Libro octavo
Teoría general de las revoluciones
Capítulo I
Procedimientos de las revoluciones
Todas las partes del asunto de que nos
proponemos tratar aquí están, si puede decirse así, casi agotadas. Como
continuación de todo lo que precede, vamos a estudiar, de una parte, el
número y la naturaleza de las causas que producen las revoluciones en los
Estados, los caracteres que revisten según las constituciones y las
relaciones que más generalmente tienen los principios que se abandonan con
los principios que se adoptan; de otra, indagaremos cuáles son, para los
Estados en general y para cada uno en particular, los medios de
conservación; y, por último, veremos cuáles son los recursos especiales de
cada uno de ellos. Hemos enunciado ya la causa primera a que debe
atribuirse la diversidad de todas las constituciones, que es la siguiente:
todos los sistemas políticos, por diversos que sean, reconocen ciertos
derechos y una igualdad proporcional entre los ciudadanos, pero todos en
la práctica se separan de esta doctrina. La demagogia ha nacido casi
siempre del empeño de hacer absoluta y general una igualdad que sólo era
real y positiva en ciertos conceptos; porque todos son igualmente libres
se ha creído que debían serlo de una manera absoluta. La oligarquía ha
nacido del empeño de hacer absoluta y general una desigualdad que sólo es
real y positiva en ciertos conceptos, porque siendo los hombres desiguales
en fortuna han supuesto que deben serlo en todas las demás cosas y sin
limitación alguna. Los unos, firmes en esta igualdad, han querido que el
poder político con todas sus atribuciones fuera repartido por igual; los
otros, apoyados en esta desigualdad, sólo han pensado en aumentar sus
privilegios, porque esto equivalía a aumentar la desigualdad. Todos los
sistemas, bien que justos en el fondo, son, sin embargo radicalmente
falsos en la práctica. Y así los unos como los ogros, tan pronto como no
han obtenido, en punto a poder político, todo lo que tan falsamente creen
merecer, apelan a la revolución. Ciertamente, el derecho de insurrección a
nadie debería pertenecer con más legitimidad que a los ciudadanos de
mérito superior, aunque jamás usen de este derecho; realmente, la
desigualdad absoluta sólo es racional respecto a ellos. Lo cual no impide
que muchos, sólo porque su nacimiento es ilustre, es decir, porque tienen
a su favor la virtud y la riqueza de sus antepasados a que deben su
nobleza, se crean en virtud de esta sola desigualdad muy por encima de la
igualdad común.
Tal es la causa general, y también puede
decirse el origen de las revoluciones y de las turbulencias que ellas
ocasionan. En los cambios que producen proceden de dos maneras. Unas veces
atacan el principio mismo del gobierno, para reemplazar la constitución
existente con otra, sustituyendo, por ejemplo, la oligarquía a la
democracia, o al contrario; o la república y la aristocracia a una u otra
de aquéllas; o las dos primeras a las dos segundas. Otras, la revolución,
en vez de dirigirse a la constitución que está en vigor, la conserva tal
como la encuentra; y a lo que aspiran los revolucionarios vencedores es a
gobernar personalmente, observando la constitución. Las revoluciones de
este género son muy frecuentes en los Estados oligárquicos y monárquicos.
A veces la revolución fortifica o relaja un principio; y así, si rige la
oligarquía, la revolución la aumenta o la restringe; si la democracia, la
fortifica o la debilita; y lo mismo sucede en cualquier otro sistema. A
veces, por último, la revolución sólo quiere quitar una parte de la
constitución, por ejemplo, fundando o suprimiendo una magistratura dada;
como cuando, en Lacedemonia, Lisandro quiso, según se asegura, destruir el
reinado, y Pausanias, la institución de los éforos. De igual modo, en
Epidamno sólo se alteró un punto de la constitución, sustituyendo el
senado a los jefes de las tribus. Hoy mismo basta el decreto de un solo
magistrado para que todos los miembros del gobierno estén obligados a
reunirse en asamblea general; y en esta constitución el arconte único es
un resto de oligarquía. La desigualdad es siempre, lo repito, la causa de
las revoluciones, cuando no tienen ninguna compensación los que son
víctimas de ella. Un reinado perpetuo entre iguales es una desigualdad
insoportable; y en general puede decirse que las revoluciones se hacen
para conquistar la igualdad. Esta igualdad tan ansiada es doble. Puede
entenderse respecto del número y del mérito. Por la del número entiendo la
igualdad o identidad en masa, en extensión; por la del mérito entiendo la
igualdad proporcional. Y así, en materia de números, tres es más que dos,
como dos es más que uno; pero proporcionalmente cuatro es a dos como dos
es a uno. Dos, efectivamente, está con cuatro en la misma relación que uno
con dos; es la mitad en ambos casos. Puede estarse de acuerdo sobre el
fondo mismo del derecho y diferir sobre la proporción en que debe
concederse. Ya lo dije antes: los unos, porque son iguales en un punto, se
creen iguales de una manera absoluta; los otros, porque son desiguales
bajo un solo concepto, quieren ser desiguales en todos sin excepción.
De aquí procede que la mayor parte de los
gobiernos son oligárquicos o democráticos. La nobleza y la virtud son el
patrimonio de pocos; y las cualidades contrarias, el de la mayoría. En
ninguna ciudad pueden citarse cien personas de nacimiento ilustre, de
virtud intachable; pero casi en todas partes se encontrarán masas de
pobres. Es peligroso pretender constituir la igualdad real o proporcional
con todas sus consecuencias; los hechos están ahí para probarlo. Los
gobiernos cimentados en esta base jamás son sólidos, porque es imposible
que el error que se cometió en un principio no produzca a la larga un
resultado funesto. Lo más prudente es combinar la igualdad relativa al
número con la igualdad relativa al mérito. Sea lo que fuere, la democracia
es más estable y está menos sujeta a trastornos que la oligarquía. En los
gobiernos oligárquicos la insurrección puede nacer de dos puntos, según
que la minoría oligárquica se insurreccione contra sí misma o contra el
pueblo; en las democracias sólo tiene que combatir a la minoría
oligárquica. El pueblo no se insurrecciona jamás contra sí propio, o, por
lo menos, los movimientos de este género no tienen importancia. La
república en que domina la clase media, y que se acerca más a la
democracia que a la oligarquía, es también el más estable de todos estos
gobiernos.
Capítulo II
Causas diversas de las revoluciones
Puesto que queremos estudiar de dónde
nacen las discordias y trastornos políticos, examinemos, ante todo, en
general, su origen y sus causas. Todas estas pueden reducirse, por decirlo
así, a tres principales, que nosotros indicaremos en pocas palabras y que
son: la disposición moral de los que se rebelan, el fin de la insurrección
y las circunstancias determinantes que producen la turbación y la
discordia entre los ciudadanos. Ya hemos dicho lo que predispone en
general los espíritus a una revolución; y esta causa es la principal de
todas. Los ciudadanos se sublevan, ya en defensa de la igualdad, cuando
considerándose iguales se ven sacrificados por los privilegiados; ya por
el deseo de la desigualdad y predominio político, cuando, no obstante la
desigualdad en que se suponen, no tienen más derechos que los demás, o
sólo los tienen iguales, o acaso menos extensos. Estas pretensiones pueden
ser racionales, así como pueden también ser injustas. Por ejemplo, uno que
es inferior se subleva para obtener la igualdad; y una vez obtenida la
igualdad, se subleva para dominar. Tal es, en general, la disposición del
espíritu de los ciudadanos que inician las revoluciones. Su propósito,
cuando se insurreccionan, es alcanzar fortuna y honores, o también evitar
la oscuridad y la miseria; porque con frecuencia la revolución no ha
tenido otro objeto que el librar a algunos ciudadanos o a sus amigos de
alguna mancha infamante o del pago de una multa.
En fin, en cuanto a las causas e
influencias particulares que determinan la disposición moral y los deseos
que hemos indicado, son hasta siete, y, si se quiere, más aún. Por lo
pronto, dos son idénticas a las causas antes indicadas, por más que no
obren aquí de la misma manera. El ansia de riquezas y de honores, de que
acabamos de hablar, puede encender la discordia, aunque no se pretenda
adquirir para sí semejantes riquezas ni honores y se haga tan sólo por la
indignación que causa ver estas cosas justa o injustamente en manos de
otro. A estas dos primeras causas puede unirse el insulto, el miedo, la
superioridad, el desprecio, el acrecentamiento desproporcionado de algunas
parcialidades de la ciudad. También se puede, desde otro punto de vista,
contar como causas de revoluciones las cábalas, la negligencia, las causas
imperceptibles y, en fin, la diversidad de origen.
Se ve sin la menor dificultad y con plena
evidencia toda la importancia política que pueden tener el impulso y el
interés, y cómo estas dos causas producen revoluciones. Cuando los que
gobiernan son insolentes y codiciosos, se sublevan las gentes contra ellos
y contra la constitución que les proporciona tan injustos privilegios, ya
amontonen sus riquezas a costa de los particulares, ya a expensas del
público. No es más difícil comprender la influencia que pueden ejercer los
honores y cómo pueden ser causa de revueltas. Se hace uno revolucionario
cuando se ve privado personalmente de todas aquellas distinciones de que
se colma a los demás. Igual injusticia tiene lugar cuando, sin guardar la
debida proporción, unos son honrados y otros envilecidos, porque, a decir
verdad, sólo hay justicia cuando la repartición del poder está en relación
con el mérito particular de cada uno.
La superioridad es igualmente un origen
de discordias civiles en el seno del Estado o del gobierno mismo, cuando
hay una influencia preponderante, sea de un solo individuo, sea de muchos,
porque, ordinariamente, da origen a una monarquía o a una dinastía
oligárquica. Y así, en algunos Estados se ha inventado contra estas
grandes fortunas políticas el medio del ostracismo, de que se ha hecho uso
en Argos y en Atenas. Pero vale más prevenir desde su origen las
superioridades de este género que curarlas con semejantes remedios,
después de haberlas dejado producirse.
El miedo causa sediciones cuando los
culpables se rebelan por temor al castigo, o cuando, previendo un
atentado, los ciudadanos se sublevan antes de ser ellos víctimas de él. De
esta manera, en Rodas los principales ciudadanos se insurreccionaron
contra el pueblo para sustraerse a los fallos que se habían dictado contra
ellos.
El desprecio también da origen a
sediciones y a empresas revolucionarias; en la oligarquía, cuando la
mayoría excluida de todos los cargos públicos reconoce la superioridad de
sus propias fuerzas; y en la democracia, cuando los ricos se sublevan a
causa del desdén que les inspiran los tumultos populares y la anarquía. En
Tebas, después del combate de los enófitos, fue derrocado el gobierno
democrático porque su administración era detestable; en Megara la
demagogia fue vencida por su misma anarquía y sus desórdenes. Lo mismo
sucedió en Siracusa antes de la tiranía de Gelón, y en Rodas antes de la
defección.
El aumento desproporcionado de algunas
clases de la ciudad causa, igualmente, trastornos políticos. Sucede en
esto como en el cuerpo humano, cuyas partes deben desenvolverse
proporcionalmente, para que la simetría del conjunto se mantenga firme,
porque correría gran riesgo de perecer si el pie aumentase cuatro codos y
el resto del cuerpo tan sólo dos palmos. Hasta podría mudar el ser
completamente de especie si se desenvolviese sin la debida proporción, no
sólo respecto a sus dimensiones sino también a sus elementos
constitutivos. El cuerpo político se compone también de diversas partes,
algunas de las cuales alcanzan en secreto un desarrollo peligroso; como,
por ejemplo, la clase de los pobres en las democracias y en la repúblicas.
Sucede a veces que este resultado es producto de circunstancias
enteramente eventuales. En Tarento, habiendo perecido la mayoría de los
ciudadanos distinguidos en un combate contra los japiges, la demagogia
reemplazó a la república, suceso que tuvo lugar poco después de la guerra
Médica. Argos, después de la batalla de Eudómada o de los Siete, en la que
fue destruido su ejército por Cleomenes el espartano, se vio precisada a
conceder el derecho de ciudadanía a los siervos. En Atenas, las clases
distinguidas perdieron parte de su poder porque tuvieron que servir en la
infantería, después de las pérdidas que experimentó esta arma en las
guerras contra Lacedemonia. Las revoluciones de este género son más raras
en las democracias que en los demás gobiernos; sin embargo, cuando el
número de los ricos crece y las fortunas aumentan, la democracia puede
degenerar en oligarquía violenta o templada.
