Discurso del Metodo
Prólogo
Vitam impendere vero
El Discurso del Método es una obra de plenitud mental. Exceptuando algunos
diálogos de Platón, no hay libro alguno que lo supere en profundidad
y en variedad de intereses y sugestiones. Inaugura la filosofía moderna;
abre nuevos cauces a la ciencia; ilumina los rasgos esenciales de la literatura
y del carácter franceses; en suma, es la autobiografía espiritual
de un ingenio superior, que representa, en grado máximo, las más
nobles cualidades de una raza nobilísima.
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No podemos aspirar, en este breve prólogo, a presentar el pensamiento
y la obra de Descartes en la riquísima diversidad de sus matices filosóficos,
literarios, científicos, artísticos, políticos y aun técnicos.
Nos limitaremos, pues, a la filosofía; y aun dentro de este terreno,
expondremos sólo los temas generales de mayor virtualidad histórica.
El pensamiento cartesiano es como el pórtico de la filosofía moderna.
Los rasgos característicos de su arquitectura se encuentran reproducidos,
en líneas generales, en la estructura y economía ideológica
de los sistemas posteriores. Descartes propone un grupo de problemas a la reflexión
filosófica, y ésta se emplea en descifrarlos durante más
de un siglo; hasta que una nueva transformación del punto de vista trae
a los primeros planos de la conciencia nuevos intereses especulativos y prácticos,
que inician nuevos métodos y orientaciones del pensamiento. Kant es quien,
por una parte, remata y cierra el ciclo cartesiano y, por otra, inaugura un
nuevo modus philosophandi. La historia de la filosofía no es, como muchos
creen, una confusa y desconcertante sucesión de doctrinas u opiniones
heterogéneas, sino una razonable continuidad de ordenadas superaciones.
El Renacimiento
Sin embargo, la gran dificultad que se presenta al historiador del cartesianismo
es la de encontrar el entronque de Descartes con la filosofía precedente.
No es bastante, claro está, señalar literales consecuencias entre
Descartes y San Anselmo, ni hacer notar minuciosamente que ha habido en el siglo
XV y XVI tales o cuales filósofos que han dudado, y hasta elogiado la
duda, o que han hecho de la razón natural el criterio de la verdad, o
que han escrito sobre el método, o que han encomiado las matemáticas.
Nada de eso es antecedente histórico profundo, sino a lo sumo coincidencias
de poca monta, superficiales, externas, verbales. En realidad, Descartes, como
dice Hamelin, "parece venir inmediatamente después de los antiguos".
Pero entre Descartes y la escolástica hay un hecho cultural -no sólo
científico-, de importancia incalculable: el Renacimiento. Ahora bien,
el Renacimiento está en todas partes más y mejor representado
que en la filosofía. Está eminentemente expreso en los artistas,
en los poetas, en los científicos, en los teólogos, en Leonardo
de Vinci, en Ronsard, en Galileo, en Lutero, en el espíritu, en suma,
que orea con un nuevo y reconfortante aliento las fuerzas todas de la producción
humana. A este espíritu renacentista hay que referir inmediatamente la
filosofía cartesiana. Descartes es el primer filósofo del Renacimiento.
La Edad Media no ha sido seguramente una época bárbara y oscura.
Hay, sin duda, en el juicio corriente que hacemos de ese período, un
error de perspectiva, o, mejor dicho, un error de visión que proviene
de que la vivísima luz del Renacimiento nos ciega y deslumbra, impidiéndonos
ver bien lo que queda allende esta aurora. Pero es innegable que el pensamiento
científico y filosófico necesita, como condición para su
desarrollo, un medio apropiado que fomente la libre reflexión individual.
Cuando la conciencia del individuo queda reducida a reflejar la conciencia colectiva
del grupo social, el pensamiento se hace siervo de los dogmas colectivos; el
hombre se recluye en el organismo superior de la nación o clase, y el
concepto de lo humano se disuelve y desaparece bajo el montón de reales
jerarquías y de objetivas imposiciones sociales. Así, cuando en
el siglo XVI el espíritu comienza a desligarse de los estrechos lazos
que lo tenían opreso, esta liberación aparece como un descubrimiento
del. hombre por el hombre. Como un soldado que, después del combate,
en medio de un montón de cadáveres, vuelve poco a poco a la vida,
se palpa, respira, alza la vista, extiende los brazos y parece convencerse al
fin de su propia existencia, así también el Renacimiento posee
la fragante ingenuidad alegre de quien por primera vez se descubre a sí
mismo y exclama: "Yo soy un ser que piensa, siente, quiere, ama y odia;
esta naturaleza que me rodea es bella y luminosa, y la vida nos ha sido dada
por un Dios justo y benévolo, para vivirla con entereza y plenitud."
La conciencia individual es el más grande invento del nuevo modo de pensar.
Y todo en la ciencia, en el arte, en la sensibilidad renacentista se orienta
hacia esa exaltación de la subjetividad del hombre. El criterio de autoridad
abandona su puesto a la convicción íntima basada en la evidencia.
Las oscuras entidades metafísicas se deshacen en la clara sucesión
de razones matemáticas. La desconfianza, el odio hacia la naturaleza,
son sustituidos por una optimista y alegre visión de las infinitas bondades
que moran en el impulso espontáneo, en el directo hacer de las cosas.
El universo es como un libro en donde está escrita la verdad suprema.
Y para entender la lengua en que está compuesto, no hace falta más
que la razón misma del hombre, la matemática aplicada a la experiencia.
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Así, pues, por una parte, la exigencia máxima del espíritu
científico es, en el Renacimiento, la claridad evidente de la razón
individual; por otra parte, la solidez de la nuova scienza proviene ante todo
de su carácter matemático y experimental; en fin, la fuente purísima
de todo valor, especulativo y práctico, se encuentra ahora en el sujeto,
en la interioridad de la reflexión personal creadora. Todos estos nuevos
anhelos, esa nueva sensibilidad teórica y moral, imponen nuevos rumbos
al pensamiento filosófico; danle por de pronto libertad para manifestarse
original y creador; pero también le indican una orientación inédita,
y, por decirlo así, un problema virgen: hallar una definición
del hombre que baste a explicar la objetividad de su producción científica
y artística. Descartes es el primero que sistemáticamente edifica
la filosofía de este nuevo mundo mental.
Vida de Descartes
Nació Renato Descartes en La Haya, aldea de la Touraine, el 31 de mayo
de 1596. Era de familia de magistrados, nobleza de toga. Su padre fue consejero
en el Parlamento de Rennes, y el amor a las letras era tradicional en la familia.
"Desde niño -cuenta Descartes en el Discurso del Método-
fui criado en el cultivo de las letras." Efectivamente, muy niño
entró en el colegio de la Flèche, que dirigían los jesuitas.
Allí recibió una sólida educación clásica
y filosófica, cuyo valor y utilidad ha reconocido Descartes en varias
ocasiones. Habiéndole preguntado cierto amigo suyo si no sería
bueno elegir alguna universidad holandesa para los estudios filosóficos
de su hijo, contestóle Descartes: "Aun cuando no es mi opinión
que todo lo que en filosofía se enseña sea tan verdadero como
el Evangelio, sin embargo, siendo esa ciencia la clave y base de las demás,
creo que es muy útil haber estudiado el curso entero de filosofía
como lo enseñan los jesuitas, antes de disponerse a levantar el propio
ingenio por encima de la pedantería y hacerse sabio de la buena especie.
Debo confesar, en honor de mis maestros, que no hay lugar en el mundo en donde
se enseñe mejor que en la Flèche."
El curso de filosofía duraba tres años. El primero se dedicaba
al estudio de la lógica de Aristóteles. Leíanse y comentábanse
la Introducción de Porfirio, las Categorías, el Tratado de la
interpretación, los cinco primeros capítulos de los Primeros analíticos,
los ocho libros de los Tópicos, los Últimos analíticos,
que servían de base a un largo desarrollo de la teoría de la demostración,
y, por último, los diez libros de la Moral. En el segundo año
estudiábanse la Física y las Matemáticas; en el tercer
año se daba la Metafísica de Aristóteles. Las lecciones
se dividían en dos partes: primero el maestro dictaba y explicaba Aristóteles
o Santo Tomás; luego el maestro proponía ciertas quæstiones
sacadas del autor y susceptibles de diferentes interpretaciones. Aislaba la
quæstio y la definía claramente, la dividía en partes, y
la desenvolvía en un magno silogismo, cuya mayor y menor iba probando
sucesivamente. Los ejercicios que hacían los alumnos consistían
en argumentaciones o disputas. Al final del año algunos de estos certámenes
eran públicos.
Sabemos el nombre del profesor de filosofía que tuvo Descartes en la
Flèche. Fue el padre Francisco Véron. Pero en realidad la enseñanza
era totalmente objetiva e impersonal. Las normas de estos estudios estaban minuciosamente
establecidas en órdenes y estatutos de la Compañía... "Cuiden
muy bien los maestros de no apartarse de Aristóteles, a no ser en lo
que haya de contrario a la fe o a las doctrinas universalmente recibidas...
Nada se defienda ni se enseñe que sea contrario, distinto o poco favorable
a la fe, tanto en filosofía como en teología. Nada se defienda
que vaya contra los axiomas recibidos por los filósofos, como son que
sólo hay cuatro géneros de causas, que sólo hay cuatro
elementos, etc.... etcétera...
Semejante enseñanza filosófica no podía por menos de despertar
el anhelo de la libertad en un espíritu de suyo deseoso de regirse por
propias convicciones. Descartes, en el Discurso del Método, nos da claramente
la sensación de que ya en el colegio sus trabajos filosóficos
no iban sin ciertas íntimas reservas mentales. Su juicio sobre la filosofía
escolástica, que aprendió, como se ha visto, en toda su pureza
y rigidez, es por una parte benévolo y por otra radicalmente condenatorio.
Concede a esta educación filosófica el mérito de aguzar
el ingenio y proporcionar agilidad al intelecto; pero le niega, en cambio, toda
eficacia científica: no nos enseña a descubrir la verdad, sino
sólo a defender verosímilmente todas las proposiciones.
Salió Descartes de la Flèche, terminados sus estudios, en 1612,
con un vago, pero firme, propósito de buscar en sí mismo lo que
en el estudio no había podido encontrar. Este es el rasgo renacentista
que, desde el primer momento, mantiene y sustenta toda la peculiaridad de su
pensar. Hallar en el propio entendimiento, en el yo, las razones últimas
y únicas de sus principios, tal es lo que Descartes se propone. Toda
su psicología de investigador está encerrada en estas frases del
Discurso del Método: "Y no me precio tampoco de ser el primer inventor
de mis opiniones, sino solamente de no haberlas admitido ni porque las dijeran
otros ni porque no las dijeran, sino sólo porque la razón me convenció
de su verdad."
Después de pasar ocioso unos años en París, deseó
recorrer el mundo y ver de cerca las comedias que en él se representan;
pero "más como espectador que como actor". Entró al
servicio del príncipe Guillermo de Nassau y comenzaron los que pudiéramos
llamar sus años de peregrinación. Guerreó en Alemania y
Holanda; sirvió bajo el duque de Baviera; recorrió los Países
Bajos, Suecia, Dinamarca. Refiérenos en el Discurso del Método
cómo en uno de sus viajes comenzó a comprender los fundamentos
del nuevo modo de filosofar. Su naturaleza, poco propicia a la exaltación
y al exceso sentimental, debió, sin embargo, sufrir en estos meses un
ataque agudo de entusiasmo; tuvo visiones y oyó una voz celeste que le
encomendaba la reforma de la filosofía; hizo el voto, que cumplió
más tarde, de ir en romería a Nuestra Señora de Loreto.
Permaneció en París dos años; asistió, como voluntario
del ejército real, al sitio de la Rochela y, en 1629, dio fin a este
segundo período de su vida de soldado dilettante, viajero y observador.
Decidió consagrarse definitivamente a la meditación y al estudio.
París no podía convenirle; demasiados intereses, amigos, conversaciones,
visitas, perturbaban su soledad y su retiro. Sentía, además, con
aguda penetración, que no era Francia el más cómodo y libre
lugar para especulaciones filosóficas, y, con certero instinto, se recluyó
en Holanda. Vivió veinte años en este país, variando su
residencia a menudo, oculto, incógnito, eludiendo la ociosa curiosidad
de amigos oficiosos e importunos. Durante estos veinte años escribió
y publicó sus principales obras: El Discurso del Método, con la
Dióptrica, los Meteoros y la Geometría, en 1637; las Meditaciones
metafísicas, en 1641 (en 1647 se publicó la traducción
francesa del duque de Luynes, revisada por Descartes); los Principios de la
filosofía, en 1644 (en latín primero, y luego, en 1647, en francés);
el Tratado de las pasiones humanas, en 1650.
Su nombre fue pronto celebérrimo y su persona y su doctrina pronto fueron
combatidas. Uno de los adeptos del cartesianismo, Leroy, empezó a exponer
en la Universidad de Utrecht los principios de la filosofía nueva. Protestaron
violentos los peripatéticos, y emprendieron una cruzada contra Descartes.
El rector Voetius acusó a Descartes de ateísmo y de calumnia.
Los magistrados intervinieron, mandando quemar por el verdugo los libros que
contenían la nefanda doctrina. La intervención del embajador de
Francia logró detener el proceso. Pero Descartes hubo de escribir y solicitar
en defensa de sus opiniones, y aunque al fin y al cabo obtuvo reparación
y justicia, esta lucha cruel, tan contraria a su modo de ser pacífico
y tranquilo, acabó por hastiarle y disponerle a aceptar los ofrecimientos
de la reina Cristina de Suecia.
Llegó a Estocolmo en 1649. Fue recibido con los mayores honores. La corte
toda se reunía en la biblioteca para oírle disertar sobre temas
filosóficos, de física o de matemáticas. Poco tiempo gozó
Descartes de esta brillante y tranquila situación. En 1650, al año
de su llegada a Suecia, murió, acaso por no haber podido resistir su
delicada constitución los rigores de un clima tan rudo. Tenía
cincuenta y tres años.
En 1667 sus restos fueron trasladados a París y enterrados en la iglesia
de Saint-Etienne du Mont. Comenzó entonces una fuerte persecución
contra el cartesianismo. El día del entierro disponíase el P.
Lallemand, canciller de la Universidad, a pronunciar el elogio fúnebre
del filósofo, cuando llegó una orden superior prohibiendo que
se dijera una palabra. Los libros, de Descartes, fueron incluidos en el índice,
si bien con la reserva de donec corrigantur. Los jesuitas excitaron la Sorbona
contra Descartes, y pidieron al Parlamento la proscripción de su filosofía.
Algunos conocidos clérigos hubieron de sufrir no poco por su adhesión
a las ideas cartesianas. Durante no poco tiempo fue crimen en Francia el declararse
cartesiano.
Después de la muerte del filósofo, publicáronse: El mundo,
o tratado de la luz (París, 1677). Cartas de Renato Descartes sobre diferentes
temas, por Clerselier (París, 1667). En la edición de las obras
póstumas de Amsterdam (1701), se publicó por vez primera el tratado
inacabado: Regulæ ad directionem ingenii, importantísimo para el
conocimiento del método.
La mejor edición de Descartes es la de Ch. Adam y P. Tannery, París
1897-1909.
Sobre Descartes, además de las historias de la filosofía, pueden
leerse en francés:
L. Liard. Descartes.
O. Hamelin. Le système de Descartes. París, 1911.
El Método
Los orígenes del método están, según nos cuenta
Descartes (Discurso), en la lógica, el análisis geométrico
y el álgebra. Conviene ante todo insistir en que el gravísimo
defecto de la lógica de Aristóteles es, para Descartes, su incapacidad
de invención. El silogismo no puede ser método de descubrimiento,
puesto que las premisas -so pena de ser falsas- deben ya contener la conclusión.
