Libro quinto

De la educación en la ciudad perfecta



Capítulo I

Condiciones de la educación

     No puede negarse, por consiguiente, que la educación de los niños debe ser uno de los objetos principales de que debe cuidar el legislador. Dondequiera que la educación ha sido desatendida, el Estado ha recibido un golpe funesto. Esto consiste en que las leyes deben estar siempre en relación con el principio de la constitución, y en que las costumbres particulares de cada ciudad afianzan el sostenimiento del Estado, por lo mismo que han sido ellas mismas las únicas que han dado existencia a la forma primera. Las costumbres democráticas conservan la democracia, así como las costumbres oligárquicas conservan la oligarquía, y cuanto más puras son las costumbres, tanto más se afianza el Estado.

     Todas las ciencias y todas las artes exigen, si han de dar buenos resultados, nociones previas y hábitos anteriores. Lo mismo sucede evidentemente con el ejercicio de la virtud. Como el Estado todo sólo tiene un solo y mismo fin, la educación debe ser necesariamente una e idéntica para todos sus miembros, de donde se sigue que la educación debe ser objeto de una vigilancia pública y no particular, por más que este último sistema haya generalmente prevalecido, y que hoy cada cual educa a sus hijos en su casa según el método que le parece y en aquello que le place. Sin embargo, lo que es común debe aprenderse en común, y es un error grave creer que cada ciudadano sea dueño de sí mismo, siendo así que todos pertenecen al Estado, puesto que constituyen sus elementos y que los cuidados de que son objeto las partes deben concordar con aquellos de que es objeto el conjunto. En este punto nunca se alabará bastante a los lacedemonios. La educación de sus hijos se verifica en común, y le dan una extrema importancia. En nuestra opinión, es de toda evidencia que la ley debe arreglar la educación, y que ésta debe ser pública. Pero es muy esencial saber con precisión lo que debe ser esta educación, y el método que conviene seguir. En general, no están hoy todos conformes acerca de los objetos que debe abrazar; antes, por el contrario, están muy lejos de ponerse de acuerdo sobre lo que los jóvenes deben aprender para alcanzar la virtud y la vida más perfecta. Ni aun se sabe a qué debe darse la preferencia, si a la educación de la inteligencia o a la del corazón. El sistema actual de educación contribuye mucho a hacer difícil la cuestión. No se sabe, ni poco ni mucho, si la educación ha de dirigirse exclusivamente a las cosas de utilidad real, o si debe hacerse de ella una escuela de virtud, o si ha de comprender también las cosas de puro entretenimiento. Estos diferentes sistemas han tenido sus partidarios, y no hay aún nada que sea generalmente aceptado sobre los medios de hacer a la juventud virtuosa; pero siendo tan diversas las opiniones acerca de la esencia misma de la virtud, no debe extrañarse que lo sean igualmente sobre la manera de ponerla en práctica.



Capítulo II

Cosas que debe comprender la educación

     Es un punto incontestable que la educación debe comprender, entre las cosas útiles, las que son de absoluta necesidad, pero no todas sin excepción. Debiendo distinguirse todas las ocupaciones en liberales y serviles, la juventud sólo aprenderá, entre las cosas útiles, aquellas que no tiendan a convertir en artesanos a los que las practiquen. Se llaman ocupaciones propias de artesanos todas aquellas, pertenezcan al arte o a la ciencia, que son completamente inútiles para preparar el cuerpo, el alma o el espíritu de un hombre libre para los actos y la práctica de la virtud. También se da el mismo nombre a todos los oficios que pueden desfigurar el cuerpo y a todos los trabajos cuya recompensa consiste en un salario, porque unos y otros quitan al pensamiento toda actividad y toda elevación. Bien que no haya ciertamente nada de servil en estudiar hasta cierto punto las ciencias liberales; cuando se quiere llevar esto demasiado adelante se está expuesto a incurrir en los inconvenientes que acabamos de señalar. La gran diferencia depende en este caso de la intención que motiva el trabajo o el estudio. Se puede, sin degradarse, hacer para sí, para sus amigos, o con intención virtuosa, una cosa que, hecha de esta manera, no rebaja al hombre libre, pero que, hecha para otros, envuelve la idea del mercenario y del esclavo. Los objetos que abraza la educación actual, lo repito, presentan, en general, este doble carácter, y sirven poco para ilustrar la cuestión. Hoy la educación se compone ordinariamente de cuatro partes distintas: las letras, la gimnástica, la música y, a veces, el dibujo; la primera y la última, por considerarlas de una utilidad tan positiva como variada en la vida; y la segunda, como propia para formar el valor. En cuanto a la música, se suscitan dudas acerca de su utilidad. Ordinariamente, se la mira como cosa de mero entretenimiento, pero los antiguos hicieron de ella una parte necesaria de la educación, persuadidos de que la naturaleza misma, como he dicho muchas veces, exige de nosotros, no sólo un loable empleo de nuestra actividad, sino también un empleo noble de nuestros momentos de ocio. La naturaleza, repito, es el principio de todo. Si el trabajo y el descanso son dos cosas necesarias, el último es, sin contradicción, preferible, pero es preciso el mayor cuidado para emplearlo como conviene. No se dedicará, en verdad, al juego, porque sería cosa imposible hacer aquél el fin mismo de la vida. El juego es principalmente útil en medio del trabajo. El hombre que trabaja tiene necesidad de descanso, y el juego no tiene otro objeto que el procurarlo. El trabajo produce siempre la fatiga y una fuerte tensión de nuestras facultades, y es preciso, por lo mismo, saber emplear oportunamente el juego como un remedio saludable. El movimiento que el juego proporciona afloja el espíritu y le procura descanso mediante el placer que causa.