En las repúblicas, la cábala basta para
producir, hasta sin movimientos tumultuosos, el cambio de la constitución.
En Herea, por ejemplo, se abandonó el procedimiento de la elección por el
de la suerte, porque la primera sólo había servido para elevar al poder a
intrigantes.
La negligencia también puede causar
revoluciones cuando llega hasta tal punto que se deja ir el poder a manos
de los enemigos del Estado. En Orea fue derrocada la oligarquía sólo
porque Heracleodoro había sido elevado a la categoría de magistrado, lo
cual dio origen a que éste sustituyera la república y la democracia al
sistema oligárquico.
A veces tiene lugar una revolución como
resultado de pequeños cambios; con lo cual quiero decir que las leyes
pueden sufrir una alteración capital mediante un hecho que se considera
como de poca importancia, y que apenas se percibe. En Ambracia, por
ejemplo, el censo, al principio, era muy moderado, y al fin se le abolió
por entero, tomando como pretexto el que un censo tan bajo valía tanto o
casi tanto como no tener ninguno.
La diversidad de origen puede producir
también revoluciones hasta tanto que la mezcla de las razas sea completa;
porque el Estado no puede formarse con cualquier gente, como no puede
formarse en una circunstancia cualquiera. Las más veces estos cambios
políticos han sido consecuencia de haber dado el derecho de ciudadanía a
los extranjeros domiciliados desde mucho tiempo atrás o a los recién
llegados. Los aqueos se unieron a los trezenos para fundar Síbaris; pero
habiéndose hecho éstos más numerosos, arrojaron a los otros, crimen que
más tarde los sibaritas debieron expiar. Y éstos no fueron, por lo demás,
mejor tratados por sus compañeros de colonia en Turio, puesto que se les
arrojó porque pretendieron apoderarse de la mejor parte del territorio,
como si les hubiese pertenecido en propiedad. En Bizancio, los colonos
recién llegados se conjuraron secretamente para oprimir a los ciudadanos,
pero fueron descubiertos y batidos y se les obligó a retirarse. Los
antiseos, después de haber recibido en su seno a los desterrados de Quíos,
tuvieron que libertarse de ellos dándoles una batalla. Los zancleos fueron
expulsados de su propia ciudad por los samios, que ellos habían acogido.
Apolonia del Ponto Euxino tuvo que sufrir las consecuencias de una
sedición, por haber concedido a colonos extranjeros el derecho de ciudad.
En Siracusa, la discordia civil no paró hasta el combate, porque después
de derrocar la tiranía, se habían convertido en ciudadanos los extranjeros
y los soldados mercenarios. En Amfípolis, la hospitalidad dada a los
colonos de Calcis fue fatal para la mayoría de los ciudadanos, que fueron
expulsados de su territorio.
En las oligarquías la multitud es la que
se insurrecciona; porque, como ya he dicho, se supone herida por la
desigualdad política y se cree con derecho a la igualdad. En las
democracias, son las clases altas las que se sublevan, porque no tienen
derechos iguales, no obstante su desigualdad.
La posición topográfica basta a veces por
sí sola para provocar una revolución: por ejemplo, cuando la misma
distribución del suelo impide que la ciudad tenga una verdadera unidad. Y
así, ved en Clazomenes la causa de la enemistad entre los habitantes de
Chitre y los de la isla; y lo mismo sucede con los colofonios y los
nocios. En Atenas hay desemejanza entre las opiniones políticas de las
diversas partes de la ciudad; y así los habitantes del Pireo son más
demócratas que los de la ciudad. En un combate basta que haya algunos
pequeños fosos que salvar u otros obstáculos menores aún, para desordenar
las falanges; así en el Estado una demarcación cualquiera basta para
producir la discordia. Pero el más poderoso motivo de desacuerdo nace
cuando están la virtud de una parte y el vicio de otra; la riqueza y la
pobreza vienen después; y, por último, vienen todas las demás causas, más
o menos influyentes, y entre ellas la causa puramente física de que acabo
de hablar.
Capítulo III
Continuación de la teoría precedente
El verdadero objeto de las revoluciones
es siempre muy importante, por más que el hecho que la ocasione pueda ser
fútil; nunca se apela a la revolución, sino por motivos muy serios. Las
cosas más pequeñas, cuando afectan a los jefes del Estado, son quizá de la
mayor gravedad. Puede verse lo que sucedió hace tiempo en Siracusa. Una
cuestión de amor, que arrastró a dos jóvenes a la insurrección, produjo un
cambio en la constitución. Uno de ellos emprendió un viaje, y el otro,
aprovechando su ausencia, supo ganar el cariño de la joven a quien aquél
amaba. Éste, a su vuelta, queriendo vengarse, consiguió seducir a la mujer
de su rival, y ambos, comprometiendo en la querella a los miembros del
gobierno, dieron lugar a una revolución. Es preciso, por tanto, vigilar
desde el origen con el mayor cuidado esta clase de querellas particulares,
y apaciguar los ánimos tan pronto como surgen entre las personas
principales y más poderosas del Estado. Todo el mal está en el principio,
porque como dice aquel sabio proverbio: «Una cosa comenzada, está medio
hecha.» En todas las cosas, la más ligera falta, cuando radica en la base,
reaparece proporcionalmente en todas las demás partes de la misma. En
general, las divisiones que se suscitan entre los principales ciudadanos,
se extienden al Estado entero, que concluye bien pronto por tomar parte en
ellas. Hestiea nos ofrece un ejemplo de ello poco después de la guerra
Médica. Dos hermanos se disputaban la herencia paterna, y el más pobre
pretendía que su hermano había ocultado el dinero y el tesoro que había
descubierto su padre, y comprometieron en esta querella, el pobre a todo
el pueblo, y el rico, que lo era mucho, a todos los ricos de la ciudad. En
Delfos, una querella que tuvo lugar con ocasión de un matrimonio causó las
turbulencias que duraron tan largo tiempo. Un ciudadano, al ir al lado de
la que había de ser su esposa, tuvo un presagio siniestro, y con este
motivo se negó a tomarla por mujer. Los parientes, heridos por este
desaire, ocultaron en su equipaje algunos objetos sagrados mientras él
hacía un sacrificio, y, descubierto que fue, le condenaron a muerte como
sacrílego. En Mitilene, la sedición verificada con ocasión de algunas
jóvenes herederas fue el origen de todas las desgracias que después
ocasionaron y de la guerra contra los atenienses, en la que Paqués se
apoderó de Mitilene. Un ciudadano rico, llamado Timófanes, había dejado
dos hijas; y Doxandro, que no había podido conseguirlas para sus hijos,
inició la sedición, excitando la cólera de los atenienses, de cuyos
negocios estaba encargado en aquel punto. En Focea, el matrimonio de una
rica heredera fue también lo que produjo la querella entre Mnaseo, padre
de Mnesón, y Eutícrates, padre de Onomarco, y como consecuencia la guerra
sagrada tan funesta a los focenses. En Epidauro, un asunto matrimonial
produjo asimismo un cambio en la constitución. Un ciudadano había
prometido su hija a un joven, cuyo padre, siendo magistrado, condenó al
padre de la prometida al pago de una multa; y para vengarse éste de lo que
consideraba como un insulto, hizo que se sublevaran todas las clases de la
ciudad que no tenían derechos políticos.
Para ocasionar una revolución que
convierta el gobierno en una oligarquía, en una democracia o en una
república, basta que se concedan honores o atribuciones exageradas a
cualquier magistratura o a cualquier clase de Estado. La consideración
excesiva que obtuvo el Areópago en la época de la guerra Médica pareció
dar demasiada fuerza al gobierno. Y en otro sentido, cuando la flota, cuya
tripulación estaba compuesta de gente del pueblo, consiguió la victoria de
Salamina y conquistó para Atenas, a la vez que la preponderancia marítima,
el mando de la Grecia, la democracia no dejó de sacar provecho de esto. En
Argos, los principales ciudadanos, orgullosos con el triunfo que
alcanzaron en Mantinea contra los lacedemonios, quisieron aprovecharse de
esta circunstancia para echar abajo la democracia. En Siracusa, el pueblo,
que consiguió por sí solo la victoria sobre los atenienses, sustituyó la
democracia a la república. En Calcis, el pueblo se hizo dueño el poder
desde el momento en que quitó la vida al tirano Foxos al mismo tiempo que
a los nobles. En Ambracia, el pueblo arrojó igualmente al tirano Periandro
y a los conjurados que conspiraban contra él, atribuyéndose a sí mismo
todo el poder. Es preciso tener en cuenta que, en general, todos los que
han adquirido para su patria algún nuevo poder, sean particulares o
magistrados, tribus u otra parte de la ciudad, cualquiera que ella sea,
son para el Estado un foco perenne de sedición. O se rebelan los demás
contra ellos por la envidia que tienen a su gloria; o ellos,
enorgullecidos con sus triunfos, intentan destruir la igualdad que ya no
quieren.
Es también origen de revoluciones la
misma igualdad de fuerzas entre las partes del Estado, que parecen entre
sí enemigas; por ejemplo, entre los ricos y los pobres, cuando no hay
entre ellos una clase media, o es poco numerosa la que hay. Pero tan
pronto como una de las dos partes adquiere una superioridad incontestable
y perfectamente evidente, la otra se libra muy bien de arrostrar
inútilmente el peligro de una lucha. Por esto, los ciudadanos que se
distinguen por su mérito nunca provocan, por decirlo así, las sediciones,
porque están siempre en una excesiva minoría relativamente a la
generalidad.
Tales son, sobre poco más o menos, todas
las causas y todas las circunstancias de los desórdenes y de las
revoluciones en los diversos sistemas de gobierno.
Las revoluciones proceden empleando ya la
violencia, ya la astucia. La violencia puede obrar desde luego y de
improviso, o bien la opresión puede venir paulatinamente; y la astucia
puede obrar también de dos maneras, pues primero, valiéndose de falsas
promesas, obliga al pueblo a consentir en la revolución, y no recurre sino
más tarde a la fuerza para sostenerla contra su resistencia. En Atenas,
los Cuatrocientos engañaron al pueblo, persuadiéndole de que el Gran Rey
suministraría al Estado medios para continuar la guerra contra Esparta, y
como les saliera bien este fraude, procuraron retener el poder en sus
manos. En segundo lugar, la simple persuasión basta a veces para que la
astucia conserve el poder con el consentimiento de los que obedecen, así
como fue bastante para que lo adquiriesen.
Podemos decir que, en general, las causas
que hemos indicado producen revoluciones en los gobiernos de todos los
géneros.
Capítulo IV
De las causas de las revoluciones en las democracias
Veamos ahora a qué especies de gobiernos
se aplica especialmente cada una de estas causas, teniendo en cuenta la
división que acabamos de hacer.
En la democracia las revoluciones nacen
principalmente del carácter turbulento de los demagogos. Con relación a
los particulares, los demagogos con sus perpetuas denuncias obligan a los
mismos ricos a reunirse para conspirar, porque el común peligro aproxima a
los que son más enemigos; y cuando se trata de asuntos públicos, procuran
arrastrar a la multitud a la sublevación. Fácil es convencerse de que esto
ha tenido lugar mil veces.
En Cos, los excesos de los demagogos
produjeron la caída de la democracia, poniendo a los principales
ciudadanos en la necesidad de coligarse contra ella. En Rodas, los
demagogos, que administraban los fondos destinados al pago de los sueldos,
impidieron satisfacer el préstamo que se debía a los comandantes de las
galeras, los cuales, para evitar las vejaciones de los tribunales, no
tuvieron otro recurso que conspirar y derrocar al gobierno popular. En
Heraclea, poco tiempo después de la colonización, los demagogos también
ocasionaron la destrucción de la democracia. Con sus injusticias
precisaron a los ciudadanos ricos a abandonar la ciudad; pero se reunieron
todos los expatriados, volvieron a la ciudad y arrancaron al pueblo todo
su poder. En Megara desapareció poco más o menos la democracia de la misma
manera. Los demagogos, para multiplicar las confiscaciones, condenaron a
destierro a muchos de los principales ciudadanos, con lo cual en poco
tiempo llegó a ser crecido el número de los desterrados; pero éstos
volvieron de nuevo a la ciudad, y, después de derrotar al pueblo en
batalla campal, establecieron un gobierno oligárquico. La misma fue en
Cumas la suerte de la democracia, que destruyó Trasímaco. Estos hechos y
otros muchos demuestran que el camino que habitualmente siguen las
revoluciones en la democracia es el siguiente: o los demagogos, queriendo
congraciarse con la multitud, llegan a irritar a las clases superiores del
Estado a causa de las injusticias que con ellas cometen, pidiendo el
repartimiento de tierras y haciéndoles que corran a su cargo todos los
gastos públicos, o se contentan con calumniarlos, para obtener la
confiscación de las grandes fortunas. Antiguamente, cuando un mismo
personaje era demagogo y general, el gobierno degeneraba fácilmente en
tiranía, y casi todos los antiguos tiranos comenzaron por ser demagogos.
