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4   Sentido de dominio y soberanía del individuo en Diario de Muerte, de Enrique Lihn. .



Una de las dimensiones más importantes de Diario de Muerte (en adelante DM) es inducir, como texto, una abertura en la conciencia del lector ante la muerte y lo que éste considera afirmaciones imposibles de formular respecto de la misma, al menos a partir del alcance de su conocimiento y experiencia vital –aceptando una posible condición del lector en cuanto ser vital y sano–, siendo una de estas afirmaciones imposibles particularmente perturbadora: la muerte no existe. Esto, que puede resultar contradictorio en un texto cuyo tema, así como su circunstancia, se encuentran signados por la presencia y el inminente advenimiento de la muerte, adquiere sentido si entendemos que, en el contexto de esta obra, afirmar que la muerte no existe no es equivalente a decir no hay muerte, puesto que, en realidad, lo que constatamos, aquello que podemos conocer y ante lo cual podemos reaccionar, es que existen –justamente porque podemos ocultarlos– los muertos, el hedor, la realidad innegable de la descomposición cadavérica, ante la cual los vivos están en permanente fuga. Pero, la muerte, como estamos acostumbrados a llamarla, no es más que una abstracción, una generalización, puesto que, y ésta es una de las más evidentes percepciones que recorren el texto, cada cual muere a su manera, siempre y cuando se disponga del tiempo necesario y de la suficiente conciencia para decidir la actitud que resulte más propia ante el final, por lo que la muerte se multiplica en las distintas e individuales muertes, incluyendo a la muerte repentina, que, claramente, es ignorada en DM. Este último aserto nos servirá de guía en la siguiente parte de nuestra exposición.

Según Mora Cid en DM se enuncia la construcción de una nueva individualidad basada en la negación de otra individualidad, cuyo signo esencial es el ejercicio de una actitud persistentemente desconstructora, a la vez que implacablemente consciente1. De la misma manera podemos agregar que en el texto de 1989 también se plantea como consecuencia de lo anterior una independencia, una soberanía del sujeto ante su particular muerte. De esta forma, la muerte que el poeta concibe expresa un carácter individual, aunque no individualista; pero, además, es incomunicable y, por lo mismo, radicalmente separada de las otras muertes. Una muerte que no tendría que ver con las demás muertes; mi muerte y vuestra muerte.

Sin embargo, lo anterior no se cumple del todo, pues en ciertos momentos del texto el sujeto poético reconoce puntos en común o zonas de comunicación con los demás moribundos, como puede ser la experiencia del dolor –que lo acercaría a los que agonizan dolorosamente, a los enfermos, pero lo alejaría aun más de quienes mueren repentina e indoloramente–.De hecho, expresa una cierta ambivalencia con respecto a un posible sentido, una verdadera justificación en el dolor de los moribundos. Así, en un momento expresa:

“no comparto el dolor como forma (gratuita) de conocimiento
nunca he asistido a sus cultos religiosos detrás de su fachada
/imponente
qué chuchas puede enseñar el dolor a un agonizante
ni siquiera en compañía de la resignación
no hace más que degradarla
en aullido” (DM P. 70)


Una realidad se impone ante el moribundo construido en este poema –o que se expresa a través del mismo- y es que persiste en él una pulsión de vida, puesto que el mismo dolor es vida, o, al menos imposición insoslayable de la conciencia del propio existir, lo que implica una forma de entender la existencia como simbiosis entre el dolor y la conciencia, repetida miles de veces en el gesto del soñador que pellizca su brazo. De esta manera, el sentido literal del poema parece indicar que el moribundo no necesita aprender, debido, por lo demás, a su condición de tal. Pero una lectura un poco más suspicaz nos deja ver que esa gratuidad entre paréntesis es lo que hace más que probable que el moribundo no sea capaz de evitar ni el dolor, ni la conciencia acrecentada de sí mismo –lo que, fatalmente, es aprendizaje- que éste acarrea, perdurando así en aquel el impulso para devorar la realidad. Aunque, en verdad, es la realidad la que devora al sujeto poético, justamente a través de la gratuidad del dolor, gratuidad que no es sino otra forma de referirse a su inevitabilidad, así como a su omnisciencia. En cierta forma se da cuenta en esas líneas de lo que puede ser cierto momento en el desarrollo de la enfermedad en que el dolor:

“…ya no aporta al que sufre sino la confirmación cotidiana de la
imposibilidad en que se encuentra de no sufrir.”2

Cioran, refiriéndose al punto mencionado en el párrafo anterior, distingue dos formas de conciencia de signo opuesto y determinadas por la salud del individuo: una es la conciencia del hombre sano, la que sólo puede producir una lengua vacía, huera, más cercana a la neutralidad de los objetos, en la que no se tiene siquiera conciencia de ser uno mismo. En palabras del autor rumano se trata de lo siguiente:

“Por no tener nada que transmitir, por ser neutro hasta la
abdicación, sucumbe a la salud, estado de perfección insignificante,
de impermeabilidad a la muerte como a lo demás, de inatención
para consigo y para con el mundo.”3



La otra conciencia, la única que, en realidad, se constituye en verdadera
conciencia, es la del hombre enfermo, pues la enfermedad abre al individuo a todo “y lo sabe todo: omnisciencia del espanto”4, le hace tomar conciencia del mundo, a la vez que de sí mismo y de su endeble organicidad. Sólo el hombre enfermo, por lo tanto, es capaz de comprender lo que es la vida:

“…la vida es un estado de inseguridad absoluto, es provisional por
excelencia, representa un modo de existencia accidental. Pero, si la
vida es un accidente, el individuo es el accidente de un accidente.”5

De todas formas, lo anterior no significa que el enfermo se encuentre preparado o que reaccione uniformemente al enfrentar su propia mortalidad. Más bien nos habla respecto de la naturaleza de aquello que genera el sentimiento de perplejidad y abandono que embarga al enfermo, pues el sufrimiento y la enfermedad han abierto una brecha, un intervalo, en términos de Cioran, entre él y los sanos.