Ahora bien, Descartes busca reglas fijas para descubrir verdades, no para defender
tesis o exponer teorías. Por eso el procedimiento matemático es
el que, desde un principio, llama poderosamente su atención; este procedimiento
se encuentra realizado con máxima claridad y eficacia en el análisis
de los antiguos. Según Euclides el análisis consiste en admitir
aquello mismo que se trata de demostrar y, partiendo de ahí, reducir,
por medio de consecuencias, la tesis a otras proposiciones ya conocidas. Descartes
explica también lo que es el análisis en un pasaje de la Geometría:
"... Si se quiere resolver un problema, hay que considerarlo primero como
ya resuelto y poner nombres a todas las líneas que parecen necesarias
para construirlo, tanto a las conocidas como a las desconocidas. Luego, sin
hacer ninguna diferencia entre las conocidas y las desconocidas, se recorrerá
la dificultad, según el orden que muestre, con más naturalidad,
la dependencia mutua de unas y otras... "
Como se ve, el análisis es esencialmente un método de invención,
de descubrimiento. Geminus lo llamaba descubrimiento de prueba ( [análysis
éstin apodeíxeos heúresis]). Esto principalmente buscaba
Descartes. Y este es el punto de partida de su método nuevo. El silogismo
obliga a partir de una proposición establecida, de la cual no sabemos
nunca si podremos concluir la que queremos demostrar, a menos de conocer de
antemano la verdad que necesita demostración. Pero, si ya de antemano
sabemos la conclusión, entonces se ve bien claro que el silogismo sirve
más para exponer o defender verdades, que para hallarlas.
El análisis es, pues, el primer momento del método. Dada una dificultad,
planteado un problema, es preciso ante todo considerarlo en bloque y dividirlo
en tantas partes como se pueda (segunda regla del método. Discurso).
Pero ¿en cuantas partes dividirlo? ¿Hasta dónde ha de llegar
el fraccionamiento de la dificultad? ¿Dónde deberá detenerse
la división? La división deberá detenerse cuando nos hallemos
en presencia de elementos del problema, que puedan ser conocidos inmediatamente
como verdaderos y de cuya verdad no pueda caber duda alguna. Los tales elementos
simples son las ideas claras y distintas. (Final de la primera regla; véase
Discurso del Método).
Al llegar aquí es imposible seguir exponiendo el método de Descartes,
sin indicar algunos principios de su teoría del conocimiento y su metafísica.
En la primera regla del Discurso están resumidas, más aún,
comprimidas algunas de las más esenciales teorías de la filosofía
cartesiana. Las enumeraremos brevemente. En primer lugar, la regla propone la
evidencia, como criterio de la verdad. Lo verdadero es lo evidente y lo evidente
es a su vez definido por dos notas esenciales: la claridad y la distinción.
Clara es una idea cuando está separada y conocida separadamente de las
demás ideas. Distinta es una idea cuando sus partes o componentes son
separados unos de otros y conocidos con interior claridad. Nótese, pues,
que la verdad o falsedad de una idea no consiste, para Descartes, como para
los escolásticos, en la adecuación o conformidad con la cosa.
En efecto, las cosas existentes no nos son dadas en sí mismas, sino como
ideas o representaciones a las cuales suponemos que corresponden realidades
fuera del yo. Pero el material del conocimiento no es nunca otro que ideas -de
diferentes clases-, y, por tanto, el criterio de la verdad de las ideas no puede
ser extrínseco, sino que debe ser interior a las ideas mismas. La filosofía
moderna debuta, con Descartes, en idealismo. Incluye el mundo en el sujeto;
transforma las cosas en ideas, tanto que un problema fundamental de la filosofía
cartesiana será el de salir del yo y dar el paso de las ideas a las cosas.
(Véasela sexta meditación metafísica.)
En las Regulæ ad directionem ingenii, llama a las ideas claras y distintas,
naturalezas simples (nature simplices). El acto del espíritu que aprehende
y conoce las naturalezas simples es la intuición o conocimiento inmediato,
o, como dice también en las Meditaciones (meditación segunda),
una inspección del espíritu. Esta operación de conocer
lo evidente o intuir la naturaleza simple, es la primera y fundamental del conocimiento.
Los procedimientos del método comenzarán pues por proponerse llegar
a esta intuición de lo simple, de lo claro y distinto. Las dos primeras
reglas están destinadas a ello.
Las dos segundas se refieren en cambio a la concatenación o enlace de
las intuiciones, a lo que, en las Regulæ, llama Descartes deducción.
Es la deducción, para Descartes, una enumeración o sucesión
de intuiciones, por medio de la cual, vamos pasando de una a otra verdad evidente,
hasta llegar a la que queremos demostrar. Aquí tiene aplicación
el complemento y como definitiva forma del análisis. El análisis
deshizo la compleja dificultad en elementos o naturalezas simples. Ahora, recorriendo
estos elementos y su composición, volvemos, de evidencia en evidencia,
a la dificultad primera en toda su complejidad; pero ahora volvemos conociendo,
es decir, intuyendo una por una las ideas claras, garantía última
de la verdad del todo. "Conocer es aprehender por intuición infalible
las naturalezas simples y las relaciones entre ellas, que son, a su vez, naturalezas
simples" (4).
La Metafísica
La noción del método, la teoría del conocimiento y la metafísica
se hallan íntimamente enlazadas y como fundidas en la filosofía
de Descartes. La idea fundamental de la unidad del saber humano, que Descartes,
además, se representa bajo la forma seguida y concatenada de la geometría,
es la que funde todos esos elementos, reúne la metafísica con
la lógica, y éstas a su vez con la física y la psicología,
en un magno sistema de verdades enlazadas. El cartesiano Espinosa pudo conseguir
exponer la filosofía de Descartes en una serie geométrica de axiomas,
definiciones y teoremas (Renati Descartes Principiorum philosophiæ pars.
I et II, more geometrico demonstratæ.)
El punto de partida es la duda metódica. La duda cartesiana no es escepticismo,
sino un procedimiento dialéctico de investigación, encaminado
a desprender y aislar la primera verdad evidente, la primera idea clara y distinta,
la primera naturaleza simple. La duda, en suma, es la aplicación al problema
del conocimiento del método del análisis, que hemos descrito.
El residuo de ese análisis es la verdad fundamental que sirve de base
a todas las demás: "Yo soy una cosa o sustancia pensante."
Entre las dificultades que plantea la duda metódica, nos detendremos
en una tan sólo, en la famosa hipótesis del genio o espíritu
maligno (Meditaciones). Después de haber examinado las diferentes razones
para dudar de todo, quedan todavía en pie las verdades matemáticas,
tan simples, claras y evidentes, que parece que la duda no puede hacer mella
en ellas. Pero Descartes también las rechaza fundándose en la
consideración de que acaso maneje el mundo un Dios omnipotente, pero
lleno de tal malignidad y astucia, que se complace en engañarme y burlarme
a cada paso, aun en las cosas que más evidentes me parecen. Esta hipótesis
ha sido diversamente interpretada; quién la tacha de fantástica
y superflua, suponiendo que Descartes lo dice por juego y sin creer en ella;
otros, por el contrario, la consideran muy seria y fuerte, hasta el punto de
creer que encierra el espíritu en tan definitiva duda, que no cabe salir
de ella sin contradicción. En realidad, la hipótesis del genio
maligno ni es un juego ni un círculo de hierro, sino un movimiento dialéctico,
muy importante en el curso del pensamiento cartesiano. Repárese en que
la hipótesis del genio maligno, necesita, para ser destruida, la demostración
de la existencia de Dios. Sólo cuando sabemos que Dios existe y que Dios
es incapaz de engañarnos, sólo entonces queda deshecha la última
y poderosa razón que Descartes adelanta para justificar la duda. ¿Qué
significa esto? Significa el planteamiento y solución de un grave problema
lógico, que luego ocupará hondamente a Kant: el problema de la
racionalidad o cognoscibilidad de lo real. El genio maligno y sus artes de engaño
simbolizan la duda profunda de si en general la ciencia es posible. ¿Es
lo real cognoscible, racional? ¿No será acaso el universo algo
totalmente inaprensible por la razón humana, algo esencialmente absurdo,
irracional, incognoscible? Esta interrogación es la que Descartes se
hace bajo el ropaje dialéctico de la hipótesis del genio maligno.
Y las demostraciones de la existencia y veracidad de Dios no hacen sino contestar,
afirmando la racionalidad del conocimiento, la posibilidad del conocimiento,
la confianza postrera que hemos de tener en nuestra razón y en la capacidad
de los objetos para ser aprehendidos por ella.
La base primera de la filosofía cartesiana es el cogito ergo sum: pienso,
luego soy. Dos observaciones sobre este primer eslabón de la cadena.
Primera: no es el cogito un razonamiento, sino una intuición, la intuición
del yo como primera realidad y como realidad pensante. El yo es la naturaleza
simple que, antes que ninguna, se presenta a mi conocimiento; y el acto por
el cual el espíritu conoce las naturalezas simples es, como ya hemos
dicho, una intuición. Se yerra, pues, cuando se considera el cogito como
un silogismo, v. gr., el siguiente: todo lo que piensa existe; yo pienso, luego
yo existo. Segunda: al poner Descartes el fundamento de su filosofía
en el yo, acude a dar satisfacción a la esencial tendencia del nuevo
sentido filosófico que se manifiesta con el Renacimiento. Trátase
de explicar racionalmente el universo, es decir, de explicarlo en función
del hombre, en función del yo. Era, pues, preciso empezar definiendo
el hombre, el yo, y definiéndolo de suerte que en él se hallaran
los elementos bastantes para edificar un sistema del mundo. La filosofía
moderna, con Descartes, entra en su fase idealista y racionalista. Los sucesores
de nuestro filósofo se ocuparán fundamentalmente en desenvolver
estos gérmenes del idealismo; es decir, de definir la razón como
el conjunto de principios y axiomas lógicos necesarios y suficientes
para dar cuenta de la experiencia.
Habiendo hallado la primera verdad, Descartes se apresura a sacar de ella todo
el provecho posible. El cogito es, por una parte, la primera existencia o sustancia
conocida, la primera naturaleza simple; por otra parte, es también la
primera intuición, el primer acto del conocer verdadero. Del cogito puede,
pues, desprenderse el criterio de toda verdad, a saber: toda intuición
de naturaleza simple es verdadera, o, en otros términos, toda idea clara
y distinta es verdadera.
Con este escaso bagaje emprende en seguida Descartes el problema sumo de la
metafísica, la existencia de Dios. De las tres pruebas que da (dos en
la tercera y una en la quinta meditación) nos fijaremos sólo en
la tercera, dada en la quinta meditación. Es el famosísimo argumento
ontológico. El esquema de la demostración es el siguiente: la
existencia es una perfección; Dios tiene todas las perfecciones; luego
Dios tiene la existencia. Como se ve, Descartes considera la existencia de Dios
tan segura y evidentemente demostrada como la propiedad del triángulo
de tener tres ángulos. Tras él va toda la metafísica del
siglo XVII y XVIII, la cual, hipnotizada por la geometría, querrá
construirse more geométrico, y se apoyará más o menos encubiertamente
en el argumento cartesiano. Así como la existencia del yo ha sido, en
el cogito, establecida por una intuición intelectual, también
la existencia de Dios queda establecida en el argumento ontológico por
medio de una deducción (que para Descartes es una serie de intuiciones
intelectuales). La metafísica del cartesianismo y filosofías subsiguientes
tienden, por modo inevitable, a demostrar las existencias, mediante actos intelectuales
subjetivos. En efecto, siendo el yo, es decir, la inteligencia personal, su
punto de partida, no podrán considerar las realidades fuera del yo, como
dadas, y necesitarán inferirlas, demostrarlas; pues la inteligencia conoce
inmediatamente esencias, definiciones, pero no existencias, cosas exteriores;
las existencias son siempre, en el racionalismo, inferidas mediatamente de las
esencias. Esta distinción bastará a Kant para arruinar toda la
metafísica cartesiana, y abrir un nuevo cauce a la filosofía;
bastará, digo, distinguir la esencia o definición, de la existencia;
la esencia podrá ser objeto de conocimiento intelectual; pero la existencia
no podrá serlo sino de conocimiento sensible. Para conocer una existencia
precisará una intuición no intelectual, sino sensible. El cogito
y el argumento ontológico podrán servir para instituir ideas,
pero no cosas existentes.
La Física
De la existencia de Dios y sus propiedades, deriva ya Descartes fácilmente
la realidad de las naturalezas simples en general, y, por tanto, de los objetos
matemáticos, espacio, figura, número, duración, movimiento.
La metafísica le conduce sin tropiezo a la física. Esta debuta
en realidad con la distinción esencial del alma y del cuerpo. El alma
se define por el pensamiento. El cuerpo se define por la extensión. Y
todo lo que en el cuerpo sucede, como cuerpo, puede y debe explicarse con los
únicos elementos simples de la extensión, figura y movimiento.
Hay, pues, que considerar dos partes en la física cartesiana. Una, en
donde se trata de los sucesos en los cuerpos (mecánica), y otra, en donde
se trata de definir la sustancia misma de los cuerpos (teoría de la materia).
La física de Descartes es, como todo el mundo sabe, mecanicista; Descartes
no quiere más elementos, para explicar los fenómenos y sus relaciones,
que la materia y el movimiento. Todo en el mundo es mecanismo y, en la mecánica
misma, todo es geométrico. Así lo exigía el principio fundamental
de las ideas claras, que excluye naturalmente toda consideración más
o menos misteriosa de entidades o cualidades. La física de Descartes
es una mecánica de la cantidad pura. El movimiento queda despojado de
cuanto atenta a la claridad y pureza de la noción; es una simple variación
de posición, sin nada dinámico por dentro, sin ninguna idea de
esfuerzo o de acción, que Descartes rechaza por oscura e incomprensible.
La causa del movimiento es doble. Una causa primera que, en general, lo ha creado
e introducido en la materia, y esta causa es Dios. Una vez introducido el movimiento
en la materia, Dios no interviene más, si no es para continuar manteniendo
la materia en su ser; de aquí resulta que la cantidad de movimiento que
existe en el sistema del mundo es invariable y constante. Pero de cada movimiento
en particular hay una causa particular, que no es sino un caso de las leyes
del movimiento. Estas leyes son tres: la primera, es la ley de inercia, hermoso
descubrimiento de Descartes que, aunque no hubiese hecho otros, bastaría
para colocarlo entre los fundadores de la ciencia moderna. La segunda, es la
de la dirección del movimiento: un cuerpo en movimiento tiende a continuarlo
en línea recta, según la tangente o la curva que descubra el móvil.
La tercera ley, es la ley del choque, que Descartes especifica en otras leyes
especiales. Todas ellas son falsas. La mecánica cartesiana, tan profunda
y exacta en sus dos primeros principios, se desvía y falsea en el último,
precisamente por el exceso de geometrismo, con que concibe la materia y el movimiento.
Es bien conocida la corrección fundamental que Leibnitz hace a la física
de Descartes: no es la cantidad de movimiento lo que se conserva constante en
la naturaleza, sino la fuerza viva, la energía. Pero Descartes, en su
afán de no admitir nociones oscuras, considera las nociones de energía
o fuerza como incomprensibles, porque no son geométricamente representables,
y las desecha para limitarse a concebir en la materia la pura extensión
geométrica.
Llegamos, pues, a la segunda parte de la física, a la teoría de
la materia. Aquí domina el mismo espíritu que en la mecánica.
La materia no es otra cosa que el espacio, la extensión pura, el objeto
mismo de la geometría. Las cualidades secundarias que percibimos en los
objetos sensibles son intelectualmente inconcebibles, y, por tanto, no pertenecen
a la realidad: color, sabor, olor, etc. La materia se reduce a la extensión
en longitud, latitud y profundidad, con sus modos, que son las figuras o límites
de una extensión por otra.
La Psicología
El hombre está compuesto de un cuerpo al cual está íntimamente
unida el alma, sustancia pensante. Esta unión, a la par que distinción
entre el cuerpo y el alma, domina todas las tesis psicológicas. Tendremos
por un lado que considerar el alma en sí misma, y luego en cuanto que
está unida al cuerpo. En sí misma, el alma es inteligencia, facultad
de pensar, de verificar intuiciones intelectuales; en este punto, la psicología
se confunde con la metafísica o la lógica. Por otra parte, entre
las ideas del alma están sus voluntades. La voluntad o libertad la sitúa,
empero, Descartes en el mismo plano que las demás intuiciones intelectuales;
la voluntad es la facultad, totalmente formal, de afirmar o negar. Y tan grande
es el carácter lógico y metafísico que le da a la voluntad,
que de ella deriva su teoría del error, el cual, como es sabido (véase
la cuarta Meditación) proviene de que, siendo la voluntad infinita, puesto
que carece de contenido, y el entendimiento finito, aquélla a veces afirma
la realidad de una idea confusa, por precipitación, o niega la de una
idea clara (por prevención), y en ambos casos provoca el error. (Véase
la primera regla del Método en la parte segunda del Discurso.)
