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“No tenemos más que un recurso frente a
la muerte: hacer arte antes de que llegue”

René Char


¡ Acudid, reporteros, fotógrafos y filósofos, acudid, coleccionistas de últimas palabras y de palabras finales, y haced un círculo alrededor del gran moribundo, el gran moribundo va a hablar! Y todos acuden con el corazón palpitante, y todos contienen la respiración, y prestan oídos ansiosamente para recibir el oráculo....(Jankélévitch 2002:338).

Las muertes de Lihn en La pieza oscura: Carlos de Rokha, Gabriela Mistral. Un poema de Desolación me retiene en mi línea de fuga del tema de este artículo: la muerte-propia en Diario de muerte. Es “El Pensador de Rodin”: “carne fatal, delante del destino desnuda, /carne que odia la muerte y tembló de belleza / (…) Y no hay árbol torcido / de sol en la llanura, ni león de flanco herido, / crispados como ese hombre que medita en la muerte” (1992:9). El encuentro de estos versos estremecedores con otros semejantes de Diario de muerte clausuran mi tentación de imitar a los coleccionistas de últimas palabras. Repetir el gesto mitificador que el mismo Lihn rechazaría. Silenciar su temblor. Reducir la relación con su muerte-propia al sutil modo que consiste en ser digno de lo que sucede: “Aunque bien es cierto que, agentes o pacientes, cuando actuamos o sufrimos, aún nos queda el ser dignos de lo que nos sucede. En eso consiste, sin duda, la moral estoica: no ser inferior al acontecimiento, convertirse en el hijo de sus propios acontecimientos. La herida es algo que yo recibo en mi cuerpo, en tal punto, en tal momento, pero también hay una verdad eterna de la herida como acontecimiento impasible, incorporal. ‘Mi herida existía antes que yo, ya he nacido para encarnarla’. Amor fati, querer el acontecimiento, nunca ha sido resignarse, y mucho menos hacer el payaso o el histrión, sino extraer de nuestras acciones y pasiones esa fulguración de superficie, contraefectuar el acontecimiento, acompañar ese efecto sin cuerpo, esa parte que supera el cumplimiento: la parte inmaculada. Un amor a la vida que puede decir sí a la muerte”(Deleuze y Parnet 1997:75). Diario de muerte permite, sin duda, la lectura del sí a la Señora, pero también nos arrastra a la lectura del no. Sí... No. No... Sí. “Quien de todos en mí” da nombre a este vértigo: ¿Quién de todos en mí es el que tanto / teme a la muerte? / Unos lucharán valerosamente contra ella / Otros no le harán ningún asco, rindiéndose como gallinas / habrá traidores que le iluminarán el camino / como si ella tuviera necesidad de luz / hasta el corazón tan negro como ella de la ciudad // Estará Hamlet que se sube a la cabeza / con mi cráneo de pobre Yorick en su mano enguantada / recitando la tonterías de siempre / De estos movimientos contradictorios puede esperarse la tempestad, y, también, la calma / que mutuamente se anuncian...” (1989:47). Movimientos contradictorios: La calma o “Contra los pensamientos negros”: devenir-desahuciado que se observa a sí mismo en el centro del escenario, como San Jerónimo con un león a sus pies en el cuadro de Montegna. Nunca ha sido un santo ni ha domesticado un león. Lo importante, sin embargo, es sentirse el centro de un pequeño sistema planetario. Todo ello, claro está, sin soberbia, pues “(¿qué orgullo puede tener el que va a morir?)” . La tempestad o “Qué otra cosa se puede decir”: devenir-bebé, mezcla de sapo y de ángel. Horrorosa conjunción en el espacio del poema del inicio creador con el final descreador, del ser con el no-ser, de la forma con la no-forma: “La mujer remplazada por Klinger por una estatua yacente / sarcásticament matenal, sobre cuyo pecho plano, yo, el bebé / mezcla de sapo y de ángel, miro a los espectadores con terror / nunca los mismos, siempre ausentes / como en un teatro donde se representa una obra congelada”. La obra congelada de la muerte.

Calma y tempestad. Aquí parece cifrarse la primera provocación de Diario de muerte en la época del ensañamiento contra todas las formas de la alteridad, entre ellas, la del mundo, que se borra con la realidad virtual; la del otro, en vías de diluirse en la comunicación perpetua; la de cada uno de nosotros, que será abolida un día con la clonación de las células individuales; la del rostro y el cuerpo, que es acosada por la cirugía estética; y la de la muerte, que se conjura con la terapia del mantenimiento artificial, el silenciamiento del temblor, la represión del duelo, el ocultamiento del moribundo. El crimen perfecto, dice Baudrillard, no es sólo la liquidación de lo Real y de lo Referencial, sino el exterminio de la Alteridad Radical (1996:149). El escándalo del libro que “no rehúye nada de la durísima experiencia inmediata de la muerte” (Lihn 1989, Contratapa) es doble en este sentido. Testimonia la imperfección del crimen a la vez que la resistencia a capitular. El fracaso del tropismo domesticador de la muerte a la vez que el deseo de encontrar el lenguaje capaz de decir lo indecible.