No hay forma de soslayar la coincidencia en este punto entre la visión de Cioran y la de Lihn en cuanto a la naturaleza tajante de la frontera que separa a sanos de enfermos:

“Hay sólo dos países: el de los sanos y el de los enfermos
por un tiempo se puede gozar de doble nacionalidad
pero, a la larga, eso no tiene sentido” (DM P. 27)

Recordemos que Cioran afirma la existencia de una forma de conocimiento en el dolor, mientras que el Lihn de “Pido a la medicina…” dice no creer en tal cosa, lo que es una manera de relativizar (“no comparto…”) por medio de la alusión a la subjetividad, más que una negación taxativa. No obstante, el dolor al que refiere el poema es un dolor vacío, degradado en alarido y, como tal, signo de una muerte indigna; un dolor que, de todas formas, no niega la posibilidad de ese otro dolor. Justamente en otro momento y en un poema distinto, aunque contiguo al que hemos citado, el sujeto escritural dice claramente, sin hacer jugar a la subjetividad:

“saldado el doloroso
precio de la existencia, del río, de la carne
más que de los accidentes del camino
La buena muerte dice el dolor es el ser” (DM P. 73)

En este punto el dolor ha sido aceptado como una forma de conocimiento de la realidad, aunque bien podemos pensar que la contigüidad de ambos poemas sugiere una suerte de mecánica de afirmación-negación, que funciona en ambos sentidos y no se detiene definitivamente en momento alguno. De todas formas, los dos sentidos que definen dicha mecánica, ambos ya bastante alejados de la reflexión que inicia el texto –la que habla sobre la imposibilidad del lenguaje para acceder a lo que en verdad es el dolor– conllevan una aceptación tácita de la realidad de éste, dejando de lado el tema de la referencialidad del lenguaje. Es decir, la constatación del dolor se ha impuesto sobre otras elucubraciones.

De alguna forma lo anterior nos lleva a la pregunta planteada en su artículo por Mora Cid: ¿cuál es la naturaleza del impulso?, ¿cuál es el sentido o la obligación del agonizante que le mueve a registrar su propia agonía?6 Mario Rodríguez Fernández afirma, parafraseando el poema de Lihn Porque escribí, que la escritura es vida7, y es que el sujeto poético de DM se muestra del todo escéptico respecto del valor vital de la escritura y del lenguaje:

“La vida necesita muy poco del lenguaje
ésta es una de las causales más poderosas del Ego
de la muerte” (DM P. 21)


Pero, no es menos cierto, siguiendo a Rodríguez, que al escribir el sujeto no hace más que constatarse como vivo, dolorosamente vivo. Esta forma de vivir es, en realidad, un simulacro, una imitación de vida que, según Lihn, no es más que enfermedad, misma que ha alcanzado a su escritura antes que el cáncer a su cuerpo:

“Si la muerte atacó a Aquiles en el talón y a Freud en los labios, a
Lihn (el poeta) lo hirió en la escritura, mostrándole los límites de
ella…”8

La paradoja, ya podemos intuirlo, de este moribundo textual construido por un sujeto biográfico es que su condición no le hace ser o estar medio muerto, sino, más bien, medio vivo o vivo a medias, puesto que no se puede estar sino del todo muerto. La enfermedad, esa terrible ciudadanía, no es otra cosa que falta parcial de vida, algo que perfectamente es aplicable a la escritura; en ningún caso presencia de la muerte, sólo certeza cada vez más total, conciencia paulatinamente más inmediata de su inminencia, de su aplastante realidad.

Así es como en otro momento el poeta dice:

“La enfermedad imita a la vida. Este fenómeno se patentiza,
hasta la alucinación en el llamado......... .La vida no puede
imitar a la muerte, por mucho que agonice patéticamente, menos
en tal caso.” (DM P. 18)

Nos encontramos con que incluso la agonía es más vida que muerte y esta es una afirmación que permite, en cierto modo, precisar la idea de “escritura enferma” en el texto de 1989, ya que, como habíamos mencionado, se puede considerar que la escritura es enfermedad en cuanto el sujeto que escribe ha perdido la inocencia adánica que le habría permitido creer ingenuamente en el poder de la palabra. Sin embargo, no hay inocencia en DM, no encontramos rastros de ella, ya sea por la limitada profundidad de nuestra lectura o porque nunca existió en la realidad del texto. Lo cierto es que al imitar o, incluso, al intentar imitar la vida la escritura deviene enfermedad, con lo que podemos decir que el cáncer que ha aquejado a Lihn no ha sido sino su propia escritura, signada por la obsesión de acceder “al hueco insondable al que ella tiende y por donde se precipita el lenguaje y el mundo”9, a la vez que su agente cancerígeno ha sido, justamente, el deseo incontenible de escritura, pese a las carencias de ésta en la contingencia y en la abstracción de la muerte mismas que el autor de la Generación del 50 refiere en su texto póstumo. En palabras de Rodríguez:

“El deseo, la pulsión incontrolable de la escritura atraviesa todo el
Diario, a pesar de que no se pueda escribir de ese vacío espantoso
que es la muerte.”10

Podemos resumir buena parte de lo anterior si detenemos la mirada en las palabras de Blanchot, las que, con seguridad, resonaban en la escritura de Lihn al momento de emprender su diario de muerte, sobre todo en el tema de la soberanía del sujeto, más precisamente del poeta, ante su muerte, en la cual Blanchot no ve sino una conditio sine qua non de la escritura:

“…sólo se puede escribir cuando se es dueño de sí frente a la
muerte y cuando se establecen con ella relaciones de soberanía.”11