     El ocio parece asegurarnos también el placer, el bienestar, la felicidad; porque éstos son bienes que alcanzan no los que trabajan, sino los que viven descansados. No se trabaja sino para llegar a un fin que aún no se ha conseguido, y, según opinión de todos los hombres, el bienestar es, precisamente, el fin que debe conseguirse, no mediante el dolor, sino en el seno del placer. Es cierto que el placer no es uniforme para todos, pues cada uno le imagina a su manera y según su temperamento. Cuanto más perfecto es el individuo, más pura es la felicidad que él imagina y más elevado su origen. Y así es preciso confesar que para ocupar dignamente el tiempo de sobra hay necesidad de conocimientos y de una educación especial; y que esta educación y estos estudios deben tener por objeto único al individuo que goza de ellos, lo mismo que los estudios que tienen la actividad por objeto deben ser considerados como necesidades y no tomar nunca en cuenta a los demás. Nuestros padres no han incluido la música en la educación a título de necesidad, porque no lo es; ni a título de cosa útil, como la gramática, que es indispensable en el comercio, en la economía doméstica, en el estudio de las ciencias y en una multitud de ocupaciones políticas; ni como el dibujo, que nos capacita para juzgar mejor las obras de arte; ni como la gimnástica, que da salud y vigor; porque la música no posee, evidentemente, ninguna de estas ventajas. En la música sólo han encontrado una digna ocupación para matar el ocio, y esto han tenido en cuenta en la práctica; porque, según ellos, si hay un solaz digno de un hombre libre, éste es la música. Homero es del mismo dictamen cuando pone en boca de uno de sus héroes estas palabras:

«Convidemos al festín a un cantor armonioso,»

o cuando dice que algunos de sus personajes llaman

«Al cantor, cuya voz sabrá hechizar a todos,»

y en otro pasaje Ulises dice que el más dulce de los placeres para los hombres, cuando se entregan a la alegría,

                «Escuchar en el festín, en que todos toman parte, los acentos del poeta...»




Capítulo III

De la gimnástica como elemento de la educación

     Se debe, pues, reconocer que hay ciertas cosas que es preciso enseñar a los jóvenes, no como cosas útiles o necesarias, sino como cosas dignas de ocupar a un hombre libre, como cosas que son bellas. ¿Hay sólo una ciencia de esta clase?, ¿hay muchas?, ¿cuáles son?, ¿cómo deben enseñarse? He aquí una serie de cuestiones que examinaremos más tarde. Lo que aquí queremos hacer constar es que la opinión de los antiguos sobre los objetos esenciales de la educación coincide con la nuestra, y que de la música pensaban absolutamente lo mismo que nosotros. Añadiremos, también, que si la juventud debe adquirir conocimientos útiles, tales como la gramática, no es sólo a causa de la utilidad especial de estos conocimientos, sino también porque facilitan la adquisición de otros muchos. Otro tanto debe decirse del dibujo. Se aprende éste, no tanto para evitar los errores y equivocaciones en las compras y ventas de muebles, utensilios, como para formar un conocimiento más exquisito de la belleza de los cuerpos. Por otra parte, esta preocupación exclusiva de la idea de utilidad no conviene ni a almas nobles ni a hombres libres.