Escritura del congelamiento, del no-futuro, de la nada, de la nihilización que no reprime el grito en el cielo ante la pelada. El libro que así nombra el temblor está atravesado, no obstante, por una asombrosa contención. Una especie de distanciamiento o desdoblamiento que permite dar forma a lo informe, convertir en relato el estremecimiento intolerable. Blanchot sitúa aquí la soberanía de Kafka ante la muerte: “sólo se puede escribir si se permanece dueño de sí mismo ante la muerte, si con ella se han establecido relaciones de soberanía. Si es aquello ante lo cual se pierde continente, lo que no se puede contener, entonces retira las palabras bajo la pluma, quita la palabra; el escritor ya no escribe, grita, un grito torpe, confuso, que nadie oye o que no conmueve a nadie. Kafka siente aquí en lo profundo que el arte es relación con la muerte. ¿Por qué la muerte? Porque es el extremo. Quien dispone de ella, dispone en extremo de sí, está vinculado a todo lo que puede, es integramente poder” (2000:82-83). El arte es dominio del momento supremo, supremo dominio. Eso que Lihn parece poseer en el texto inaugural mismo de Diario de muerte: “Me hundiré en el duelo de mí mismo, pero cuidando de mantener ciertas formas”. Seis poemas testimonian bellamente esta mantención de ciertas formas en el tiempo de la mayor proximidad entre el poeta y la muerte. Son “Buenas noches, Aquiles” , “La mano artificial”, “Un enfermo de gravedad”, “El espejo de la Señora” , “Los que no han sido operados” y “Hay los monjes de clausura”. El relato en tercera persona, el humor, la ironía, la recurrencia al mito son aquí las formas específicas de la soberanía. Algo así como lograr verse desde afuera estando adentro. Devenir tercera persona sin dejar de ser primera persona: “Ahora sí que te dimos en el talón. / La muerte de la que huyas / Correrá acompasadamente a tu lado / Buenas noches, Aquiles (...) Un enfermo de gravedad se masturba / par dar señales de vida (...) Los que han sido operados en la tierra / pueden serlo en el cielo (...) Un monje misterioso / va de enfermo en enfermo con la vida en un frasco / una oscura religiosa / desovilla el ovillo de la muerte con sus manos que se dirían de ángel” (1989: 23, 67, 79, 81). ¿No es esta paradoja acaso la que hace posible la escritura misma de Diario de muerte, fruto de la contención, que parece ascesis, del moribundo de la casa de la calle Passy?

Distancia, humor, ironía, dignidad ante el acontecimiento... No pretendo por esto aproximar Diario de muerte, cuyo protagonista deviene un moribundo que se siente “al centro de un escenario / como un santo con un león a su pies”, con el Fedón, relato del escenario de muerte por excelencia que ofrece un rostro uniforme, sin brusco zigzag, sin surcos ni arrugas, tan sereno como el Sócrates en el que Eric Satie se inspira. Se trata más bien de lo contrario. La muerte del desahuciado que no ha sido un santo y que no ha domesticado un león se sitúa exactamente en las “antípodas de la sabiduría anti trágica descrita morosamente en La muerte de Jankélévitch: “(La) calma recitativa del Fedón no deja lugar a ninguna patética disonancia. Las lamentaciones por la última vez (...) hacen encogerse de hombros a un espíritu fuerte. Sócrates, para no tener que escuchar las notas discordantes (...) de las almas sensibles y para eliminar toda nota falsa reprende al fogoso Apolodoro de Falero y hace que acompañen a su casa a su esposa deshecha en llanto. Llorar, como Jantipa, o indignarse (...), como Apolodoro, es efectivamente ser víctima de la apariencia que representa el instante mortal (...) Apenas la muerte ha entrado en la celda de Sócrates y ya Sócrates tiene la mirada fija; todo ha terminado antes de haber comenzado; como en el final de Pelléas y Mélisande, todo ha pasado furtivamente y por decirlo así de puntillas. Nadie ha visto nada ni oído nada. Nadie se ha dado cuenta de nada. ¡Sócrates en definitiva se ha muerto sin haber tenido que morir! (...) Si la tensión trágica de la urgencia no existe para Sócrates, es porque en general la instantaneidad del acontecimiento le es ajena; propiamente hablando, no sucede nada en el Fedón, y por consiguiente la muerte es algo que no llega nunca” (2000:244-245). Un texto de Diario de muerte cifra la distancia irreductible que lo separa del Fedón. Es “Que otra cosa se puede decir...”. Lugar de la visión de la nada en su forma más pura. Huella intolerable de la muerte tomada en serio. Línea de fuga que se desliza por una vía ciega. No el aprendiz en el arte de morir ni el enfermo de gravedad que se masturba para dar señales de vida, sino “yo, el bebé /mezcla de sapo y angel” mirando a los espectadores con terror. No la reminiscencia de Saint Jerome in the Wilderness de Andrea Montegna sino de Totte Mutter de Max Klinger. No la continuidad profunda entre el más acá y el más allá sino la discontinuidad trágica. No la sobreabundancia de serenidad imperturbable sino la proliferación de puntos de caos. No el tránsito inefable sino la nada indecible. El poema del encierro trágico, del no-futuro, es realmente el centro (in)móvil más perturbador de Diario de muerte leído como máquina de escritura que interrumpe, clausura y reprime los flujos de las “esperanzadas fantasmagorías / que duran lo que dura el trance de la muerte”. Sócrates, el sabio que bebe la cicuta “con la mayor tranquilidad, sin ninguna emoción, sin mudar de color ni de semblante” (Platón, 1975: 431), desaparece ostentosamente de la escena. Irrumpe en su lugar una figura inimaginable, impensable en la tradición occidental minimizadora de la nihilización vertiginosa cuyo solo pensamiento nos llena de angustia (Jankélévitch). Es “yo, el bebé” congelado por el terror. El punctum más intolerable, más escandaloso de Diario de muerte. Leo los poemas que parecen estar regidos por la calma, busco el humor que parece atenuar el desgarramiento, pero algo impide olvidarme del niño sobre el pecho plano como una lápida de “la mujer reemplazada en Klinger por una estatua yacente”. La fuerza que me retiene es el misterio de la mirada de “yo, el bebé”. ¿Cual es el origen de su espanto indecible? ¿Qué ha descubierto? ¿Mira, fuera del cuadro, sólo a los espectadores, yo entre ellos? ¿Refleja su mirada otra cosa que el puro terror de la nihilización? ¿Hay un secreto que quiere revelar? ¿ Por qué su mirada punza de tal modo que obsesiona? El secreto, si existe, no se revela. Es indudable, no obstante, que se trata de un saber sobre la Nada. Nada paradójicamente creadora, pues cuando ella aflora en los signos se produce “el acontecimiento fundamental” del arte: “La operación propiamente poética consiste en elevar la nada a la potencia de signo, no la trivialidad o la indiferencia de lo real, sino la ilusión radical” (Baudrillard 2000:2123). Cualidad excepcional de unas cuantos textos raros que nunca aspiran a poseerla, entre ellos, el estremecedor libro de Lihn escrito en la perspectiva misma de la desaparición, cuando el moribundo, que deviene pelotero- licenciado Vidriera que sólo quiere “que apaguen esa luz que cierren esa puerta”-desahuciado al centro del escenario-miembro del Club de los moribundos-aprendiz en el arte de morir-enfermo con recuerdos de escarabajo pelotero-anotador de un cuaderno de sueños-residente de este “horroroso país trivial que trivializa a la muerte”-actor que va a morir, pero de verdad, en el último acto-portador del corazón de los monos- “yo, el bebé mezcla de sapo y ángel”, se encuentra a unos pasos del hacha, tan cerca de su muerte-propia como el feto de su madre o la semilla de su fruto.