Evidentemente la escritura a la que alude el autor es aquella producida en las circunstancias ya descritas por Cioran, una escritura abierta a todo, pues el poeta se encuentra en un momento de máxima conciencia. Más aun: es el mismo impulso hacia la escritura lo que permite definir al escritor en una perspectiva que integra su muerte:

“El escritor es entonces el que escribe para poder morir y que obtiene su poder de escribir de una relación anticipada con la muerte.”12

Se explica así cómo es que lo que consideramos una escritura enferma no es más que la escritura de una voz poética que finalmente no teme enfrentar al vacío, o no se deja paralizar por el temor, prefiriendo mantener la compostura y evitando entregarse a cualquier tentación heroica, pues el dolor, que es la verdadera certidumbre de la vida, permite aceptar otra certidumbre, ya mencionada por Miguel Gomes:

“…la creación, acto luminoso y a veces demasiado parecido a los
triunfos del espíritu, sólo puede hacerse realidad tras aceptar la derrota y la
postración e incorporarlos como parte de nuestro ser.”13

Se deduce de las palabras de Cioran una conclusión que es coherente con el sentido de la cita: la única escritura que puede valer la pena es precisamente la escritura enferma, pero implacablemente conciente de su enfermedad. En este punto, y justamente por considerar que el autor de DM es un sujeto abierto a las cosas14, me parece necesario hacer referencia al contexto cultural en el que adviene la muerte tal como se le concibe en el texto de 1989, básicamente en lo que dice relación con la naturaleza del vínculo en progresiva disolución entre los vivos (sanos) y el moribundo (enfermo de gravedad). No es nuestra pretensión formular afirmaciones reveladoras, en el sentido que sea, respecto de las particulares circunstancias que rodearon la muerte de Enrique Lihn, menos aun si para ello no podemos basarnos más que en supuestos y deducciones cuya validación excede con mucho nuestras capacidades. Más bien intentamos dar cuenta de algunos de los sentidos de su escritura que se abren a la particular circunstancia en que sus enunciados son producidos, lo que nos permite inscribirla dentro de un modelo conocido de análisis de la tradición mortuoria occidental y moderna, la que, según Philippe Aries tiene sus bases bosquejadas ya desde el siglo XIX y se expresa básicamente en los siguientes puntos:

• Repugnancia a admitir abiertamente la muerte.

• Aislamiento moral impuesto al moribundo.

• Medicalización del sentimiento de la muerte.

• Censura al luto, el que se hace breve y discreto, casi indecente, al límite de la abolición.15

En general este modelo describe el contexto de la agonía expresada en DM, si bien el autor francés parece entender exclusivamente por “occidente” a la Europa central, con predominio de Francia y alguna gentil concesión a las tradiciones hispana, itálica y germana, todas las cuales parecen contrastar con la tradición anglosajona, principalmente la de los EEUU. Huelga decir que América Latina no es mencionada ni aun como incluida dentro de alguno de estos discursos. Pese a lo anterior, podemos decir que DM informa sobre una realidad cultural en la que los elementos de la modernidad mortuoria europea ya mencionados conviven con otros elementos que, a su vez, hacen pensar en la persistencia de códigos medievales para la sociedad chilena en que el texto se desarrolla, configurándose así una realidad discursiva culturalmente híbrida o, si se quiere, mestiza.

Podemos apreciar, en primer lugar, que la interdicción del moribundo es percibida como un hecho solapado en la sociedad chilena moderna, tal como se representa en el siguiente poema:

“Recuerdo a un amigo de otros años él huía de noche de su
/casa y del hospital
sin más salvoconducto que el que se daría a un condenado en
/el infierno
se dejaba caer en casa de amigas que no compartían su amor
/por ellas, condenadamente bellas
exigía con argumentos propios de la ciencia de la locura
que lo recibieran en esas casas como huésped estable
me parece ver cómo al final de esas conversaciones imposibles
era reconducido a su madriguera por las señoras y los esposos
en medio del gran silencio, él, el gnomo de la selva negra del
/amanecer

de vuelta a su anticasa

o al aeródromo de los hospitales para que no perdiera su
/vuelo.” (DM P. 17.)

El personaje (histrión) construido en el poema –una de las formas de la cultura popular más socorrida a la hora de consultar al médico por los males propios es justamente inventarse un amigo enfermo– está determinado por el deseo de ingresar en casas, en espacios hogareños, y no en lugares o espacios públicos, pues hacer esto último implicaría trivializar su acto por la mera búsqueda de espectadores. Entonces, apela a la amistad, al amor, forzando hasta el límite del sentido común, pero no de la coherencia interna, la lógica de la solidaridad para con el amigo enfermo. El código medieval se disuelve finalmente cuando el personaje es reconducido al hospital, lugar que el sujeto poético llama la anticasa, seguramente por tratarse de un lugar de paso, tal como lo sugiere la etimología de la palabra, en vez de un espacio de residencia, vale decir: un aeródromo, antes que un hogar. La imagen del hospital-aeródromo u hospital-aeropuerto, sobre todo la idea de aeropuerto, nos permite evocar elementos tales como: personas siempre en tránsito, reservas, horarios de vuelo, etc. Es decir, orden, administración, en resumidas cuentas: burocracia, que tiene en los médicos a sus principales funcionarios:

“Allí, según una imagen de uso, viciada espera la muerte a sus
/nuevos amantes
acicalada hasta la repugnancia, y los médicos
son sus peluqueros, sus manicuros, sus usurarios usuarios
la mezquinan, la dosifican, la domestican, la encarecen
porque esa bestia tufosa es tremenda devoradora” (DM P. 13)

Sobre este último punto nos parece pertinente citar a Aries:

“¿No será el gran acontecimiento la sustitución de la familia por el
médico, la toma del poder por el médico, y no por cualquier tipo de
médico, sino por el médico de hospital?”16

