitud de concentrada meditación es la actividad más elevada, una
actividad del alma, y sólo es posible bajo la condición de libertad e
independencia interiores. ( Se encontrará un estudio más detallado del
sadismo y del masoquismo en E. Fromm, El miedo a la libertad, Ediciones
Paidós, 1958.)Uno de los conceptos de actividad, el moderno, se refiere
al uso de energía para el logro de fines exteriores; el otro, al uso de
los poderes inherentes del hombre, se produzcan o no cambios externos.
Spinoza formuló con suma claridad el segundo concepto de actividad,
distinguiendo entre afectos activos y pasivos, entre "acciones"
y "pasiones". En el ejercicio de un afecto activo, el hombre es
libre, es el amo de su afecto; en el afecto pasivo, el hombre se ve
impulsado, es objeto de motivaciones de las que no se percata. Spinoza
llega de tal modo a afirmar que la virtud y el poder son una y la misma
cosa ( Spinoza, Etica IV, Def. 8.). La envidia, los celos, la ambición,
todo tipo de avidez, son pasiones; el amor es una acción, la práctica de
un poder humano, que sólo puede realizarse en la libertad y jamás como
resultado de una compulsión.
El amor es una actividad, no un afecto pasivo; es un
"estar continuado", no un "súbito arranque". En el
sentido más general, puede describirse el carácter activo del amor
afirmando que amar es fundamentalmente dar, no recibir.
¿Qué es dar? Por simple que parezca la respuesta,
está en realidad plena de ambigüedades y complejidades. El malentendido
más común consiste en suponer que dar significa "renunciar" a
algo, privarse de algo, sacrificarse. La persona cuyo carácter no se ha
desarrollado más allá de la etapa correspondiente a la orientación
receptiva, experimenta de esa manera el acto de dar. El carácter
mercantil está dispuesto a dar, pero sólo a cambio de recibir; para él,
dar sin recibir significa una estafa (Un examen detallado de esas
orientaciones caracterológicas se encontrará en E. Fromm, Ética y
Psicoanálisis, México, Fondo de Cultura Económica, 1957, Cap. 3, págs. 70
y sig.). La gente cuya orientación fundamental no es productiva, vive el
dar como un empobrecimiento, por lo que se niega generalmente a hacerlo.
Algunos hacen del dar una virtud, en el sentido de un sacrificio. Sienten
que, puesto que es doloroso, se debe dar, y creen que la virtud de dar
está en el acto mismo de aceptación del sacrificio. Para ellos, la norma
de que es mejor dar que recibir significa que es mejor sufrir una
privación que experimentar alegría.
Para el carácter productivo, dar posee un
significado totalmente distinto: constituye la más alta expresión de
potencia. En el acto mismo de dar, experimento mi fuerza, mi riqueza, mi
poder. Tal experiencia de vitalidad y potencia exaltadas me llena de
dicha. Me experimento a mí mismo como desbordante, pródigo, vivo, y, por
tanto, dichoso (Compárese con la definición de la dicha formulada por
Spinoza.) Dar produce más felicidad que recibir, no porque sea una privación,
sino porque en el acto de dar está la expresión de mi vitalidad.
Si aplicamos ese principio a diversos fenómenos
específicos, advertiremos fácilmente su validez.
Encontramos el ejemplo más elemental en la esfera
del sexo. La culminación de la función sexual masculina radica en el acto
de dar; el hombre se da a sí mismo, da su órgano sexual, a la mujer. En
el momento del orgasmo, le da su semen. No puede dejar de darlo si es
potente. Si no puede dar, es impotente. El proceso no es diferente en la
mujer, si bien algo más complejo. También ella se da; permite el acceso
al núcleo de su feminidad; en el acto de recibir, ella da. Si es incapaz
de ese dar, si sólo puede recibir, es frígida. En su caso, el acto de dar
vuelve a producirse, no en su función de amante, sino como madre. Ella se
da al niño que crece en su interior, le da su leche cuando nace, le da el
calor de su cuerpo. No dar le resultaría doloroso.