Escritura de la mirada congelada de “yo, el bebé” que mira de frente, cara a cara, la muerte inminente. Irrupción escandalosa del estremecimiento reprimido en la tradición occidental de muertes bellas inauguradas por el Fedón. Rupura del acuerdo que permite morir sin el rodeo de la muerte: “Los hombres sólo se reconciliaron con la muerte para evitar el miedo que ella les inspira; sin embargo, sin ese miedo morir no tiene el mínimo interés. Pues la muerte existe únicamente en él y a través de él. La sabiduría nacida del acuerdo con la muerte es, frente a las postrimerías, la actitud más superficial que existe. El propio Montaigne fue infectado por ella, sin lo cual sería incomprensible que haya podido vanagloriarse de aceptar la inevitable. Quien ha superado el miedo puede creerse inmortal; quien no lo conoce, lo es” (Cioran 1986:34). No el sabio que siempre ha oído decir que es preciso morir oyendo buenas palabras y que bebe la cicuta con “una tranquilidad y una dulzura maravillosas”, sino Lihn- Aquiles, cuyo estremecimiento por la sorpresa terrible de la nihilización testimonia que “al menos para sí mismo, aquel que un día morirá, aunque ese día sea un día siempre indeterminado, y para quien el futuro de la muerte es siempre un día indeterminado, apenas se distingue de un ser inmortal” (Jankélévitch 2000:148). “Buenas noches, Aquiles”, poema de la inminencia que transfigura brutalmente al (in)mortal en moribundo, descifra en este sentido el enigma del terror del protagonista de “Qué otra cosa se puede decir...”. “Yo, el bebe” mira a los mensajeros de la sentencia doblemente anonadante: “Ahora sí que te dimos en el talón / La muerte de la que huyas correrá acompasadamente a tu lado”. Anuncio del fin y fracaso de toda fuga: mors certa, hora certa, fórmula de la desesperación pura y dura. Cese terrible de la ignorancia de la última hora concedida a los hombres por el Prometeo de Gorgias. Irrupción del tiempo inhumano de los relojes de arena y de las clepsidras. Diario de muerte o la situación trágica por excelencia: temor y temblor entre el futuro congelado y el pretérito mineralizado: “De todas las desesperaciones, la de la muerte tiene que ser la peor / ella y el miedo de morir, cruz y raya / cuando ya se puede pronosticar el día y la hora / Hay una fea probabilidad de que el miedo a morir y la deseperación de la muerte sean norrmalmente inseparables como la uña y la carne... “(1989:17). Timor y Tremor sin tranquilas palabras ni memoria de fantasmagorías que oculten la huida angustiosa de las horas y conviertan el suplicio final en un suceso insignificante. La mano artifical que aquí se mueve no escribe ya Contra la muerte ni el El arte de morir. Estas “¡felices escrituras!” regidas por la sabiduría del acuerdo con la muerte ocultan la verdad de discontinuidad trágica descubierta por Aquiles. “Ella es simplemente otro ser, y su conexión contigo una fisura / aunque la alumbres y te pudras para que sea” (1989: 49). Verdad que arrastra a otro lugar perturbador de Diario de muerte. Me refiero a “La mano artificial”, poema de la exasperante proliferación de los signos ilegibles del Hápax: “mueve su mano ortopédica como un imbécil que jugara / con una piedra o un pedazo de palo / y el papel se llena de signos como un hueso de hormigas” (1989:51).