Réstanos considerar el alma como unida al cuerpo. En este sentido, el
alma es, ante todo, consciencia, es decir, que conoce lo que al cuerpo ocurre,
y se da cuenta de este conocimiento. Mas, siendo el cuerpo un mecanismo, si
no hay alma no habrá consciencia, ni voluntad, ni razón. Así
los animales son puros autómatas, máquinas maravillosamente ensambladas,
pero carentes en absoluto de todo lo que de cerca o de lejos pueda llamarse
espíritu.
En el hombre, en cambio, porque hay un alma inteligente y razonable, hay pasiones;
es decir, los movimientos del cuerpo se reflejan en el alma; y a este reflejo
es precisamente lo que llamamos pasión, que no es sino un estado especial
del alma, consecuencia de movimientos del cuerpo. Pero lo característico
de estos estados especiales del alma es que, siendo causados, en realidad, por
movimientos del cuerpo, sin embargo el alma los refiere a sí misma; ignorante
de la causa de sus pasiones, el alma las cree nacidas y alimentadas en su propio
seno. Hay seis pasiones fundamentales. La primera, la admiración, es
apenas pasión, y señala el tránsito entre la pura intuición
intelectual y la pasión propiamente; es, en suma, la emoción intelectual.
De ella nacen el amor, el odio, el deseo, la alegría, la tristeza. De
estas seis pasiones fundamentales, derívanse otras muchas: el aprecio,
el desprecio, la conmiseración, etc.
El estudio de las pasiones, ya que éstas provienen de los movimientos
del cuerpo, conduce a Descartes a un gran número de interesantes y finas
observaciones psico-fisiológicas.
Manuel G. Morente.
Discurso del Método
Para bien dirigir la razón y buscar la verdad en las ciencias
Si este discurso parece demasiado largo para leído de una vez, puede
dividirse en seis partes: en la primera se hallarán diferentes consideraciones
acerca de las ciencias; en la segunda, las reglas principales del método
que el autor ha buscado; en la tercera, algunas otras de moral que ha podido
sacar de aquel método; en la cuarta, las razones con que prueba la existencia
de Dios y del alma humana, que son los fundamentos de su metafísica;
en la quinta, el orden de las cuestiones de física, que ha investigado
y, en particular, la explicación del movimiento del corazón y
de algunas otras dificultades que atañen a la medicina, y también
la diferencia que hay entre nuestra alma y la de los animales; y en la última,
las cosas que cree necesarias para llegar, en la investigación de la
naturaleza, más allá de donde él ha llegado, y las razones
que le han impulsado a escribir. (5)
Primera parte
El buen sentido es lo que mejor repartido está entre todo el mundo, pues
cada cual piensa que posee tan buena provisión de él, que aun
los más descontentadizos respecto a cualquier otra cosa, no suelen apetecer
más del que ya tienen. En lo cual no es verosímil que todos se
engañen, sino que más bien esto demuestra que la facultad de juzgar
y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que llamamos buen
sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres; y, por lo
tanto, que la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean
más razonables que otros, sino tan sólo de que dirigimos nuestros
pensamientos por derroteros diferentes y no consideramos las mismas cosas. No
basta, en efecto, tener el ingenio bueno; lo principal es aplicarlo bien. Las
almas más grandes son capaces de los mayores vicios, como de las mayores
virtudes; y los que andan muy despacio pueden llegar mucho más lejos,
si van siempre por el camino recto, que los que corren, pero se apartan de él.
Por mi parte, nunca he presumido de poseer un ingenio más perfecto que
los ingenios comunes; hasta he deseado muchas veces tener el pensamiento tan
rápido, o la imaginación tan clara y distinta, o la memoria tan
amplia y presente como algunos otros. Y no sé de otras cualidades sino
ésas, que contribuyan a la perfección del ingenio; pues en lo
que toca a la razón o al sentido, siendo, como es, la única cosa
que nos hace hombres y nos distingue de los animales, quiero creer que está
entera en cada uno de nosotros y seguir en esto la común opinión
de los filósofos, que dicen que el más o el menos es sólo
de los accidentes, mas no de las formas o naturalezas de los individuos de una
misma especie.
Pero, sin temor, puedo decir, que creo que fue una gran ventura para mí
el haberme metido desde joven por ciertos caminos, que me han llevado a ciertas
consideraciones y máximas, con las que he formado un método, en
el cual paréceme que tengo un medio para aumentar gradualmente mi conocimiento
y elevarlo poco a poco hasta el punto más alto a que la mediocridad de
mi ingenio y la brevedad de mi vida puedan permitirle llegar. Pues tales frutos
he recogido ya de ese método, que, aun cuando, en el juicio que sobre
mí mismo hago, procuro siempre inclinarme del lado de la desconfianza
mejor que del de la presunción, y aunque, al mirar con ánimo filosófico
las distintas acciones y empresas de los hombres, no hallo casi ninguna que
no me parezca vana e inútil, sin embargo no deja de producir en mí
una extremada satisfacción el progreso que pienso haber realizado ya
en la investigación de la verdad, y concibo tales esperanzas para el
porvenir (6), que si entre las ocupaciones que embargan a los hombres, puramente
hombres, hay alguna que sea sólidamente buena e importante, me atrevo
a creer que es la que yo he elegido por mía.
Puede ser, no obstante, que me engañe; y acaso lo que me parece oro puro
y diamante fino, no sea sino un poco de cobre y de vidrio. Sé cuán
expuestos estamos a equivocar nos, cuando de nosotros mismos se trata, y cuán
sospechosos deben sernos también los juicios de los amigos, que se pronuncian
en nuestro favor. Pero me gustaría dar a conocer, en el presente discurso,
el camino que he seguido y representar en él mi vida, como en un cuadro,
para que cada cual pueda formar su juicio, y así, tomando luego conocimiento,
por el rumor público, de las opiniones emitidas, sea este un nuevo medio
de instruirme, que añadiré a los que acostumbro emplear.
Mi propósito, pues, no es el de enseñar aquí el método
que cada cual ha de seguir para dirigir bien su razón, sino sólo
exponer el modo como yo he procurado conducir la mía (7). Los que se
meten a dar preceptos deben de estimarse más hábiles que aquellos
a quienes los dan, y son muy censurables, si faltan en la cosa más mínima.
Pero como yo no propongo este escrito, sino a modo de historia o, si preferís,
de fábula, en la que, entre ejemplos que podrán imitarse, irán
acaso otros también que con razón no serán seguidos, espero
que tendrá utilidad para algunos, sin ser nocivo para nadie, y que todo
el mundo agradecerá mi franqueza.
Desde la niñez, fui criado en el estudio de las letras y, como me aseguraban
que por medio de ellas se podía adquirir un conocimiento claro y seguro
de todo cuanto es útil para la vida, sentía yo un vivísimo
deseo de aprenderlas. Pero tan pronto como hube terminado el curso de los estudios,
cuyo remate suele dar ingreso en el número de los hombres doctos, cambié
por completo de opinión, Pues me embargaban tantas dudas y errores, que
me parecía que, procurando instruirme, no había conseguido más
provecho que el de descubrir cada vez mejor mi ignorancia. Y, sin embargo, estaba
en una de las más famosas escuelas de Europa (8), en donde pensaba yo
que debía haber hombres sabios, si los hay en algún lugar de la
tierra. Allí había aprendido todo lo que los demás aprendían;
y no contento aún con las ciencias que nos enseñaban, recorrí
cuantos libros pudieron caer en mis manos, referentes a las ciencias que se
consideran como las más curiosas y raras. Conocía, además,
los juicios que se hacían de mi persona, y no veía que se me estimase
en menos que a mis condiscípulos, entre los cuales algunos había
ya destinados a ocupar los puestos que dejaran vacantes nuestros maestros. Por
último, parecíame nuestro siglo tan floreciente y fértil
en buenos ingenios, como haya sido cualquiera dé los precedentes. Por
todo lo cual, me tomaba la libertad de juzgar a los demás por mí
mismo y de pensar que no había en el mundo doctrina alguna como la que
se me había prometido anteriormente.
No dejaba por eso de estimar en mucho los ejercicios que se hacen en las escuelas.
Sabía que las lenguas que en ellas se aprenden son necesarias para la
inteligencia de los libros antiguos; que la gentileza de las fábulas
despierta el ingenio; que las acciones memorables, que cuentan las historias,
lo elevan y que, leídas con discreción, ayudan a formar el juicio;
que la lectura de todos los buenos libros es como una conversación con
los mejores ingenios de los pasados siglos, que los han compuesto, y hasta una
conversación estudiada, en la que no nos descubren sino lo más
selecto de sus pensamientos; que la elocuencia posee fuerzas y bellezas incomparables;
que la poesía tiene delicadezas y suavidades que arrebatan; que en las
matemáticas hay sutilísimas invenciones que pueden ser de mucho
servicio, tanto para satisfacer a los curiosos, como para facilitar las artes
todas y disminuir el trabajo de los hombres; que los escritos, que tratan de
las costumbres, encierran varias enseñanzas y exhortaciones a la virtud,
todas muy útiles; que la teología enseña a ganar el cielo;
que la filosofía proporciona medios para hablar con verosimilitud de
todas las cosas y recomendarse a la admiración de los menos sabios (9);
que la jurisprudencia, la medicina y demás ciencias honran y enriquecen
a quienes las cultivan; y, por último, que es bien haberlas recorrido
todas, aun las más supersticiosas y las más falsas, para conocer
su justo valor y no dejarse engañar por ellas.
Pero creía también que ya había dedicado bastante tiempo
a las lenguas e incluso a la lectura de los libros antiguos y a sus historias
y a sus fábulas. Pues es casi lo mismo conversar con gentes de otros
siglos, que viajar por extrañas tierras. Bueno es saber algo de las costumbres
de otros pueblos, para juzgar las del propio con mejor acierto, y no creer que
todo lo que sea contrario a nuestras modas es ridículo y opuesto a la
razón, como suelen hacer los que no han visto nada. Pero el que emplea
demasiado tiempo en viajar, acaba por tornarse extranjero en su propio país;
y al que estudia con demasiada curiosidad lo que se hacía en los siglos
pretéritos, ocúrrele de ordinario que permanece ignorante de lo
que se practica en el presente. Además, las fábulas son causa
de que imaginemos como posibles acontecimientos que no lo son; y aun las más
fieles historias, supuesto que no cambien ni aumenten el valor de las cosas,
para hacerlas más dignas de ser leídas, omiten por lo menos, casi
siempre, las circunstancias más bajas y menos ilustres, por lo cual sucede
que lo restante no aparece tal como es y que los que ajustan sus costumbres
a los ejemplos que sacan de las historias, se exponen a caer en las extravagancias
de los paladines de nuestras novelas y a concebir designios, a que no alcanzan
sus fuerzas.
Estimaba en mucho la elocuencia y era un enamorado de la poesía; pero
pensaba que una y otra son dotes del ingenio más que frutos del estudio.
Los que tienen más robusto razonar y digieren mejor sus pensamientos,
para hacerlos claros e inteligibles, son los más capaces de llevar a
los ánimos la persuasión, sobre lo que proponen, aunque hablen
una pésima lengua y no hayan aprendido nunca retórica; y los que
imaginan las más agradables invenciones, sabiéndolas expresar
con mayor ornato y suavidad, serán siempre los mejores poetas, aun cuando
desconozcan el arte poética.
Gustaba sobre todo de las matemáticas, por la certeza y evidencia que
poseen sus razones; pero aun no advertía cuál era su verdadero
uso y, pensando que sólo para las artes mecánicas servían,
extrañábame que, siendo sus cimientos tan firmes y sólidos,
no se hubiese construido sobre ellos nada más levantado (10). Y en cambio
los escritos de los antiguos paganos, referentes a las costumbres, comparábalos
con palacios muy soberbios y magníficos, pero construidos sobre arena
y barro: levantan muy en alto las virtudes y las presentan como las cosas más
estimables que hay en el mundo; pero no nos enseñan bastante a conocerlas
y, muchas veces, dan ese hermoso nombre a lo que no es sino insensibilidad,
orgullo, desesperación o parricidio (11).
Profesaba una gran reverencia por nuestra teología y, como cualquier
otro, pretendía yo ganar el cielo. Pero habiendo aprendido, como cosa
muy cierta, que el camino de la salvación está tan abierto para
los ignorantes como para los doctos y que las verdades reveladas, que allá
conducen, están muy por encima de nuestra inteligencia, nunca me hubiera
atrevido a someterlas a la flaqueza de mis razonamientos, pensando que, para
acometer la empresa de examinarlas y salir con bien de ella, era preciso alguna
extraordinaria ayuda del cielo, y ser, por tanto, algo más que hombre.
Nada diré de la filosofía sino que, al ver que ha sido cultivada
por los más excelentes ingenios que han vivido desde hace siglos, y,
sin embargo, nada hay en ella que no sea objeto de disputa y, por consiguiente,
dudoso, no tenía yo la presunción de esperar acertar mejor que
los demás; y considerando cuán diversas pueden ser las opiniones
tocante a una misma materia, sostenidas todas por gentes doctas, aun cuando
no puede ser verdadera más que una sola, reputaba casi por falso todo
lo que no fuera más que verosímil.
Y en cuanto a las demás ciencias, ya que toman sus principios de la filosofía,
pensaba yo que sobre tan endebles cimientos no podía haberse edificado
nada sólido; y ni el honor ni el provecho, que prometen, eran bastantes
para invitarme a aprenderlas; pues no me veía, gracias a Dios, en tal
condición que hubiese de hacer de la ciencia un oficio con que mejorar
mi fortuna; y aunque no profesaba el desprecio de la gloria a lo cínico,
sin embargo, no estimaba en mucho aquella fama, cuya adquisición sólo
merced a falsos títulos puede lograrse. Y, por último, en lo que
toca a las malas doctrinas, pensaba que ya conocía bastante bien su valor,
para no dejarme burlar ni por las promesas de un alquimista, ni por las predicciones
de un astrólogo, ni por los engaños de un mago, ni por los artificios
o la presunción de los que profesan saber más de lo que saben.
Así, pues, tan pronto como estuve en edad de salir de la sujeción
en que me tenían mis preceptores, abandoné del todo el estudio
de las letras; y, resuelto a no buscar otra ciencia que la que pudiera hallar
en mí mismo o en el gran libro del mundo, empleé el resto de mi
juventud en viajar, en ver cortes y ejércitos (12)
, en cultivar la sociedad de gentes de condiciones y humores diversos, en recoger
varias experiencias, en ponerme a mí mismo a prueba en los casos que
la fortuna me deparaba y en hacer siempre tales reflexiones sobre las cosas
que se me presentaban, que pudiera sacar algún provecho de ellas. Pues
parecíame que podía hallar mucha más verdad en los razonamientos
que cada uno hace acerca de los asuntos que le atañen, expuesto a que
el suceso venga luego a castigarle, si ha juzgado mal, que en los que discurre
un hombre de letras, encerrado en su despacho, acerca de especulaciones que
no producen efecto alguno y que no tienen para él otras consecuencias,
sino que acaso sean tanto mayor motivo para envanecerle cuanto más se
aparten del sentido común, puesto que habrá tenido que gastar
más ingenio y artificio en procurar hacerlas verosímiles. Y siempre
sentía un deseo extremado de aprender a distinguir lo verdadero de lo
falso, para ver claro en mis actos y andar seguro por esta vida.
Es cierto que, mientras me limitaba a considerar las costumbres de los otros
hombres, apenas hallaba cosa segura y firme, y advertía casi tanta diversidad
como antes en las opiniones de los filósofos. De suerte que el mayor
provecho que obtenía, era que, viendo varias cosas que, a pesar de parecernos
muy extravagantes y ridículas, no dejan de ser admitidas comúnmente
y aprobadas por otros grandes pueblos, aprendía a no creer con demasiada
firmeza en lo que sólo el ejemplo y la costumbre me habían persuadido;
y así me libraba poco a poco de muchos errores, que pueden oscurecer
nuestra luz natural y tornarnos menos aptos para escuchar la voz de la razón.
Mas cuando hube pasado varios años estudiando en el libro del mundo y
tratando de adquirir alguna experiencia, resolvíme un día a estudiar
también en mí mismo y a emplear todas las fuerzas de mi ingenio
en la elección de la senda que debía seguir; lo cual me salió
mucho mejor, según creo, que si no me hubiese nunca alejado de mi tierra
y de mis libros.