En la esfera de las cosas materiales, dar significa
ser rico. No es rico el que tiene mucho, sino el que da mucho. El avaro
que se preocupa angustiosamente por la posible pérdida de algo es, desde
el punto de vista psicológico, un hombre indigente, empobrecido, por
mucho que posea. Quien es capaz de dar de sí es rico. Siéntese a sí mismo
como alguien que puede entregar a los demás algo de sí. Sólo un individuo
privado de todo lo que está más allá de las necesidades elementales para
la subsistencia seria incapaz de gozar con el acto de dar cosas
materiales. La experiencia diaria demuestra, empero, que lo que cada
persona considera necesidades mínimas depende tanto de su carácter como
de sus posesiones reales. Es bien sabido que los pobres están más
inclinados a dar que los ricos. No obstante, la pobreza que sobrepasa un
cierto límite puede impedir dar, y es, en consecuencia, degradante, no
sólo a causa del sufrimiento directo que ocasiona, sino porque priva a
los pobres de la alegría de dar.
Sin embargo, la esfera más importante del dar no es
la de las cosas materiales, sino el dominio de lo específicamente humano.
¿Qué le da una persona a otra? Da de sí misma, de lo más precioso que
tiene, de su propia vida. Ello no significa necesariamente que sacrifica
su vida por la otra, sino que da lo que está vivo en él -da de su
alegría, de su interés, de su comprensión, de su conocimiento, de su
humor, de su tristeza-, de todas las expresiones y manifestaciones de lo
que está vivo en él. Al dar así de su vida, enriquece a la otra persona,
realza el sentimiento de vida de la otra al exaltar el suyo propio. No da
con el fin de recibir; dar es de por sí una dicha exquisita. Pero, al
dar, no puede dejar de llevar a la vida algo en la otra persona, y eso
que nace a la vida se refleja a su vez sobre ella; cuando da
verdaderamente, no puede dejar de recibir lo que se le da en cambio. Dar
implica hacer de la otra persona un dador, y ambas comparten la alegría
de lo que han creado. Algo nace en el acto de dar, y las dos personas
involucradas se sienten agradecidas a la vida que nace para ambas. En lo
que toca específicamente al amor, eso significa: el amor es un poder que
produce amor; la impotencia es la incapacidad de producir amor. Marx ha
expresado bellamente este pensamiento: "Supongamos -dice-, al hombre
como hombre, y su relación con el mundo en su aspecto humano, y podremos
intercambiar amor sólo por amor, confianza por confianza, etc. Si se
quiere disfrutar del arte, se debe poseer una formación artística; si se
desea tener influencia sobre otra gente, se debe ser capaz de ejercer una
influencia estimulante y alentadora sobre la gente. Cada una de nuestras
relaciones con el hombre y con la naturaleza debe ser una expresión
definida de nuestra vida real, individual, correspondiente al objeto de
nuestra voluntad. Si amamos sin producir amor, es decir, si nuestro amor
como tal no produce amor, si por medio de una expresión de vida como
personas que amamos, no nos convertimos en personas amadas, entonces
nuestro amor es impotente, es una desgracia" ("Nationalókonomie
und Philosophie", 1844, publicada en Karl Marx. Die Frühschrifien,
Stuttgart. Alfred Króner Verlag, 1953, págs. 300. 301). Pero no sólo en
lo que atañe al amor dar significa recibir. El maestro aprende de sus
alumnos, el auditorio estimula al actor, el paciente cura a su
psicoanalista -siempre y cuando no se traten como objetos, sino que estén
relacionados entre sí en forma genuina y productiva.
Apenas si es necesario destacar el hecho de que la
capacidad de amar como acto de dar depende del desarrollo caracterológico
de la persona. Presupone el logro de una orientación predominantemente
productiva, en la que la persona ha superado la dependencia, la
omnipotencia narcisista, el deseo de explotar a los demás, o de acumular,
y ha adquirido fe en sus propios poderes humanos y coraje para confiar en
su capacidad para alcanzar el logro de sus fines. En la misma medida en
que carece de tales cualidades, tiene miedo de darse, y, por tanto, de
amar.
Además del elemento de dar, el carácter activo del
amor se vuelve evidente en el hecho de que implica ciertos elementos
básicos, comunes a todas las formas del amor. Esos elementos son:
cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento.