Mediante el personaje del poema el autor se permite contrastar, por un lado, la opción del enfermo que actúa y denuncia en sus actos la medicalización del sentimiento de la muerte, un camino que no puede hacer de él sino un loco; por otro, está la actitud del autor, quien decide escribir en la contingencia de su agonía, lo que representa un camino aun más complejo que el anterior, pues implica la tarea de persistir en la conciencia crítica como una forma de soberanía individual frente a los juicios médicos. El mismo tema aparece en otro de los poemas, aunque sin la necesidad del histrión:

“Usted no atrasó más que en un año, doctor
mi entrada en la Sociedad
Confieso que eso no me apuraba
No estoy seguro, en cambio, si usted pudo impedirlo
Pudo sesgar su alegre corpachón, por delicadeza
para insinuarme esa sombría fachada
Nada. Emergió feliz de la sala de operaciones
después de arrancarme con un riñón la pelusilla del cáncer
su uña meñique
la sombra de su zapatico de cobalto” (DM P. 35)



Volvamos a “De todas las desesperaciones…” y observemos como varias de las palabras más significativas empleadas para referirse al personaje del amigo enfermo dicen relación con la idea de pérdida de libertad individual, como lo son las palabras huir, salvoconducto, condenado, reconducido y madriguera. Si tenemos presente que la elección de las palabras no es azarosa, sobre todo en la poesía de Lihn, podemos visualizar la dimensión del personaje como sujeto interdicto ante su enfermedad y su muerte. En términos más extremos podemos decir que el personaje es un preso, lo que es, como ya hemos mencionado, una característica básicamente moderna de la actitud socialmente sancionada para con los enfermos.

Pero lo medieval subsiste en el mundo de que da cuenta DM, el horroroso país, del que bien podríamos preguntarnos si es el Chile que el autor conoció y al que llamó en un poema anterior el horroroso Chile, del cual nunca se desarraigó, y que, en el contexto de los años 80, comenzaba a ver cómo la cultura de los medios masivos de comunicación paulatinamente imponía una visión caótica del mundo, a la vez que de la muerte:

“Todos lo pueden todo: salir de este horroroso
país trivial que trivializa a la muerte
burocráticamente, pueden y por pedido
que esté dar en el blanco hoy de un pobre paraíso
en París, en Madrid, en cualquier parte” (DM P. 77)

De la misma forma dice respecto del papel de la muerte en los medios:

“…La calva es la vedette
de estos medio que luchan salvo error o excepción
por llenar este mundo de fantasmas vivientes
esos que se electrizan cuando cae un avión y mueren todos
sus pasajeros, cuando el corresponsal de guerra capta al vuelo
lo peor de una masacre y muere él mismo” (DM P. 72)

O si el país que tenía en perspectiva era el país de los sanos, ya descrito por Cioran, y al que nos hemos referido unas líneas antes. No tengo forma de responder a esta pregunta, aunque pienso que ambos países son el mismo, lo que hace aún más penoso el hecho de haber dedicado la vida a un desarraigo condenado desde el principio al fracaso.

Pero, decíamos, persisten ciertas pulsiones casi inconscientes en el texto que arrastran al sujeto poético hacia el pasado tradicional de raíz medieval, el que permitía al moribundo un mayor poder de decisión sobre su muerte. Tal situación es invertida, según Aries, en el momento en que los médicos toman el poder sobre el país del moribundo – alrededor de los siglos XVII y XIX–, cuando éste es, por decirlo de alguna forma, secuestrado. Un signo claro de este movimiento del polo de poder es el desplazamiento de la habitación del moribundo desde la casa, el hogar, hacia el hospital.17 No obstante, el discurso mortuorio de raíz moderna enunciado por el autor francés no configura una realidad definitiva en DM, sino que, más bien, es un proceso aún por concluir, llegando incluso a conformarse una realidad sincrética entre medievalidad y modernidad:

“El orden ha seducido mi casa
La Comet que funciona para mi sorpresa
envuelve todas las habitaciones de calor casi humano
El sistema ha dejado de ser un árbol de pascua a la
/intemperie
Como en un cuadro impresionista
respiro un aire de luz difusa
No se ven libros revueltos en la mesa del comedor ni papeles
/en el suelo
mi casa se ha desprendido de ese abandono de las plazas

/públicas


poco frecuentadas
de ese aire de mala vida que me persiguió por todas partes
Mis amigas, aunque unidas a la segunda de la trilogía por un
/hilo que es un soplo
tienen derecho a llave en esta casa a la que me siento unido
/por ellas
equidistante de todo
y de ellas que alimentan esa equidistancia
Toda esta tranquilidad responde como se comprenderá
a la presencia de la muerte en mi casa” (DM P. 61)

Elementos típicos de la realidad del hospital, como el orden, la distancia y el no molestar, se han desplazado hacia la casa invirtiendo el orden tradicional, por lo que, si bien la habitación del moribundo no ha pasado al hospital, su casa termina siendo imitación del hospital. Se reconoce de esta manera una oposición entre orden y desorden que da cuenta, a su vez, de la oposición muerte, enfermedad vs. vida (aunque esta última no es entendida como vitalidad, debido, seguramente, a que pese al dolor que inflinge el separarse del cuerpo, éste no ha sido en la escritura de Lihn un elemento de placer18). De esta manera los libros revueltos son libros leídos, los papeles en el suelo son –seguramente– papeles escritos, y el abandono o desorden de la casa es presencia de la calle, de la otredad, lo que bien puede considerarse una muy tradicionalmente chilena forma de ver la vida.