Estas usurpaciones eran en aquel tiempo mucho más frecuentes que lo son
hoy, por una razón muy sencilla: en aquella época, para ser demagogo, era
indispensable proceder de las filas del ejército, porque entonces no se
sabía todavía utilizar hábilmente la palabra. En la actualidad, gracias a
los progresos de la retórica, basta saber hablar bien para llegar a ser
jefe del pueblo; pero los oradores no se convierten nunca o raras veces en
usurpadores, a causa de su ignorancia militar.
Lo que hacía también que fueran las
tiranías en aquel tiempo más frecuentes que en el nuestro, era que se
concentraban poderes enormes en una sola magistratura, como sucedía con el
pritaneo de Mileto, donde el magistrado que estaba revestido de tal
autoridad reunía numerosas y poderosas atribuciones. También debe añadirse
que en aquella época los Estados eran muy pequeños. Ocupado el pueblo en
las labores del campo, que le proporcionaban la subsistencia, dejaba que
los jefes nombrados por él alcanzaran la tiranía a poco que fueran hábiles
militares. Para realizar su propósito, les bastaba ganarse la confianza
del pueblo; y para ganarla, les bastaba declararse enemigos de los ricos.
Véase lo que hizo Pisístrato en Atenas cuando excitó a la rebelión contra
los habitantes de la llanura; véase lo que hizo Teágenes en Megara,
después que hubo degollado los rebaños de los ricos, que sorprendió a
orillas del río. Acusando a Dafneo y a los ricos, Dionisio consiguió que
se decretara a su favor la tiranía. El odio que profesó a los ciudadanos
opulentos le sirvió para ganar la confianza del pueblo, que le consideraba
como su amigo más sincero.
A veces una forma más nueva de democracia
sustituye a la antigua. Cuando los empleos son de elección popular y no es
necesario para obtenerlos condición alguna de riqueza, los que aspiran al
poder se hacen demagogos, y todo su empeño se cifra en hacer al pueblo
soberano absoluto, hasta por cima de las leyes. Para prevenir este mal, o
por lo menos hacerle menos frecuente, deberá procurarse que el
nombramiento de los magistrados se haga separadamente por tribus, en vez
de reunir al pueblo en asamblea general.
Tales son, sobre poco más o menos, las
causas que producen las revoluciones en los Estados democráticos.
Capítulo V
De las causas de las revoluciones en las oligarquías
En la oligarquías, las causas más
ostensibles de trastorno son dos: una es la opresión de las clases
inferiores, que aceptan entonces al primer defensor, cualquiera que él
sea, que se presente en su auxilio; la otra, más frecuente, tiene lugar
cuando el jefe del movimiento sale de las filas mismas de la oligarquía.
Esto sucedió en Naxos con Lígdamis, que supo convertirse bien pronto en
tirano de sus conciudadanos.
En cuanto a las causas exteriores que
derrocan la oligarquía, pueden ser muy diversas. A veces los oligarcas
mismos, aunque no los que ocupan el poder, producen el cambio, cuando la
dirección de los negocios está concentrada en pocas manos, como en
Marsella, en Istros, en Heraclea y en otros muchos Estados. Los que
estaban excluidos del gobierno se agitaban hasta conseguir el goce
simultáneo del poder, primero, para el padre y el primogénito de los
hermanos y, después, hasta para los hermanos más jóvenes. En algunos
Estados la ley prohíbe al padre y a los hijos ser al mismo tiempo
magistrados; en otros se prohíbe también serlo a dos hermanos, uno más
joven y otro de más edad. En Marsella la oligarquía se hizo más
republicana; en Istros, concluyó por convertirse en democracia; en
Heraclea, el cuerpo de los oligarcas se extendió hasta tal punto, que se
componía de seiscientos miembros. En Cnido la revolución nació de una
sedición provocada por los mismos ricos en su propio seno, porque el poder
no salía de algunos ciudadanos, y porque el padre, como acabo de decir, no
podía ser juez al mismo tiempo que su hijo, y de los hermanos sólo el
mayor podía ocupar los puestos públicos. El pueblo, aprovechándose de la
discordia de los ricos y escogiendo un jefe entre ellos, supo apoderarse
bien pronto del poder, quedando victorioso, porque la discordia hace
siempre débil al partido en que se introduce. En Eritrea, bajo la antigua
oligarquía de los Basílides, a pesar de la exquisita solicitud de los
jefes del gobierno, cuya falta única consistía en ser pocos, el pueblo,
indignado con la servidumbre, echó abajo la oligarquía.
Entre las causas de revolución que las
oligarquías abrigan en su seno debe contarse el carácter turbulento de los
oligarcas, que se hacen demagogos, porque la oligarquía tiene también sus
demagogos, que pueden serlo de dos maneras. En primer lugar, el demagogo
puede encontrarse entre los oligarcas mismos, por poco numerosos que sean;
y así, en Atenas, Caricles fue un verdadero demagogo entre los Treinta, y
Frínico hizo el mismo papel entre los Cuatrocientos. O también pueden los
miembros de la oligarquía hacerse jefes de las clases inferiores, como en
Larisa, donde los guardadores de la ciudad se hicieron los aduladores del
pueblo, que tenía el derecho de nombrarles. Esta es la suerte de todas las
oligarquías en que los individuos del gobierno no tienen el poder
exclusivo de nombrar para todos los cargos públicos, y donde estos cargos,
sin dejar de ser privilegio de las grandes fortunas y de algunas clases,
están, sin embargo, sometidos a la elección de los guerreros o del pueblo.
Puede servir de ejemplo la revolución de Abidós. También es este el
peligro que amenaza a las oligarquías cuando los mismos miembros del
gobierno no constituyen los tribunales, porque entonces la importancia de
las providencias judiciales da lugar a que se halague al pueblo y a que se
eche por tierra la constitución, como en Heraclea del Ponto. En fin, esto
sucede también cuando la oligarquía intenta concentrarse demasiado, porque
los oligarcas, que reclaman para sí la igualdad, no tienen más remedio que
llamar al pueblo en su auxilio.
Otra causa de revolución en las
oligarquías puede nacer de la mala conducta de los oligarcas, que han
dilapidado su propia fortuna en medio de sus excesos. Una vez arruinados,
sólo piensan en la revolución, y entonces, o se apoderan por sí mismos de
la tiranía, o la preparan para otros, como Hiparino la preparó para
Dionisio en Siracusa. En Amfípolis, el falso Cleotino supo introducir en
la ciudad colonos de Calcis, y una vez establecidos en ella, los lanzó
contra los ricos. En Egina, el deseo de reparar las pérdidas de fortuna
del individuo que dirigió la conspiración contra Cares, fue la causa de
haber querido cambiar la forma de gobierno. A veces, en lugar de derrocar
la constitución, los oligarcas arruinados roban el tesoro público, y
entonces, o la discordia se introduce en sus filas, o la revolución sale
de las de los ciudadanos, que repelen a los ladrones por la fuerza. De
esta clase fue la revolución de Apolonia del Ponto.
Cuando hay unión en la oligarquía, corre
ésta poco riesgo de destruirse a sí propia, y la prueba la tenemos en el
gobierno de Farsalia. Los miembros de aquella oligarquía, aunque en
excesiva minoría, saben, gracias a su sabia moderación, mandar sobre
grandes masas.
Pero la oligarquía está perdida cuando
dentro de su seno nace otra oligarquía. Esto tiene lugar cuando, estando
el gobierno todo compuesto sólo de una débil minoría, los miembros de ésta
no tienen todos parte en las magistraturas soberanas, de lo cual es
testimonio la revolución de Elis, cuya constitución, muy oligárquica, no
permitía la entrada en el senado más que a un escasísimo número de
oligarcas, porque noventa de estos puestos eran vitalicios, y las
elecciones, limitadas y entregadas a las familias poderosas, no eran
mejores que en Lacedemonia.
La revolución lo mismo tiene lugar en las
oligarquías en tiempo de guerra que en tiempo de paz. Durante la guerra,
el gobierno se arruina a causa de su desconfianza respecto del pueblo del
cual se ve precisado a valerse para rechazar al enemigo. Entonces, o el
jefe único, en cuyas manos se pone el poder militar, se apodera de la
tiranía, como Timófanes en Corinto; o si los jefes del ejército son
muchos, crean para sí una oligarquía por medio de la violencia. A veces,
por temor a estos dos escollos, las oligarquías han concedido derechos
políticos al pueblo, cuyas fuerzas estaban precisadas a emplear.
En tiempo de paz, los oligarcas, a
consecuencia de la desconfianza que recíprocamente se inspiran,
encomiendan la guarda de la ciudad a soldados que ponen a las órdenes de
un jefe que no pertenece a ningún partido político, pero que con
frecuencia sabe hacerse dueño de todos. Esto es lo que en Larisa hizo
Simo, bajo el reinado de los Aleuadas, que le habían encomendado el mando;
y lo que sucedió en Abidós, bajo el reinado de las asociaciones, una de
las cuales era la de Ifíades.
Muchas veces la sedición reconoce como
causa las violencias que los mismos oligarcas ejercen unos sobre otros.
Los enlaces y los procesos les dan ocasión bastante para trastornar el
Estado. Ya hemos citado algunos hechos del primer género. En Eretria,
Diágoras acabó con la oligarquía de los caballeros, por creerse desairado
con motivo de sus legítimas pretensiones de matrimonio. La providencia de
un tribunal causó la revolución de Heraclea; y una causa de adulterio, la
de Tebas. El castigo era merecido, pero el medio fue sedicioso, lo mismo
el seguido en Heraclea contra Euetion, que el empleado en Tebas contra
Arquias. El encarnizamiento de los enemigos fue tan violento, que ambos
fueron expuestos al público en la picota.
Muchas oligarquías se han perdido a causa
del exceso de su propio despotismo, y han sido derrocadas por miembros del
gobierno mismo, quejosos por haber sido objeto de alguna injusticia. Esta
es la historia de las oligarquías de Cnido y de Quíos. A veces un hecho
puramente accidental produce una revolución en la república y en las
oligarquías. En estos sistemas se exigen condiciones de riqueza para
entrar en el senado y formar parte de los tribunales y para el ejercicio
de las demás funciones. Ahora bien, el primer censo se ha fijado con
frecuencia atendiendo a la situación del momento, de lo cual ha resultado
que correspondía el poder sólo a algunos ciudadanos en la oligarquía, y a
las clases medias en la república. Pero cuando el bienestar se hace más
general, como resultado de la paz o de cualquiera otra circunstancia
favorable, entonces las propiedades, si bien son las mismas, aumentan
mucho en valor, y pasan con exceso la renta legal o el censo, de tal
manera que todos los ciudadanos concluyen por poder aspirar a todos los
destinos. Esta revolución se verifica, ya por grados y poco a poco, sin
apercibirse de ello, ya más rápidamente.
Tales son las causas de las revoluciones
y de las sediciones en las oligarquías, debiendo añadirse que en general
las oligarquías y las democracias pasan a los sistemas políticos de la
misma especie con más frecuencia que no a los sistemas opuestos. Y así,
las democracias y las oligarquías legales se hacen oligarquías y
democracias violentas, y viceversa.
Capítulo VI
De las causas de las revoluciones en las aristocracias
En las aristocracias la revolución puede
proceder, en primer lugar, de que las funciones públicas son patrimonio de
una minoría demasiado reducida. Ya hemos visto que esto mismo era un
motivo de trastorno en las oligarquías; porque la aristocracia es una
especie de oligarquía; pues en una como en otra el poder pertenece a las
minorías, si bien éstas tienen en uno y otro caso caracteres diferentes.
Por esta razón, a veces se considera la aristocracia como una oligarquía.
El género de revolución de que hablamos se produce necesariamente sobre
todo en tres casos. El primero, cuando está excluida del gobierno una masa
de ciudadanos, los cuales, en su altivez, se consideran iguales en mérito
a todos los que le rodean; como, por ejemplo, los que en Esparta se
llamaban partenios, y cuyos padres no valían menos que los demás
espartanos. Como se descubriera una conspiración entre ellos, el gobierno
les envió a fundar una colonia en Tarento. En segundo lugar, ocurre la
revolución cuando hombres eminentes y que a nadie ceden en mérito se ven
ultrajados por gentes colocadas por cima de ellos: esto sucedió con
Lisandro, a quien ofendieron los reyes de Lacedemonia. Por último, cuando
se excluye de todos los cargos a un hombre de corazón como Cinadón, que
intentó tan atrevida empresa contra los espartanos bajo el reinado de
Agesilao.