Segunda parte
Hallábame, por entonces, en Alemania, adonde me llamara la ocasión
de unas guerras (13) que aun no han terminado; y volviendo de la coronación
del Emperador (14) hacia el ejército, cogióme el comienzo del
invierno en un lugar en donde, no encontrando conversación alguna que
me divirtiera y no teniendo tampoco, por fortuna, cuidados ni pasiones que perturbaran
mi ánimo, permanecía el día entero solo y encerrado, junto
a una estufa, con toda la tranquilidad necesaria para entregarme a mis pensamientos
(15). Entre los cuales, fue uno de los primeros el ocurrírseme considerar
que muchas veces sucede que no hay tanta perfección en las obras compuestas
de varios trozos y hechas por las manos de muchos maestros, como en aquellas
en que uno solo ha trabajado. Así vemos que los edificios, que un solo
arquitecto ha comenzado y rematado, suelen ser más hermosos y mejor ordenados
que aquellos otros, que varios han tratado de componer y arreglar, utilizando
antiguos muros, construidos para otros fines. Esas viejas ciudades, que no fueron
al principio sino aldeas, y que, con el transcurso del tiempo han llegado a
ser grandes urbes, están, por lo común, muy mal trazadas y acompasadas,
si las comparamos con esas otras plazas regulares que un ingeniero diseña,
según su fantasía, en una llanura; y, aunque considerando sus
edificios uno por uno encontremos a menudo en ellos tanto o más arte
que en los de estas últimas ciudades nuevas, sin embargo, viendo cómo
están arreglados, aquí uno grande, allá otro pequeño,
y cómo hacen las calles curvas y desiguales, diríase que más
bien es la fortuna que la voluntad de unos hombres provistos de razón,
la que los ha dispuesto de esa suerte. Y si se considera que, sin embargo, siempre
ha habido unos oficiales encargados de cuidar de que los edificios de los particulares
sirvan al ornato público, bien se reconocerá cuán difícil
es hacer cumplidamente las cosas cuando se trabaja sobre lo hecho por otros.
Así también, imaginaba yo que esos pueblos que fueron antaño
medio salvajes y han ido civilizándose poco a poco, haciendo sus leyes
conforme les iba obligando la incomodidad de los crímenes y peleas, no
pueden estar tan bien constituidos como los que, desde que se juntaron, han
venido observando las constituciones de algún prudente legislador (16).
Como también es muy cierto, que el estado de la verdadera religión,
cuyas ordenanzas Dios solo ha instituido, debe estar incomparablemente mejor
arreglado que todos los demás. Y para hablar de las cosas humanas, creo
que si Esparta ha sido antaño muy floreciente, no fue por causa de la
bondad de cada una de sus leyes en particular, que algunas eran muy extrañas
y hasta contrarias a las buenas costumbres, sino porque, habiendo sido inventadas
por uno solo, todas tendían al mismo fin. Y así pensé yo
que las ciencias de los libros, por lo menos aquellas cuyas razones son solo
probables y carecen de demostraciones, habiéndose compuesto y aumentado
poco a poco con las opiniones de varias personas diferentes, no son tan próximas
a la verdad como los simples razonamientos que un hombre de buen sentido puede
hacer, naturalmente, acerca de las cosas que se presentan. Y también
pensaba yo que, como hemos sido todos nosotros niños antes de ser hombres
y hemos tenido que dejarnos regir durante mucho tiempo por nuestros apetitos
y nuestros preceptores, que muchas veces eran contrarios unos a otros, y ni
unos ni otros nos
aconsejaban acaso siempre lo mejor, es casi imposible que sean nuestros juicios
tan puros y tan sólidos como lo fueran si, desde el momento de nacer,
tuviéramos el uso pleno de nuestra razón y no hubiéramos
sido nunca dirigidos más que por ésta.
Verdad es que no vemos que se derriben todas las casas de una ciudad con el
único propósito de reconstruirlas en otra manera y de hacer más
hermosas las calles; pero vemos que muchos particulares mandan echar abajo sus
viviendas para reedificarlas y, muchas veces, son forzados a ello, cuando los
edificios están en peligro de caerse, por no ser ya muy firmes los cimientos.
Ante cuyo ejemplo, llegué a persuadirme de que no sería en verdad
sensato que un particular se propusiera reformar un Estado cambiándolo
todo, desde los cimientos, y derribándolo para enderezarlo; ni aun siquiera
reformar el cuerpo de las ciencias o el orden establecido en las escuelas para
su enseñanza; pero que, por lo que toca a las opiniones, a que hasta
entonces había dado mi crédito, no podía yo hacer nada
mejor que emprender de una vez la labor de suprimirlas, para sustituirlas luego
por otras mejores o por las mismas, cuando las hubiere ajustado al nivel de
la razón. Y tuve firmemente por cierto que, por este medio, conseguiría
dirigir mi vida mucho mejor que si me contentase con edificar sobre cimientos
viejos y me apoyase solamente en los principios que había aprendido siendo
joven, sin haber examinado nunca si eran o no verdaderos. Pues si bien en esta
empresa veía varias dificultades, no eran, empero, de las que no tienen
remedio; ni pueden compararse con las que hay en la reforma de las menores cosas
que atañen a lo público. Estos grandes cuerpos políticos,
es muy difícil levantarlos, una vez que han sido derribados, o aun sostenerlos
en pie cuando se tambalean, y sus caídas son necesariamente muy duras.
Además, en lo tocante a sus imperfecciones, si las tienen -y sólo
la diversidad que existe entre ellos basta para asegurar que varios las tienen-,
el uso las ha suavizado mucho sin duda, y hasta ha evitado o corregido insensiblemente
no pocas de entre ellas, que con la prudencia no hubieran podido remediarse
tan eficazmente; y por último, son casi siempre más soportables
que lo sería el cambiarlas, como los caminos reales, que serpentean por
las montañas, se hacen poco a poco tan llanos y cómodos, por,
el mucho tránsito, que es muy preferible seguirlos, que no meterse en
acortar, saltando por encima de las rocas y bajando hasta el fondo de las simas.
Por todo esto, no puedo en modo alguno aplaudir a esos hombres de carácter
inquieto y atropellado que, sin ser llamados ni por su alcurnia ni por su fortuna
al manejo de los negocios públicos, no dejan de hacer siempre, en idea,
alguna reforma nueva; y si creyera que hay en este escrito la menor cosa que
pudiera hacerme sospechoso de semejante insensatez, no hubiera consentido en
su publicación (17). Mis designios no han sido nunca otros que tratar
de reformar mis propios pensamientos y edificar sobre un terreno que me pertenece
a mí solo. Si, habiéndome gustado bastante mi obra, os enseño
aquí el modelo, no significa esto que quiera yo aconsejar a nadie que
me imite. Los que hayan recibido de Dios mejores y más abundantes mercedes,
tendrán, sin duda, más levantados propósitos; pero mucho
me temo que éste mío no sea ya demasiado audaz para algunas personas.
Ya la mera resolución de deshacerse de todas las opiniones recibidas
anteriormente no es un ejemplo que todos deban seguir. Y el mundo se compone
casi sólo de dos especies de ingenios, a quienes este ejemplo no conviene,
en modo alguno, y son, a saber: de los que, creyéndose más hábiles
de lo que son, no pueden contener la precipitación de sus juicios ni
conservar la bastante paciencia para conducir ordenadamente todos sus pensamientos;
por donde sucede que, si una vez se hubiesen tomado la libertad de dudar de
los principios que han recibido y de apartarse del camino común, nunca
podrán mantenerse en la senda que hay que seguir para ir más en
derechura, y permanecerán extraviados toda su vida; y de otros que, poseyendo
bastante razón o modestia para juzgar que son menos capaces de distinguir
lo verdadero de lo falso que otras personas, de quienes pueden recibir instrucción,
deben más bien contentarse con seguir las opiniones de esas personas,
que buscar por sí mismos otras mejores.
Y yo hubiera sido, sin duda, de esta última especie de ingenios, si no
hubiese tenido en mi vida más que un solo maestro o no hubiese sabido
cuán diferentes han sido, en todo tiempo, las opiniones de los más
doctos. Mas, habiendo aprendido en el colegio que no se puede imaginar nada,
por extraño e increíble que sea, que no haya sido dicho por alguno
de los filósofos, y habiendo visto luego, en mis viajes, que no todos
los que piensan de modo contrario al nuestro son por ello bárbaros y
salvajes, sino que muchos hacen tanto o más uso que nosotros de la razón;
y habiendo considerado que un mismo hombre, con su mismo ingenio, si se ha criado
desde niño entre franceses o alemanes, llega a ser muy diferente de lo
que sería si hubiese vivido siempre entre chinos o caníbales;
y que hasta en las modas de nuestros trajes, lo que nos ha gustado hace diez
años, y acaso vuelva a gustarnos dentro de otros diez, nos parece hoy
extravagante y ridículo, de suerte que más son la costumbre y
el ejemplo los que nos persuaden, que un conocimiento cierto; y que, sin embargo,
la multitud de votos no es una prueba que valga para las verdades algo difíciles
de descubrir, porque más verosímil es que un hombre solo dé
con ellas que no todo un pueblo, no podía yo elegir a una persona, cuyas
opiniones me parecieran preferibles a las de las demás, y me vi como
obligado a emprender por mí mismo la tarea de conducirme.
Pero como hombre que tiene que andar solo y en la oscuridad, resolví
ir tan despacio y emplear tanta circunspección en todo, que, a trueque
de adelantar poco, me guardaría al menos muy bien de tropezar y caer.
E incluso no quise empezar a deshacerme por completo de ninguna de las opiniones
que pudieron antaño deslizarse en mi creencia, sin haber sido introducidas
por la razón, hasta después de pasar buen tiempo dedicado al proyecto
de la obra que iba a emprender, buscando el verdadero método para llegar
al conocimiento de todas las cosas de que mi espíritu fuera capaz.
Había estudiado un poco, cuando era más joven, de las partes de
la filosofía, la lógica, y de las matemáticas, el análisis
de los geómetras y el álgebra, tres artes o ciencias que debían,
al parecer, contribuir algo a mi propósito. Pero cuando las examiné,
hube de notar que, en lo tocante a la lógica, sus silogismos y la mayor
parte de las demás instrucciones que da, más sirven para explicar
a otros las cosas ya sabidas o incluso, como el arte de Lulio (18), para hablar
sin juicio de las ignoradas, que para aprenderlas. Y si bien contiene, en verdad,
muchos, muy buenos y verdaderos preceptos, hay, sin embargo, mezclados con ellos,
tantos otros nocivos o superfluos, que separarlos es casi tan difícil
como sacar una Diana o una Minerva de un bloque de mármol sin desbastar.
Luego, en lo tocante al análisis (19) de los antiguos y al álgebra
de los modernos, aparte de que no se refieren sino a muy abstractas materias,
que no parecen ser de ningún uso, el primero está siempre tan
constreñido a considerar las figuras, que no puede ejercitar el entendimiento
sin cansar grandemente la imaginación; y en la segunda, tanto se han
sujetado sus cultivadores a ciertas reglas y a ciertas cifras, que han hecho
de ella un arte confuso y oscuro, bueno para enredar el ingenio, en lugar de
una ciencia que lo cultive. Por todo lo cual, pensé que había
que buscar algún otro método que juntase las ventajas de esos
tres, excluyendo sus defectos.
Y como la multitud de leyes sirve muy a menudo de disculpa a los vicios, siendo
un Estado mucho mejor regido cuando hay pocas, pero muy estrictamente observadas,
así también, en lugar del gran número de preceptos que
encierra la lógica, creí que me bastarían los cuatro siguientes,
supuesto que tomase una firme y constante resolución de no dejar de observarlos
una vez siquiera:
Fue el primero, no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con evidencia
que lo es; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención,
y no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase tan
clara y distintamente a mí espíritu, que no hubiese ninguna ocasión
de ponerlo en duda.
El segundo, dividir cada una de las dificultades, que examinare, en cuantas
partes fuere posible y en cuantas requiriese su mejor solución.
El tercero, conducir ordenadamente mis pensamientos, empezando por los objetos
más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo
poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más compuestos,
e incluso suponiendo un orden entre los que no se preceden naturalmente.
Y el último, hacer en todo unos recuentos tan integrales y unas revisiones
tan generales, que llegase a estar seguro de no omitir nada.
Esas largas series de trabadas razones muy simples y fáciles, que los
geómetras acostumbran emplear, para llegar a sus más difíciles
demostraciones, habíanme dado ocasión de imaginar que todas las
cosas, de que el hombre puede adquirir conocimiento, se siguen unas a otras
en igual manera, y que, con sólo abstenerse de admitir como verdadera
una que no lo sea y guardar siempre el orden necesario para deducirlas unas
de otras, no puede haber ninguna, por lejos que se halle situada o por oculta
que esté, que no se llegue a alcanzar y descubrir. Y no me cansé
mucho en buscar por cuáles era preciso comenzar, pues ya sabía
que por las más simples y fáciles de conocer; y considerando que,
entre todos los que hasta ahora han investigado la verdad en las ciencias, sólo
los matemáticos han podido encontrar algunas demostraciones, esto es,
algunas razones ciertas y evidentes, no dudaba de que había que empezar
por las mismas que ellos han examinado, aun cuando no esperaba sacar de aquí
ninguna otra utilidad, sino acostumbrar mi espíritu a saciarse de verdades
y a no contentarse con falsas razones. Mas no por eso concebí el propósito
de procurar aprender todas las ciencias particulares denominadas comúnmente
matemáticas, y viendo que, aunque sus objetos son diferentes, todas,
sin embargo, coinciden en que no consideran sino las varias relaciones o proporciones
que se encuentran en los tales objetos, pensé que más valía
limitarse a examinar esas proporciones en general, suponiéndolas solo
en aquellos asuntos que sirviesen para hacerme más fácil su conocimiento
y hasta no sujetándolas a ellos de ninguna manera, para poder después
aplicarlas tanto más libremente a todos los demás a que pudieran
convenir (20). Luego advertí que, para conocerlas, tendría a veces
necesidad de considerar cada una de ellas en particular, y otras veces, tan
solo retener o comprender varias juntas, y pensé que, para considerarlas
mejor en particular, debía suponerlas en líneas, porque no encontraba
nada más simple y que más distintamente pudiera yo representar
a mi imaginación y mis sentidos; pero que, para retener o comprender
varias juntas, era necesario que las explicase en algunas cifras, las más
cortas que fuera posible; y que, por este medio, tomaba lo mejor que hay en
el análisis geométrico y en el álgebra, y corregía
así todos los defectos de una por el otro (21).
Y, efectivamente, me atrevo a decir que la exacta observación de los
pocos preceptos por mí elegidos, me dio tanta facilidad para desenmarañar
todas las cuestiones de que tratan esas dos ciencias, que en dos o tres meses
que empleé en examinarlas, habiendo comenzado por las más simples
y generales, y siendo cada verdad que encontraba una regla que me servía
luego para encontrar otras, no sólo conseguí resolver varias cuestiones,
que antes había considerado como muy difíciles, sino que hasta
me pareció también, hacia el final, que, incluso en las que ignoraba,
podría determinar por qué medios y hasta dónde era posible
resolverlas. En lo cual, acaso no me acusaréis de excesiva vanidad si
consideráis que, supuesto que no hay sino una verdad en cada cosa, el
que la encuentra sabe todo lo que se puede saber de ella; y que, por ejemplo,
un niño que sabe aritmética y hace una suma conforme a las reglas,
puede estar seguro de haber hallado, acerca de la suma que examinaba, todo cuanto
el humano ingenio pueda hallar; porque al fin y al cabo el método que
ensena a seguir el orden verdadero y a recontar exactamente las circunstancias
todas de lo que se busca, contiene todo lo que confiere certidumbre a las reglas
de la aritmética.
Pero lo que más contento me daba en este método era que, con él,
tenía la seguridad de emplear mi razón en todo, si no perfectamente,
por lo menos lo mejor que fuera en mi poder. Sin contar con que, aplicándolo,
sentía que mi espíritu se iba acostumbrando poco a poco a concebir
los objetos con mayor claridad y distinción y que, no habiéndolo
sujetado a ninguna materia particular, prometíame aplicarlo con igual
fruto a las dificultades de las otras ciencias, como lo había hecho a
las del álgebra. No por eso me atreví a empezar luego a examinar
todas las que se presentaban, pues eso mismo fuera contrario al orden que el
método prescribe; pero habiendo advertido que los principios de las ciencias
tenían que estar todos tomados de la filosofía, en la que aun
no hallaba ninguno que fuera cierto, pensé que ante todo era preciso
procurar establecer algunos de esta clase y, siendo esto la cosa más
importante del mundo y en la que son más de temer la precipitación
y la prevención, creí que no debía acometer la empresa
antes de haber llegado a más madura edad que la de veintitrés
años, que entonces tenía, y de haber dedicado buen espacio de
tiempo a prepararme, desarraigando de mi espíritu todas las malas opiniones
a que había dado entrada antes de aquel tiempo, haciendo también
acopio de experiencias varias, que fueran después la materia de mis razonamientos
y, por último, ejercitándome sin cesar en el método que
me había prescrito, para afianzarlo mejor en mi espíritu.