Que el amor implica cuidado es especialmente
evidente en el amor de una madre por su hijo. Ninguna declaración de amor
por su parte nos parecería sincera si viéramos que descuida al niño, si
deja de alimentarlo, de bañarlo, de proporcionarle bienestar físico; y
creemos en su amor si vemos que cuida al niño. Lo mismo ocurre incluso
con el amor a los animales y las flores. Si una mujer nos dijera que ama
las flores, y viéramos que se olvida de regarlas, no creeríamos en su
"amor" ú las flores. El amor es la preocupación activa por la
vida y el crecimiento de lo que amamos. Cuando falta tal preocupación
activa, no hay amor. En el libro de Jonás se describe en forma sumamente
bella este elemento del amor. Dios le ha dicho a Jonás que vaya a Nínive
para advertir a sus habitantes que serán castigados si no abandonan sus
prácticas perversas. Jonás huye de su misión porque teme que la gente de
Nínive se arrepienta y que Dios los perdone. Es un hombre con un poderoso
sentido del orden y de la ley, pero sin amor. Sin embargo, al tratar de
escapar, se encuentra en el vientre de una ballena, que simboliza el
estado de aislamiento y reclusión que ha provocado en el su falta de amor
y de solidaridad. Dios lo salva, y Jonás va a Nínive. Predica ante los
habitantes tal como Dios se lo ha mandado, y ocurre aquello que él tanto
temía. Los hombres de Nínive se arrepienten de sus pecados, abandonan sus
malos hábitos, y Dios los perdona y decide no destruir la ciudad. Jonás
se siente hondamente enojado y apesadumbrado; él quería
"justicia", no misericordia. Por fin encuentra cierto consuelo
en la sombra de un árbol que Dios ha hecho Crecer para protegerlo del sol.
Pero cuando Dios hace que el árbol se seque, Jonás se deprime y se queja
airadamente a Dios. Dios responde: "Tuviste tú lástima de la
calabacera, en la cual no trabajaste, ni tú la hiciste crecer; que en
espacio de una noche nació y en espacio de una noche pereció. Y no tendré
yo piedad de Nínive, aquella gran ciudad, donde hay más de ciento veinte
mil personas que no conocen su mano derecha su mano izquierda, y muchos
animales?" La respuesta de Dios a Jonás debe entenderse
simbólicamente. Dios le explica a Jonás que la esencia del amor es
"trabajar" por algo y "hacer crecer", que e amor y el
trabajo son inseparables. Se ama aquello por lo que se trabaja, y se
trabaja por lo que se ama. El cuidado y la preocupación implican otro
aspecto del amor: el de la responsabilidad. Hoy en día suele usarse ese
término para denotar un deber, algo impuesto desde el exterior. Pero la
responsabilidad, en su verdadero sentido, es un acto enteramente
voluntario, constituye mi respuesta a las necesidades, expresadas o no,
de otro ser humano. Ser "responsable" significa estar listo y
dispuesto a "responder". Jonás no se sentía responsable ante
los habitantes de Nínive. El, como Caín, podía preguntar: "¿Soy yo
el guardián de mi hermano?" La persona que ama, responde. La vida de
su hermano no es sólo asunto de su hermano, sino. propio. Siéntese tan
responsable por sus semejantes como por sí mismo. Tal responsabilidad, en
el caso de la madre y su hijo, atañe principalmente al cuidado de las
necesidades físicas. En el amor entre adultos, a las necesidades
psíquicas de la otra persona.
La responsabilidad podría degenerar fácilmente en
dominación y posesividad, si no fuera por un tercer componente del amor,
el respeto. Respeto no significa temor y sumisa reverencia; denota, de
acuerdo con la raíz de la palabra (respicere = mirar), la capacidad de
ver a una persona tal cual es, tener conciencia de su individualidad
única. Respetar significa preocuparse por que la otra persona crezca y se
desarrolle tal como es. De ese modo, el respeto implica la ausencia de
explotación. Quiero que la persona amada crezca y se desarrolle por sí
misma, en la forma que les es propia, y no para servirme. Si amo a la
otra persona, me siento uno con ella, pero con ella tal cual es, no como
yo necesito que sea, como un objeto para mi uso. Es obvio que el respeto
sólo es posible si yo he alcanzado independencia; si puedo caminar sin
muletas, sin tener que dominar ni explotar a nadie. El respeto sólo
existe sobre la base de la libertad: " l'amour est l'enfant de la
liberté", dice una vieja canción francesa; el amor es hijo de la
libertad, nunca de la dominación.