La revolución, en las aristocracias, nace
igualmente de la miseria extrema de los unos y de la opulencia excesiva de
los otros; y estas son consecuencias bastante frecuentes de la guerra. Tal
fue la situación de Esparta durante las guerras de Mesenia, como lo
atestigua el poema de Tirteo, llamado la Eunomía; algunos
ciudadanos, arruinados por la guerra, habían pedido el repartimiento de
tierras. En ocasiones la revolución tiene lugar en la aristocracia porque
hay algún ciudadano que es poderoso, y que pretende hacerse más con el fin
de apoderarse del gobierno para sí solo. Es lo que se dice que intentaron,
en Esparta, Pausanias, general en jefe de la Grecia durante la guerra
Médica, y Hannon en Cartago.
Lo más funesto para las repúblicas y las
aristocracias es la infracción del derecho político, consagrado en la
misma constitución. Lo que causa la revolución entonces es que, en la
república, el elemento democrático y el oligárquico no se encuentran en la
debida proporción; y, en la aristocracia, estos dos elementos y el mérito
están mal combinados. Pero la desunión se muestra sobre todo entre los dos
primeros elementos, quiero decir, la democracia y la oligarquía, que
intentan reunir las repúblicas y la mayor parte de las aristocracias. La
fusión absoluta de estos tres elementos es precisamente lo que hace a las
aristocracias diferentes de las llamadas repúblicas, y que les da más o
menos estabilidad; porque se incluyen entre las aristocracias todos los
gobiernos que se inclinan a la oligarquía, y entre las repúblicas todos
los que se inclinan a la democracia. Las formas democráticas son las más
sólidas de todas, porque en ellas es la mayoría la que domina, y esta
igualdad de que se goza hace cobrar cariño a la constitución que la da.
Los ricos, por el contrario, cuando la constitución les garantiza la
superioridad política, sólo quieren satisfacer su orgullo y su ambición.
Por lo demás, de cualquier lado que se incline el principio del gobierno,
degeneran siempre la república en demagogia y la aristocracia en
oligarquía, merced a la influencia de los dos partidos contrarios, que
sólo piensan en el acrecentamiento de su poder. O también sucede todo lo
contrario, y la aristocracia degenera en demagogia cuando los más pobres,
víctimas de la opresión, hacen que predomine el principio opuesto; y la
república en oligarquía, porque la única constitución estable es la que
concede la igualdad en proporción del mérito y sabe garantizar los
derechos de todos los ciudadanos.
El cambio político de que acabo de hablar
se verificó en Turio; en primer lugar, porque, teniendo en cuenta que las
condiciones de riqueza exigidas para obtener los cargos públicos eran
demasiado elevadas, fueron disminuidas éstas y aumentado el número de las
magistraturas; y en el segundo, porque los principales ciudadanos, a pesar
del deseo del legislador, habían acaparado todos los bienes raíces, porque
la constitución, que era completamente oligárquica, les permitía
enriquecerse cuanto quisieran. Pero el pueblo, aguerrido en los combates,
se hizo bien pronto más fuerte que los soldados que le oprimían y redujo
las propiedades de todos los que las tenían excesivas.
Esta mezcla de oligarquía, que encierran
todas las aristocracias, es precisamente lo que facilita a los ciudadanos
el hacer fortunas inmensas. En Lacedemonia todos los bienes raíces están
acumulados en unas cuantas manos, y los ciudadanos poderosos pueden
conducirse allí absolutamente como quieran y contraer vínculos de familia
según convenga a su interés personal. Lo que perdió a la república de
Locres fue el haber permitido que Dionisio se casara allí. Semejante
catástrofe nunca hubiera tenido lugar en una democracia, ni en una
aristocracia prudente y templada.
Las más veces las revoluciones se
realizan en las aristocracias sin que nadie se aperciba de ello y mediante
una destrucción lenta e insensible. Recuérdese que, al tratar del
principio general de las revoluciones, dijimos que era preciso contar
entre las causas que las producen, las desviaciones, hasta las más
ligeras, de los principios. Se comienza por despreciar un punto de la
constitución, que al parecer no tiene importancia; después se llega con
menos dificultad a mudar otro, que es un poco más grave; hasta que por
último se llega a mudar su mismo principio y por entero. Citaré de nuevo
el ejemplo de Turio. Una ley limitaba a cinco años las funciones de
general; algunos jóvenes belicosos, que gozaban de un gran influjo entre
los soldados y que, mirando con desprecio a los gobernantes, creían poder
suplantarlos fácilmente, intentaban ante todo reformar esta ley y obtener
del sufragio del pueblo, demasiado dispuesto a dárselo, que declarara la
perpetuidad de los empleos militares. Al principio, los magistrados, a
quienes tocaba de cerca la cuestión, y que se llamaban cosenadores,
quisieron resistirlo; mas, imaginando que esta concesión garantizaría la
estabilidad de las demás leyes, cedieron, como todos; y cuando más tarde
quisieron impedir nuevos cambios, fueron impotentes, y la república se
convirtió bien pronto en una oligarquía violenta en manos de los que
habían intentado la primera innovación.
Puede decirse en general de todos los
gobiernos que sucumben, ya por causas internas de destrucción, ya por
causas exteriores; como, por ejemplo, cuando tienen a sus puertas un
Estado constituido conforme a un principio opuesto al suyo, o bien cuando
este enemigo, por distante que esté, es muy poderoso. Véase la lucha entre
Esparta y Atenas; los atenienses destruían por todas partes las
oligarquías, mientras que hacían lo mismo los lacedemonios con todas las
constituciones democráticas.
Tales son, sobre poco más o menos, las
causas de los trastornos y de las revoluciones en las diversas especies de
gobiernos republicanos.
Capítulo VII
Medios generales de conservación y de prosperidad en los
Estados democráticos, oligárquicos y aristocráticos
Veamos ahora cuáles son, para los Estados
en general y para cada uno de ellos en particular, los medios de
conservación. Es cosa evidente que si conocemos las causas que arruinan
los Estados, debemos conocer igualmente las causas que los conservan. Lo
contrario produce siempre lo contrario, y la destrucción es lo opuesto a
la conservación.
En todos los Estados bien constituidos,
lo primero de que debe cuidarse es de no derogar ni en lo más mínimo la
ley, y evitar con el más escrupuloso esmero el atentar contra ella ni en
poco ni en mucho. La ilegalidad mina sordamente al Estado, al modo que los
pequeños gastos muchas veces repetidos concluyen por minar las fortunas.
No se hace alto en las pérdidas que se experimentan, porque no se hacen
los gastos en grande; escapan a la observación y engañan al pensamiento,
como lo hace esta paradoja de los sofistas: «si cada parte es pequeña, el
todo debe ser también pequeño», idea que es a la vez en parte verdadera y
en parte falsa, porque el conjunto, el todo mismo, no es pequeño; pero se
compone de partes que son pequeñas. En este caso es preciso prevenir el
mal desde el origen. En segundo lugar, es necesario no fiarse de estos
ardides y sofismas que se urden contra el pueblo; pues ahí están los
hechos para condenarlos altamente. Ya hemos dicho antes lo que entendíamos
por sofismas políticos, por estos manejos que pasan por ingeniosos. Pero
es preciso convencerse de que muchas aristocracias y también muchas
oligarquías deben su duración, no tanto a la bondad de la constitución,
como a la prudente conducta que observan los gobernantes, así con los
simples ciudadanos como con sus colegas, los cuales procuran
cuidadosamente evitar toda injusticia respecto a los que están excluidos
de los empleos, pero sin dejar nunca de contar con los jefes para la
dirección de los negocios; se guardan de herir las preocupaciones
relativas a la consideración social de los ciudadanos que aspiren a
obtenerla, y de lastimar a las masas en sus intereses materiales; y sobre
todo conservan en las relaciones que mantienen entre sí y con los que
toman parte en la administración formas completamente democráticas;
porque, entre iguales, este principio de igualdad, que los demócratas
creen encontrar en la soberanía del mayor número, es no sólo justo, sino
también útil. Así pues, si los miembros de la oligarquía son numerosos,
será bueno que muchas de las instituciones que la constituyen sean
puramente populares; que, por ejemplo, las magistraturas sólo duren seis
meses, para que todos los oligarcas, que son iguales entre sí, puedan
desempeñarlas por turno. Por lo mismo que son iguales, forman una especie
de pueblo; y esto es tan cierto, que, como ya he dicho, pueden salir de su
propio seno los demagogos. Esta breve duración de las funciones es además
un medio de prevenir en las aristocracias y en las oligarquías la
dominación de las minorías violentas. Cuando se desempeñan por poco tiempo
las funciones públicas, no es tan fácil causar el mal como cuando se
permanece en ellas mucho tiempo. La duración demasiado prolongada del
poder es únicamente la que causa la tiranía en los Estados oligárquicos y
democráticos. O son ciudadanos poderosos los que aspiran a la tiranía,
aquí los demagogos, allí los miembros de la minoría hereditaria; o son
magistrados investidos de un gran poder después de haberlo disfrutado por
mucho tiempo.
Los Estados se conservan no sólo porque
las causas de destrucción están distantes, sino también a veces porque son
inminentes; pues entonces el miedo obliga a ocuparse con doble solicitud
del despacho de los negocios públicos. Así, los magistrados que se
interesan por el sostenimiento de la constitución deben a veces,
suponiendo próximos peligros que son lejanos, producir pánicos de este
género, para que los ciudadanos velen y estén alerta por la noche, y no
descuiden la vigilancia de la ciudad. Además es preciso prevenir siempre
las luchas y disensiones de los ciudadanos poderosos por medios legales, y
estar a la mira de los que son extraños a las mismas, antes que tomen
parte en ellas personalmente. Pero el reconocer de este modo los síntomas
del mal no es propio de espíritus vulgares; tal perspicacia sólo es propia
del hombre de Estado.
Para impedir en la oligarquía y en la
república las revoluciones que la cuantía del censo puede producir, cuando
permanece fija en medio del aumento general del numerario, conviene
revisar las cuotas comparándolas con las del pasado todos los años en los
Estados en que el censo es anual, y cada tres o cinco en los grandes
Estados. Si las rentas se han aumentado o disminuido comparativamente a
las que han servido primero de base a la concesión de derechos políticos,
es preciso poder en virtud de una ley elevar o rebajar el censo: elevarlo
proporcionadamente al nivel que tenga la riqueza pública, si ésta ha
aumentado; y reducirlo de igual modo, si ha disminuido. Si no se toma esta
precaución en los Estados oligárquicos y republicanos, bien pronto se
establecerá aquí la oligarquía, allí el gobierno hereditario y violento de
una minoría; o la demagogia sucederá a la república, y la república o la
demagogia a la oligarquía.
Un punto igualmente importante en la
democracia y en la oligarquía, en una palabra, en todo gobierno, es cuidar
de que no surja en el Estado alguna superioridad desproporcionada; así
como dar a los cargos públicos poca importancia y mucha duración más bien
que conferirles de golpe una autoridad muy extensa; porque el poder es
corruptor, y no todos los hombres son capaces de mantenerse puros en medio
de la prosperidad. Si no ha podido organizarse el poder sobre estas bases,
debe por lo menos guardarse bien de retirarle toda la autoridad de una vez
y tan imprudentemente como se le había dado; es preciso, por el contrario,
ir restringiéndolo poco a poco. Pero es sobre todo por medio de las leyes
como conviene evitar la formación de estas superioridades temibles, que se
apoyan ya en la gran riqueza, ya en las fuerzas de un partido numeroso.
Cuando no se ha podido impedir su formación, es preciso trabajar para que
vayan a probar sus fuerzas al extranjero. Por otra parte, como las
innovaciones pueden introducirse, en primer término, en las costumbres de
los particulares, debe crearse una magistratura encargada de vigilar a
todos aquellos cuya vida no guarde conformidad con la constitución: en la
democracia, con el principio democrático; en la oligarquía, con el
oligárquico. Esta institución es aplicable a todos los demás gobiernos.