Escritura (diarística) de la muerte... Auto-confesión (por monólogo que es) del morirse, del estarse muriendo... Situación de encierro tanto existencial como lingüística.... Gesto ritual de darle sepultura el cadáver poético y, en esa medida, dársela tambien al que vive porque escribe (Correa-Díaz 1996). Encierro. Ahogo. Mirada congelada. Es necesario, no obstante su interés, ir más allá de la lectura que reduce la obra de Lihn a la pura práctica de una negatividad en la que escribir significa trabajar con la muerte, hacer lo que ella hace con la vida; en la que Al bello amanecer de este lucero, diario de ( poemas de) amor, es un cuaderno muerto, aun cuando no llega a convertirse en Diario de muerte (“Hay en aquél una posibilidad de fuga de la muerte, una resurrección”). La “impresionante magnitud” del libro lihneano de los movimientos contradictorios de Aquiles moribundo parece estar realmente en otro lugar que en el sentido cifrable en dos versos de Diario morir de Julio Barrenechea: “Todo el vacío del amor / lo he ido llenando con la muerte”. La muerte habla, ¡que duda cabe!, con mucha fuerza en Diario de muerte, pero la vida, ¡qué duda cabe!, no lo hace con menor intensidad en el mismísimo tiempo del golpe inminente del hacha. “¿No sería deseable recibir una comunicación...”, “La ciudad del Yo”, “Quien de todos en mí”, “Buen despilfarrador”, “Todavía aleteo” , “Un enfermo de gravedad” y “El árbol que se comunica...” cifran la “gran salud” de la obra-cadáver. El profundo vínculo entre los signos, el acontecimiento y la vida: “El artista o el filósofo tienen a menudo una salud escasa y frágil, un organismo débil, un equilibrio precario, pero lo que les mina no es la muerte sino más bien un cierto exceso de vida que han llegado a ver, a experimentar, a pensar. Una vida demasiado grande para ellos, pero de la cual, gracias a ellos, ‘se revelan los signos’ (...) Crear no es comunicar sino resistir (...) No hay obra que no deje a la vida una salida, que no señale un camino entre los adoquines” (Deleuze 1995:228): Spinoza, Nietzsche, Lawrence. El final de Zaratrustra, el libro quinto de la Etica.... También Lihn. También Diario de muerte. Es necesario reelaborar “la noticia acerca del cadáver de una obra”. Reemplazarla, por ejemplo, por la noticia sobre la única finalidad de la escritura de Lihn: la vida, a través de las combinaciones que la habitan. La resistencia. El hallazgo del camino entre los adoquines en el umbral mismo de la desaparición: “La enfermedad imita a la vida (…) La vida no puede / imitar a la muerte, por mucho que agonice patéticamente, menos / en tal caso. // De los dos, la imitación de la vida es el mejor espectáculo” (1989:18 ). Diario de muerte, pues, pero del “buen despilfarrador”. No “el ínútil avaro que mezquina y recuenta / sus contadas, como sino si no fuera / a pagarlas todas y de golpe a su tiempo” (1989:49), sino el gran vividor de salud”. Acaso Deleuze tiene razón cuando dice que sólo se escribe por amor, que toda escritura es una carta de amor, que sólo se debería escribir por ese amor. El gran vividor a la manera de Spinoza, de Nietsche o de Lawrence así parece testimoniarlo. Ahora sí,... pero, todavía: contraefectuar el acontecimiento. Un amor a la vida que puede decir sí a la muerte. ¿Vitalismo con fondo de mortalidad? ¿Mortalidad con fondo de vitalismo? El secreto de la impresionante magnitud de Diario de muerte en el tiempo en que ya “no hay ningún fin concebible, ni siquiera el de la historia, con lo que nos queda más remedio que manipular el más allá del fin, la inmortalidad técnica, sin haber pasado por la muerte, por la operación simbólica del fin” (Baudrillard 1993:138-139), reside en todo caso en la fuga creadora de lo incontenible que interrumpe la palabra. La prueba de la extrañeza: establecer con la muerte una relación de libertdad (Blanchot). El secreto de yo, el bebé, mezcla de sapo y de ángel, mirando con terror a los lectores, pero también de yo, el pingüino, aleteando aún con el pescuezo torcido y las alas en desorden, pidiendo que lo dejen acabarse en su ley, no en la de les hommes des équipages (1989:59). El secreto del “Buen despilfarrador” :

Serás el buen despilfarrador con tus horas contadas
no el inútil avaro que mezquina y recuenta
sus contadas, como si no fuera
a pagarlas todas y de golpe a su tiempo
No te adelantarás a tu muerte, viviéndola, aunque ella esté tan cerca de ti
/ como el feto de su madre o la semilla de su fruto.
Ella es simplemente otro ser, y su conexión contigo una fisura
aunque lo alumbres y te pudras para que así sea.