Tercera parte
Por último, como para empezar a reconstruir el alojamiento en donde uno
habita, no basta haberlo derribado y haber hecho acopio de materiales y de arquitectos,
o haberse ejercitado uno mismo en la arquitectura y haber trazado además
cuidadosamente el diseño del nuevo edificio, sino que también
hay que proveerse de alguna otra habitación, en donde pasar cómodamente
el tiempo que dure el trabajo, así, pues, con el fin de no permanecer
irresoluto en mis acciones, mientras la razón me obligaba a serlo en
mis juicios, y no dejar de vivir, desde luego, con la mejor ventura que pudiese,
hube de arreglarme una moral provisional (22), que no consistía sino
en tres o cuatro máximas, que con mucho gusto voy a comunicaros.
La primera fue seguir las leyes y las costumbres de mi país, conservando
constantemente la religión en que la gracia de Dios hizo que me instruyeran
desde niño, rigiéndome en todo lo demás por las opiniones
más moderadas y más apartadas de todo exceso, que fuesen comúnmente
admitidas en la práctica por los más sensatos de aquellos con
quienes tendría que vivir. Porque habiendo comenzado ya a no contar para
nada con las mías propias, puesto que pensaba someterlas todas a un nuevo
examen, estaba seguro de que no podía hacer nada mejor que seguir las
de los más sensatos. Y aun cuando entre los persas y los chinos hay quizá
hombres tan sensatos como entre nosotros, parecíame que lo más
útil era acomodarme a aquellos con quienes tendría que vivir;
y que para saber cuáles eran sus verdaderas opiniones, debía fijarme
más bien en lo que hacían que en lo que decían, no sólo
porque, dada la corrupción de nuestras costumbres, hay pocas personas
que consientan en decir lo que creen, sino también porque muchas lo ignoran,
pues el acto del pensamiento, por el cual uno cree una cosa, es diferente de
aquel otro por el cual uno conoce que la cree, y por lo tanto muchas veces se
encuentra aquél sin éste. Y entre varias opiniones, igualmente
admitidas, elegía las más moderadas, no sólo porque son
siempre las más cómodas para la práctica, y verosímilmente
las mejores, ya que todo exceso suele ser malo, sino también para alejarme
menos del verdadero camino, en caso de error, si, habiendo elegido uno de los
extremos, fuese el otro el que debiera seguirse. Y en particular consideraba
yo como un exceso toda promesa por la cual se enajena una parte de la propia
libertad; no que yo desaprobase las leyes que, para poner remedio a la inconstancia
de los espíritus débiles, permiten cuando se tiene algún
designio bueno, o incluso para la seguridad del comercio, en designios indiferentes,
hacer votos o contratos obligándose a perseverancia; pero como no veía
en el mundo cosa alguna que permaneciera siempre en idéntico estado y
como, en lo que a mí mismo se refiere, esperaba perfeccionar más
y más mis juicios, no empeorarlos, hubiera yo creído cometer una
grave falta contra el buen sentido, si, por sólo el hecho de aprobar
por entonces alguna cosa, me obligara a tenerla también por buena más
tarde, habiendo ella acaso dejado de serlo, o habiendo yo dejado de estimarla
como tal.
Mi segunda máxima fue la de ser en mis acciones lo más firme y
resuelto que pudiera y seguir tan constante en las más dudosas opiniones,
una vez determinado a ellas, como si fuesen segurísimas, imitando en
esto a los caminantes que, extraviados por algún bosque, no deben andar
errantes dando vueltas por una y otra parte, ni menos detenerse en un lugar,
sino caminar siempre lo más derecho que puedan hacia un sitio fijo, sin
cambiar de dirección por leves razones, aun cuando en un principio haya
sido sólo el azar el que les haya determinado a elegir ese rumbo; pues
de este modo, si no llegan precisamente adonde quieren ir, por lo menos acabarán
por llegar a alguna parte, en donde es de pensar que estarán mejor que
no en medio del bosque. Y así, puesto que muchas veces las acciones de
la vida no admiten demora, es verdad muy cierta que si no está en nuestro
poder el discernir las mejores opiniones, debemos seguir las más probables;
y aunque no encontremos más probabilidad en unas que en otras, debemos,
no obstante, decidirnos por algunas y considerarlas después, no ya como
dudosas, en cuanto que se refieren a la práctica, sino como muy verdaderas
y muy ciertas, porque la razón que nos ha determinado lo es. Y esto fue
bastante para librarme desde entonces de todos los arrepentimientos y remordimientos
que suelen agitar las consciencias de esos espíritus endebles y vacilantes,
que se dejan ir inconstantes a practicar como buenas las cosas que luego juzgan
malas (23).
Mi tercera máxima fue procurar siempre vencerme a mí mismo antes
que a la fortuna, y alterar mis deseos antes que el orden del mundo, y generalmente
acostumbrarme a creer que nada hay que esté enteramente en nuestro poder
sino nuestros propios pensamientos (24), de suerte que después de haber
obrado lo mejor que hemos podido, en lo tocante a las cosas exteriores, todo
lo que falla en el éxito es para nosotros absolutamente imposible. Y
esto sólo me parecía bastante para apartarme en lo porvenir de
desear algo sin conseguirlo y tenerme así contento; pues como nuestra
voluntad no se determina naturalmente a desear sino las cosas que nuestro entendimiento
le representa en cierto modo como posibles, es claro que si todos los bienes
que están fuera de nosotros los consideramos como igualmente inasequibles
a nuestro poder, no sentiremos pena alguna por carecer de los que parecen debidos
a nuestro nacimiento, cuando nos veamos privados de ellos sin culpa nuestra,
como no la sentimos por no ser dueños de los reinos de la China o de
Méjico; y haciendo, como suele decirse, de necesidad virtud, no sentiremos
mayores deseos de estar sanos, estando enfermos, o de estar libres, estando
encarcelados, que ahora sentimos de poseer cuerpos compuestos de materia tan
poco corruptible como el diamante o alas para volar como los pájaros.
Pero confieso que son precisos largos ejercicios y reiteradas meditaciones para
acostumbrarse a mirar todas las cosas por ese ángulo; y creo que en esto
consistía principalmente el secreto de aquellos filósofos, que
pudieron antaño sustraerse al imperio de la fortuna, y a pesar de los
sufrimientos y la pobreza, entrar en competencia de ventura con los propios
dioses (25). Pues, ocupados sin descanso en considerar los límites prescritos
por la naturaleza, persuadíanse tan perfectamente de que nada tenían
en su poder sino sus propios pensamientos, que esto sólo era bastante
a impedirles sentir afecto hacia otras cosas; y disponían de esos pensamientos
tan absolutamente, que tenían en esto cierta razón de estimarse
más ricos y poderosos y más libres y bienaventurados que ningunos
otros hombres, los cuales, no teniendo esta filosofía, no pueden, por
mucho que les hayan favorecido la naturaleza y la fortuna, disponer nunca, como
aquellos filósofos, de todo cuanto quieren.
En fin, como conclusión de esta moral, ocurrióseme considerar,
una por una, las diferentes ocupaciones a que los hombres dedican su vida, para
procurar elegir la mejor; y sin querer decir nada de las de los demás,
pensé que no podía hacer nada mejor que seguir en la misma que
tenía; es decir, aplicar mi vida entera al cultivo de mi razón
y adelantar cuanto pudiera en el conocimiento de la verdad, según el
método que me había prescrito. Tan extremado contento había
sentido ya desde que empecé a servirme de ese método, que no creía
que pudiera recibirse otro más suave e inocente en esta vida; y descubriendo
cada día, con su ayuda, algunas verdades que me parecían bastante
importantes y generalmente ignoradas de los otros hombres, la satisfacción
que experimentaba llenaba tan cumplidamente mi espíritu, que todo lo
restante me era indiferente. Además, las tres máximas anteriores
fundábanse sólo en el propósito, que yo abrigaba, de continuar
instruyéndome; pues habiendo dado Dios a cada hombre alguna luz con que
discernir lo verdadero de lo falso, no hubiera yo creído un solo momento
que debía contentarme con las opiniones ajenas, de no haberme propuesto
usar de mi propio juicio para examinarlas cuando fuera tiempo; y no hubiera
podido librarme de escrúpulos, al seguirlas, si no hubiese esperado aprovechar
todas las ocasiones para encontrar otras mejores, dado caso que las hubiese;
y, por último, no habría sabido limitar mis deseos y estar contento,
si no hubiese seguido un camino por donde, al mismo tiempo que asegurarme la
adquisición de todos los conocimientos que yo pudiera, pensaba también
por el mismo modo llegar a conocer todos los verdaderos bienes que estuviesen
en mi poder; pues no determinándose nuestra voluntad a seguir o a evitar
cosa alguna, sino porque nuestro entendimiento se la representa como buena o
mala, basta juzgar bien, para obrar bien (26), y juzgar lo mejor que se pueda,
para obrar también lo mejor que se pueda; es decir, para adquirir todas
las virtudes y con ellas cuantos bienes puedan lograrse; y cuando uno tiene
la certidumbre de que ello es así, no puede por menos de estar contento.
Habiéndome, pues, afirmado en estas máximas, las cuales puse aparte
juntamente con las verdades de la fe, que siempre han sido las primeras en mi
creencia, pensé que de todas mis otras opiniones podía libremente
empezar a deshacerme; y como esperaba conseguirlo mejor conversando con los
hombres que permaneciendo por más tiempo encerrado en el cuarto en donde
había meditado todos esos pensamientos, proseguí mi viaje antes
de que el invierno estuviera del todo terminado. Y en los nueve años
siguientes, no hice otra cosa sino andar de acá para allá, por
el mundo, procurando ser más bien espectador que actor en las comedias
que en él se representan, e instituyendo particulares reflexiones en
toda materia sobre aquello que pudiera hacerla sospechosa y dar ocasión
a equivocarnos, llegué a arrancar de mi espíritu, en todo ese
tiempo, cuantos errores pudieron deslizarse anteriormente. Y no es que imitara
a los escépticos (27), que dudan por sólo dudar y se las dan siempre
de irresolutos; por el contrario, mi propósito no era otro que afianzarme
en la verdad, apartando la tierra movediza y la arena, para dar con la roca
viva o la arcilla. Lo cual, a mi parecer, conseguía bastante bien, tanto
que, tratando de descubrir la falsedad o la incertidumbre de las proposiciones
que examinaba, no mediante endebles conjeturas, sino por razonamientos claros
y seguros, no encontraba ninguna tan dudosa, que no pudiera sacar de ella alguna
conclusión bastante cierta, aunque sólo fuese la de que no contenía
nada cierto. Y así como al derribar una casa vieja suelen guardarse los
materiales, que sirven para reconstruir la nueva, así también
al destruir todas aquellas mis opiniones que juzgaba infundadas, hacía
yo varias observaciones y adquiría experiencias que me han servido después
para establecer otras más ciertas. Y además seguía ejercitándome
en el método que me había prescrito; pues sin contar con que cuidaba
muy bien de conducir generalmente mis pensamientos, según las citadas
reglas, dedicaba de cuando en cuando algunas horas a practicarlas particularmente
en dificultades de matemáticas, o también en algunas otras que
podía hacer casi semejantes a las de las matemáticas, desligándolas
de los principios de las otras ciencias, que no me parecían bastante
firmes; todo esto puede verse en varias cuestiones que van explicadas en este
mismo volumen (28). Y así, viviendo en apariencia como los que no tienen
otra ocupación que la de pasar una vida suave e inocente y se ingenian
en separar los placeres de los vicios y, para gozar de su ocio sin hastío,
hacen uso de cuantas diversiones honestas están a su alcance, no dejaba
yo de perseverar en mi propósito y de sacar provecho para el conocimiento
de la verdad, más acaso que si me contentara con leer libros o frecuentar
las tertulias literarias.
Sin embargo, transcurrieron esos nueve años sin que tomara yo decisión
alguna tocante a las dificultades de que suelen disputar los doctos, y sin haber
comenzado a buscar los cimientos de una filosofía más cierta que
la vulgar. Y el ejemplo de varios excelentes ingenios que han intentado hacerlo,
sin, a mi parecer, conseguirlo, me llevaba a imaginar en ello tanta dificultad,
que no me hubiera atrevido quizá a emprenderlo tan presto, si no hubiera
visto que algunos propalaban el rumor de que lo había llevado a cabo.
No me es posible decir qué fundamentos tendrían para emitir tal
opinión, y si en algo he contribuido a ella, por mis dichos, debe de
haber sido por haber confesado mi ignorancia, con más candor que suelen
hacerlo los que han estudiado un poco, y acaso también por haber dado
a conocer las razones que tenía para dudar de muchas cosas, que los demás
consideran ciertas, mas no porque me haya preciado de poseer doctrina alguna.
Pero como tengo el corazón bastante bien puesto para no querer que me
tomen por otro distinto del que soy, pensé que era preciso procurar por
todos los medios hacerme digno de la reputación que me daban; y hace
ocho años precisamente, ese deseo me decidió a alejarme de todos
los lugares en donde podía tener algunos conocimientos y retirarme aquí
(29), en un país en donde la larga duración de la guerra ha sido
causa de que se establezcan tales órdenes, que los ejércitos que
se mantienen parecen no servir sino para que los hombres gocen de los frutos
de la paz con tanta mayor seguridad, y en donde, en medio de la multitud de
un gran pueblo muy activo, más atento a sus propios negocios que curioso
de los ajenos, he podido, sin carecer de ninguna de las comodidades que hay
en otras más frecuentadas ciudades, vivir tan solitario y retirado como
en el más lejano desierto.
Cuarta parte
No sé si debo hablaros de las primeras meditaciones que hice allí,
pues son tan metafísicas y tan fuera de lo común, que quizá
no gusten a todo el mundo (30). Sin embargo, para que se pueda apreciar si los
fundamentos que he tomado son bastante firmes, me veo en cierta manera obligado
a decir algo de esas reflexiones. Tiempo ha que había advertido que,
en lo tocante a las costumbres, es a veces necesario seguir opiniones que sabemos
muy inciertas, como si fueran indudables, y esto se ha dicho ya en la parte
anterior; pero, deseando yo en esta ocasión ocuparme tan sólo
de indagar la verdad, pensé que debía hacer lo contrario y rechazar
como absolutamente falso todo aquello en que pudiera imaginar la menor duda,
con el fin de ver si, después de hecho esto, no quedaría en mi
creencia algo que fuera enteramente indudable. Así, puesto que los sentidos
nos engañan, a las veces, quise suponer que no hay cosa alguna que sea
tal y como ellos nos la presentan en la imaginación; y puesto que hay
hombres que yerran al razonar, aun acerca de los más simples asuntos
de geometría, y cometen paralogismos, juzgué que yo estaba tan
expuesto al error como otro cualquiera, y rechacé como falsas todas las
razones que anteriormente había tenido por demostrativas; y, en fin,
considerando que todos los pensamientos que nos vienen estando despiertos pueden
también ocurrírsenos durante el sueño, sin que ninguno
entonces sea verdadero, resolví fingir que todas las cosas, que hasta
entonces habían entrado en mi espíritu, no eran más verdaderas
que las ilusiones de mis sueños. Pero advertí luego que, queriendo
yo pensar, de esa suerte, que todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba,
fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: "yo pienso, luego soy",
era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los
escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía
recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía
que andaba buscando.
Examiné después atentamente lo que yo era, y viendo que podía
fingir que no tenía cuerpo alguno y que no había mundo ni lugar
alguno en el que yo me encontrase, pero que no podía fingir por ello
que yo no fuese, sino al contrario, por lo mismo que pensaba en dudar de la
verdad de las otras cosas, se seguía muy cierta y evidentemente que yo
era, mientras que, con sólo dejar de pensar, aunque todo lo demás
que había imaginado fuese verdad, no tenía ya razón alguna
para creer que yo era, conocí por ello que yo era una sustancia cuya
esencia y naturaleza toda es pensar, y que no necesita, para ser, de lugar alguno,
ni depende de cosa alguna material; de suerte que este yo, es decir, el alma,
por la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo y hasta más
fácil de conocer que éste y, aunque el cuerpo no fuese, el alma
no dejaría de ser cuanto es.