Por la misma razón es preciso no perder de vista el acrecentamiento de
prosperidad y de fortuna que pueden adquirir las diversas clases de la
sociedad; mal que se puede prevenir poniendo el poder y la gestión de los
negocios en manos de los elementos opuestos del Estado, y al hablar de
elementos opuestos me refiero de un lado a los hombres distinguidos y al
vulgo, y de otro a los pobres y a los ricos. Debe procurarse: o confundir
en una unión perfecta a pobres y a ricos, o aumentar la clase media, que
sólo así se impiden las revoluciones que nacen de la desigualdad.
Veamos otro punto capital en todo Estado.
Es preciso que, valiéndose de la legislación o empleando cualquier otro
medio poderoso, se impida que los cargos públicos enriquezcan a los que
los ocupan. En las oligarquías, sobre todo, esta medida es de la más alta
importancia. A la masa de los ciudadanos no irrita tanto el verse excluida
de los empleos, exclusión que quizá está compensada con la ventaja de
poderse dedicar a sus propios negocios, como le indigna el pensar que los
magistrados puedan robar los caudales públicos, porque entonces tienen un
doble motivo de queja, puesto que se ven privados a la vez del poder y de
las utilidades que él proporciona. Una administración pura, si es posible
establecerla, es el único medio para hacer que coexistan en el Estado la
democracia y la aristocracia, es decir, para poner en acuerdo las
respectivas pretensiones de los ciudadanos distinguidos y de la multitud.
En efecto, el principio popular es la facultad de poder obtener los
empleos concedida a todos: el principio aristocrático consiste en
confiarlos sólo a los ciudadanos eminentes. Esta combinación podrá ser
realizada si los empleos no pueden ser lucrativos. Entonces los pobres,
como nada podrían ganar, no querrán el poder, y se ocuparán con
preferencia de sus intereses personales; los ricos podrán aceptar el
poder, porque ninguna necesidad tienen de aumentar con la riqueza pública
la propia. De esta manera, además, los pobres se enriquecerán dedicándose
a sus propios negocios, y las clases altas no se verán obligadas a
obedecer a gente sin fundamento.
Por lo demás, para evitar la dilapidación
de las rentas públicas, que se obligue a cada cual a rendir cuentas en
presencia de todos los ciudadanos reunidos, y que se fijen copias de
aquéllas en las fratrias, en los cantones y en las tribus; y para
que los magistrados sean íntegros, que la ley procure recompensar con
honores a los que se distingan como buenos administradores.
En las democracias es preciso impedir, no
sólo el repartimiento de los bienes de los ricos, sino hasta que se haga
esto con los productos de aquéllos; lo cual se hace en algunos Estados por
medios indirectos. También es conveniente no conceder a los ricos, aun
cuando lo pidan, el derecho de subvenir a aquellos gastos públicos que son
muy costosos, pero que no tienen ninguna utilidad real, tales como las
representaciones teatrales, las fiestas de las antorchas y otros gastos
del mismo género. En las oligarquías, por el contrario, debe ser muy
eficaz la solicitud del gobierno por los pobres, a los cuales es preciso
conceder aquellos empleos que son retribuidos. También debe castigarse
toda ofensa hecha por los ricos a los pobres con más severidad que las que
se hagan los ricos entre sí. El sistema oligárquico tiene también gran
interés en que las herencias se adquieran sólo por derecho de nacimiento y
no a título de donación, y que no puedan nunca acumularse muchas. Por este
medio, en efecto, las fortunas tienden a nivelarse y son más los pobres
que llegan a adquirir medios de vivir.
Es igualmente ventajoso en la oligarquía
y en la democracia el reconocer un derecho igual, y hasta superior, a
todos aquellos empleos que no son de suma importancia en el Estado, a los
ciudadanos que sólo tienen una pequeña parte en el poder político; en la
democracia, a los ricos; en la oligarquía, a los pobres. En cuanto a las
funciones elevadas, deben ser todas, o, por lo menos, la mayor parte,
puestas exclusivamente en manos de los ciudadanos que tienen derechos
políticos. El ejercicio de las funciones supremas exige en los que las
obtienen tres cualidades: amor sincero a la constitución, gran capacidad
para los negocios y una virtud y una justicia de un carácter análogo al
principio especial sobre que cada gobierno se funda, porque, variando el
derecho según las diversas constituciones, es de toda necesidad que la
justicia se modifique en la misma forma. Pero aquí ocurre una cuestión.
¿Cómo se ha de elegir y escoger cuando no se encuentran todas las
cualidades requeridas reunidas en el mismo individuo? Por ejemplo, si un
ciudadano dotado de gran talento militar no es probo y es poco afecto a la
constitución, y otro es muy hombre de bien y partidario sincero de la
constitución, pero sin capacidad militar, ¿cuál de los dos se escogerá? En
este caso, es preciso fijarse bien en dos cosas: cuál es la cualidad
vulgar y cuál es la cualidad rara. Y así, para nombrar un general es
preciso mirar a la experiencia más bien que a la probidad, porque la
probidad se encuentra mucho más fácilmente que el talento militar. Para
elegir el guardador del tesoro público es preciso seguir otro camino. Las
funciones del tesorero exigen mucha más probidad que la que se halla en la
mayor parte de los hombres, mientras que el grado de inteligencia
necesario para su desempeño es muy común. Pero podrá decirse: si un
ciudadano es a la vez capaz y adicto a la constitución, ¿para qué
exigirle, además, la virtud? ¿Las dos cualidades que posee no le bastarán
para cumplir bien? No, sin duda, porque al lado de estas dos cualidades
eminentes puede tener pasiones desenfrenadas. Si los hombres, hasta cuando
se trata de sus propios intereses, que estiman y conocen, no se sirven muy
bien a sí propios, ¿quién responde de que, cuando se trata de intereses
públicos, no harán lo mismo?
En general, conforme a nuestras teorías,
todo lo que contribuye mediante la ley al sostenimiento del principio
mismo de la constitución es esencial a la conservación del Estado. Pero lo
que más importa, como repetidas veces hemos dicho, es hacer que sea más
fuerte la parte de los ciudadanos que apoya al gobierno que el partido de
los que quieren su caída. Es preciso, sobre todo, guardarse mucho de
despreciar lo que en la actualidad todos los gobiernos corruptos
desprecian, que es la moderación y la mesura en todas las cosas. Muchas
instituciones que en apariencia son democráticas son precisamente las que
arruinan la democracia; y muchas instituciones que parecen oligárquicas
destruyen la oligarquía. Cuando se cree haber encontrado el principio
único verdadero en política, se le lleva ciegamente hasta el exceso, en lo
cual se comete un grosero error. En el rostro humano, la nariz, aunque se
separe de la línea recta, que es la forma más bella, y se aproxime un
tanto a la aguileña o a la roma, puede, sin embargo, tener un aspecto
bastante bello y agradable; pero si se lleva al exceso esta desviación,
por lo pronto se quitaría a esta facción las proporciones que debe tener y
perdería, al cabo, toda apariencia de nariz, a causa de sus propias
dimensiones, que serían monstruosas, y de las dimensiones excesivamente
pequeñas de las facciones que la rodean; observación que lo mismo podría
aplicarse a cualquier otra parte de la cara. Lo mismo sucede absolutamente
con toda clase de gobiernos. La democracia y la oligarquía, al alejarse de
la constitución perfecta, pueden constituirse de manera que puedan
sostenerse; pero si se exagera el principio de la una o de la otra, al
pronto se convertirán en malos gobiernos y concluirán por no ser siquiera
gobiernos. Es preciso que el legislador y el hombre de Estado sepan
distinguir, entre las medidas democráticas u oligárquicas, las que
conservan y las que destruyen la democracia o la oligarquía. Ninguno de
estos dos gobiernos puede existir ni subsistir sin encerrar en su seno
ricos y pobres. Pero cuando llega a establecerse la igualdad en las
fortunas, la constitución tiene que cambiar; y al querer destruir las
leyes hechas teniendo en cuenta ciertas superioridades políticas, se
destruye con ellas la constitución misma. Las democracias y las
oligarquías cometen en esto una falta igualmente grave. En las
democracias, en que la multitud puede hacer soberanamente las leyes, los
demagogos, con sus continuos ataques contra los ricos, dividen siempre la
ciudad en dos campos, mientras que deberían en sus arengas sólo ocuparse
del interés de los ricos; lo mismo que en las oligarquías el gobierno sólo
debía tener en cuenta el interés del pueblo. Los oligarcas deberían, sobre
todo, renunciar a prestar juramento del género de los que prestan
actualmente; porque he aquí los que en nuestros días hacen en algunos
Estados: Yo seré enemigo constante del pueblo, le haré todo el mal que
pueda.
Sería preciso hacer lo
contrario, y, cambiando de disfraz, decir resueltamente en los juramentos
de esta especie: No haré nunca daño al pueblo.
El punto más importante entre
todos aquellos de que hemos hablado respecto de la estabilidad de los
Estados, si bien hoy no se hace aprecio de él, es el de acomodar la
educación al principio mismo de la constitución. Las leyes más útiles, las
leyes sancionadas con aprobación unánime de todos los ciudadanos, se hacen
ilusorias si la educación y las costumbres no corresponden a los
principios políticos, siendo democráticas en la democracia y oligárquicas
en la oligarquía; porque es preciso tener entendido que si un solo
ciudadano vive en la indisciplina, el Estado mismo participa de este
desorden. Una educación conforme a la constitución no es la que enseña a
hacer todo lo que parezca bien a los miembros de la oligarquía o a los
partidarios de la democracia; sino que es la que enseña a poder vivir bajo
un gobierno oligárquico o bajo un gobierno democrático. En las oligarquías
actuales los hijos de los que ocupan el poder viven en la molicie,
mientras que los hijos de los pobres, endurecidos con el trabajo y la
fatiga, adquieren el deseo y la fuerza para hacer una revolución. En las
democracias, sobre todo en las que están constituidas más
democráticamente, el interés del Estado está muy mal comprendido, porque
se forman en ellas una idea muy falsa de la libertad. Según la opinión
común, los dos caracteres distintivos de la democracia son la soberanía
del mayor número y la libertad. La igualdad es el derecho común; y esta
igualdad consiste en que la voluntad de la mayoría sea soberana. Desde
entonces libertad e igualdad se confunden en la facultad que tiene cada
cual de hacer lo que quiera: «todo a su gusto», como dice Eurípides. Este
es un sistema muy peligroso, porque no deben creer los ciudadanos que
vivir conforme a la constitución es una esclavitud; antes, por el
contrario, deben encontrar en ella protección y una garantía de
felicidad.
Hemos enumerado casi todas las causas de
revolución y de destrucción, de prosperidad y de estabilidad en los
gobiernos republicanos.
Capítulo VIII
De las causas de revolución y de conservación en las
monarquías
Queda que veamos cuáles son las causas
más frecuentes de trastorno y de conservación en la monarquía. Las
consideraciones que habremos de hacer respecto del destino de los reinados
y tiranías se aproximan mucho a las que hemos indicado con relación a los
Estados republicanos. El reinado se aproxima a la aristocracia, y la
tiranía se compone de los elementos de la oligarquía extrema y de la
demagogia, así que para los súbditos es el más funesto de los sistemas,
porque está formado de dos malos gobiernos y reúne las faltas y los vicios
de ambos.
Por lo demás, estas dos especies de
monarquía son completamente opuestas hasta en su mismo punto de partida.
El reinado se establece por las clases altas, a las cuales está obligado a
defender contra el pueblo, y el rey sale del seno mismo de estas clases
elevadas, entre las que se distingue aquél por su virtud superior, por las
acciones brillantes que ésta le inspira o por la fama no menos merecida de
su raza. El tirano, por el contrario, sale del pueblo y de las masas para
ponerse enfrente de los ciudadanos poderosos, de cuya opresión está
obligado a defender al pueblo. Todo esto se justifica con hechos. Puede
decirse que casi todos los tiranos han sido primero demagogos que han
ganado la confianza del pueblo calumniando a los principales ciudadanos.
Algunas tiranías se han formado de esta manera cuando los Estados eran ya
poderosos. Otras más antiguas no han sido sino reinados que violaban todas
las leyes del país, aspirando a una autoridad despótica. Otras han sido
fundadas por hombres que en virtud de una elección han llegado a las
primeras magistraturas, porque, en otro tiempo, el pueblo confería por
largo tiempo todos los grandes empleos, todas las funciones públicas.