Respetar a una persona sin conocerla, no es posible;
el cuidado y la responsabilidad serían ciegos si no los guiara el
conocimiento. El conocimiento sería vacío si no lo motivara la
preocupación. Hay muchos niveles de conocimiento; el que constituye un
aspecto del amor no se detiene en la periferia, sino que penetra hasta el
meollo. Sólo es posible cuando puedo trascender la preocupación por mí
mismo y ver a la otra persona en sus propios términos. Puedo saber, por
ejemplo, que una persona está encolerizada, aunque no lo demuestre
abiertamente; pero puedo llegar a conocerla más profundamente aún; sé
entonces que está angustiada, e inquieta; que se siente sola, que se siente
culpable. Sé entonces que su cólera no es más que la manifestación de
algo más profundo, y la veo angustiada e inquieta, es decir, como una
persona que sufre y no como una persona enojada.
Pero el conocimiento tiene otra relación, más
fundamental, con el problema del amor. La necesidad básica de fundirse
con otra persona para trascender de ese modo la prisión de la propia
separatidad se vincula, de modo íntimo, con otro deseo específicamente
humano, el de conocer el "secreto del hombre". Si bien la vida
en sus aspectos meramente biológicos es un milagro y un secreto, el
hombre, en sus aspectos humanos, es un impenetrable secreto para sí mismo
-y para sus semejantes-. Nos conocemos y, a pesar de todos los esfuerzos
que podamos realizar, no nos conocemos. Conocemos a nuestros semejantes
y, sin embargo, no los conocemos, porque no somos una cosa, y tampoco lo
son nuestros semejantes. Cuanto más avanzamos hacia las profundidades de
nuestro ser, o el ser de los otros, más nos elude la meta del
conocimiento. Sin embargo, no podemos dejar de sentir el deseo de
penetrar en el secreto del alma humana, en el núcleo más profundo que es
"él".
Hay una manera, una manera desesperada, de conocer
el secreto: es el poder absoluto sobre otra persona; el poder que le hace
hacer lo que queremos, sentir lo que queremos, pensar lo que queremos;
que la transforma en una cosa, nuestra cosa, nuestra posesión. El grado
más intenso de ese intento de conocer consiste en los extremos del
sadismo, el deseo y la habilidad de hacer sufrir a un ser humano, de
torturarlo, de obligarlo a traicionar su secreto en su sufrimiento. En
ese anhelo de penetrar en el secreto del hombre, y por lo tanto, en el
nuestro, reside una motivación esencial de la profundidad y la intensidad
de la crueldad y la destructividad. Isaac Babel ha expresado tal idea en
una forma muy sucinta. Recuerda a un oficial compañero suyo en la guerra
civil rusa, quien acababa de matar a puntapiés a su ex amo: "Con un
disparo -digamos así-, con un disparo, uno sólo, se libra uno de un
tipo... Con un disparo nunca se llega al alma, a dónde está en el tipo y
cómo se presenta. Pero yo no ahorro fuerzas, y más de una vez he
pisoteado a un tipo durante más de una hora. Sabes, quiero llegar a saber
qué es realmente la vida, cómo es la vida" (I. Babel, The Collected
Stories, Nueva York, Criterion Book, 1955)
Es frecuente que los niños tomen abiertamente ese
camino hacia el conocimiento. El niño desarma algo, lo deshace para
conocerlo; o destroza un animal; cruelmente arranca las alas de una
mariposa para conocerla, para obligarla a revelar su secreto. La crueldad
misma está motivada por algo más profundo: el deseo de conocer el secreto
de las cosas y de la vida.
Otro camino para conocer "el secreto" es el
amor. El amor es la penetración activa en la otra persona, en la que la
unión satisface mi deseo de conocer. En el acto de fusión, te conozco, me
conozco a mí mismo, conozco a todos -y no "conozco" nada-.
Conozco de la única manera en que el conocimiento de lo que está vivo le
es posible al hombre -por la experiencia de la unión- no mediante algún
conocimiento proporcionado por nuestro pensamiento. El sadismo está
motivado por el deseo de conocer el secreto, y, sin embargo, permanezco
tan ignorante como antes. He destrozado completamente al otro ser, y, sin
embargo, no he hecho más que separarlo en pedazos. El amor es la única
forma de conocimiento, que, en el acto de unión, satisface mi búsqueda.