     Se ha demostrado que se debe pensar en formar las costumbres antes que la razón, y el cuerpo antes que el espíritu; de donde se sigue que es preciso someter los jóvenes al arte de la pedotribia y a la gimnástica: aquélla para procurar al cuerpo una buena constitución; ésta para que adquiera soltura. En los gobiernos, que parecen ocuparse con especial cuidado de la educación de los jóvenes, se intenta las más veces hacer de ellos atletas, lo cual perjudica tanto a la gracia como al crecimiento del cuerpo. Los espartanos evitan esta falta, pero cometen otra; a fuerza de endurecer a los jóvenes, los hacen feroces con el pretexto de hacerlos valientes. Pero, lo repito, no hay que fijarse en su solo fin exclusivamente, y en éste menos que en cualquier otro. Si sólo se intenta inspirar valor, tampoco se consigue por este medio. El valor, lo mismo en los animales que en los hombres, no es patrimonio de los más salvajes, sino que lo es, por el contrario, de los que reúnen la dulzura y la magnanimidad del león. Algunas tribus de las orillas del Ponto Euxino, los aqueos y los heniocos, tienen por costumbre el asesinato y son antropófagos; otras naciones, situadas más al interior, tienen hábitos semejantes, y a veces todavía más horribles; y, sin embargo, no son más que bandoleros y no tienen verdadero valor. Ahí están los mismos lacedemonios, que debieron al principio su superioridad a sus hábitos de ejercicio y de fatiga, y que hoy son sobrepujados por muchos pueblos en la gimnástica y hasta en el combate; y es que su superioridad descansaba no tanto en la educación de su juventud, como en la ignorancia de sus adversarios en gimnástica.

     Es preciso, pues, poner en primer lugar un valor generoso, y no la ferocidad. Desafiar noblemente el peligro no es cualidad propia de un lobo, ni de una bestia salvaje; es propio exclusivamente del hombre valiente. Dando demasiada importancia a esta parte secundaria de la educación, y despreciando los puntos principales de la misma, no hacéis de vuestros hijos más que obreros; habéis querido hacerlos aptos tan sólo para una ocupación de la sociedad, y resulta que son, hasta en esta especialidad, muy inferiores a otros muchos, como lo dice claramente la razón. Es preciso juzgar de las cosas en vista, no de los hechos pasados, sino de los actuales: hoy encontramos rivales tan instruidos como puede serlo uno mismo; en otro tiempo no los había.

     Debe, por tanto, concedérsenos que la ocupación de la gimnástica es necesaria y que los límites que le hemos fijado son los verdaderos. Hasta la adolescencia los ejercicios deben ser ligeros; y se evitará la alimentación demasiado sustanciosa, así como los trabajos demasiado duros, no sea que vayan a detener el crecimiento del cuerpo. El peligro de estas fatigas prematuras se prueba con un notable testimonio: apenas se encuentran en los fastos de Olimpia dos o tres vencedores de los premiados cuando eran niños, que hayan conseguido el premio más tarde en edad madura; los ejercicios demasiado violentos de la primera edad les habían privado de todo su vigor. Los tres años que siguen a la adolescencia serán consagrados a estudios de otro género; y se podrá, ya sin peligro, someterlos en los años siguientes a ejercicios rudos y a un régimen más severo. De esta manera se evitará fatigar a la vez el cuerpo y el espíritu, cuyos trabajos producen, en el orden natural de las cosas, efectos del todo contrarios: los trabajos del cuerpo dañan el espíritu; los trabajos del espíritu son funestos al cuerpo.



Capítulo IV

De la música como elemento de la educación

     Ya hemos expuesto acerca de la música algunos principios dictados por la razón; creemos conveniente volver sobre esta discusión y desarrollarla más, a fin de suministrar alguna dirección a las indagaciones ulteriores que otros podrán hacer sobre esta materia. Dificultoso es decir en qué consiste su poder y cuál es su verdadera utilidad. ¿Es sólo un juego? ¿Es un puro pasatiempo, como el sueño y los placeres de la mesa, entretenimientos poco nobles en sí mismos, sin duda, pero que, como ha dicho Eurípides,

«Nos agradan... y sirven de desahogo?»