Otras, en fin, han salido de los gobiernos oligárquicos, que fueron
bastante imprudentes para investir a un solo individuo con atribuciones
políticas de la más alta importancia. Gracias a estas circunstancias, la
usurpación ha sido cosa fácil para todos los tiranos, pues les ha bastado
querer para serlo, a causa de poseer con antelación el poder real o el que
proporciona una alta consideración. De ello son ejemplo Fidón de Argos y
todos los demás tiranos que comenzaron por ser reyes; todos los tiranos de
Jonia y Falaris, que habían obtenido ambos elevadas magistraturas; Panecio
en Leoncium, Cipseles en Corinto, Pisístrato en Atenas, Dionisio en
Siracusa, y tantos otros que, como ellos, han salido de la demagogia.
El reinado, repito, se clasifica al lado
de la aristocracia, en cuanto es, como ésta, el premio de la consideración
personal, de una virtud eminente, del nacimiento, de grandes servicios
hechos o de todas estas circunstancias unidas a la capacidad. Todos los
que han hecho grandes servicios a las ciudades y a los pueblos, o que eran
bastante poderosos para poder hacerlos, han obtenido esta alta distinción:
los unos por haber evitado con sus victorias que el pueblo cayera en
esclavitud, como Codro; otros por haberles devuelto su libertad, como
Ciro; y otros por haber fundado el Estado mismo y ser poseedores del
territorio; como los reyes de los espartanos, de los macedonios y de los
molosos. El rey tiene la misión especial de velar por que los que poseen
no experimenten daño alguno en su fortuna, ni el pueblo ningún ultraje en
su honor. El tirano, por el contrario, como he dicho ya más de una vez, no
tiene en cuenta los intereses comunes y sí sólo el suyo personal. La
aspiración del tirano es el goce; la del rey, la virtud. Así también en
punto a ambición, el tirano piensa principalmente en el dinero; el rey,
antes que nada en el honor. La guardia de un rey se compone de ciudadanos,
la de un tirano, de extranjeros.
Por lo demás, es muy fácil ver que la
tiranía tiene todos los inconvenientes de la democracia y de la
oligarquía. Como ésta, sólo piensa en la riqueza, que es la única que
verdaderamente puede garantirle la felicidad de su guardia y los placeres
del lujo. La tiranía también desconfía de las masas y les arranca el
derecho de llevar armas. Hacer daño al pueblo, alejar a los ciudadanos de
la población, dispersarlos, son procedimientos comunes a la oligarquía y a
la tiranía. De la democracia adopta la tiranía el sistema de guerra
continua contra los ciudadanos poderosos, la lucha secreta y pública para
destruirlos, los destierros a que se les condena, pretextando que son
facciosos y enemigos del poder; porque sabe bien la tiranía que de las
filas de las clases altas han de salir las conspiraciones contra ella,
urdidas por unos con el fin de hacerse dueños del poder en provecho
propio, y por otros para sustraerse a la esclavitud que los oprime. Esto
era lo que significaba el consejo de Periandro a Trasíbulo; aquella
nivelación de las espigas desiguales quería decir que era preciso
deshacerse de los ciudadanos eminentes.
Todo lo que acabo de decir prueba
claramente que las causas de las revoluciones deben ser, sobre poco más o
menos, las mismas en las monarquías que en las repúblicas. La injusticia,
el miedo, el desprecio han sido casi siempre causa de las conspiraciones
de los súbditos contra los monarcas. Sin embargo, la injusticia las ha
causado con menos frecuencia que el insulto, y algunas veces menos que las
expoliaciones individuales. El fin que se proponen los conspiradores en
las repúblicas es el mismo que en los Estados sometidos a un tirano o a un
rey, y tienen lugar las revoluciones porque el monarca está colmado de
honores y de riquezas que todos los demás envidian.
Las conspiraciones se dirigen ya contra
la persona que ocupa el poder, ya contra el poder mismo. El sentimiento
producido por un insulto arrastra sobre todo a las primeras, y como el
insulto puede ser de muchos géneros, el resentimiento a que da lugar puede
tener otros tantos caracteres diferentes. En los más de los casos la
cólera, cuando conspira, sólo piensa en la venganza, porque la cólera no
es ambiciosa. De lo cual es un testimonio la suerte de los Pisistrátidas:
habían deshonrado a la hermana de Harmodio; Harmodio conspiró para vengar
a su hermana, y Aristogitón para sostener a Harmodio. La conspiración
tramada contra Periandro, tirano de Ambracia, no tuvo otro origen que una
chanza del tirano, que en una orgía preguntó a uno de sus queridos si le
había hecho madre. Pausanias mató a Filipo porque éste había permitido que
le insultaran los partidarios de Atalo. Derdas conspiró contra Amintas el
Pequeño, que se había alabado de haber gozado la flor de su juventud. El
Eunuco mató a Evágoras de Chipre, cuyo hijo le había hecho el ultraje de
robarle la mujer. Muchas conspiraciones no han tenido otra causa que los
atentados de los monarcas contra la persona de algunos de sus súbditos. De
este género fue la conspiración urdida contra Arquelao por Crateo, que
miraba con horror las indignas relaciones que le ligaban a aquél; así que
para llevar a cabo la rebelión se aprovechó del primer pretexto, aunque
era menos grave que el motivo dicho. Arquelao, después de haberle
prometido una de sus hijas, faltó a su palabra, casando las dos que tenía,
una con el rey Elimea, de resultas de la derrota que sufrió en la guerra
contra Sirra y Arrebeus, y la otra, que era más joven, con Amintas, hijo
de dicho rey, contando por este medio apaciguar todo resentimiento entre
Crateo y el hijo de Cleopatra. Pero el verdadero motivo de su enemistad
fue la indignación que causaban a este joven los lazos vergonzosos que le
ligaban con el rey. Helanócrates de Larisa entró en la conspiración a
consecuencia de un ultraje semejante. Al ver Helanócrates que el tirano,
que había abusado de su juventud, no le permitía volver a su patria,
aunque se lo había prometido, se convenció de que esta intimidad del rey
no procedía de una verdadera pasión, y que sólo había tenido el propósito
de deshonrarle. Parrón y Heráclides, ambos de Ænos, mataron a Cotis para
vengar a su padre; y Adamas hizo traición a Cotis para vengarse de la
mutilación vergonzosa que le había hecho sufrir en su infancia.
Muchas veces se conspira a impulsos de la
cólera producida por los malos tratamientos de que uno ha sido
personalmente objeto. Ha habido hasta magistrados y miembros de las
familias reales que han quitado la vida a los tiranos, o por lo menos han
conspirado, movidos por resentimientos de este género. En Mitilene, por
ejemplo, los pentálides, que tenían gusto en recorrer la ciudad dando
palos a los que encontraban, fueron degollados por Negacles, auxiliado por
algunos amigos; y más tarde Esmerdis mató a Pentilo, que le había
maltratado, a cuya venganza le impulsó su mujer. Si en la conspiración
contra Arquelao, Decámnico, lleno de furor, se hizo jefe de los
conjurados, siendo el primero en excitarlos, fue porque Arquelao le había
entregado al poeta Eurípides, quien hizo que le azotaran cruelmente por
haberse burlado de lo mal que le olía el aliento. A muchos monarcas han
costado semejantes ultrajes la vida o el reposo. El miedo, que hemos
indicado como una causa de trastornos en las repúblicas, no lo es menos en
las monarquías. Así Artabanes mató a Jerjes sólo por el temor de que
llegara a su noticia que había hecho colgar a Darío, a pesar de la orden
en contrario que había recibido; pues Artabanes había alimentado al pronto
la esperanza de que Jerjes habría olvidado esta prohibición, que había
hecho en medio de un festín. El desprecio produce también revoluciones en
los Estados monárquicos. Sardanápalo fue muerto por uno de sus súbditos,
el cual, si hemos de creer la tradición, le había visto con la rueca en la
mano en medio de sus mujeres. Admitiendo que este hecho sea falso respecto
a Sardanápalo, puede muy bien ser verdadero con relación a otro
cualquiera. Dión no conspiró contra Dionisio el Joven sino a causa del
desprecio que le inspiraba al ver que todos sus súbditos hacían de él tan
poco caso, y que estaba sumido en una continua embriaguez. Motivos de este
género son los que principalmente mueven a veces a los amigos del tirano a
obrar contra éste; la confianza que tienen con él les inspira el desdén y
la esperanza de ocultar sus conspiraciones. Con frecuencia, cuando uno se
cree en posición de hacer suyo el poder, cualquiera que sea la manera, el
despreciar al tirano es ya conspirar contra él, porque cuando uno es
poderoso y, teniendo conciencia de sus fuerzas, desprecia el peligro,
fácilmente se decide a obrar. Muchas veces los generales no tienen otros
motivos para conspirar contra los reyes que se sirven de ellos. Por
ejemplo, Ciro destronó a Astiages, cuya conducta y cuya autoridad
despreciaba, como que había renunciado a desempeñar por sí el poder, para
entregarse a todos los excesos del placer. Seutes el Tracio conspiró
también contra Amódoco, de quien era general. Pueden reunirse muchos
motivos de ese género para determinar las conspiraciones. A veces la
codicia se une al desprecio, de lo cual es un ejemplo la conspiración de
Mitrídates contra Ariobarzanes. Estos sentimientos obran poderosamente en
aquellos hombres de carácter atrevido que han sabido obtener al lado de
los monarcas un elevado cargo militar. El valor, cuando cuenta con el
auxilio de recursos poderosos, se convierte en audacia; y cuando se unen
estos dos motivos de decisión se conspira porque se cree seguro el
éxito.
Las conspiraciones por deseos de gloria
tienen un carácter distinto de las que hasta aquí hemos examinado. No
desconocen como móviles ni el afán de inmensas riquezas, ni el ansia de
los honores supremos que goza el tirano, y que tantas veces son ocasión de
que se conspire contra él. No son las consideraciones de este género las
que toma en cuenta el hombre ambicioso al afrontar los peligros de la
conspiración. Abandona a los demás los motivos viles y bajos de que
acabamos de hablar; pero así como se aventuraría a intentar una empresa
inútil con tal que le diera renombre y celebridad, así conspira contra el
monarca, ávido, no de poder, sino de gloria. Los hombres de este temple
son excesivamente raros, porque tales resoluciones suponen siempre un
desprecio absoluto de la vida, si llega el caso de que la empresa se
malogre. El único pensamiento de que en tales casos se debe estar animado
es el que animaba a Dión; pero es difícil que pueda tener cabida en muchos
corazones. Dión, cuando marchó contra Dionisio, sólo tenía consigo algunos
soldados, y les arengó diciendo que cualquiera que fuera el resultado, a
él le bastaba haber dado principio a esta empresa, y que aun cuando
muriese en el momento de tocar el territorio de Sicilia, su muerte sería
siempre honrosa.
La tiranía puede ser derrocada, como
cualquier otro gobierno, por un ataque exterior que venga de un Estado más
poderoso que ella y constituido bajo un principio completamente opuesto.
Es claro que este gobierno vecino, a causa de la oposición misma de su
principio, sólo espera el momento oportuno para atacar; y cuando se puede,
se hace siempre lo que se desea. Los Estados fundados en principios
diferentes son siempre enemigos: la democracia, por ejemplo, es enemiga de
la tiranía, tanto como el alfarero puede serlo del alfarero, como dice
Hesíodo; lo cual no impide que la demagogia, llevada al extremo, sea
también una verdadera tiranía. El reinado y la aristocracia son enemigos a
causa del diferente principio que les sirve de base. Los lacedemonios han
seguido el sistema constante de derrocar las tiranías, como lo hicieron
igualmente los siracusanos mientras fueron regidos por un buen
gobierno.
La tiranía encuentra en su propio seno
otra causa de ruina cuando la insurrección procede de los mismos de
quienes ella se vale. De ello son ejemplos la caída de la tiranía fundada
por Gelón y la de Dionisio en nuestros días. Trasíbulo, hermano de Hierón,
se propuso halagar todas las insensatas pasiones del hijo que Gelón había
dejado, y le tenía sumido en los placeres para reinar él con su nombre.
Los familiares del joven príncipe conspiraron, no tanto para derrocar la
misma tiranía, como para suplantar a Trasíbulo; pero los asociados a que
se unieron aprovecharon la ocasión para arrojarlos a todos. En cuanto a la
tiranía de Dionisio, su pariente Dión fue el que marchó contra él, y pudo,
antes de morir, expulsar al tirano con el auxilio del pueblo
sublevado.