El bello estudio de Blanchot sobre la muerte en Rilke ilumina con particular intensidad el proceso lihneano de creación de su muerte-propia: “Decir que Rilke afirma la inmanencia de la muerte en la vida es hablar, sin duda, con exactitud, pero también es considerar su pensamiento en un solo aspecto: esa inmanencia no está dada, debemos realizarla, es nuestra tarea, y esa tarea no consiste sólo en humanizar o dominar mediante un acto paciente la extrañeza de nuestra muerte, sino en respetar su ‘trascendencia’; en ella hay que entender lo absolutamente extraño, obedecer a lo que nos supera y ser fieles a lo que nos excluye. ¿Cómo hacer para morir sin traicionar esa alta potencia que es la muerte? Doble tarea entonces: morir de una muerte que no me traicione a mí mismo; morir yo mismo sin traicionar la verdad y la esencia de la muerte” (2000:118). Doble tarea. Un devenir testimonia en este sentido la profunda relación entre el trabajo de escribir y el trabajo de crear la muerte-propia en Diario de muerte. Es el devenir-aprendiz de un “lenguaje limpio para dolerse, desesperarse y morir”. Un lenguaje como un cuerpo operado de todos sus órganos / que viviera una fracción de segundo a la manera del resplandor / y que hablara lo mismo de la felicidad que de la desgracia / del dolor que del placer, con una sonriente desesperación..." (198”:14). El fluir del discurso del moribundo imantado por el trabajo de formar la “muerte propia que tanto nos necesita, porque la vivimos y de la que nunca estamos tan cerca como aquí” (Rilke), disemina los signos de la soledad, la errancia y el desengaño. Sus palabras, entre las que están todas las que ha recibido de su especie para nombrar la muerte, no pueden obviamente atravesar la barrera del lenguaje desconocido. Queda, no obstante, una huella de la obra que parece estar siempre más allá del aprendiz. Ese rastro no es otro que el libro que parece llegar donde otro no ha llegado en la tarea de aproximarse a la muerte-propia sin traicionar la verdad y la esencia de la muerte.

Diario de muerte testimonia la imposibilidad de iniciación en lo incomprensible, “esa ciencia que nos falta”, pero el fracaso no cancela las múltiples fulguraciones del viaje hacia (el lenguaje de) la muerte-propia: el pasaje del iniciado entre palabras de uso, malas metáforas y palabras viciadas: “esa bestia tufosa es una tremenda devoradora / Nada tiene que ver la muerte con esta imagen de la que me retracto / ... (Hablar de la muerte) con una sonriente / desesperación, pero esto es ya decir / una mera obviedad con el apoyo / de una figura retórica” (1989:13-14). El escandaloso vaciamiento de las esperanzadas fantasmagorías que duran lo que dura el trance de la muerte: “Mejor barrerlo todo / tener la cabeza limpia como un espejo que la Señora coja para mirarse en él / y rompa con su aliento todopoderoso” (1989:69). La soledad esencial de la obra del mendigo de los rudimentos de un oficio que nadie ha enseñado ni cifrado en un corpus de obras de dominio público: “abundan los efectos operáticos que abusan del efecto de la muerte / El Libro de los Muertos /las estaciones inolvidables de la Danza de la Muerte y las Coplas / de Jorge Manríque / Toda una bibliografía de obras geniales de la antigüedad / judeocritiana plagada de un solo error / la otra vida / que volatiza a la primera línea esos monumentos / no menos ni más memorables que las nubes / más le vale al aprendiz seguir por esas calles sin Dios a los muertos vivos / a la vieja que removía la tiera al pie de un solo árbol, junto al Hudson...” (1989:36). El esfuerzo del pensamiento analógico para aprehender lo incomparable: “Ay dios habría que hablar de la felicidad de morir en alguna inasible forma / de eso que acompañó a la inocencia al orgasmo a todos y a cada uno / de los momentos que improntaron la memoria con impresiones desaforadas”.( 1989:15). El salto al pasado para encontrar la luz sobe la propia muerte que no da el yo de los demás: (tu muerte-propia) y la memoria - esa ciudad fantasma- coinciden / búscala en tu pasado” (1989:40). La grosera negación del sentido del dolor: “qué chuchas puede enseñar el dolor a un agonizante”(1989:70). El ensayo en el coito distractivo (1989:76). El dolor de separarse, poco a poco, de los sanos y la creciente complicidad con los enfermos. El intento de creer que se cree, pero a años luz el superpapa (1989:80). La irónica invención de un precepto de relación burguesa con la Señora: “La muerte debe venir en una atmósfera de relatividad /como una burguesa que visita por primera vez y última vez / a cultivar la amistad sin interrupcioes / con un casual admirador que lo ha hecho todo para aceptarla “(1989:70). La mirada impotente al misterio incognoscible del más allá: “Nadie escribe desde el más allá /Las memorias de ultratumba son apócrifas / (...) Quiero saber qué son los muertos, si son”(1989:63). Los últimos frutos, a unos pasos del hacha, de las mitologías llamadas amor y amistad (1989:27). La importancia de la mujer, impensable en el Fedón, dominado po iguras masculinas, en la casa del moribund (“La muerte es un buen amigo común...”, “El orden ha seducido...” ). La articulación de la tragedia individual en la tragedia política (“Los que van a morir...”, “La Calva”). Los graffiti de la muerte en la carne: Timor y Tremor: “What’s one...” .