     ¿Se debe poner la música al mismo nivel, y tomarla como se toma el vino, no deteniéndose hasta la embriaguez, o como se toma el baile? Hay gentes que dan otro valor a la música. Pero la música, ¿no es más bien uno de los medios de llegar a la virtud? Así como la gimnástica influye en los cuerpos, ¿no puede ella influir en las almas, acostumbrándolas a un placer noble y puro? Y, en fin, ¿no tiene como tercera ventaja, que debe unir se a aquellas dos, la de que, al procurar descanso a la inteligencia, contribuye también a perfeccionarla?

     Se convendrá sin dificultad en que la instrucción que si da a los jóvenes no es cosa de juego. Instruirse no es una burla, y el estudio es siempre penoso. Añadamos que el ocio no conviene durante la infancia, ni en los años que la siguen: el ocio es el término de una carrera; y un ser incompleto no debe, mientras lo sea, detenerse. Si se cree que el estudio de la música, durante la infancia, puede tener por fin el preparar una diversión para la edad viril, para la edad madura, ¿a qué viene adquirir personalmente esta habilidad, en lugar de valerse, para gozar de este placer y alcanzar esta instrucción, del talento de artistas especiales, como hacen los reyes de los persas y de los medos? Los hombres prácticos que se han consagrado a la música como una profesión, ¿no alcanzarán en ella una ejecución mucho más perfecta que los que sólo han dedicado a la misma el tiempo estrictamente necesario para conocerla? Y si cada ciudadano debe hacer personalmente estos largos y penosos estudios, ¿por qué no ha de aprender también los secretos de la cocina, educación que sería completamente absurda? Esta objeción no tiene menos fuerza si se supone que la música forma las costumbres. Porque en este caso también, ¿para qué aprenderla personalmente? ¿No se podrá también gozar con ella, y juzgarla bien, oyéndola a los demás? Los espartanos han adoptado este método, y sin poseer ellos mismos este conocimiento pueden, según se asegura, juzgar muy bien el mérito de la música y decidir si es buena o mala. La misma respuesta puede darse si se pretende que la música es el verdadero placer, el verdadero solaz de los hombres libres. ¿Para qué aprenderla uno mismo, y no gozar de ella mediante la habilidad de otro? ¿No es esta la idea que nos formamos de los dioses? ¿Nos han presentado jamás los poetas a Júpiter cantando y tocando la lira? En una palabra, hay algo de servil en hacerse uno mismo artista de este género en música; y a un hombre libre sólo se le permite en la embriaguez o por pasatiempo.

     Más adelante tendremos quizá ocasión de examinar el valor de todas estas objeciones.



Capítulo V

Continuación de lo relativo a la música como elemento de la educación

     Ante todo, ¿debe la música ser comprendida en la educación o debe ser excluida?; ¿qué es realmente de los tres caracteres que se le atribuyen?; ¿es una ciencia, un juego o un simple pasatiempo? Es posible la duda, porque la música presenta igualmente estos tres caracteres. El juego no tiene otro objeto que la distracción; pero es preciso que ésta sea agradable, porque es un remedio para las penalidades del trabajo. También es preciso que el pasatiempo, honesto como es, sea agradable, porque el bienestar sólo existe mediante estas dos condiciones; y la música, según parecer de todo el mundo, es un delicioso placer, aislado o acompañado por el canto. Museo lo ha dicho:

«El canto, verdadero hechizo de la vida.»

     Y así no deja de tenerse presente en toda reunión, en toda diversión, como un verdadero goce. Este motivo bastaría por sí solo para incluirla en la educación. Todo lo que procura placeres inocentes y puros puede concurrir al fin de la vida, y, sobre todo, puede ser un medio de descanso. Raras veces el hombre consigue el objeto supremo de la vida, pero tiene con frecuencia necesidad de descanso y de diversiones; y aunque no fuera más que por el sencillo placer que causa, siempre se sacaría buen partido de la música tomándola como un pasatiempo. Los hombres hacen a veces del placer el fin capital de la vida; el fin supremo, cuando el hombre lo consigue, procura también, si se quiere, placer; pero no es el placer que se encuentra a cada paso; buscando uno, se fija en otro, y se confunde las más de las veces con lo que debe ser el objeto de todos nuestros esfuerzos. Este fin esencial de la vida no debe buscarse a causa de los bienes que puede darnos; y, de igual modo, los placeres de que aquí se trata se buscan, no por los resultados que deban producir, sino a causa de lo que les ha precedido, es decir, del trabajo y las penalidades. He aquí, sin duda, por qué se cree encontrar la verdadera felicidad en estos placeres, que, sin embargo, no la proporcionan.