Después de esto, consideré, en general, lo que se requiere en
una proposición para que sea verdadera y cierta; pues ya que acababa
de hallar una que sabía que lo era, pensé que debía saber
también en qué consiste esa certeza. Y habiendo notado que en
la proposición: "yo pienso, luego soy", no hay nada que me
asegure que digo verdad, sino que veo muy claramente que para pensar es preciso
ser, juzgué que podía admitir esta regla general: que las cosas
que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas; pero que sólo
hay alguna dificultad en notar cuáles son las que concebimos distintamente.
Después de lo cual, hube de reflexionar que, puesto que yo dudaba, no
era mi ser enteramente perfecto, pues veía claramente que hay más
perfección en conocer que en dudar; y se me ocurrió entonces indagar
por dónde había yo aprendido a pensar en algo más perfecto
que yo; y conocí evidentemente que debía de ser por alguna naturaleza
que fuese efectivamente más perfecta. En lo que se refiere a los pensamientos,
que en mí estaban, de varias cosas exteriores a mí, como son el
cielo, la tierra, la luz, el calor y otros muchos, no me preocupaba mucho el
saber de dónde procedían, porque, no viendo en esas cosas nada
que me pareciese hacerlas superiores a mí, podía creer que, si
eran verdaderas, eran unas dependencias de mi naturaleza, en cuanto que ésta
posee alguna perfección, y si no lo eran, procedían de la nada,
es decir, estaban en mí, porque hay en mí algún defecto.
Pero no podía suceder otro tanto con la idea de un ser más perfecto
que mi ser; pues era cosa manifiestamente imposible que la tal idea procediese
de la nada; y como no hay menor repugnancia en pensar que lo más perfecto
sea consecuencia y dependencia de lo menos perfecto, que en pensar que de nada
provenga algo, no podía tampoco proceder de mí mismo; de suerte
que sólo quedaba que hubiese sido puesta en mí por una naturaleza
verdaderamente más perfecta que yo soy, y poseedora inclusive de todas
las perfecciones de que yo pudiera tener idea; esto es, para explicarlo en una
palabra, por Dios. A esto añadí que, supuesto que yo conocía
algunas perfecciones que me faltaban, no era yo el único ser que existiese
(aquí, si lo permitís, haré uso libremente de los términos
de la escuela), sino que era absolutamente necesario que hubiese algún
otro ser más perfecto de quien yo dependiese y de quien hubiese adquirido
todo cuanto yo poseía; pues si yo fuera solo e independiente de cualquier
otro ser, de tal suerte que de mí mismo procediese lo poco en que participaba
del ser perfecto, hubiera podido tener por mí mismo también, por
idéntica razón, todo lo demás que yo sabía faltarme,
y ser, por lo tanto, yo infinito, eterno, inmutable, omnisciente, omnipotente,
y, en fin, poseer todas las perfecciones que podía advertir en Dios.
Pues, en virtud de los razonamientos que acabo de hacer, para conocer la naturaleza
de Dios hasta donde la mía es capaz de conocerla, bastábame considerar
todas las cosas de que hallara en mí mismo alguna idea y ver si era o
no perfección el poseerlas; y estaba seguro de que ninguna de las que
indicaban alguna imperfección está en Dios, pero todas las demás
sí están en él; así veía que la duda, la
inconstancia, la tristeza y otras cosas semejantes no pueden estar en Dios,
puesto que mucho me holgara yo de verme libre de ellas. Además, tenía
yo ideas de varias cosas sensibles y corporales; pues aun suponiendo que soñaba
y que todo cuanto veía e imaginaba era falso, no podía negar,
sin embargo, que esas ideas estuvieran verdaderamente en mi pensamiento. Mas
habiendo ya conocido en mí muy claramente que la naturaleza inteligente
es distinta de la corporal, y considerando que toda composición denota
dependencia, y que la dependencia es manifiestamente un defecto, juzgaba por
ello que no podía ser una perfección en Dios el componerse de
esas dos naturalezas, y que, por consiguiente, Dios no era compuesto; en cambio,
si en el mundo había cuerpos, o bien algunas inteligencias u otras naturalezas
que no fuesen del todo perfectas, su ser debía depender del poder divino,
hasta el punto de no poder subsistir sin él un solo instante.
Quise indagar luego otras verdades; y habiéndome propuesto el objeto
de los geómetras, que concebía yo como un cuerpo continuo o un
espacio infinitamente extenso en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible
en varias partes que pueden tener varias figuras y magnitudes y ser movidas
o trasladadas en todos los sentidos, pues los geómetras suponen todo
eso en su objeto, repasé algunas de sus más simples demostraciones,
y habiendo advertido que esa gran certeza que todo el mundo atribuye a estas
demostraciones, se funda tan sólo en que se conciben con evidencia, según
la regla antes dicha, advertí también que no había nada
en ellas que me asegurase de la existencia de su objeto; pues, por ejemplo,
yo veía bien que, si suponemos un triángulo, es necesario que
los tres ángulos sean iguales a dos rectos; pero nada veía que
me asegurase que en el mundo hay triángulo alguno; en cambio, si volvía
a examinar la idea que yo tenía de un ser perfecto, encontraba que la
existencia está comprendida en ella del mismo modo que en la idea de
un triángulo está comprendido el que sus tres ángulos sean
iguales a dos rectos o, en la de una esfera, el que todas sus partes sean igualmente
distantes del centro, y hasta con más evidencia aún; y que, por
consiguiente, tan cierto es por lo menos, que Dios, que es ese ser perfecto,
es o existe, como lo pueda ser una demostración de geometría.
Pero si hay algunos que están persuadidos de que es difícil conocer
lo que sea Dios, y aun lo que sea el alma, es porque no levantan nunca su espíritu
por encima de las cosas sensibles y están tan acostumbrados a considerarlo
todo con la imaginación -que es un modo de pensar particular para las
cosas materiales-, que lo que no es imaginable les parece ininteligible. Lo
cual está bastante manifiesto en la máxima que los mismos filósofos
admiten como verdadera en las escuelas, y que dice que nada hay en el entendimiento
que no haya estado antes en el sentido (31), en donde, sin embargo, es cierto
que nunca han estado las ideas de Dios y del alma; y me parece que los que quieren
hacer uso de su imaginación para comprender esas ideas, son como los
que para oír los sonidos u oler los olores quisieran emplear los ojos;
y aun hay esta diferencia entre aquéllos y éstos: que el sentido
de la vista no nos asegura menos de la verdad de sus objetos que el olfato y
el oído de los suyos, mientras que ni la imaginación ni los sentidos
pueden asegurarnos nunca cosa alguna, como no intervenga el entendimiento.
En fin, si aun hay hombres a quienes las razones que he presentado no han convencido
bastante de la existencia de Dios y del alma, quiero que sepan que todas las
demás cosas que acaso crean más seguras, como son que tienen un
cuerpo, que hay astros, y una tierra, y otras semejantes, son, sin embargo,
menos ciertas; pues, si bien tenemos una seguridad moral de esas cosas, tan
grande que parece que, a menos de ser un extravagante, no puede nadie ponerlas
en duda, sin embargo, cuando se trata de una certidumbre metafísica,
no se puede negar, a no ser perdiendo la razón, que no sea bastante motivo,
para no estar totalmente seguro, el haber notado que podemos de la misma manera
imaginar en sueños que tenemos otro cuerpo y que vemos otros astros y
otra tierra, sin que ello sea así. Pues ¿cómo sabremos
que los pensamientos que se nos ocurren durante el sueño son falsos,
y que no lo son los que tenemos despiertos, si muchas veces sucede que aquéllos
no son menos vivos y expresos que éstos? Y por mucho que estudien los
mejores ingenios, no creo que puedan dar ninguna razón bastante a levantar
esa duda, como no presupongan la existencia de Dios. Pues, en primer lugar,
esa misma regla que antes he tomado, a saber: que las cosas que concebimos muy
clara y distintamente son todas verdaderas; esa misma regla recibe su certeza
sólo de que Dios es o existe, y de que es un ser perfecto, y de que todo
lo que está en nosotros proviene de él; de donde se sigue que,
siendo nuestras ideas o nociones, cuando son claras y distintas, cosas reales
y procedentes de Dios, no pueden por menos de ser también, en ese respecto,
verdaderas. De suerte que si tenemos con bastante frecuencia ideas que encierran
falsedad, es porque hay en ellas algo confuso y oscuro, y en este respecto participan
de la nada; es decir, que si están así confusas en nosotros, es
porque no somos totalmente perfectos. Y es evidente que no hay menos repugnancia
en admitir que la falsedad o imperfección proceda como tal de Dios mismo,
que en admitir que la verdad o la perfección procede de la nada. Mas
si no supiéramos que todo cuanto en nosotros es real y verdadero proviene
de un ser perfecto e infinito, entonces, por claras y distintas que nuestras
ideas fuesen, no habría razón alguna que nos asegurase que tienen
la perfección de ser verdaderas.
Así, pues, habiéndonos el conocimiento de Dios y del alma testimoniado
la certeza de esa regla, resulta bien fácil conocer que los ensueños,
que imaginamos dormidos, no deben, en manera alguna, hacernos dudar de la verdad
de los pensamientos que tenemos despiertos. Pues si ocurriese que en sueño
tuviera una persona una idea muy clara y distinta, como por ejemplo, que inventase
un geómetra una demostración nueva, no sería ello motivo
para impedirle ser verdadera; y en cuanto al error más corriente en muchos
sueños, que consiste en representarnos varios objetos del mismo modo
como nos los representan los sentidos exteriores, no debe importarnos que nos
dé ocasión de desconfiar de la verdad de esas tales ideas, porque
también pueden los sentidos engañarnos con frecuencia durante
la vigilia, como los que tienen ictericia lo ven todo amarillo, o como los astros
y otros cuerpos muy lejanos nos parecen mucho más pequeños de
lo que son. Pues, en último término, despiertos o dormidos, no
debemos dejarnos persuadir nunca sino por la evidencia de la razón. Y
nótese bien que digo de la razón, no de la imaginación
ni de los sentidos; como asimismo, porque veamos el sol muy claramente, no debemos
por ello juzgar que sea del tamaño que le vemos; y muy bien podemos imaginar
distintamente una cabeza de león pegada al cuerpo de una cabra, sin que
por eso haya que concluir que en el mundo existe la quimera, pues la razón
no nos dice que lo que así vemos o imaginamos sea verdadero; pero nos
dice que todas nuestras ideas o nociones deben tener algún fundamento
de verdad; pues no fuera posible que Dios, que es todo perfecto y verdadero,
las pusiera sin eso en nosotros; y puesto que nuestros razonamientos nunca son
tan evidentes y tan enteros cuando soñamos que cuando estamos despiertos,
si bien a veces nuestras imaginaciones son tan vivas y expresivas y hasta más
en el sueño que en la vigilia, por eso nos dice la razón, que,
no pudiendo ser verdaderos todos nuestros pensamientos, porque no somos totalmente
perfectos, deberá infaliblemente hallarse la verdad más bien en
los que pensemos estando despiertos, que en los que tengamos estando dormidos.
Quinta parte
Mucho me agradaría proseguir y exponer aquí el encadenamiento
de las otras verdades que deduje de esas primeras; pero, como para ello sería
necesario que hablase ahora de varias cuestiones que controvierten los doctos
(32), con quienes no deseo indisponerme, creo que mejor será que me abstenga
y me limite a decir en general cuáles son, para dejar que otros más
sabios juzguen si sería útil o no que el público recibiese
más amplia y detenida información. Siempre he permanecido firme
en la resolución que tomé de no suponer ningún otro principio
que el que me ha servido para demostrar la existencia de Dios y del alma, y
de no recibir cosa alguna por verdadera, que no me pareciese más clara
y más cierta que las demostraciones de los geómetras; y, sin embargo,
me atrevo a decir que no sólo he encontrado la manera de satisfacerme
en poco tiempo, en punto a las principales dificultades que suelen tratarse
en la filosofía, sino que también he notado ciertas leyes que
Dios ha establecido en la naturaleza y cuyas nociones ha impreso en nuestras
almas de tal suerte, que si reflexionamos sobre ellas con bastante detenimiento,
no podremos dudar de que se cumplen exactamente en todo cuanto hay o se hace
en el mundo. Considerando luego la serie de esas leyes, me parece que he descubierto
varias verdades más útiles y más importantes que todo lo
que anteriormente había aprendido o incluso esperado aprender.
Mas habiendo procurado explicar las principales de entre ellas en un tratado
que, por algunas consideraciones, no puedo publicar, lo mejor será, para
darlas a conocer, que diga aquí sumariamente lo que ese tratado contiene.
Propúseme poner en él todo cuando yo creía saber, antes
de escribirlo, acerca de la naturaleza de las cosas materiales. Pero así
como los pintores, no pudiendo representar igualmente bien, en un cuadro liso,
todas las diferentes caras de un objeto sólido, eligen una de las principales,
que vuelven hacia la luz, y representan las demás en la sombra, es decir,
tales como pueden verse cuando se mira a la principal, así también,
temiendo yo no poder poner en mi discurso todo lo que había en mi pensamiento,
hube de limitarme a explicar muy ampliamente mi concepción de la luz;
luego, con esta ocasión, añadí algo acerca del sol y de
las estrellas fijas, porque casi toda la luz viene de esos cuerpos; de los cielos,
que la transmiten; de los planetas, de los cometas y de la tierra, que la reflejan;
y en particular, de todos los cuerpos que hay sobre la tierra, que son o coloreados,
o transparentes o luminosos; y, por último, del hombre, que es el espectador.
Y para dar un poco de sombra a todas esas cosas y poder declarar con más
libertad mis juicios, sin la obligación de seguir o de refutar las opiniones
recibidas entre los doctos, resolví abandonar este mundo nuestro a sus
disputas y hablar sólo de lo que ocurriría en otro mundo nuevo,
si Dios crease ahora en los espacios imaginarios bastante materia para componerlo
y, agitando diversamente y sin orden las varias partes de esa materia, fórmase
un caos tan confuso como puedan fingirlo los poetas, sin hacer luego otra cosa
que prestar su ordinario concurso a la naturaleza, dejándola obrar, según
las leyes por él establecidas. Así, primeramente describí
esa materia y traté de representarla, de tal suerte que no hay, a mi
parecer, nada más claro e inteligible (33), excepto lo que antes hemos
dicho de Dios y del alma; pues hasta supuse expresamente que no hay en ella
ninguna de esas formas o cualidades de que disputan las escuelas (34), ni en
general ninguna otra cosa cuyo conocimiento no sea tan natural a nuestras almas,
que no se pueda ni siquiera fingir que se ignora. Hice ver, además, cuales
eran las leyes de la naturaleza; y sin fundar mis razones en ningún otro
principio que las infinitas perfecciones de Dios, traté de demostrar
todas aquéllas sobre las que pudiera haber alguna duda, y procuré
probar que son tales que, aun cuando Dios hubiese creado varios mundos, no podría
haber uno en donde no se observaran cumplidamente. Después de esto, mostré
cómo la mayor parte de la materia de ese caos debía, a consecuencia
de esas leyes, disponerse y arreglarse de cierta manera que la hacía
semejante a nuestros cielos; cómo, entretanto, algunas de sus partes
habían de componer una tierra, y algunas otras, planetas y cometas, y
algunas otras, un sol y estrellas fijas. Y aquí, extendiéndome
sobre el tema de la luz, expliqué por lo menudo cuál era la que
debía haber en el sol y en las estrellas y cómo desde allí
atravesaba en un instante los espacios inmensos de los cielos y cómo
se reflejaba desde los planetas y los cometas hacia la tierra. Añadí
también algunas cosas acerca de la sustancia, la situación, los
movimientos y todas las varias cualidades de esos cielos y esos astros, de suerte
que pensaba haber dicho lo bastante para que se conociera que nada se observa,
en los de este mundo, que no deba o, al menos, no pueda parecer en un todo semejante
a los de ese otro mundo que yo describía. De ahí pasé a
hablar particularmente de la tierra; expliqué cómo, aun habiendo
supuesto expresamente que el Creador no dio ningún peso a la materia,
de que está compuesta, no por eso dejaban todas sus partes de dirigirse
exactamente hacia su centro; cómo, habiendo agua y aire en su superficie,
la disposición de los cielos y de los astros, principalmente de la luna,
debía causar un flujo y reflujo semejante en todas sus circunstancias
al que se observa en nuestros mares, y además una cierta corriente, tanto
del agua como del aire, que va de Levante a Poniente, como la que se observa
también entre los trópicos; cómo las montañas, los
mares, las fuentes y los ríos podían formarse naturalmente, y
los metales producirse en las minas, y las plantas crecer en los campos, y,
en general, engendrarse todos esos cuerpos llamados mezclas o compuestos. Y
entre otras cosas, no conociendo yo, después de los astros, nada en el
mundo que produzca luz, sino el fuego, me esforcé por dar claramente
a entender cuanto a la naturaleza de éste pertenece, cómo se produce,
cómo se alimenta, cómo a veces da calor sin luz y otras luz sin
calor; cómo puede prestar varios colores a varios cuerpos y varias otras
cualidades; cómo funde unos y endurece otros; cómo puede consumirlos
casi todos o convertirlos en cenizas y humo; y, por último, cómo
de esas cenizas, por sólo la violencia de su acción, forma vidrio;
pues esta transmutación de las cenizas en vidrio, pareciéndome
tan admirable como ninguna otra de las que ocurren en la naturaleza, tuve especial
agrado en describirla.