Dos poemas cifran ejemplarmente las significaciones revulsivas de esta creación de una lengua extranjera dentro de las lenguas mayores sobre la muerte. Son “Qué otra cosa se puede decir...” y “La Calva”: lugares del gran estallido de todas las tradiciones filosóficas, religiosas y literarias (orales y escritas, populares y cultas) regidas por la sabiduría del acuerdo para evitar el miedo que ella inspira, para morir sin pasar por la operación simbólica del fin, para silenciar la nihilización trágica. Diario de muerte es en este aspecto una devastadora máquina de desalojo, de vaciamiento de las “esperanzadas fantasmagorías” y “felices escrituras” que velan la alteridad radical de la muerte. Emplea la denominación La Calva, pero a la vez hace visible el significado del feroz apodo: “La llamamos la Calva para disminuirla”. La llama la Señora y bestia tufosa en “El espejo de la Señora” y “Nada tiene que ver el dolor...”, pero en “La Calva” dice que no es ella, ni él, ni un monstruo ni un demonio. Es, en todo caso, él y ella a la vez: “nuestra dama y señor de compañía / el poderoso andrógino perfecto / que invisible camina a nuestro lado / toda, toda la vida lo aceptemos a no / y aceptarlo sería lo mejor / (...) actúa / su presencia netamente interior / porque la llevamos en la sangre / lo respiramos como el aire y la luz / ella está en la placenta de la madre arrullando / al nonato como la nodriza más íntima / El si lo deja...(1989:72).. El Diario de muerte mismo, libro de la llegada de ella, la Señora, la pelada, la Calva, estaría, entonces, mal escrito. Sería preciso leerlo cambiando radicalmente el regimen de designaciones de la muerte. ¿Así, por ejemplo?: “y además ella-él es muda-mudo como el cine de antaño / pero no gesticula para darse a entender ni se acompaña del piano de un viejo saltimbanqui / Simplemente está allí donde todos lo-la miran / sin verla-verlo, una ceguera que imita a la mirada / Presencia, en todo caso, a la Calva- Calvo le sobra” (1989:71). El lenguaje limpio de excrecencias que traicionen la radical alteridad de la muerte espera igualmente el milagro de una tercera persona, ni un personaje ni una cosa ni un muerto sino “un verdadero sujeto que hable de por sí, en una voz inhumana / de lo que ni yo ni tu podemos decir / bloqueados por nuestros pronombres personales”. Estudiosos del Diario de muerte dicen felices que se trata de una especie de carta final de su autor al mundo y a sí mismo. ¿Habrán escuchado la provocadora invitación, el perturbador desafío al mundo de los saberes médicos?: “Tenemos aquí a un hombre, apretando el gatillo contra sus sienes / Algo ve entre ese gesto y su muerte / Lo ve durante una partícula elemental del tiempo / tan corta que no formará parte de aquél / Si algo pudiera alargarla sin temporalizarla / una droga (¡Descúbranla!) / Se escucharían los primeros pálidos ecos / de una inédita descripción de lo que no es” (1989:28). ¡Descúbranla! Mientras la perversa exhortación de “Limitaciones del lenguaje” encuentra su destinatario, cosa imposible si se recuerda que el instante mortal es lo inenarrable por excelencia, lo que importa es destacar el mayor descubrimiento del mortal que intenta romper el bloqueo de los pronombres personales y el muro de las denominaciones viciadas para morir sin traicionar la alta potencia (Blanchot) de la muerte. Estremece en este aspecto el raspaje lihneano de las “esperanzadas fantasmagorías (para) tener la cabeza limpia como un espejo que la Señora coja para mirarse en él / y rompa con su aliento todopoderoso” (1989:69). He mostrado en otro lugar las metamorfosis poéticas de la “cosa” repugante de la “primera pesadilla” de Darío en muerte semejante a Diana, casta y virgen como ella (Darío), Nuestra Señora (Nervo), Penélope (Vargas Vila), la Lasciva (Huidobro ) y la Vieja Lacha (Parra). Los escudos protectores de la Belleza y de la Risa Grotesca: el centauro y el antipoeta: “¡La Muerte! Yo la he visto. No es demacrada y mustia /ni ase corva guadaña, ni tiene faz de angustia. / Es semejante a Diana, casta y virgen como ella; / en su rostro hay la gracia de la núbil doncella / y lleva una guirnalda de rosas siderales” (Darío, 1984:209). “A la casa del poeta / llega la muerte borracha / ábrtee viejo que ando / buscando una oveja guacha / (...) / La puerta seabrió de de golpe: / Ya - pasa vieja cutufa / ella que se le empelota / y el viejo que se lo enchufa” (Parra 1985:116). La ruptura de Lihn con estas dos tradiciones de figuración de la muerte es radical. Diario de muerte, libro del fin en qe lo mejor es barrerlo todo para recibir a la Señora, realmente desescribe, desanda el trayecto cifrado en las grandes variaciones del conjuro del horror gorgónico en la poesía latinoamericana. Regresa al momento anterior a la domsticación de la cosa mediante la alquimia modernista y la risa grotesca, cuando aún no hay reconciliación con la muerte para ocultar el estremeciemiento que ella produce en “la carne fatal, delante del destino desnuda”. No poetiza el encuentro con doncellas castas y vírgenes como Diana, madres tiernas y benignas (“Nuestra Madre, nuestra Patria”), lascivas excitadas por futuros espasmos o viejas cutufas que se empelotan, sino la aproximación al poderoso andrógino perfecto que LA llevamos en la sangre y LO respiramos como el aire y la luz. No sólo eso. El aprendiz en el arte de morir no sólo traiciona a sus maestros en el arte de representación de la muerte. Traiciona también a su propia escritura. “La Calva” ficcionaliza la muerte como la dama y señor de compañía que camina invisible a nuestro lado. “Qué otra cosa se puede decir...” testimonia la línea de fuga misma de “la Calva” devenido la verdad de la muerte que “no es ella ni él, ni un monstruo ni un demonio”. Ni Nuestra Señora ni Vieja Lacha, pues, pero tampoco Andrógino Perfecto. Traición al mundo de las significaciones dominantes incluidas las de la propia escritura. “Traicionar a su reino, a su sexo, a su clase, a su propia mayoría -¿acaso hay otra razón para escribir? – Traicionar también a la escritura” (Deleuse y Parnet 1997:54). Línea de fuga creadora que arrastra al mendicante de los rudimentos de un oficio que ndie enseña a un lugar al que ningún otro poeta latinoamericano parece haber llegado en la historia de las relaciones entre el trabajo de escribir y el trabajo de morir. Es el “más allá” que se cifra significativamente en los cinco primeros versos del poema del niño sobre la estatua yacente sarcásticamente maternal. La muerte se despoja en ellos de todos los velos que acultan su alteridad radical. No queda nada, sin embargo, después del destronamiento de todas las formas humanas de la muerte. Queda lo inasimilable, lo indescriptible puro. ¡Extraña paradoja”. Nada parece unir a Darío y Lihn, pero todo los hace encontrarse en “Qué otras cosas se puede decir...”. El autor de Prosas profanas escribe para conjurar el espanto indecible producido por la entrevisión de la muerte en su primera pesadilla (Triviños 1996:75-92). El autor de Diario de muerte barre ese conjuro porque no le da luz para su propia-muerte, pero dentro de esta gran ruptura la coincidencia es asombrosa. El nombre que aprehende sin velos la extrañeza irreductible de la muerte es el mismo en uno y otro escritor: cosa. “Al sentir la aproximación de la ‘cosa’, quise huir y no pude”, leemos en la primera pesadilla infantil narrada por Darío en su Autobiografía. La muerte es “una cosa sorda, muda y ciega”, dice, por su parte, yo, el bebé, en Diario de muerte. Cosa inasimilable, incomprensible e incluso impensable. Fin de las escrituras felices regidas por la sabiduría antitrágica.. Término escandaloso del pacto con la muerte para evitar el estremecimiento que ella produce. Término, sin embargo, que es comienzo. El inicio de la aventura trágica por excelencia de Lihn: la formación de la propia-muerte siendo fiel a la vez a la verdad de sí mismo, contenida en el “déjenme acabarme en mi ley”, y a la verdad de la cosa que es “simplemente otro ser, y su conexión contigo una fisura /aunque lo alumbres y te pudras para que sea”. La búsqueda en el deseamparo de la posibilidad que Blanchot llama la posibilidad de la muerte:: “¿Puedo morir? ¿Tengo el poder de morir? Esta pregunta sólo tiene fuerza cuando se rechazaron todas las escapatorias. Sólo cuando se concentra enteramente sobre sí, en la certeza de su condición mortal, la preocupación del hombre es hacer posible la muerte. No le basta ser mortal, comprende que debe volverse mortal, que debe ser dos veces mortal, soberanamente, extremadamente mortal (2000:88). La obra de Lihn testimonia en este sentido con particular intensidad y profundidad el destino del hombre moderno. La vocación humana, específicamente, que lleva a descubrir que la muerte no es lo que está dado sino lo que se tiene que hacer, esto es, “una tarea, aquello de lo que nos apoderamos activamente, lo que se hace fuente de nuestra actividad y nuestro dominio” (Blanchot 2000: 88). Diario de muerte cifra en este aspecto fundamental el momento extremo, literal y simbólico, de la búsqueda lihneana de relaciones de libertad con la muerte. Aquel en el que el morador de la casa invadida por la cosa sorda, muda y ciega se “une fuertemente a su muerte, se hace mortal y así adquiere el poder de hacer y da a aquello que hace sentido y verdad” (Blanchot 2000:88.