De las dos pasiones que son con más
frecuencia causa de las conspiraciones contra las tiranías, el odio y el
desprecio, los tiranos son siempre, por lo menos, acreedores al uno, que
es el odio. Pero el desprecio que inspiran produce con frecuencia su
caída. Lo prueba el que los que han ganado personalmente el poder han
sabido conservarlo, y que los que lo han recibido por herencia, casi todos
lo han perdido muy pronto. Degradados por los excesos y desórdenes de su
vida, caen fácilmente en el desprestigio y proporcionan numerosas y
excelentes ocasiones a los conspiradores. También puede colocarse la
cólera al lado del odio, puesto que éste como aquélla impulsan a cometer
acciones completamente semejantes, sólo que la cólera es todavía más
activa que el odio, porque conspira con tanto más ardor cuanto que la
pasión no reflexiona. Sobre todo el resentimiento producido por un insulto
es el que excita en los corazones los arrebatos de la cólera, como lo
muestra la caída de Pisistrátidas y de otros muchos. Sin embargo, el odio
es más temible. La cólera va siempre acompañada de cierto sentimiento de
dolor, que no deja lugar a la prudencia; la aversión no tiene dolor que la
turbe en sus empresas.
Resumiendo diremos que todas las causas
de las revoluciones que hemos asignado a la oligarquía exagerada y a la
demagogia extrema, se aplican igualmente a la tiranía, porque tales formas
de gobierno son verdaderas tiranías repartidas entre muchas manos.
El reinado tiene que temer mucho menos
los peligros de fuera, y es lo que garantiza su duración. En ella misma es
donde deben buscarse las causas de su destrucción, que pueden reducirse a
dos: la conjuración de los agentes de que se vale y la tendencia al
despotismo, cuando los reyes pretenden aumentar su poder hasta a costa de
las leyes.
En nuestros días no vemos que se formen
reinados, y los que se forman son más bien monarquías absolutas y tiranías
que reinados. El verdadero reinado es un poder libremente consentido con
prerrogativas superiores. Pero como hoy los ciudadanos valen lo mismo en
general, y ninguno tiene una superioridad tan grande que pueda aspirar
exclusivamente a tan alta posición en el Estado, se sigue que no se presta
asentimiento a la creación de un reinado; y si alguno intenta reinar,
valiéndose de la astucia o de la violencia, se le mira al momento como un
tirano. En los reinados hereditarios es preciso añadir otra causa especial
de destrucción, y es que la mayor parte de estos reyes que lo son por
herencia se hacen bien pronto despreciable o, y no se les consiente ningún
poder excesivo, teniendo en cuenta que poseen, no una autoridad tiránica,
sino una simple dignidad real. Es muy fácil derrocar un reinado, porque no
hay rey desde el momento que no se lo quiere tener; mientras que el
tirano, por lo contrario, se impone a pesar de la voluntad general.
Tales son las principales causas de ruina
para las monarquías, dejando a un lado algunas otras parecidas a
estas.
Capítulo IX
De los medios de conservación en los estados
monárquicos
En general, los Estados monárquicos deben
evidentemente conservarse a virtud de causas opuestas a las de que
acabamos de hablar, según la naturaleza especial de cada uno de ellos. El
reinado, por ejemplo, se sostiene por la moderación. Cuanto menos extensas
son sus atribuciones soberanas, tanta más probabilidad tiene de mantenerse
en toda su integridad. Entonces el rey no piensa en hacerse déspota;
respeta más en todas sus acciones la igualdad común; y los súbditos, por
su parte, están menos inclinados a tenerle envidia. Esto explica la larga
duración del reinado de los molosos. Entre los lacedemonios se ha
sostenido tanto tiempo, porque desde un principio el poder se dividió
entre dos personas, y porque más tarde Teopompo suavizó el reinado creando
otras instituciones, sin contar con el contrapeso que le impuso con el
establecimiento de los éforos. Debilitando el poder del reinado, le dio
más duración; le agrandó de cierta manera, lejos de reducirlo, y cuando su
mujer le dijo que si no le daba vergüenza transmitir a sus hijos el
reinado con menos poder de aquel con que lo había recibido de sus mayores,
le contestó con razón: «No, sin duda; porque se lo dejo mucho más
durable».
Por lo que hace a las tiranías, se
sostienen de dos maneras absolutamente opuestas; la primera es bien
conocida y empleada por casi todos los tiranos. A Periandro de Corinto se
atribuyen todas aquellas máximas políticas de que la monarquía de los
persas nos presenta numerosos ejemplos. Ya hemos indicado algunos de los
medios que la tiranía emplea para conservar su poder hasta donde es
posible. Reprimir toda superioridad que en torno suyo se levante;
deshacerse de los hombres de corazón; prohibir las comidas en común y las
asociaciones; ahogar la instrucción y todo lo que pueda aumentar la
cultura; es decir, impedir todo lo que hace que se tenga valor y confianza
en sí mismo; poner obstáculos a los pasatiempos y a todas las reuniones
que proporcionan distracción al público, y hacer lo posible para que los
súbditos permanezcan sin conocerse los unos a los otros, porque las
relaciones entre los individuos dan lugar a que nazca entre ellos una
mutua confianza. Además, saber los menores movimientos de los ciudadanos,
y obligarles en cierta manera a que no salgan de las puertas de la ciudad,
para estar siempre al corriente de lo que hacen, y acostumbrarles,
mediante esta continua esclavitud, a la bajeza y a la pusilanimidad: tales
son los medios puestos en práctica entre los persas y entre los bárbaros,
medios tiránicos que tienden todos al mismo fin. Pero he aquí otros: saber
todo lo que dicen y todo lo que hacen los súbditos; tener espías
semejantes a las mujeres que en Siracusa se llaman delatoras; enviar, como
Hierón, gentes que se enteren de todo en las sociedades y en la reuniones,
porque es uno menos franco cuando se teme el espionaje, y si se habla,
todo se sabe; sembrar la discordia y la calumnia entre los ciudadanos;
poner en pugna unos amigos con otros, e irritar al pueblo contra las
clases altas, que se procura tener desunidas. A todos estos medios se une
otro procedimiento de la tiranía, que es el empobrecer a los súbditos,
para que por una parte no le cueste nada sostener su guardia, y por otra,
ocupados aquéllos en procurarse los medios diarios de subsistencia, no
tengan tiempo para conspirar. Con esta mira se han elevado las pirámides
de Egipto, los monumentos sagrados de los Cipsélides, el templo de Júpiter
Olímpico por los pisistrátidas y las grandes obras de Polícrates en Samos,
trabajos que tienen un solo y único objeto: la ocupación constante y el
empobrecimiento del pueblo. Puede considerarse como un medio análogo el
sistema de impuestos que regía en Siracusa: en cinco años, Dionisio
absorbía mediante el impuesto el valor de todas las propiedades. También
el tirano hace la guerra para tener en actividad a sus súbditos e
imponerles la necesidad perpetua de un jefe militar. Así como el reinado
se conserva apoyándose en los amigos, la tiranía no se sostiene sino
desconfiando perpetuamente de ellos, porque sabe muy bien que si todos los
súbditos quieren derrocar al tirano, sus amigos son los que, sobre todo,
están en posición de hacerlo.
Los vicios que presenta la democracia
extrema se encuentran también en la tiranía: el permiso a las mujeres, en
el interior de las familias, para que hagan traición a sus maridos, y la
licencia a los esclavos para que denuncien a sus dueños; porque el tirano
nada tiene que temer de los esclavos y de las mujeres; y los esclavos, con
tal que se les deje vivir a su gusto, son muy partidarios de la tiranía y
de la demagogia. El pueblo también a veces hace de monarca; y por esto el
adulador merece una alta estimación, lo mismo de la multitud que del
tirano. Al lado del pueblo se encuentra el demagogo, que es para él un
verdadero adulador; al lado del tirano se encuentran viles cortesanos, que
no hacen otra cosa que adular perpetuamente. Y así, la tiranía sólo quiere
a los malvados, precisamente porque gusta de la adulación, y no hay
corazón libre que se preste a esta bajeza. El hombre de bien sabe amar,
pero no adula. Además, los malos son útiles para llevar a cabo proyectos
perversos; pues «un clavo saca otro clavo», como dice el proverbio. Lo
propio del tirano es rechazar a todo el que tenga un alma altiva y libre,
porque cree que él es el único capaz de tener estas altas cualidades; y el
brillo que cerca de él producirían la magnanimidad y la independencia de
otro cualquiera anonadaría esta superioridad de señor que la tiranía
reivindica para sí sola. El tirano aborrece estas nobles naturalezas, que
considera atentatorias a su poder. También es costumbre del tirano
convidar a su mesa y admitir en su intimidad a extranjeros más bien que a
ciudadanos; porque éstos son a sus ojos enemigos, mientras que aquéllos no
tienen ningún motivo para hacer nada contra su autoridad.
Todas estas maniobras y otras del mismo
género que la tiranía emplea para sostenerse son profundamente
perversas.
En resumen, se las puede clasificar desde
tres puntos de vista principales, que son los fines permanentes de la
tiranía: primero, el abatimiento moral de los súbditos, porque las almas
envilecidas no piensan nunca en conspirar; segundo, la desconfianza de
unos ciudadanos respecto de otros, porque no se puede derrocar la tiranía
mientras los ciudadanos no estén bastante unidos para poder concertarse; y
así es que el tirano persigue a los hombres de bien como enemigos directos
de su poder, no sólo porque éstos rechazan todo despotismo como
degradante, sino porque tienen fe en sí mismos y obtienen la confianza de
los demás, y además son incapaces de hacer traición ni a sí mismos ni a
nadie; por último, el tercer fin que se propone la tiranía es la
extenuación y el empobrecimiento de los súbditos; porque no se emprende
ninguna cosa imposible, y por consiguiente el derrocar a la tiranía,
cuando no hay medios de hacerla. Por tanto, todas las precauciones del
tirano pueden clasificarse en tres grupos, como acabamos de indicar,
pudiendo decirse que todos sus medios de salvación se agrupan alrededor de
estas tres bases: producir la desconfianza entre los ciudadanos,
debilitarles y degradarlos moralmente.
Tal es, pues, el primer método de
conservación para las tiranías.
En cuanto al segundo, los cuidados que él
pide son radicalmente opuestos a todos los que acabamos de indicar. Pueden
deducirse muy bien de lo que hemos dicho sobre las causas que arruinan a
los reinados; porque lo mismo que el reinado compromete su autoridad
queriendo hacerla más despótica, así la tiranía asegura la suya,
haciéndola más real. Sólo que hay aquí un punto esencial que ésta no debe
olvidar: hay que tener siempre la fuerza necesaria para gobernar, no sólo
con el asentimiento público, sino también a pesar de la voluntad general.
Renunciar a esto sería renunciar a la tiranía misma; pero una vez
asegurada esta base el tirano puede en todo lo demás conducirse como un
verdadero rey, o, por lo menos, tomar diestramente todas las apariencias
de tal.
Ante todo, aparentará que se ocupa de los
intereses públicos, y no disipará locamente las ricas ofrendas que el
pueblo le ofrece haciendo tanto sacrificio y que el tirano saca de las
fatigas y del sudor de sus súbditos, para prodigarlas a cortesanos,
extranjeros y artistas codiciosos. El tirano rendirá cuenta de los
ingresos y de los gastos del Estado, cosa que, por cierto, algún tirano ha
hecho; porque esto tiene la ventaja de parecer más bien un administrador
que un déspota; no debiendo temer, por otra parte, que falten nunca fondos
al Estado mientras sea dueño absoluto del gobierno. Si tiene que viajar
lejos de su residencia, vale más tener ya empleado de este modo su dinero
que dejar tras de sí tesoros acumulados; porque entonces aquellos a cuya
custodia él se confía no se sentirán tentados por sus riquezas. Cuando el
tirano hace expediciones teme más a los que le acompañan que a los demás
ciudadanos, porque aquéllos le siguen en su marcha, mientras que éstos se
quedan en la ciudad. Por otra parte, al exigir los impuestos y tributos es
preciso que indique que lo hace consultando el interés de la
administración pública y con el solo objeto de proporcionarse recursos
para el caso de una guerra; en una palabra, debe aparecer como el
guardador y tesorero de la fortuna pública y no de la suya personal.