Sin quererlo, en este punto hemos descubierto que más que la medicalización del sentido de la muerte lo que preocupa al sujeto poético es la negación de su propia dignidad humana, derivada de aquella a través del interdicto sobre la voluntad individual del moribundo, por lo cual ambos elementos –interdicción y dignidad del moribundo– se constituyen como dos fases de un mismo problema.

Lo anterior es determinante en cuanto a la actitud escéptica del sujeto textual con respecto a la pretendida solidaridad de los vivos. Hay todavía quienes le visitan, pero esto no constituye un apoyo moral (de ser posible tal cosa para él), aunque no permite que la soledad sea absoluta del todo. Esto, sin embargo, es sólo un efecto secundario, pues la percepción principal es que la presencia de los visitantes (las visitas en lengua popular) no hace más que actualizar la inminencia del final, con lo que desespera, indigna e irrita al sujeto:

“Todavía aleteo
con el pescuezo torcido y las alas en desorden
no se congreguen a mi alrededor como si yo fuera en su
/restaurant

El pirata suizo
Hay manos que me torturan al hacerme una atención
hay bocas que repiten su disco grabado en la tierra
Hay pies a partir de los cuales se alzan figuras aterradoras
Déjenme acabarme en mi ley
No en la de les hommes des équipages.” (DM P. 59)

El sujeto se representa a sí mismo como el aún no muerto plato de fondo de una comida casual en un lugar de paso: un restaurante. La solidaridad medieval con el moribundo deviene piedad protocolar, haciendo aterradores a quienes la ofrecen, pues se ha perdido el sustrato afectivo de esta estructura tradicional; incluso si los comensales creen sinceramente en esta obra, en esta cena final, el actor principal ha estado desde siempre incapacitado para tal cosa. En él las palabras sólo se repiten y las caricias torturan.

En dicho contexto el sujeto percibe, en cierto momento, intenciones no tan ocultas por parte de los que intentan acercársele, quienes parecen buscar algo del moribundo, de tal forma que la solidaridad supuestamente expresada enmascara la horrorosa faz de una transacción en que el consuelo es la moneda de cambio por la absolución:

“Tinguirinea gente cercana a mi corazón ahora vacío pero no
/indiferente y gente que estuvo a miles de kilómetros de él

estos últimos para reconciliarse con Jesús, su paralítico, a pito
/de mí
para obtener la absolución en el último momento” (DM P. 68)

Los códigos generales de expresión emocional ante la muerte persisten,19 aunque su base afectiva sea cada vez más precaria, lo que es rechazado por este moribundo en el gesto de “aletear”, no contra la muerte, sino por el derecho a la dignidad de su propia, particular e individual muerte. Vale decir: por morir en su ley.

Por último, digamos que uno de los aspectos más fundamentales en la concepción de la muerte como elemento excluido de la vida cotidiana en las sociedades modernas es la censura estricta del luto, que lleva a una verdadera cuarentena del moribundo, misma que posteriormente alcanza a sus deudos. Aries describe esta situación en los términos siguientes:

“El período de duelo no es ya el del silencio del enlutado en medio
de un entorno solícito e indiscreto, sino el periodo del silencio del
entorno mismo: el teléfono ya no suena, las gentes os evitan
incluso. El enlutado es
aislado para una cuarentena.”20

Claramente esta situación representa un extremo de lo que en el escenario poetizado en DM se percibe como una tendencia en proceso de consolidarse, todavía cohabitando con otros discursos más tradicionales. Pese a esto, es necesario decir que el derecho al luto también es una reivindicación para el sujeto textual en esta obra, una afirmación que haría de él un mal moribundo, aunque debemos tener siempre en cuenta el carácter fundamentalmente contradictorio del sujeto poético configurado en estos poemas, tal como lo decíamos a propósito del tema del dolor:

“Me hundiré en el duelo de mí mismo, pero cuidando de
mantener
ciertas formas como en esta consulta” (DM P. 14)

Volvemos entonces sobre el asunto de la propia dignidad, en la forma del “decoro” a que refiere Blanchot21 o, en otros términos, a la compostura ante nosotros mismos, la que, en este punto se configura como el aspecto central de la relación de soberanía que el individuo intenta establecer con su muerte, aún si esto implica una forma de crueldad hacia sí mismo mediante una ironía autoinflingida, como es el caso del verso anterior, puesto que ello es, finalmente, una consecuencia de dicha soberanía: el derecho de ser cruel 22.

Encontramos la misma preocupación, en el sentido de la dignidad del individuo, en la obra de Fernando Pessoa, el que recomienda, ciertamente en un tono menos irónico, pero no más ingenuo que Lihn, lo siguiente:

“Acordémonos siempre que estamos en nuestra presencia”23

Lo que podríamos llamar formas mínimas del decoro se manifiestan, según Pessoa, en un aristocrático actuar frente a uno mismo, una elegante contención en la expresión del deseo, el cual es en esencia impulso de vida –entendida como sensualidad– y posesión:

“Para que no descendamos ante nuestros ojos, basta con que nos
acostumbremos a no tener ni ambiciones, ni pasiones, ni deseos, ni
esperanzas, ni impulso, ni desasosiego.”