En el acto de amar, de entregarse, en el acto de penetrar en la otra
persona, me encuentro a mí mismo, me descubro, nos descubro a ambos,
descubro al hombre. El anhelo de conocernos a nosotros mismos y de
conocer a nuestros semejantes fue expresado en el lema délfico:
"Conócete a ti mismo." Tal es la fuente primordial de toda
psicología. Pero puesto que deseamos conocer todo el hombre, su más
profundo secreto, el conocimiento corriente, el que procede sólo del
pensamiento, nunca puede satisfacer dicho deseo. Aunque llegáramos a
conocernos muchísimo más, nunca alcanzaríamos el fondo. Seguiríamos
siendo un enigma para nosotros mismos, y nuestros semejantes seguirían
siéndolo para nosotros. La única forma de alcanzar el conocimiento total
consiste en el acto de amar: ese acto trasciende el pensamiento,
trasciende las palabras. Es una zambullida temeraria en la experiencia de
la unión. Sin embargo, el conocimiento del pensamiento, es decir, el
conocimiento psicológico, es una condición necesaria para el pleno
conocimiento en el acto de amar Tengo que conocer a la otra persona y a
mí mismo objetiva mente, para poder ver su realidad, o, más bien, para
dejar de lado las ilusiones, mi imagen irracionalmente deformada de ella.
Sólo conociendo objetivamente a un ser humano, puedo conocerlo en su
esencia última, en el acto de amar (Esa afirmación tiene una consecuencia
importante para el papel de la psicología en la cultura occidental
contemporánea. Si bien la gran popularidad de la psicología indica
ciertamente interés en el conocimiento del hombre, también descubre la
fundamental falta de amor en las relaciones humanas actuales. El
conocimiento psicológico conviértese así en un sustituto del conocimiento
pleno del acto de amar, en lugar de ser un paso hacia él).
El problema de conocer al hombre es paralelo al
problema religioso de conocer a Dios. En la teología occidental
convencional se intenta conocer a Dios por medio del pensamiento, de
afirmaciones acerca de Dios. Se supone que puedo conocer a Dios en mi
pensamiento. En el misticismo, que es el resultado del monoteísmo (como
trataré de demostrar más adelante), se renuncia al intento de conocer a
Dios por medio del pensamiento, y se lo reemplaza por la experiencia de
la unión con Dios, en la que ya no hay lugar para el conocimiento acerca
de Dios, ni tal conocimiento es necesario.
La experiencia de la unión, con el hombre, o, desde
un punto de vista religioso, con Dios, no es en modo alguno irracional.
Por el contrario, y como lo señaló Albert Schweitzer, es la consecuencia
del racionalismo, su consecuencia más audaz y radical. Se basa en nuestro
conocimiento de las limitaciones fundamentales, y no accidentales, de
nuestro conocimiento. Es el conocimiento de que nunca
"captaremos" el secreto del hombre y del universo, pero que
podemos conocerlos, sin embargo, en el acto de amar. La psicología como
ciencia tiene limitaciones, y así como la consecuencia lógica de la
teología es el misticismo, así la consecuencia última de la psicología es
el amor.
Cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento son
mutuamente interdependientes. Constituyen un síndrome de actitudes que se
encuentran en la persona madura; esto es, en la persona que desarrolla
productivamente sus propios poderes, que sólo desea poseer los que ha
ganado con su trabajo, que ha renunciado a los sueños narcisistas de omnisapiencia
y omnipotencia, que ha adquirido humildad basada en esa fuerza interior
que sólo la genuina actividad productiva puede proporcionar.
Hasta ahora he hablado sobre el amor como forma de
superar la separatidad humana, como la realización del anhelo de unión.
Pero por encima de la necesidad universal, existencial, de unión, surge
otra más específica y de orden biológico: el deseo de unión entre los
polos masculino y femenino. La idea de tal polarización está notablemente
expresada en el mito de que, originariamente, el hombre y la mujer fueron
uno, que los dividieron por la mitad y que, desde entonces, cada hombre
busca la parte femenina de sí mismo que ha perdido, para unirse
nuevamente con ella. (La misma idea de la unidad original de los sexos
aparece también en la
Biblia, donde Eva es hecha de una costilla de Adán, si
bien en ese relato, concebido en el espíritu del patriarcalismo, la mujer
se considera secundaria al hombre.) El significado del mito es bastante
claro. La polarización sexual lleva al hombre a buscar la unión con el
otro sexo. La polaridad entre los principios masculino y femenino existe
también dentro de cada hombre y cada mujer. Así como fisiológicamente
tanto el hombre como la mujer poseen hormonas del sexo opuesto, así
también en el sentido psicológico son bisexuales. Llevan en si mismos el
principio de recibir y de penetrar, de la materia y del espíritu. El
hombre -y la mujer- sólo logra la unión interior en la unión con su
polaridad femenina o masculina. Esa polaridad es la base de toda
creatividad.