Libro del grado cero de distancia entre el trabajo de morir y el trabajo del arte. Desescritura de los relatos regidos por la sabiduría antitrágica. Máquina de vaciamiento, porque “es mejor barrerlo todo”, de las imágenes, ficiones, palabras, relatos y representaciones viciadas de la muerte. Búsqueda de un lenguaje limpio para dolerse, desesperarse y morir. Aproximación en el desamparo, la errancia (“me retracto) y la contradicción a la muerte que no sólo existe en el momento de la muerte sino “desde más allá cuando nacemos /y ella, medio escondida de la teta materna / nos da la suya”. Deseo, como el del moribundo de Ionesco, de una revelación que nunca se produce (“¡Decidme como sucede todo!” / “Quiero saber qué son los muertos, si son”) Legado exabrupto sobre el instante indescriptible, inenarrable:¡Descúbranla!.

Pero ¡Ay! El gran moribundo no revela ningún secreto sobre el instante mortal. El sabio y el lúcido parecen aquí confabularse más allá de sus profundas diferencias. Las palabras finales de Sócrates, que por lo menos habla (a)morosamente del más allá, son profundamente decepcionantes: “Sacrificad un gallo a Esculapio”. Lihn, por su parte, dice tan sólo “Buenas noches, Aquiles”, “que chuchas puede enseñar a un agonizante”, o “una oscura religiosa / desovilla el ovillo de la muerte con sus manos que se dirían de ángel”. ¿Valía la pena contener la respiración?, ¿valía la pena estar pendientes de los labios del sabio y del lúcido? Definitivamente el sabio y el lúcido no sabían más que usted o que yo. Los supervivientes, con las manos vacías, seguirán en su ignorancia: la última palabra era una mixtificación. (Jankélévitch 2002:338).