     En cuanto a cierta opinión común que recomienda el cultivo de la música, no por sí misma, sino como un utilísimo medio de descanso, puede preguntarse, aun aceptándola, si la música es verdaderamente cosa tan secundaria, y si no se le puede asignar un fin más noble que aquel vulgar empleo. ¿Es posible que no pueda esperarse de ella otra cosa que este vano placer que excita en todos los hombres? Porque no se puede negar que causa un placer físico que encanta sin distinción a todas las edades y a todos los caracteres. ¿o es cosa que debe averiguarse si ejerce algún influjo en los corazones y en las almas? Para demostrar su poder moral, bastaría probar que puede modificar nuestros sentimientos. Y, ciertamente, los modifica. Véase la impresión que producen en los oyentes las obras de tantos músicos, sobre todo de Olimpo. ¿Quién negará que entusiasma a las almas? ¿Y qué es el entusiasmo más que una modificación puramente moral? Basta, para renovar las vivas impresiones que la música nos proporciona, oírla repetir aunque sea sin el acompañamiento o sin la letra.

     La música es, pues, un verdadero goce; y como la virtud consiste en saber gozar, amar, aborrecer, como pide la razón, se sigue que nada es más digno de nuestro estudio y de nuestros cuidados que el hábito de juzgar sanamente las cosas y de poner nuestro placer en las sensaciones honestas y en las acciones virtuosas. Ahora bien, nada hay tan poderoso como el ritmo y el canto de la música, para imitar, aproximándose a la realidad tanto como es posible, la cólera, la bondad, el valor, la misma prudencia, y todos los sentimientos del alma, como igualmente todos los opuestos a éstos. Los hechos bastan para demostrar cómo la simple narración de cosas de este género puede mudar la disposición del alma; y cuando en presencia de simples imitaciones se deja uno llevar del dolor y de la alegría, se está muy cerca de sentir las mismas afecciones en presencia de la realidad. Si al ver un retrato, siente uno placer sólo con mirar la copia que tiene delante de sus ojos, se consideraría ciertamente dichoso si llegara a contemplar a la persona misma, cuya imagen tanto le había encantado. Los demás sentidos, como el tacto y el gusto, no reproducen ni poco ni mucho las impresiones morales; el sentido de la vista lo hace suavemente y por grados, y las imágenes a que aplicamos este sentido concluyen poco a poco por obrar sobre los espectadores que las contemplan. Pero ésta no es, precisamente, una imitación de las afecciones morales; no es más que el signo revestido con la forma y el color que ellas toman, limitándose a las modificaciones puramente corporales que revelan la pasión. Pero cualquiera que sea la importancia que se atribuya a estas sensaciones de la vista, jamás se aconsejará a la juventud que contemple las obras de Pauson, mientras que se le pueden recomendar las de Polignoto o las de cualquier otro pintor que sea tan moral como él.

     La música, por el contrario, es evidentemente una imitación directa de las sensaciones morales. Cada vez que las armonías varían, las impresiones de los oyentes mudan a la par que cada una de ellas y las siguen en sus modificaciones. Al oír una armonía lastimosa, como la del modo llamado mixolidio, el alma se entristece y se comprime; otras armonías enternecen el corazón, y son las menos graves; entre estos extremos hay otra que proporciona al alma una calma perfecta, y este es el modo dórico, único que, al parecer, causa esta última impresión; el modo frigio, por el contrario, nos llena de entusiasmo. Estas diversas cualidades de la armonía han sido bien comprendidas por los filósofos que han tratado de esta parte de la educación, y su teoría no se apoya sino en el testimonio de los hechos. Los ritmos no varían menos que los modos. Los unos calman el alma, los otros la conmueven; pudiendo ser las formas de estos últimos más o menos vulgares, de mejor o peor gusto.