La polaridad masculino-femenina es también la base
de la creatividad interpersonal. Ello se evidencia biológicamente en el
hecho de que la unión del esperma y el óvulo constituyen la base para el
nacimiento de un niño. Y la situación es la misma en el dominio puramente
psíquico; en el amor entre hombre y mujer, cada uno vuelve a nacer. (La
desviación homosexual es un fracaso en el logro de esa unión polarizada,
y por eso el homosexual sufre el dolor de la separatidad nunca resuelta,
fracaso que comparte, sin embargo, con el heterosexual corriente que no
puede amar.)
Idéntica polaridad entre el principio masculino y el
femenino existe en la naturaleza; no sólo, como es notorio, en los
animales y las plantas, sino en la polaridad de dos funciones
fundamentales, la de recibir y la de penetrar. Es la polaridad de la
tierra y la lluvia, del río y el océano, de la noche y el día, de la
oscuridad y la luz, de la materia y el espíritu. El gran poeta y místico
musulmán, Rumi, expresó esta idea con hermosas frases:
Nunca el amante busca sin ser buscado por su amada.
Si la luz del amor ha penetrado en este corazón,
sabe que también hay amor en aquel corazón.
Cuando el amor a Dios agita tu corazón, también Dios
tiene amor para ti.
Sin la otra mano, ningún ruido de palmoteo sale de
una mano.
La sabiduría Divina es destino y su decreto nos hace
amarnos el uno al otro.
Por eso está ordenado que cada parte del mundo se
una con su consorte.
El sabio dice: Cielo es hombre, y Tierra, mujer.
Cuando la Tierra
no tiene calor, el Cielo se lo manda; cuando pierde su frescor y su
rocío, el Cielo se lo devuelve. El Cielo hace su ronda, como un marido
que trabaja por su mujer.
Y la
Tierra se ocupa del gobierno de su casa: cuida de los
nacimientos y amamanta lo que pare.
Mira a la
Tierra y al Cielo, tienen inteligencia, pues hacen el
trabajo de seres inteligentes.
Si esos dos no gustaran placer el uno del otro, ¿por
qué habrían de andar juntos como novios?
Sin la
Tierra, ¿despuntarían las flores, echarían flores los
árboles? ¿Qué, entonces, producirían el calor y el agua del Cielo?
Así como Dios puso el deseo en el hombre y en la
mujer para que el mundo fuera preservado por su unión.
Así en cada parte de la existencia planteó el deseo
de la otra parte.
Día y noche son enemigos afuera; pero sirven ambos
un único fin.
Cada uno ama al otro en aras de la perfección de su
mutuo trabajo.
Sin la noche, la naturaleza del. Hombre no recibiría
ganancia alguna, y nada tendría entonces el día para gastar.
(R.
A. Nicholson, Rumi, Londres, George Allen and Unwin, Lid., 1950, págs. 122-3.)
El problema de la polaridad hombre-mujer lleva a
ciertas consideraciones ulteriores sobre la cuestión del amor y el sexo.
Hablé antes del error que cometió Freud al ver en el
amor exclusivamente la expresión -o una sublimación- del instinto sexual,
en lugar de reconocer que el deseo sexual es una manifestación de la
necesidad de amor y de unión. Pero el error de Freud es más hondo
todavía. De acuerdo con su materialismo fisiológico, ve en el instinto
sexual el resultado de una tensión químicamente producida en el cuerpo,
que es dolorosa y busca alivio. La finalidad del deseo sexual es la
eliminación de esa tensión; la satisfacción sexual consiste en tal
eliminación. Este punto de vista es válido en la medida en que el deseo
sexual opera en la misma forma que el hambre o la sed cuando el organismo
se encuentra desnutrido. En tal sentido, el deseo sexual es una comezón,
y la satisfacción sexual, el alivio de esa comezón. En realidad, en lo
que al concepto de sexualidad se refiere, la masturbación sería la
satisfacción sexual ideal. Lo que Freud paradójicamente no tiene en
cuenta es el aspecto psicobiológico de la sexualidad, la polaridad
masculino-femenina, y el deseo de resolver la polaridad por medio de la
unión. Ese curioso error probablemente vióse facilitado por el extremo
patriarcalismo de Freud, que lo llevó a suponer que la sexualidad per se
es masculina, y le hizo ignorar la sexualidad femenina específica.