El tirano no debe ser inaccesible, y en
las entrevistas con sus súbditos debe mantenerse grave, para inspirar, no
temor, pero sí respeto. Esto es muy delicado porque el tirano está siempre
expuesto al desprestigio, y para inspirar respeto debe procurar mucho
adquirir tacto político y en este concepto crearse una inatacable
reputación, aunque sea descuidando otras condiciones. Además, debe
guardarse mucho de insultar a la juventud de uno y otro sexo, e impedir
cuidadosamente que lo hagan los que lo rodean; y las mujeres de que
disponga deben mostrar la misma reserva con las demás mujeres, porque las
querellas femeninas han perdido a más de un tirano. Si gusta del placer,
que no se entregue a él nunca como lo hacen ciertos tiranos de nuestra
época, los cuales, no contentos con sumirse en los placeres desde que
amanece y durante muchos días seguidos, quieren, además, hacer alarde de
su prostitución a la vista de todos los ciudadanos, para que admiren de
esta manera su fortuna y su felicidad. En esto, sobre todo, es en lo que
principalmente debe mostrar moderación el tirano; y si no puede hacerlo,
que por lo menos sepa ocultarse a las miradas de la multitud. No es fácil
sorprender ni despreciar al hombre sobrio y templado, pero sí al que se
embriaga; porque no se sorprende al que vela, sino al que duerme.
El tirano deberá adoptar máximas opuestas
a las antiguas, que, según se dice, tiene en cuenta la tiranía. Es preciso
que embellezca la ciudad como si fuera administrador de ella y no su
dueño. Sobre todo ha de procurar con el mayor esmero dar pruebas de una
piedad ejemplar. No se teme tanto la injusticia de parte de un hombre a
quien se cree religiosamente cumplidor de todos los deberes para con los
dioses; y es más difícil atreverse a conspirar contra él, porque se supone
que el cielo es su aliado. Sin embargo, es preciso que el tirano se guarde
de llevar las apariencias hasta una ridícula superstición. Cuando un
ciudadano se distingue por alguna acción buena, es preciso colmarle tanto
de honores, que crea que no podrá obtener más de un pueblo independiente.
El tirano distribuirá él mismo las recompensas de este género y dejará a
los magistrados inferiores y a los tribunales lo relativo a los castigos.
Todo gobierno monárquico, cualquiera que él sea, debe guardarse de
aumentar excesivamente el poder de un individuo; y si es inevitable, debe
en tal caso prodigar las mismas dignidades a otros muchos, como medio de
mantener entre ellos el equilibrio. Si obliga la necesidad a crear una de
estas brillantes posiciones, que el tirano no se fije en un hombre
atrevido, porque un corazón lleno de audacia está siempre dispuesto a
todo; y si hay necesidad de derrocar alguna alta influencia, que proceda
por grados y cuide de no destruir de un solo golpe los fundamentos en que
la misma descanse.
El tirano no debe permitirse nunca
ultraje de ningún género, y sobre todo ha de evitar dos: el poner la mano
en nadie, quienquiera que sea, y el insultar a la juventud. Esta
circunspección es necesaria, particularmente con los corazones nobles y
altivos. Si las almas codiciosas sufren con impaciencia que se les
perjudique en sus intereses pecuniarios, las almas altivas y honradas
toleran menos un ataque a su honor. Una de dos cosas: o es preciso
renunciar a toda venganza respecto de hombres de este carácter, o los
castigos que se les imponga deben tener un carácter paternal, y sin que
arguyan desprecio. Si el tirano tiene relaciones con la juventud, es
preciso que parezca que cede a la pasión y que no abusa de su poder. En
general, siempre que haya trazas de algo deshonroso, es preciso que la
reparación supere en mucho a la ofensa.
Entre los enemigos que puedan atentar
contra la vida del tirano, los más peligrosos y los que deben ser más
vigilados son aquellos a quienes importa poco su propia vida, con tal que
puedan disponer de la del tirano. Así, es preciso guardarse con el mayor
cuidado de los hombres que creen haber sido insultados o que lo han sido
las personas de su cariño. Cuando uno conspira por resentimiento, no se
cuida de sí mismo, y como dice Heráclito: «el resentimiento es difícil de
combatir, porque entonces se juega la cabeza». Como el Estado se compone
siempre de dos partidos muy distintos, los pobres y los ricos, es preciso
convencer a unos y a otros de que sólo encontrarán seguridad en el poder,
y procurar prevenir entre ellos toda mutua injusticia. Pero de estos dos
partidos, el que es preciso tomar como instrumento de poder es el más
fuerte, a fin de que si llega un caso extremo el tirano no se vea obligado
a dar la libertad a los esclavos o quitar las armas a los ciudadanos. Este
partido por sí solo basta para defender la autoridad, de la que es apoyo,
y para asegurar al tirano el triunfo contra los que le ataquen.
Por lo demás, nos parece inútil entrar en
más pormenores.
El objeto esencial de este capítulo es
bien evidente. Es preciso que el tirano aparezca ante sus súbditos no como
déspota, sino como un administrador, como un rey; no como un hombre que
hace su propio negocio, sino como un hombre que administra los negocios de
los demás. Es preciso que en su conducta muestre moderación y no cometa
excesos. Es preciso que admita a su trato a los ciudadanos distinguidos, y
que con sus maneras se capte el afecto de la multitud. De este modo podrá,
con infalible seguridad, no sólo hacer su autoridad más bella y más
querida, porque sus súbditos serán mejores y no estarán envilecidos, y por
su parte no excitará odios y temores, sino hacer también más durable su
autoridad. En una palabra, es preciso que se muestre completamente
virtuoso, o por lo menos virtuoso a medias, y nunca vicioso, o por lo
menos nunca tanto como se puede ser. Y, sin embargo, y a pesar de todas
estas precauciones, los gobiernos menos estables son la oligarquía y la
tiranía.
La tiranía más larga fue la de Ortógoras
y sus descendientes en Sición, que duró cien años; y duró porque supieron
manejar hábilmente a sus súbditos y someterse ellos mismos en muchas cosas
al yugo de la ley. Clístenes evitó el desprestigio gracias a su capacidad
militar, y puso todo su empeño en granjearse el amor del pueblo; llegando,
según se dice, hasta coronar con sus propias manos al juez que falló
contra él y en favor de su antagonista; y si hemos de creer la tradición,
la estatua que se halla en la plaza pública es la de este juez
independiente. También se cuenta que Pisístrato consintió que le citaran
ante el Areópago. La más larga tiranía que viene en seguida es la de los
Cipsélides en Corinto, que duró setenta y tres años y seis meses.
Cipsélides reinó treinta años, y Periandro cuarenta y cuatro. Psamético,
hijo de Gordio, reinó tres años. Aquellas mismas causas mantuvieron
también por tan largo tiempo la tiranía de Cipsélides, porque era demagogo
y durante todo su reinado no quiso nunca tener satélites. Periandro era un
déspota, pero era un gran general. Después de estas dos primeras tiranías,
es preciso poner en tercer lugar la de los Pisistrátidas en Atenas, pero
ésta tuvo ciertos intervalos. Pisístrato, mientras permaneció en el poder,
se vio obligado a apelar por dos veces a la fuga, y en treinta y tres años
sólo reinó realmente diecisiete, que con dieciocho que reinaron sus hijos
hacen treinta y cinco. Vienen después las tiranías de Hierón y de Gelón en
Siracusa. Esta última no fue larga, y entre ambas duraron dieciocho años.
Gelón murió en el octavo año de su reinado; Hierón reinó diez años;
Trasíbulo fue derrocado a los once meses. Tomadas en conjunto, puede
decirse que las más de las tiranías han tenido una brevísima
existencia.
Tales son, sobre poco más o menos, todas
las causas de destrucción que amenazan a los gobiernos republicanos y a
las monarquías, y tales son los medios de salvación que pueden
mantenerlos.
Capítulo X
Crítica de la teoría de Platón sobre las revoluciones
Sócrates habla también en la
República de las revoluciones, pero no trata bien esta materia.
No fija ninguna causa especial de las mismas en la república perfecta, en
el gobierno modelo. A su parecer, las revoluciones proceden de que nada en
este mundo puede subsistir eternamente, y que todo debe mudar pasado
cierto tiempo; y añade que «aquellas perturbaciones cuya raíz, aumentada
en una tercera parte más cinco, da dos armonías, sólo comienzan cuando el
número ha sido geométricamente elevado al cubo, mediante a que la
naturaleza crea entonces seres viciosos y radicalmente incorregibles».
Esta última parte de su razonamiento no es quizá falsa, porque hay hombres
naturalmente incapaces de educación y de hacerse virtuosos. Pero ¿por qué
esta revolución de que habla Sócrates se aplicaría a esa república que nos
presenta como perfecta, más especialmente que a otro cualquier Estado o a
cualquier otra cosa? ¿Es que en este instante que asigna a la revolución
universal hasta las cosas que no han comenzando a existir a la par
mudarán, sin embargo, a la vez? ¿Es que un ser nacido el primer día de la
catástrofe estará comprendido en ella lo mismo que los demás? Podría
también preguntarse por qué la república perfecta de Sócrates pasa, al
cambiar, al sistema lacedemonio. Un sistema político, cualquiera que él
sea, se transforma más ordinariamente en el que es diametralmente opuesto
a él que en el que es más próximo. Otro tanto puede decirse de todas las
revoluciones que admite Sócrates cuando asegura que el sistema lacedemonio
se transforma en oligarquía, la oligarquía en demagogia, y ésta, por
último, en tiranía. Pero lo que sucede es, precisamente, todo lo
contrario. La oligarquía, por ejemplo, sucede a la demagogia con más
frecuencia que la monarquía. Además, Sócrates no dice si la tiranía está o
no expuesta a tener revoluciones, ni dice las causas que producen éstas,
ni habla del gobierno que reemplaza a aquélla. Se concibe sin dificultad
este silencio, que no le costaba gran trabajo guardar; debía quedar este
punto completamente oscuro, porque, dadas las ideas de Sócrates, es
preciso que de la tiranía se pase a esa primera república perfecta, que él
ha concebido, único medio de recorrer el círculo sin fin de que habla.
Pero la tiranía sucede también a la tiranía, de lo cual es testimonio la
de Clístenes, sucediendo a la de Mirón en Sicione. La tiranía puede
también convertirse en oligarquía, como aconteció con la de Antileón en
Calcis; o en demagogia, como la de Gelón en Siracusa; o en aristocracia,
como la de Carilao en Lacedemonia, y como sucedió en Cartago. La
oligarquía de otro lado se convierte en tiranía, que es lo que sucedió en
otro tiempo con la mayor parte de las oligarquías sicilianas. Recuérdese
también que en Leoncium a la oligarquía sucedió la tiranía de Panecio; en
Gela, la de Cleandro; en Reges, la de Anaxilas, y que podrían citarse
muchas más. También es un error creer que la oligarquía nazca de la
codicia y de las ocupaciones mercantiles de los jefes de Estado. Más
importa averiguar el origen de la opinión de los hombres que tienen gran
fortuna, los cuales creen que no es justa la igualdad política entre los
que tienen y los que no tienen. Casi en ninguna oligarquía los magistrados
pueden dedicarse al comercio, y la ley se lo prohíbe. Pero más aún: en
Cartago, que es un Estado democrático, los magistrados comercian, y, sin
embargo, el Estado no ha experimentado ninguna revolución.
También es muy singular el suponer que
en la oligarquía el Estado se divide en dos partidos, el de los pobres
y el de los ricos; ¿es que, por ventura, es esta condición más propia
de la oligarquía que de la república de Esparta, por ejemplo, o de cualquier
otro gobierno cuyos ciudadanos no poseen una fortuna igual o no son
todos igualmente virtuosos? Aun suponiendo que nadie se empobrezca,
el Estado no por eso deja de pasar menos de la oligarquía a la demagogia,
si la masa de los pobres se aumenta; y de la democracia a la oligarquía,
si los ricos se hacen más poderosos que el pueblo, según que los unos
se abandonan y que los otros se aplican al trabajo. Sócrates desprecia
todas estas diversas causas que producen las revoluciones, para fijarse
en una sola, al atribuir la pobreza exclusivamente a la mala conducta
y a las deudas, como si todos los hombres o casi todos naciesen de la
opulencia. Es este un error grave; y lo cierto es que los jefes de la
ciudad, cuando han perdido su fortuna, pueden apelar a la revolución;
y que cuando ciudadanos oscuros pierden la suya, el Estado no se conserva
por eso menos tranquilo. Estas revoluciones no dan lugar a la demagogia
con más frecuencia que a cualquier otro sistema. Basta una exclusión
política, una injusticia, un insulto, para que tenga lugar una insurrección
y un trastorno en la constitución, sin que las fortunas de los ciudadanos
se resientan en lo más mínimo. La revolución muchas veces no reconoce
otro motivo que esta facultad que se concede a cada cual de vivir como
le acomode, facultad cuyo origen atribuye Sócrates a un exceso de libertad.
En fin, en medio de estas numerosas especies de oligarquías y de democracias,
Sócrates habla de sus revoluciones como si cada una de aquéllas fuese
única en su género.
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