     Es, por tanto, imposible, vistos todos estos hechos, no reconocer el poder moral de la música; y puesto que este poder es muy verdadero, es absolutamente necesario hacer que la música forme parte de la educación de los jóvenes. Este estudio guarda también una perfecta analogía con las condiciones de esta edad, que jamás sufre con paciencia lo que le causa fastidio, y la música, por su naturaleza, no lo causa nunca. La armonía y el ritmo parecen cosas inherentes a la naturaleza humana, y algunos sabios no han temido sostener que el alma no es más que una armonía, o, por lo menos, que es armoniosa.



Capítulo VI

Continuación de lo relativo a la música

     Pero ¿debe enseñarse a los jóvenes a ejecutar por sí mismos la música vocal y la instrumental? Esta es una cuestión que ya indicamos antes, y que ahora vamos a tratar. No se puede negar que la influencia moral de la música varía necesariamente mucho, según que se practique o no personalmente, porque es imposible, o, por lo menos, muy difícil ser buen juez en cosas que uno no practica por sí mismo. Además, la infancia necesita una ocupación manual. El mismo sonajero de Arquitas no fue mala invención, puesto que, haciendo que los niños tuviesen las manos ocupadas, les impedía romper alguna cosa en la casa, porque los niños no pueden estar quietos ni un solo instante. El sonajero es un juguete excelente para la primera edad, y el estudio es el sonajero de la edad que sigue; y aunque no sea más que por esto, nos parece evidente que es preciso enseñar también a los jóvenes a cultivar por sí mismos la música. Es fácil, por otra parte, determinar hasta dónde debe extenderse este estudio en las diferentes edades, para que no exceda los límites debidos, a fin de poder rechazar las objeciones de los que pretenden que la música sólo puede crear virtudes vulgares. Por lo pronto, puesto que para juzgar bien en este arte es preciso practicarlo por sí mismo, concluyo de aquí que es necesario que los jóvenes aprendan a ejecutar la música. Más tarde podrán abandonar este trabajo personal, pero entonces serán capaces de apreciar y de gozar como es debido de las obras de mérito, gracias a los estudios que han hecho cuando eran jóvenes. En cuanto al inconveniente que se pone a veces a la ejecución musical diciendo que ella reduce al hombre al papel de simple artista, basta para contestar a este cargo precisar lo que conviene exigir en punto al talento de ejecución musical a los hombres que hayan de formarse en la virtud política; qué cantos y qué ritmos se les debe obligar a aprender y qué instrumentos deben estudiar. Todas estas distinciones son muy importantes, puesto que, mediante ellas, se puede responder a los que hablan de aquel supuesto inconveniente, porque no niego que cierta clase de música produce el mal efecto que se denuncia. Es preciso, pues, evidentemente, reconocer que el estudio de la música no debe perjudicar en nada a la carrera ulterior que se emprenda; que no debe degradar el cuerpo, haciéndolo incapaz de las fatigas de la guerra o de las ocupaciones políticas; en fin, que no debe ser un obstáculo a que a la sazón se practiquen los ejercicios del cuerpo, ni más tarde se adquieran los conocimientos serios. Para que el estudio de la música sea verdaderamente lo que debe ser no se ha de aspirar ni a formar discípulos que hayan de presentarse en los concursos solemnes de artistas, ni a enseñar a los jóvenes esos vanos prodigios de ejecución que en nuestros días han comenzado por introducirse en los conciertos, y que han pasado después a la esfera de la educación común. De estas delicadezas del arte sólo debe tomarse lo necesario para sentir toda la belleza de los ritmos y de los cantos, y tener para apreciar la música un sentimiento más completo que el vulgar que produce hasta en algunas especies de animales, así como en la muchedumbre de esclavos y de niños.