Expresó tal idea en Una teoría sexual, diciendo que la libido posee
regularmente "una naturaleza masculina", se trate de la libido
de un hombre o de una mujer. La misma idea se expresa, en una forma
racionalizada, en la teoría de que el niño experimenta a la mujer como un
hombre castrado, y de que ella misma busca diversas compensaciones a la
pérdida del genital masculino. Pero la mujer no es un hombre castrado, y
su sexualidad es específicamente femenina y no de "naturaleza
masculina".
La necesidad de aliviar la tensión sólo motiva
parcialmente la atracción entre los sexos; la motivación fundamental es
la necesidad de unión con el otro polo sexual. De hecho, la atracción
erótica no se expresa únicamente en la atracción sexual. Hay masculinidad
y feminidad en el carácter tanto como en la función sexual. Puede
definirse el carácter masculino diciendo que posee las cualidades de
penetración, conducción, actividad, disciplina y aventura; el carácter
femenino, las cualidades de receptividad productiva, protección,
realismo, resistencia, maternalidad. (Siempre debe tenerse presente que
en cada individuo se funden ambas características, pero con predominio de
las correspondientes a su sexo.) Si los rasgos masculinos del carácter de
un hombre están debilitados porque emocionalmente sigue siendo una
criatura, es muy frecuente que trate de compensar esa falta acentuando
exclusivamente su papel masculino en el sexo. El resultado es el Don
Juan, que necesita demostrar sus proezas masculinas en el terreno sexual,
porque está inseguro de su masculinidad en un sentido caracterológico.
Cuando la parálisis de la masculinidad es más intensa, el sadismo (el uso
de la fuerza) se convierte en el principal -y perverso- sustituto de la
masculinidad. Si la sexualidad femenina está debilitada o pervertida, se
transforma en masoquismo o posesividad.
Se ha criticado a Freud por su sobrevaloración de lo
sexual. Tales críticas estuvieron frecuentemente motivadas por el deseo
de eliminar del sistema freudiano un elemento que despertó la hostilidad y
la crítica de la gente de mentalidad convencional. Freud percibió
agudamente esa motivación y, por eso mismo, luchó contra todo intento de
modificar su teoría sexual. Es indudable que en su época la teoría
freudiana tenía un carácter desafiante y revolucionario. Pero lo que era
cierto alrededor de 1900 ya no lo es cincuenta años más tarde. Las
costumbres sexuales han cambiado tanto que las teorías de Freud ya no le
resultan escandalosas a la clase media occidental, y los analistas
ortodoxos actuales practican una forma quijotesca de radicalismo cuando
creen que son los valerosos y extremistas defensores de la teoría sexual
de Freud. En realidad, su tipo de psicoanálisis es conformista, y no
trata de plantear problemas psicológicos que lleven a una crítica de la
sociedad contemporánea.
No critico la teoría freudiana por acentuar
excesivamente la sexualidad, sino por su fracaso en comprenderla con
profundidad. Freud dio el primer paso hacia el descubrimiento de la
significación de las pasiones interpersonales; de acuerdo con sus
premisas filosóficas, las explicó fisiológicamente. En el desarrollo
ulterior del psicoanálisis, es necesario corregir y profundizar el
concepto freudiano, trasladando las concepciones de Freud de la dimensión
fisiológica a la biológica y existencial. (El mismo Freud dio un primer
paso en esa dirección en su posterior concepto de los instintos de vida y
de muerte. Su concepto del instinto de vida (eros) como principio de
síntesis y de unificación, se encuentra en un plano enteramente distinto
al de su concepto de la libido. Pero a pesar de que la teoría de los
instintos de vida y de muerte fue aceptada por los analistas ortodoxos,
ello no llevó a una revisión fundamental del concepto de libido,
especialmente en lo que toca a la labor clínica.)
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