La paradoja, a los ojos del lector moderno, es que el buen morir (Lihn) es hermano del buen vivir (Pessoa), si es que, en realidad, no son sino lo mismo, como hace notar Blanchot:

“Morir bien significa morir con decoro, conforme a sí mismo y
respetado
por los vivos. Morir bien es morir en su propia vida, orientado hacia
la
vida y no hacia la muerte, y esta buena muerte indica más cortesía
hacia el
mundo que consideración por la profundidad del abismo.”25

“Morir en su propia vida”, este es el principal deseo de la escritura lihneana en DM, aunque ello signifique no lograr la síntesis de las contradicciones, ni el consuelo a las ansias que acosaron su escritura durante el viaje por el país de los sanos; más bien se trata de hundirse resueltamente –ya que no se demuestra capaz de hacerlo alegremente– en ellas, siguiendo un camino que no puede dejar de recordarnos el versículo del Bhagavad Gita, el cual habla, justamente, del camino de la vida y el de la muerte:

“Aunque tu trabajo sea humilde, realízalo sin sentir preferencia por
otros
más importantes. Morir cumpliendo nuestro deber es la vida,
mientras que
vivir envidiando el de otros es la muerte.”26

Deber, ley (según Cioran27) son palabras que remiten a la idea de imposición o destino, en el sentido de cumplir una obligación, la que puede provenir de algún elemento externo al sujeto, así como de él mismo, lo que se correspondería con la idea planteada en la cita anterior y con la actitud expresada en Todavía aleteo…. Parece claro que el sujeto poético a lo largo de DM configura un intento denodado por conocer la naturaleza pura de este deber último, igual a la vida, según el Bhagavad Gita, lo que explica la razón por la que el texto expone, cuando no denuncia, aquellos discursos o saberes institucionales que no hacen más que confundir y ocultar el verdadero conocimiento de la vida, el verdadero árbol:

“Lo peligroso sería ante todo
confundirse de intermediario en ese laberinto de hojas
que el viento hace cambiar de figura y de luz

todos ellos tienen poderes
uno puede ir a parar a la más completa y movediza oscuridad”
(DM P. 78)

Nietzsche, justamente, describe la condición del sujeto humano, demasiado humano, en relación a estos discursos o intermediarios, según los términos de Lihn, y ante los cuales se revela el individuo soberano:

“En su porfía por convertirse en ángel (para no emplear una palabra
más dura), el hombre ha logrado esa debilidad de estómago y esa
lengua mentirosa que le hacen insípida y dolorosa la existencia…”28

De los tres elementos constitutivos del juicio de Nietzsche, como son: la pretensión de convertirse en ángel, la debilidad de estómago, y la lengua mentirosa, el que mejor informa, aunque en un sentido de oposición, sobre la naturaleza del ansia presente en esta escritura es el primero. Claramente, la pretensión angélica no sólo es contraria a lo planteado por Lihn, como también por Cioran, Blanchot y el mismo Bhagavad Gita; sino que es una poderosa fuente de culpa, ya sea esta religiosa o no. Esto último podría entregar alguna luz sobre el sempiterno escepticismo del sujeto poético, el cual no es un escepticismo que lleve a conclusión alguna, al menos en lo que a la fe se refiere, ya que, pese a toda una serie de juicios conclusivos sobre ésta y la religión, no termina por construirse una personalidad del todo atea al interior del texto. Como mucho, se llega un descreimiento, el que es más cercano a una actitud individual que una conclusión general y taxativa. De esta manera, lo que termina deviniendo la fe al interior del texto, pues nunca es absolutamente abolida, es una fe problematizada y problemática, enferma, si se quiere, pero nunca abandonada del todo al ateísmo, lo que se expresa mucho más adecuadamente en el siguiente poema:

“Estoy tratando de creer que creo
no es el mejor punto de partida
pero al menos dudo de mi escepticismo
como de una racionalidad sin antecedentes
no ha sido para mí, en su larga trayectoria
un particular motivo de orgullo

Creer pero lo más lejos posible
de la Iglesia católica y romana
a años luz del superpapa” (DM P. 80)

Consideramos que, de hecho, persisten imágenes tradicionales del cristianismo en la escritura de DM, las que se no están siempre manifiestamente expresas y que son deformadas, ya sea por una deconstrucción irónica, si es que no blasfema, como ocurre en “Animita de éxito…” al mencionar a “Jesús, su paralítico”, o inducen al terror, como ocurre en “Todavía aleteo…” al enumerar manos, bocas y pies, en ese mismo orden, lo que sugiere la idea de una figura humana con sus brazos extendidos, pues ha sido descrita desde los lados hacia el centro y desde arriba hacia abajo, con lo que la expresión “Hay pies a partir de los cuales se alzan figuras aterradoras” cobra una nueva significación: la de representar figuras de crucificados, cuyo mensaje grabado en la tierra bien podría ser: “¿Por qué me has abandonado?”. Lo mismo cabe para el árbol, la ciudad, los crucificados, San Jerónimo, etc.: son imágenes de cuyo sentido religioso oficial el sujeto busca alejarse; imágenes que contaminan su voluntad, pero que persisten hasta el final de la escritura. De hecho, los dos últimos poemas del texto explícitamente mencionan elementos religiosos, con los que el sujeto establece una relación contradictoria:

“Hay los monjes de clausura que rezan día y noche para
/rescatar el alma de la podredumbre del cuerpo
en la vida eterna, más allá del infierno
y hay los clausurados que piensan en la vida
para salvarla en la tierra de la muerte y del Samsara

Un monje misterioso
Va de enfermo en enfermo con la vida en un frasco
Una oscura religiosa

Desovilla el ovillo de la muerte con sus manos que se dirían de
/ángel”
(DM P. 81)


Pero la modernidad bastarda, la religiosidad, tanto oficial como popular, la fe en el poder de la palabra de las que es sujeto el autor, no son los contaminantes más íntimos de su escritura, así como de su voluntad de morir bien, su deseo de dominio sobre su muerte. Así es como reconoce la existencia de una última e íntima voluntad que le escamotea dicho dominio y que le mantiene pegoteado a la vida, acechando con el peligro de degradar su escritura y agonía en mero alarido de terror. Ese último enemigo es el ego, el que, en la concepción del texto es una especie de residuo de voluntad vital, que crece desde la infancia junto al individuo, es decir, se alimenta en el mismo seno. El ego mantiene al individuo ligado a la vida, pero a la vez le impide un verdadero crecimiento y al final del camino despoja al sujeto de su último jirón de dignidad:

¿Quién de todos en mí es el que tanto
teme a la muerte? (DM P. 47)

Justamente esta pregunta refiere implícitamente al tema de la naturaleza del ego: el ego es temor a la muerte y se alimenta en el temor a la muerte, misma que, de esta forma, deviene su constituyente esencial. Dicho en los términos de una suerte de aritmética de la agonía: a menos vida, más ego; a más muerte, más ego. Lo que implica para el sujeto poético de DM que cualquier batalla contra ese charlatán, ese persistente susurro nocturno, esa mierda que nadie es capaz de excretar, está desde siempre perdida:

“Pero esta rama seca que invade el bosque
esta réplica de la muerte hecha de palo
Supongámoslo un ciudadano de tercera llamado ego
tan diferente de lo que mejor conoce

pues la muerte es justamente el protoplasma de este hijo sin
/madre”
(DM P. 48)

No importa si el individuo se muestra heroico, cobarde o miserablemente traidor ante la muerte, pues la contaminación del ego yace en la misma génesis de esas actitudes:

“piedra angular de la pesadilla y del sueño
de las fantasías que enferman y de las ilusiones que matan
es él quien pone ante la pelada el grito en el cielo––
raso de la ciudad
y el temblor en todos nosotros, los encerrados a morir”
(DM P. 48)

Así, pese a que finalmente no se entrega a ningún consuelo, ni esperanza frente a la muerte (recordamos la aceptación resuelta de la derrota) el poeta insiste en escribir, pues, finalmente la escritura es vida o, al menos, temor a la muerte, una ilusión que, si es que no mata, al menos permite morir:

“Nada tiene que ver el dolor con el dolor
nada tiene que ver la desesperación con la desesperación
Las palabras que usamos para designar esas cosas están viciadas”
(DM P. 13)

Las palabras están contaminadas por el ego, lo que carcome su facultad de referir:

“El lenguaje espera el milagro de una tercera persona”

(DM P. 28)

Así, el lenguaje se convierte en una construcción cultural basada en convenciones, lo que le permite en, realidad, sólo hacer un simulacro de referencia, un enmascarar antes que referir la realidad, la lengua mentirosa que mencionaba Nietzsche29. Y esa realidad es que la muerte se enseñorea sobre nuestras cabezas, aunque se la haya negado, o acicalado con lenguaje, una concepción que bebe claramente de la Edad Media.

Sin embargo, el autor es conciente de su fracaso en cuanto a conjurar la contaminación del ego, lo que, en todo caso, le salva del heroísmo, dado que, de todas formas, el acto de escribir implica un intento de comunicar su experiencia de la muerte –lo que de alguna forma dice relación con un afán de trascendencia– y de la enfermedad. Tal conciencia del fracaso no aparece configurada con la misma claridad en lo que se refiere al imaginario religioso, tal vez porque la mirada del autor sobre el mismo es más bien oblicua, a diferencia de lo que ocurre cuando se fija en el ego; o bien, el fracaso en este punto es mucho más doloroso y aterrador. Tanto en uno, como en otro caso la escritura prevalece, no importando qué tan derrotada o enferma resulte.

En este contexto las recomendaciones dirigidas a los aprendices del arte de morir, es decir, a los moribundos, con la mayoría de los cuales, seguramente, el autor no tendría nada en común, se constituyen en verdaderas ironías sobre la ironía de su condición, una idea que Rodríguez llama metaironía30.

Así es como el sujeto poético recomienda el escepticismo ante los discursos mortuorios, pues el morir es un arte del que nadie ha dado buena cuenta, básicamente porque sólo ha tenido aprendices, los que, en primer lugar, deben olvidarse de los muertos que han sido escritos, tanto como de los muertos que escribieron estando vivos:

“El aprendiz del arte de morir debe olvidarse de todos los
/muertos"
(DM P. 36)

Los aprendices deben recordar, además, que se trata de la muerte propia, única, y que, por lo tanto, sólo disponen de una oportunidad para aprender “los rudimentos de un oficio que nadie enseña ni ha cifrado su saber” (DM P. 36) De esta forma, al agregar esta recomendación a la evidente ausencia de maestros en el ars moriendi, el camino más adecuado para el lector con ansias de aprender es leer incluso este DM con desconfianza, con el mismo escepticismo que su creador, es mi convicción, le hubiese otorgado.

La siguiente recomendación es abandonar toda esperanza en lo respecta a la otra vida, pues Lihn considera que esta creencia es el error que plaga toda la tradición judeocristiana de literatura mortuoria. No existe la recompensa a los justos, ni el castigo a la iniquidad, pues la vida (y por ello la muerte) no responde a un plan, ni sigue un camino cuyo destino haya sido fijado por alguna misteriosa voluntad. Los premios y castigos, entonces, están descartados, pues la vida no se organiza en torno a la justicia:

“Entre los hombres no existe la justicia
ni en su naturaleza
el deseo de que exista hace el dolor de muchos
mueren jóvenes los grandes talentos



viven hasta la saciedad multitudes de bobos
A la buena madre le mata un auto a su único hijo
a la mala le brotan los suyos por manadas
El hombre capaz ve ascender hasta las nubes a los incapaces
mientras él se ve forzado a trabajar en la oscuridad

El presidente de un país cualquiera es un imbécil
y el poeta aparece en los titulares de prensa
(DM P. 34)

Mencionaremos como último punto de esta preceptiva mortuoria, aunque no por ello menos importante, la familiaridad con la muerte, lo que, en otras palabras, no es más que dejar a la muerte entrar en la cotidianeidad; hermanarla con nosotros; aceptarla como inevitable y silenciosa compañera de camino; permitirle ser nuestra y más aún: “darte el placer de ser ella y de unirte a ella...” (DM P. 16), lo que reivindicaría la actitud medieval ante la muerte, que, según Aries, expresaba una aceptación ingenua de ésta en la vida cotidiana31, lo que es cierto en el caso del autor sólo en lo que respecta a la aceptación, puesto que la ironía desconstructora que define la actitud del poeta subyace en la utopía de una ingenuidad imposible.