     Con arreglo a los mismos principios se han de elegir los instrumentos para esta parte de la educación. Es preciso proscribir la flauta y los instrumentos de que sólo se sirven los artistas, como la cítara y los que a ella se parecen; y admitir solamente los que son propios para formar el oído y desenvolver generalmente la inteligencia. La flauta, por otra parte, no es instrumento moral; sólo es buena para excitar las pasiones, y se debe limitar su uso a aquellas circunstancias en que nos proponemos corregir más bien que instruir. Además, otro de los inconvenientes de la flauta, desde el punto de vista de la educación, es que impide el uso de la palabra mientras se la estudia. No sin razón han renunciado a ella hace mucho tiempo los jóvenes y los hombres libres, por más que en un principio se les obligara a estudiarla. Tan pronto como nuestros padres pudieron gustar las dulzuras del ocio, como resultado de su prosperidad, se consagraron con un ardor magnánimo a la virtud, y, orgullosos de sus campañas pasadas y, sobre todo, de sus victorias en la Guerra Médica, cultivaron todas las ciencias con más pasión que discernimiento y elevaron el arte de la flauta a la dignidad de ciencia. Se vio en Lacedemonia a un corista dar el tono al coro, tocando él mismo la flauta; y en Atenas este gusto se hizo tan nacional que no había hombre libre que no aprendiese este arte; como lo prueba bien el cuadro que Trasipo consagró a los dioses cuando tomó a su cargo la representación de una de las comedias de Ecfantides. Pero la experiencia hizo que bien pronto se desechara la flauta, cuando se reflexionó con más detenimiento sobre lo que podía contribuir o perjudicar a la virtud. Se proscribieron también muchos de los antiguos instrumentos, los pectides, los barbitonos, los que sólo excitan en los oyentes ideas voluptuosas, los heptágonos, los trígonos y los sambucos, y todos los que exigen un extremado ejercicio de la mano. Una antigua tradición mitológica, que es muy razonable, proscribe asimismo la flauta, diciéndonos que Minerva, que la había inventado, no tardó en abandonarla. Se ha dicho también, con mucha gracia, que la antipatía de la diosa a este instrumento procedía de que afeaba el semblante; pero puede creerse que Minerva rechazaba el estudio de la flauta porque no sirve para perfeccionar la inteligencia, ya que, realmente, Minerva es a nuestros ojos el símbolo de la ciencia y del arte.



Capítulo VII

Conclusión de lo relativo a la música

     En punto a instrumentos y a ejecución, rechazamos, por tanto, aquellos estudios que son propios de los que se dedican a ser profesores, esto es, de los que se destinan a tomar parte en los combates solemnes de la música. Los que tal hacen no se proponen mejorarse a sí mismos moralmente, sino que sólo tienen en cuenta el placer grosero de los futuros oyentes. Y así no considero esta como una ocupación digna de un hombre libre y sí como un trabajo de mercenario, que sólo sirve para hacer artistas de profesión. El fin a que el artista aspira en este caso con el mayor empeño es malo, porque tiene que rebajar su obra poniéndola al alcance de los espectadores, cuya grosería envilece muchas veces a los artistas que intentan complacerles, degradando hasta su cuerpo a causa de los movimientos que han de hacer para tocar su instrumento.

     En cuanto a armonías y a ritmos, ¿se deben incluir todos indistintamente en la educación, o se deben elegir algunos? ¿Admitiremos solamente, como hacen hoy los que se ocupan de esta parte de la enseñanza, dos elementos en música, la melopea y el ritmo, o añadiremos uno más? Importa conocer con precisión el poder de la melopea y del ritmo desde el punto de vista de la educación. ¿Debe preferirse la perfección de la una o la de la otra? Como todas estas cuestiones han sido, a nuestro parecer, muy discutidas por algunos músicos de profesión y por algunos filósofos que practicaron la misma enseñanza de la música, recomendamos los exactos pormenores de sus obras a todos los que quieran profundizar esta materia; y ya que aquí tratamos de la música sólo desde el punto de vista del legislador, nos limitaremos a algunas generalidades fundamentales.