Clausura de la obsesión de Equécrates y Tolstoi. El mensaje es que no hay mensaje en el instante mortal, pues es todo el ser de la persona que muere el que da testimonio. No hay por tanto que interpretar lo que ese ser dice en artículo de muerte sino comprender lo que es. Eso que Diario de muerte, en todas partes y en ninguna parte, permite llamar una determinada transparencia, una determinada clase de seriedad, una determinada fidelidad, una determinada contención. Luz del instante de la muerte, pues, que sólo ilumina el más acá. Fulguración en los confnes de la vida que no es sin embargo el cristal transparente a través del cual podríamos contemplar los paisajes del otro mundo y la cara oculta de nuestro destino, sino más bien el espejo que nos devuelve a “este bajo mundo nuestro, nuestra propia imagen; pues en ningún caso lo irrevocable deja que se filtre a esta vida la luz de la otra vida…suponiendo que tal luz exista”(Jankélévitch 2002:342-343). Espejo. El sabio y el lúcido se separan nuevamente en el texto que habla de la vida aún cuando habla de la muerte. La muerte de Sócrates en el Fedón, texto de la sabiduría anti-trágica que consiste en morir sin haber tenido que morir, dice Jankélévitch, es una muerte eterna, un instante inmortal, un acontecimiento tan normativo como la batalla de Salamina y el juramento del Jeu-de-Paumes: Sócrates recibiendo la cicuta de manos del verdugo, Sócrates bebiendo la cicuta hasta la útima gota sin mover un músculo de la cara y Sócrates recostándose para morir son escenas ejemplares definitivamente consagradas por la historia (2002: 242). Diario de muerte, libro del fin, posee también escenas paradigmáticas. Se trata, no obstante, de imágenes, gestos y escenas en las antípodas de la sabiduría anti-trágica del relato de muerte que, con el de Cristo, constituye la sustancia de la sensibilidad occidental, la base de nustros reflejos filosóficos, religiosos y políticos (Steiner 1995:65). Destaco, entre otros, los siguientes gestos no socráticos: el pensador con “carne fatal, delante del destino desnuda”. Yo, el bebé, mirando a los espectadores, nunca los mismos, en el acto de terror más solitario de todos. El pingüino que todavía aletea con el pescuezo torcido y las alas en desorden. El escritor cuya entrega a lo interminable (la obra) concluye sólo con su muerte: “Un hombre tiene un lápiz y quiere dejarlo, pero, sin embargo, su mano (artificial) no lo deja: al contrario, lejos de abrirse, se cierra” (Blanchot). El moribundo hundiéndose en el duelo de sí mismo, pero cuidando de mantener ciertas formas. El mendicante en el arte de aprender a morir. El mortal que forma su muerte en el desamparo, el error y la incertidumbre. El enfermo devenido sombra por la Señora, “pero una sombra de algo, aferrada a la imitación de la vida”.

Ahora sí, ... pero, todavía. Aquiles, empero, descubre también la verdad que bloquea, convierte en inane, todo intento de transfigurar su muerte, cualquier muerte, en acontecimiento normativo. Es la revelación trágica por excelencia de Diario de muerte, pues la muerte-propia, por principio, no tiene precedentes: “El yo de los demás no te dará ninguna luz sobre tu propia muerte”. Vislumbro por fin, sólo ahora, la causa de mi obsesión por la mirada aterrorizada del niño de “Qué otra cosa se puede decir”. Yo, el bebé, es Lihn, el autor de Diario de muerte, pero también yo, el lector mirado por yo, el bebé. Yo, sin embargo, no en el presente, lo que me dejaría mudo, sino en el futuro, cuando Yo, Aquiles ya herido en el talón, reciba la sentencia del ahora sí inexorable: “La muerte de la que huyas /correrá inexorablemente a tu lado”. Tal vez en ese futuro hoy inconcebible los signos que llenan el papel del moribundo como un hueso de hormigas me dirán lo que aún no sé ni puedo comprender en ellos Acaso entonces, miembro ya de la minoría que Lihn llama enfermos incurables, haré las preguntas que hoy no hago (“Quiero saber qué son los muertos, si son”) y diré las groserías que hoy no digo (“qué chuchas puede enseñar el dolor a un agonizante”). Ojalá que el amor y la amistad, “esas mitologías”, den sus frutos a un paso del hacha... Pero, sobre todo, descubriré tal vez que el misterio del hápax que me estremece, “como león de flanco herido”, es algo extraordinariamente simple, “simple de una resplandeciente simplicidad; simple como decir buenos días o decir buenas noches; tan simple que (me preguntaré), el día que lo ( sepa), cómo no se (me había) ocurrido antes” (Jankélévitch 2002: 435). Tan sencillo como parece vislumbrarlo finalmente el solitario aprendiz de Diario de muerte: “una oscura religiosa desovilla el ovillo de la muerte con sus manos que se dirían de ángel” (1989: 81).

 

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1   Gilberto Triviños A.

Docente Departamento de Español Universidad de Concepción Director de programas postgrado facultad de Humanidades y Arte, Director Proyecto MECESUP UCO 0-203

Abstract:

"...Escritura (diarística) de la muerte... Auto-confesión (por monólogo que es) del morirse, del estarse muriendo... Situación de encierro tanto existencial como lingüística.... Gesto ritual de darle sepultura el cadáver poético y, en esa medida, dársela tambien al que vive porque escribe (Correa-Díaz 1996). Encierro. Ahogo. Mirada congelada. Es necesario, no obstante su interés, ir más allá de la lectura que reduce la obra de Lihn a la pura práctica de una negatividad en la que escribir significa trabajar con la muerte, hacer lo que ella hace con la vida; en la que Al bello amanecer de este lucero, diario de ( poemas de) amor, es un cuaderno muerto, aun cuando no llega a convertirse en Diario de muerte (“Hay en aquél una posibilidad de fuga de la muerte, una resurrección”)...

 

Palabras Clave:

Lihn, poesía,Montegna


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