 

REFERENCIAS

1 Mora Cid, Gerson. Diario de muerte, de Enrique Lihn: Escritura y negación. En Acta Literaria, N° 24. 1999. P. 80.

2 Cioran, E. M.: La caída en el tiempo. EDT. Marginales. España, 1998. P. 111.


3 Cioran, E. M.: Op. Cit.: P. 107.

4 Cioran, E. M.: Op. Cit.: P. 107.


5 Cioran, E. M.: Op. Cit.: P. 110.

6 Mora Cid: Op. Cit. P. 72.


7 Rodríguez Fernández, Mario: Diario de Muerte, de Enrique Lihn: El Deseo de la Escritura. En Acta Literaria, N°18. 1993. P. 35.

8 Rodríguez Fernández, Mario.: Op. Cit. P. 27.


9 Rodríguez, Mario.: Op. Cit. P. 26.


10 Rodríguez, Mario.: Op. Cit. P. 35.


11 Blanchot, Maurice: El Espacio Literario. Colección “Letras Mayúsculas”, EDT. Paidos, B. Aires. 1969. P. 82.


12 Blanchot, Maurice: Op. Cit. P. 85.

13 Gomes, Miguel: Escatología y antinerudismo en Diario de Muerte de Enrique Lihn. Revista de Estudios Hispánicos. N° 34. P. 52.


14 Blanchot precisa la noción de “abrirse” (erschliessen) en relación a otra idea, que es la de “aceptación resuelta” (Entschluss), es decir, opuesta a la mera sumisión. Estos conceptos, a su vez, definen lo que debe ser el artista y la vida del artista, donde quiera que esta pueda ser encontrada. No puedo expresar la conclusión de este razonamiento sin permitirme una cita extensa: “Si el poeta está verdaderamente ligado a esta aceptación que no elige y que busca su punto de partida, no en tal o cual cosa, sino en todas las cosas y, más profundamente en el más acá de las cosas, en la indeterminación del ser, si debe antenerse en el punto de intersección de relaciones infinitas, lugar abierto y nulo donde se entrecruzan destinos extranjeros, entonces, bien puede decirse alegremente que parte de las cosas: lo que llama cosas no es más que la profundidad de lo inmediato y de lo indeterminado, y lo que llama punto de partida es la cercanía de este punto donde nada comienza, es “la tensión de un comienzo infinito”, el arte como origen o aun la experiencia de lo Abierto, la búsqueda de un morir verdadero.” Blanchot, Maurice: Op. Cit.: P. 143 (El subrayado es nuestro).


15 Aries, Philippe. Morir en Occidente desde la Edad Media hasta nuestros días. Adriana Hidalgo editora, Córdova. 2000. P. 251.

16 Aries, Philippe. Morir en Occidente desde la Edad Media hasta nuestros días. Op. Cit. P. 253.

17 Aries, Philippe. El hombre ante la muerte. Taurus, Madrid. 1987. P. 474

18 Alonso, María Nieves y Mario Rodríguez: Op. Cit.: P. 74.

19 “Así, existían antiguamente códigos para todas las ocasiones de manifestar a los demás sentimientos generalmente inexpresados, para cortejar, para dar a luz, para morir, para consolar a los enlutados. Esos códigos ya no existen.” Aries, Philippe.: Op. Cit. P. 480.

20 Aries, Philippe: Op. Cit. P. 481.


21 Blanchot, Maurice: Op. Cit. P. 92.


22 Nietzsche, Friedrich: Genealogía de la Moral. Mestas Ediciones. Madrid, 2001. P. 56.


23 Pessoa, Fernando: El Libro del Desasosiego. Seix Barral: Barcelona, 1999. P. 258.


24 Pessoa, Fernando: Op. Cit. P. 258.

25 Blanchot, Maurice: Op. Cit. P. 92.


26 Bhagavad Gita. Cp. III, vrs. 35. : Disponible en la world wide web: www.nueva-acropolis.es


27 Cioran, E. M.: Op. Cit.: P.

28 Nietzsche, Friedrich: Op. Cit.: P. 58.

29 Encontramos la misma duda en la capacidad de referir del lenguaje en cierto pasaje de Desgracia, novela de J. M. Coetzee, lo que nos permite pensar que se trataría de una cualidad propia de individuos cercanos a la reflexión literaria y lingüística enfrentados a ciertas situaciones extremas: en Lihn es la propia muerte: en el caso del personaje de Coetzee (un profesor de literatura) se trata de la violación de su única hija: “Él no se
toma la molestia de contestar. El día no ha muerto aún, está vivo y coleando. Guerra, atrocidad: cada palabra con la que alguien trata de envolver el día el día mismo las engulle y desaparecen en su negra garganta.” Coetzee, J. M.: Desgracia. Random House Mondadori, Barcelona. 2003. P. 131.

30 Rodríguez, Mario.: Op. Cit. P. 29.


31 Aries, Philippe. Morir en Occidente desde la Edad Media hasta nuestros días. Op. Cit. P.

4  Igor Montecinos

Alumno de magister en literatura Hipanoamericana de la Universidad de Concepción Chile

Abstract:

"...Una realidad se impone ante el moribundo construido en este poema –o que se expresa a través del mismo- y es que persiste en él una pulsión de vida, puesto que el mismo dolor es vida, o, al menos imposición insoslayable de la conciencia del propio existir, lo que implica una forma de entender la existencia como simbiosis entre el dolor y la conciencia, repetida miles de veces en el gesto del soñador que pellizca su brazo..."

 

Palabras Clave:

Lihn


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