     Admitimos la división de los cantos hecha por algunos filósofos, y distinguimos, como ellos, el canto moral, el animado y el apasionado. Dentro de la teoría de estos autores, cada uno de estos cantos corresponde a una armonía especial, que es análoga a él. Partiendo de estos principios creemos que de la música se puede sacar más de un género de utilidad, puesto que puede servir a la vez para instruir el espíritu y para purificar el alma. Decimos aquí, en general, que puede purificar el alma, pero ya trataremos este punto con más claridad en nuestros estudios sobre la Poética. En tercer lugar, la música puede emplearse como un solaz y servir para distraer el espíritu y procurarle descanso después del trabajo. Igual uso deberá hacerse, evidentemente, de todas las armonías, pero con fines diversos en cada una de ellas. Para el estudio se escogerán las más morales; y para los conciertos, en lo que uno oye pero no toca, se escogerán las animadas y apasionadas. Estas impresiones que ciertas almas experimentan de un modo tan poderoso, alcanzan a todos los hombres, aunque en grados diversos; porque todos, sin excepción, se ven arrastrados por la música a la compasión, al temor, al entusiasmo. Algunos se dejan dominar más fácilmente que otros por estas impresiones; y así puede verse cómo, después de haber oído una música que ha conmovido su alma, se tranquilizan de repente al escuchar los cantos sagrados, que vienen a ser para ésta una especie de curación y purificación moral. Estos cambios bruscos tienen lugar también necesariamente en aquellas almas que se dejan arrastrar por el encanto de la música a la compasión, al terror, o a cualquier otra pasión. Cada oyente se siente conmovido, según que estas sensaciones han influido más o menos en él; pero todos han experimentado una especie de purificación y se sienten aliviados de este peso por el placer que han experimentado. Por el mismo motivo, los cantos que purifican el alma nos producen una alegría pura; y deben dejarse estas armonías y estos cantos tan impresionables a los músicos que tocan en el teatro. Pero los oyentes son de dos especies; unos que son libres e ilustrados, y otros, artesanos y groseros mercenarios, que tienen necesidad de juegos y espectáculos para descansar de sus fatigas. Como en estas naturalezas inferiores el alma se ha torcido y separado de su debido camino, tiene necesidad de armonías tan degradadas como ella y de cantos de un color falso y de una rudeza que no pierden jamás. Cada cual sólo encuentra placer en lo que responde a su naturaleza, y he aquí por qué concedemos a los artistas que han de disputarse el premio el derecho de acomodar la música a los groseros oídos de los que deben escucharla.

     Pero en la educación, lo repito, sólo se admitirán los cantos y las armonías que tiene un carácter moral, como, por ejemplo, según hemos dicho ya, la armonía dórica. También es preciso aceptar cualquiera otra que propongan los versados en la teoría filosófica o en la enseñanza de la música. Sócrates, en la República de Platón, al no admitir más que el modo frigio al lado del dórico, incurre en una equivocación tanto más extraña cuanto que ha proscrito el estudio de la flauta. Es el modo frigio en las armonías poco más o menos lo que la flauta entre los instrumentos, puesto que ambos producen igualmente en el alma sensaciones impetuosas y apasionadas. La poesía misma lo prueba bien, porque en los cantos que consagra a Baco y en todas sus producciones análogas a éstas exige, ante todo, el acompañamiento de la flauta. En los cantos frigios es donde particularmente tiene lugar este género de poesía, por ejemplo, el ditirambo, cuyo carácter completamente frigio nadie desconoce. Las gentes versadas en estas materias citan de esto muchos ejemplos, entre otros, el de Filóxeno, el cual, después de haber intentado componer su ditirambo, las Fábulas, según el modo dórico, se vio obligado, por la naturaleza misma de su poema, a emplear el modo frigio, único que convenía bien en aquel caso.

     En cuanto a la armonía dórica, todos convienen en que tiene más gravedad que todas las demás, y que su tono es más varonil y más moral. Partidarios declarados, como lo somos nosotros, del principio que busca siempre el término medio entre los extremos, sostendremos que la armonía dórica, que es la que tiene este carácter entre todas las demás, debe ser evidentemente enseñada con preferencia a la juventud. Dos cosas deben tenerse aquí presentes: lo posible y lo oportuno; porque lo posible y lo oportuno son principios que deben guiar a todos los hombres; pero la edad de los individuos es la única que puede determinar lo uno y lo otro. A los hombres fatigados por la edad les sería muy difícil modular cantos vigorosamente sostenidos, y la naturaleza misma les inspira más bien modulaciones suaves y dulces. Así es que algunos autores que se han ocupado de la música han echado en cara a Sócrates, y con razón, el haber proscrito las armonías dulces de la educación, con el pretexto de que sólo eran propias de la embriaguez. Sócrates se ha equivocado al creer que tenía que ver con la embriaguez, cuyo carácter consiste en una especie de frenesí, mientras que el de los cantos no es más que el de una dulce dejadez. Cuando llega la época próxima a la edad senil es bueno estudiar las armonías y los cantos de esta especie, y hasta creo que se podría encontrar entre ellos uno que convendría perfectamente a la infancia, y que reuniría, a la vez, la decencia y la instrucción; y, a nuestro juicio, tal sería con preferencia a cualquiera otro el modo lidio. Y así en punto a educación musical, se requieren esencialmente tres cosas: primero, evitar todo exceso; segundo, hacer lo que sea posible, y, finalmente, hacer lo que sea oportuno.



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