Sin embargo, de todas esas cosas no quería yo inferir que este mundo
nuestro haya sido creado de la manera que yo explicaba, porque es mucho más
verosímil que, desde el comienzo, Dios lo puso tal y como debía
ser. Pero es cierto -y esta opinión es comúnmente admitida entre
los teólogos- que la acción por la cual Dios lo conserva es la
misma que la acción por la cual lo ha creado (35); de suerte que, aun
cuando no le hubiese dado en un principio otra forma que la del caos, con haber
establecido las leyes de la naturaleza y haberle prestado su concurso para obrar
como ella acostumbra, puede creerse, sin menoscabo del milagro de la creación,
que todas las cosas, que son puramente materiales, habrían podido, con
el tiempo, llegar a ser como ahora las vemos; y su naturaleza es mucho más
fácil de concebir cuando se ven nacer poco a poco de esa manera, que
cuando se consideran ya hechas del todo.
De la descripción de los cuerpos inanimados y de las plantas, pasé
a la de los animales y particularmente a la de los hombres. Mas no teniendo
aún bastante conocimiento para hablar de ellos con el mismo estilo que
de los demás seres, es decir, demostrando los efectos por las causas
y haciendo ver de qué semillas y en qué manera debe producirlos
la naturaleza, me limité a suponer que Dios formó el cuerpo de
un hombre enteramente igual a uno de los nuestros, tanto en la figura exterior
de sus miembros como en la interior conformación de sus órganos,
sin componerlo de otra materia que la que yo había descrito anteriormente
y sin darle al principio alma alguna razonable, ni otra cosa que sirviera de
alma vegetativa o sensitiva, sino excitando en su corazón uno de esos
fuegos sin luz, ya explicados por mí y que yo concebía de igual
naturaleza que el que calienta el heno encerrado antes de estar seco o el que
hace que los vinos nuevos hiervan cuando se dejan fermentar con su hollejo;
pues examinando las funciones que, a consecuencia de ello, podía haber
en ese cuerpo, hallaba que eran exactamente las mismas que pueden realizarse
en nosotros, sin que pensemos en ellas y, por consiguiente, sin que contribuya
en nada nuestra alma, es decir, esa parte distinta del cuerpo, de la que se
ha dicho anteriormente que su naturaleza es sólo pensar (36); y siendo
esas funciones las mismas todas, puede decirse que los animales desprovistos
de razón son semejantes a nosotros; pero en cambio no se puede encontrar
en ese cuerpo ninguna de las que dependen del pensamiento que son, por tanto,
las únicas que nos pertenecen en cuanto hombres; pero ésas las
encontraba yo luego, suponiendo que Dios creó un alma razonable y la
añadió al cuerpo, de cierta manera que yo describía.
Pero para que pueda verse el modo como estaba tratada esta materia, voy a poner
aquí la explicación del movimiento del corazón y de las
arterias que, siendo el primero y más general que se observa en los animales,
servirá para que se juzgue luego fácilmente lo que deba pensarse
de todos los demás. Y para que sea más fácil de comprender
lo que voy a decir, desearía que los que no están versados en
anatomía, se tomen el trabajo, antes de leer esto, de mandar cortar en
su presencia el corazón de algún animal grande, que tenga pulmones,
pues en un todo se parece bastante al del hombre, y que vean las dos cámaras
o concavidades que hay en él; primero, la que está en el lado
derecho, a la que van a parar dos tubos muy anchos, a saber: la vena cava, que
es el principal receptáculo de la sangre y como el tronco del árbol,
cuyas ramas son las demás venas del cuerpo, y la vena arteriosa, cuyo
nombre está mal puesto, porque es, en realidad, una arteria que sale
del corazón y se divide luego en varias ramas que van a repartirse por
los pulmones en todos los sentidos; segundo, la que está en el lado izquierdo,
a la que van a parar del mismo modo dos tubos tan anchos o más que los
anteriores, a saber: la arteria venosa, cuyo nombre está también
mal puesto, porque no es sino una vena que viene de los pulmones, en donde está
dividida en varias ramas entremezcladas con las de la vena arteriosa y con las
del conducto llamado caño del pulmón, por donde entra el aire
de la respiración; y la gran arteria, que sale del corazón y distribuye
sus ramas por todo el cuerpo. También quisiera yo que vieran con mucho
cuidado los once pellejillos que, como otras tantas puertecitas, abren y cierran
los cuatro orificios que hay en esas dos concavidades, a saber: tres a la entrada
de la vena cava, en donde están tan bien dispuestos que no pueden en
manera alguna impedir que la sangre entre en la concavidad derecha del corazón
y, sin embargo, impiden muy exactamente que pueda salir; tres a la entrada de
la vena arteriosa, los cuales están dispuestos en modo contrario y permiten
que la sangre que hay en esta concavidad pase a los pulmones, pero no que la
que está en los pulmones vuelva a entrar en esa concavidad; dos a la
entrada de la arteria venosa, los cuales dejan correr la sangre desde los pulmones
hasta la concavidad izquierda del corazón, pero se oponen a que vaya
en sentido contrario; y tres a la entrada de la gran arteria, que permiten que
la sangre salga del corazón, pero le impiden que vuelva a entrar. Y del
número de estos pellejos no hay que buscar otra razón sino que
el orificio de la arteria venosa, siendo ovalado, a causa del sitio en donde
se halla, puede cerrarse cómodamente con dos, mientras que los otros,
siendo circulares, pueden cerrarse mejor con tres. Quisiera yo, además,
que considerasen que la gran arteria y la vena arteriosa están hechas
de una composición mucho más dura y más firme que la arteria
venosa y la vena cava, y que estas dos últimas se ensanchan antes de
entrar en el corazón, formando como dos bolsas, llamadas orejas del corazón,
compuestas de una carne semejante a la de éste; y que siempre hay más
calor en el corazón que en ningún otro sitio del cuerpo; y, por
último, que este calor es capaz de hacer que si entran algunas gotas
de sangre en sus concavidades, se inflen muy luego y se dilaten, como ocurre
generalmente a todos los líquidos, cuando caen gota a gota en algún
vaso muy caldeado.
Dicho esto, basta añadir, para explicar el movimiento del corazón,
que cuando las concavidades no están llenas de sangre, entra necesariamente
sangre de la vena cava en la de la derecha, y de la arteria venosa en la de
la izquierda, tanto más cuanto que estos dos vasos están siempre
llenos, y sus orificios, que miran hacia el corazón, no pueden por entonces
estar tapados; pero tan pronto como de ese modo han entrado dos gotas de sangre,
una en cada concavidad, estas gotas, que por fuerza son muy gruesas, porque
los orificios por donde entran son muy anchos y los vasos de donde vienen están
muy llenos de sangre, se expanden y dilatan a causa del calor en que caen; por
donde sucede que hinchan todo el corazón y empujan y cierran las cinco
puertecillas que están a la entrada de los dos vasos de donde vienen,
impidiendo que baje más sangre al corazón; y continúan
dilatándose cada vez más, con lo que empujan y abren las otras
seis puertecillas, que están a la entrada de los otros dos vasos, por
los cuales salen entonces, produciendo así una hinchazón en todas
las ramas de la vena arteriosa y de la gran arteria, casi al mismo tiempo que
en el corazón; éste se desinfla muy luego, como asimismo sus arterias,
porque la sangre que ha entrado en ellas se enfría; y las seis puertecillas
vuelven a cerrarse, y las cinco de la vena cava y de la arteria venosa vuelven
a abrirse, dando paso a otras dos gotas de sangre, que, a su vez, hinchan el
corazón y las arterias como anteriormente. Y porque la sangre, antes
de entrar en el corazón, pasa por esas dos bolsas, llamadas orejas, de
ahí viene que el movimiento de éstas sea contrario al de aquél,
y que éstas se desinflen cuando aquél se infla. Por lo demás,
para que los que no conocen la fuerza de las demostraciones matemáticas
y no tienen costumbre de distinguir las razones verdaderas de las verosímiles,
no se aventuren a negar esto que digo, sin examinarlo, he de advertirles que
el movimiento que acabo de explicar se sigue necesariamente de la sola disposición
de los órganos que están a la vista en el corazón y del
calor que, con los dedos, puede sentirse en esta víscera y de la naturaleza
de la sangre que, por experiencia, puede conocerse, como el movimiento de un
reloj se sigue de la fuerza, de la situación y de la figura de sus contrapesos
y de sus ruedas.
Pero si se pregunta cómo la sangre de las venas no se acaba, al entrar
así continuamente en el corazón, y cómo las arterias no
se llenan demasiadamente, puesto que toda la que pasa por el corazón
viene a ellas, no necesito contestar otra cosa que lo que ya ha escrito un médico
de Inglaterra (37), a quien hay que reconocer el mérito de haber abierto
brecha en este punto y de ser el primero que ha enseñado que hay en las
extremidades de las arterias varios pequeños corredores, por donde la
sangre que llega del corazón pasa a las ramillas extremas de las venas
y de aquí vuelve luego al corazón; de suerte que el curso de la
sangre es una circulación perpetua. Y esto lo prueba muy bien por medio
de la experiencia ordinaria de los cirujanos, quienes, habiendo atado el brazo
con mediana fuerza por encima del sitio en donde abren la vena, hacen que la
sangre salga más abundante que si no hubiesen atado el brazo; y ocurriría
todo lo contrario si lo ataran más abajo, entre la mano y la herida,
o si lo ataran con mucha fuerza por encima. Porque es claro que la atadura hecha
con mediana fuerza puede impedir que la sangre que hay en el brazo vuelva al
corazón por las venas, pero no que acuda nueva sangre por las arterias,
porque éstas van por debajo de las venas, y siendo sus pellejos más
duros, son menos fáciles de oprimir; y también porque la sangre
que viene del corazón tiende con más fuerza a pasar por las arterias
hacia la mano, que no a volver de la mano hacia el corazón por las venas;
y puesto que la sangre sale del brazo, por el corte que se ha hecho en una de
las venas, es necesario que haya algunos pasos por la parte debajo de la atadura,
es decir, hacia las extremidades del brazo, por donde la sangre pueda venir
de las arterias. También prueba muy satisfactoriamente lo que dice del
curso de la sangre, por la existencia de ciertos pellejos que están de
tal modo dispuestos en diferentes lugares, a lo largo de las venas, que no permiten
que la sangre vaya desde el centro del cuerpo a las extremidades y sí
sólo que vuelva de las extremidades al centro; y además, la experiencia
demuestra que toda la sangre que hay en el cuerpo puede salir en poco tiempo
por una sola arteria que se haya cortado, aun cuando, habiéndose atado
la arteria muy cerca del corazón, se haya hecho el corte entre éste
y la atadura, de tal suerte que no haya ocasión de imaginar que la sangre
vertida pueda venir de otra parte.
Pero hay otras muchas cosas que dan fe de que la verdadera causa de ese movimiento
de la sangre es la que he dicho, como son primeramente la diferencia que se
nota entre la que sale de las venas y la que sale de las arterias, diferencia
que no puede venir sino de que, habiéndose rarificado y como destilado
la sangre, al pasar por el corazón, es más sutil y más
viva y más caliente en saliendo de este, es decir, estando en las arterias,
que no poco antes de entrar, o sea estando en las venas. Y si bien se mira,
se verá que esa diferencia no aparece del todo sino cerca del corazón
y no tanto en los lugares más lejanos; además, la dureza del pellejo
de que están hechas la vena arteriosa y la gran arteria, es buena prueba
de que la sangre las golpea con más fuerza que a las venas. Y ¿cómo
explicar que la concavidad izquierda del corazón y la gran arteria sean
más amplias y anchas que la concavidad derecha y la vena arteriosa, sino
porque la sangre de la arteria venosa, que antes de pasar por el corazón
no ha estado más que en los pulmones, es más sutil y se expande
mejor y más fácilmente que la que viene inmediatamente de la vena
cava? ¿Y qué es lo que los médicos pueden averiguar, al
tomar el pulso, si no es que, según que la sangre cambie de naturaleza,
puede el calor del corazón distenderla con más o menos fuerza
y más o menos velocidad? Y si inquirimos cómo este calor se comunica
a los demás miembros, habremos de convenir en que es por medio de la
sangre, que, al pasar por el corazón, se calienta y se reparte luego
por todo el cuerpo, de donde sucede que, si quitamos sangre de una parte, quitámosle
asimismo el calor; y aun cuando el corazón estuviese ardiendo, como un
hierro candente, no bastaría a calentar los pies y las manos, como lo
hace, si no les enviase de continuo sangre nueva. También por esto se
conoce que el uso verdadero de la respiración es introducir en el pulmón
aire fresco bastante a conseguir que la sangre, que viene de la concavidad derecha
del corazón, en donde ha sido dilatada y como cambiada en vapores, se
espese y se convierta de nuevo en sangre, antes de volver a la concavidad izquierda,
sin lo cual no pudiera ser apta a servir de alimento al fuego que hay en la
dicha concavidad; y una confirmación de esto es que vemos que los animales
que no tienen pulmones, poseen una sola concavidad en el corazón, y que
los niños que estando en el seno materno no pueden usar de los pulmones,
tienen un orificio por donde pasa sangre de la vena cava a la concavidad izquierda
del corazón, y un conducto por donde va de la vena arteriosa a la gran
arteria, sin pasar por el pulmón. Además, ¿cómo
podría hacerse la cocción de los alimentos en el estómago,
si el corazón no enviase calor a esta víscera por medio de las
arterias, añadiéndole algunas de las más suaves partes
de la sangre, que ayudan a disolver las viandas? Y la acción que convierte
en sangre el jugo de esas viandas, ¿no es fácil de conocer, si
se considera que, al pasar una y otra vez por el corazón, se destila
quizá más de cien o doscientas veces cada día? Y para explicar
la nutrición y la producción de los varios humores que hay en
el cuerpo, ¿qué necesidad hay de otra cosa, sino decir que la
fuerza con que la sangre, al dilatarse, pasa del corazón a las extremidades
de las arterias, es causa de que algunas de sus partes se detienen entre las
partes de los miembros en donde se hallan, tomando el lugar de otras que expulsan,
y que, según la situación o la figura o la pequeñez de
los poros que encuentran, van unas a alojarse en ciertos lugares y otras en
ciertos otros, del mismo modo como hacen las cribas que, por estar agujereadas
de diferente modo, sirven para separar unos de otros los granos de varios tamaños.
Y, por último, lo que hay de más notable en todo esto, es la generación
de los espíritus animales, que son como un sutilísimo viento,
o más bien como una purísima y vivísima llama, la cual
asciende de continuo muy abundante desde el corazón al cerebro y se corre
luego por los nervios a los músculos y pone en movimiento todos los miembros;
y para explicar cómo las partes de la sangre más agitadas y penetrantes
van hacia el cerebro, más bien que a otro lugar cualquiera, no es necesario
imaginar otra causa sino que las arterias que las conducen son las que salen
del corazón en línea más recta, y, según las reglas
mecánicas, que son las mismas que las de la naturaleza, cuando varias
cosas tienden juntas a moverse hacia un mismo lado, sin que haya espacio bastante
para recibirlas todas, como ocurre a las partes de la sangre que salen de la
concavidad izquierda del corazón y tienden todas hacia el cerebro, las
más fuertes deben dar de lado a las más endebles y menos agitadas
y, por lo tanto, ser las únicas que lleguen (38).
Había yo explicado, con bastante detenimiento, todas estas cosas en el
tratado que tuve el propósito de publicar. Y después había
mostrado cuál debe ser la fábrica (39) de los nervios y de los
músculos del cuerpo humano, para conseguir que los espíritus animales,
estando dentro, tengan fuerza bastante a mover los miembros, como vemos que
las cabezas, poco después de cortadas, aun se mueven y muerden la tierra,
sin embargo de que ya no están animadas; cuáles cambios deben
verificarse en el cerebro para causar la vigilia, el sueño y los ensueños;
cómo la luz, los sonidos, los olores, los sabores, el calor y demás
cualidades de los objetos exteriores pueden imprimir en el cerebro varias ideas,
por medio de los sentidos; cómo también pueden enviar allí
las suyas el hambre, la sed y otras pasiones interiores; qué deba entenderse
por el sentido común, en el cual son recibidas esas ideas; qué
por la memoria, que las conserva y qué por la fantasía, que puede
cambiarlas diversamente y componer otras nuevas y también puede, por
idéntica manera, distribuir los espíritus animales en los músculos
y poner en movimiento los miembros del cuerpo, acomodándolos a los objetos
que se presentan a los sentidos y a las pasiones interiores, en tantos varios
modos cuantos movimientos puede hacer nuestro cuerpo sin que la voluntad los
guíe (40); lo cual no parecerá de ninguna manera extraño
a los que, sabiendo cuántos autómatas o máquinas semovientes
puede construir la industria humana, sin emplear sino poquísimas piezas,
en comparación de la gran muchedumbre de huesos, músculos, nervios,
arterias, venas y demás partes que hay en el cuerpo de un animal, consideren
este cuerpo como una máquina que, por ser hecha de manos de Dios, está
incomparablemente mejor ordenada y posee movimientos más admirables que
ninguna otra de las que puedan inventar los hombres. Y aquí me extendí
particularmente, haciendo ver que si hubiese máquinas tales que tuviesen
los órganos y figura exterior de un mono o de otro cualquiera animal,
desprovisto de razón, no habría medio alguno que nos permitiera
conocer que no son en todo de igual naturaleza que esos animales; mientras que
si las hubiera que semejasen a nuestros cuerpos e imitasen nuestras acciones,
cuanto fuere moralmente posible, siempre tendríamos dos medios muy ciertos
para reconocer que no por eso son hombres verdaderos; y es el primero, que nunca
podrían hacer uso de palabras ni otros signos, componiéndolos,
como hacemos nosotros, para declarar nuestros pensamientos a los demás,
pues si bien se puede concebir que una máquina esté de tal modo
hecha, que profiera palabras, y hasta que las profiera a propósito de
acciones corporales que causen alguna alteración en sus órganos,
como, verbi gratia, si se la toca en una parte, que pregunte lo que se quiere
decirle, y si en otra, que grite que se le hace daño, y otras cosas por
el mismo estilo, sin embargo, no se concibe que ordene en varios modos las palabras
para contestar al sentido de todo lo que en su presencia se diga, como pueden
hacerlo aun los más estúpidos de entre los hombres; y es el segundo
que, aun cuando hicieran varias cosas tan bien y acaso mejor que ninguno de
nosotros, no dejarían de fallar en otras, por donde se descubriría
que no obran por conocimiento, sino sólo por la disposición de
sus órganos, pues mientras que la razón es un instrumento universal,
que puede servir en todas las coyunturas, esos órganos, en cambio, necesitan
una particular disposición para cada acción particular; por donde
sucede que es moralmente imposible que haya tantas y tan varias disposiciones
en una máquina, que puedan hacerla obrar en todas las ocurrencias de
la vida de la manera como la razón nos hace obrar a nosotros. Ahora bien:
por esos dos medios puede conocerse también la diferencia que hay entre
los hombres y los brutos, pues es cosa muy de notar que no hay hombre, por estúpido
y embobado que esté, sin exceptuar los locos, que no sea capaz de arreglar
un conjunto de varias palabras y componer un discurso que dé a entender
sus pensamientos; y, por el contrario, no hay animal, por perfecto y felizmente
dotado que sea, que pueda hacer otro tanto. Lo cual no sucede porque a los animales
les falten órganos, pues vemos que las urracas y los loros pueden proferir,
como nosotros, palabras, y, sin embargo, no pueden, como nosotros, hablar, es
decir, dar fe de que piensan lo que dicen; en cambio los hombres que, habiendo
nacido sordos y mudos, están privados de los órganos, que a los
otros sirven para hablar, suelen inventar por sí mismos unos signos,
por donde se declaran a los que, viviendo con ellos, han conseguido aprender
su lengua. Y esto no sólo prueba que las bestias tienen menos razón
que los hombres, sino que no tienen ninguna; pues ya se ve que basta muy poca
para saber hablar; y supuesto que se advierten desigualdades entre los animales
de una misma especie, como entre los hombres, siendo unos más fáciles
de adiestrar que otros, no es de creer que un mono o un loro, que fuese de los
más perfectos en su especie, no igualara a un niño de los más
estúpidos, o, por lo menos, a un niño cuyo cerebro estuviera turbado,
si no fuera que su alma es de naturaleza totalmente diferente de la nuestra.
Y no deben confundirse las palabras con los movimientos naturales que delatan
las pasiones, los cuales pueden ser imitados por las máquinas tan bien
como por los animales, ni debe pensarse, como pensaron algunos antiguos, que
las bestias hablan, aunque nosotros no comprendemos su lengua; pues si eso fuera
verdad, puesto que poseen varios órganos parecidos a los nuestros, podrían
darse a entender de nosotros como de sus semejantes. Es también muy notable
cosa que, aun cuando hay varios animales que demuestran más industria
que nosotros en algunas de sus acciones, sin embargo, vemos que esos mismos
no demuestran ninguna en muchas otras; de suerte que eso que hacen mejor que
nosotros no prueba que tengan ingenio, pues, en ese caso, tendrían más
que ninguno de nosotros y harían mejor que nosotros todas las demás
cosas, sino más bien prueba que no tienen ninguno y que es la naturaleza
la que en ellos obra, por la disposición de sus órganos, como
vemos que un reloj, compuesto sólo de ruedas y resortes, puede contar
las horas y medir el tiempo más exactamente que nosotros con toda nuestra
prudencia.
Después de todo esto, había yo descrito el alma razonable y mostrado
que en manera alguna puede seguirse de la potencia de la materia, como las otras
cosas de que he hablado, sino que ha de ser expresamente creada; y no basta
que esté alojada en el cuerpo humano, como un piloto en su navío,
a no ser acaso para mover sus miembros, sino que es necesario que esté
junta y unida al cuerpo más estrechamente, para tener sentimientos y
apetitos semejantes a los nuestros y componer así un hombre verdadero.
Por lo demás, me he extendido aquí un tanto sobre el tema del
alma, porque es de los más importantes; que, después del error
de los que niegan a Dios, error que pienso haber refutado bastantemente en lo
que precede, no hay nada que más aparte a los espíritus endebles
del recto camino de la virtud, que el imaginar que el alma de los animales es
de la misma naturaleza que la nuestra, y que, por consiguiente, nada hemos de
temer ni esperar tras esta vida, como nada temen ni esperan las moscas y las
hormigas; mientras que si sabemos cuán diferentes somos de los animales,
entenderemos mucho mejor las razones que prueban que nuestra alma es de naturaleza
enteramente independiente del cuerpo, y, por consiguiente, que no está
atenida a morir con él; y puesto que no vemos otras causas que la destruyan,
nos inclinaremos naturalmente a juzgar que es inmortal.
Sexta parte
Hace ya tres años que llegué al término del tratado en
donde están todas esas cosas, y empezaba a revisarlo para entregarlo
a la imprenta, cuando supe que unas personas a quienes profeso deferencia y
cuya autoridad no es menos poderosa sobre mis acciones que mi propia razón
sobre mis pensamientos, habían reprobado una opinión de física,
publicada poco antes por otro (41); no quiero decir que yo fuera de esa opinión,
sino sólo que nada había notado en ella, antes de verla así
censurada, que me pareciese perjudicial ni para la religión ni para el
Estado, y, por tanto, nada que me hubiese impedido escribirla, de habérmela
persuadido la razón. Esto me hizo temer no fuera a haber alguna también
entre las mías, en la que me hubiese engañado, no obstante el
muy gran cuidado que siempre he tenido de no admitir en mi creencia ninguna
opinión nueva, que no esté fundada en certísimas demostraciones,
y de no escribir ninguna que pudiere venir en menoscabo de alguien. Y esto fue
bastante a mudar la resolución que había tomado de publicar aquel
tratado; pues aun cuando las razones que me empujaron a tomar antes esa resolución
fueron muy fuertes, sin embargo, mi inclinación natural, que me ha llevado
siempre a odiar el oficio de hacer libros, me proporcionó en seguida
otras para excusarme. Y tales son esas razones, de una y de otra parte, que
no sólo me interesa a mí decirlas aquí, sino que acaso
también interese al público conocerlas.
Nunca he atribuido gran valor a las cosas que provienen de mi espíritu;
y mientras no he recogido del método que uso otro fruto sino el hallar
la solución de algunas dificultades pertenecientes a las ciencias especulativas,
o el llevar adelante el arreglo de mis costumbres, en conformidad con las razones
que ese método me enseñaba, no me he creído obligado a
escribir nada. Pues en lo tocante a las costumbres, es tanto lo que cada uno
abunda en su propio sentido, que podrían contarse tantos reformadores
como hay hombres, si a todo el mundo, y no sólo a los que Dios ha establecido
soberanos de sus pueblos o a los que han recibido de él la gracia y el
celo suficientes para ser profetas, le fuera permitido dedicarse a modificarlas
en algo; y en cuanto a mis especulaciones, aunque eran muy de mi gusto, he creído
que los demás tendrían otras también, que acaso les gustaran
más. Pero tan pronto como hube adquirido algunas nociones generales de
la física y comenzado a ponerlas a prueba en varias dificultades particulares,
notando entonces cuán lejos pueden llevarnos y cuán diferentes
son de los principios que se han usado hasta ahora, creí que conservarlas
ocultas era grandísimo pecado, que infringía la ley que nos obliga
a procurar el bien general de todos los hombres, en cuanto ello esté
en nuestro poder. Pues esas nociones me han enseñado que es posible llegar
a conocimientos muy útiles para la vida, y que, en lugar de la filosofía
especulativa, enseñada en las escuelas, es posible encontrar una práctica,
por medio de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua,
del aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos,
que nos rodean, tan distintamente como conocemos los oficios varios de nuestros
artesanos, podríamos aprovecharlas del mismo modo, en todos los usos
a que sean propias, y de esa suerte hacernos como dueños y poseedores
de la naturaleza. Lo cual es muy de desear, no sólo por la invención
de una infinidad de artificios que nos permitirían gozar sin ningún
trabajo de los frutos de la tierra y de todas las comodidades que hay en ella,
sino también principalmente por la conservación de la salud, que
es, sin duda, el primer bien y el fundamento de los otros bienes de esta vida,
porque el espíritu mismo depende tanto del temperamento y de la disposición
de los órganos del cuerpo, que, si es posible encontrar algún
medio para hacer que los hombres sean comúnmente más sabios y
más hábiles que han sido hasta aquí, creo que es en la
medicina en donde hay que buscarlo. Verdad es que la que ahora se usa contiene
pocas cosas de tan notable utilidad; pero, sin que esto sea querer despreciarla,
tengo por cierto que no hay nadie, ni aun los que han hecho de ella su profesión,
que no confiese que cuanto se sabe, en esa ciencia, no es casi nada comparado
con lo que queda por averiguar y que podríamos librarnos de una infinidad
de enfermedades, tanto del cuerpo como del espíritu, y hasta quizá
de la debilidad que la vejez nos trae, si tuviéramos bastante conocimiento
de sus causas y de todos los remedios, de que la naturaleza nos ha provisto.
Y como yo había concebido el designio de emplear mi vida entera en la
investigación de tan necesaria ciencia, y como había encontrado
un camino que me parecía que, siguiéndolo, se debe infaliblemente
dar con ella, a no ser que lo impida la brevedad de la vida o la falta de experiencias,
juzgaba que no hay mejor remedio contra esos dos obstáculos, sino comunicar
fielmente al público lo poco que hubiera encontrado e invitar a los buenos
ingenios a que traten de seguir adelante, contribuyendo cada cual, según
su inclinación y sus fuerzas, a las experiencias que habría que
hacer, y comunicando asimismo al público todo cuanto averiguaran, con
el fin de que, empezando los últimos por donde hayan terminado sus predecesores,
y juntando así las vidas y los trabajos de varios, llegásemos
todos juntos mucho más allá de donde puede llegar uno en particular.
Y aun observé, en lo referente a las experiencias, que son tanto más
necesarias cuanto más se ha adelantado en el conocimiento, pues al principio
es preferible usar de las que se presentan por sí mismas a nuestros sentidos
y que no podemos ignorar por poca reflexión que hagamos, que buscar otras
más raras y estudiadas; y la razón de esto es que esas más
raras nos engañan muchas veces, si no sabemos ya las causas de las otras
más comunes y que las circunstancias de que dependen son casi siempre
tan particulares y tan pequeñas, que es muy difícil notarlas.
Pero el orden que he llevado en esto ha sido el siguiente: primero he procurado
hallar, en general, los principios o primeras causas de todo lo que en el mundo
es o puede ser, sin considerar para este efecto nada más que Dios solo,
que lo ha creado, ni sacarlas de otro origen, sino de ciertas semillas de verdades,
que están naturalmente en nuestras almas; después he examinado
cuáles sean los primeros y más ordinarios efectos que de esas
causas pueden derivarse, y me parece que por tales medios he encontrado unos
cielos, unos astros, una tierra, y hasta en la tierra, agua, aire, fuego, minerales
y otras cosas que, siendo las más comunes de todas y las más simples,
son también las más fáciles de conocer. Luego, cuando quise
descender a las más particulares, presentáronseme tantas y tan
varias, que no he creído que fuese posible al espíritu humano
distinguir las formas o especies de cuerpos, que están en la tierra,
de muchísimas otras que pudieran estar en ella, si la voluntad de Dios
hubiere sido ponerlas, y, por consiguiente, que no es posible tampoco referirlas
a nuestro servicio, a no ser que salgamos al encuentro de las causas por los
efectos y hagamos uso de varias experiencias particulares. En consecuencia,
hube de repasar en mi espíritu todos los objetos que se habían
presentado ya a mis sentidos, y no vacilo en afirmar que nada vi en ellos que
no pueda explicarse, con bastante comodidad, por medio de los principios hallados
por mí. Pero debo asimismo confesar que es tan amplia y tan vasta la
potencia de la naturaleza y son tan simples y tan generales esos principios,
que no observo casi ningún efecto particular, sin en seguida conocer
que puede derivarse de ellos en varias diferentes maneras, y mi mayor dificultad
es, por lo común, encontrar por cuál de esas maneras depende de
aquellos principios; y no sé otro remedio a esa dificultad que el buscar
algunas experiencias, que sean tales que no se produzca del mismo modo el efecto,
si la explicación que hay que dar es esta o si es aquella otra. Además,
a tal punto he llegado ya, que veo bastante bien, a mi parecer, el rodeo que
hay que tomar, para hacer la mayor parte de las experiencias que pueden servir
para esos efectos; pero también veo que son tantas y tales, que ni mis
manos ni mis rentas, aunque tuviese mil veces más de lo que tengo, bastarían
a todas; de suerte que, según tenga en adelante comodidad para hacer
más o menos, así también adelantaré más o
menos en el conocimiento de la naturaleza; todo lo cual pensaba dar a conocer,
en el tratado que había escrito, mostrando tan claramente la utilidad
que el público puede obtener, que obligase a cuantos desean en general
el bien de los hombres, es decir, a cuantos son virtuosos efectivamente y no
por apariencia falsa y mera opinión, a comunicarme las experiencias que
ellos hubieran hecho y a ayudarme en la investigación de las que aun
me quedan por hacer.
Pero de entonces acá, hánseme ocurrido otras razones que me han
hecho cambiar de opinión y pensar que debía en verdad seguir escribiendo
cuantas cosas juzgara de alguna importancia, conforme fuera descubriendo su
verdad, poniendo en ello el mismo cuidado que si las tuviera que imprimir, no
sólo porque así disponía de mayor espacio para examinarlas
bien, pues sin duda, mira uno con más atención lo que piensa que
otros han de examinar, que lo que hace para sí solo (y muchas cosas que
me han parecido verdaderas cuando he comenzado a concebirlas, he conocido luego
que son falsas, cuando he ido a estamparlas en el papel), sino también
para no perder ocasión de servir al público, si soy en efecto
capaz de ello, y porque, si mis escritos valen algo, puedan usarlos como crean
más conveniente los que los posean después de mi muerte; pero
pensé que no debía en manera alguna consentir que fueran publicados,
mientras yo viviera, para que ni las oposiciones y controversias que acaso suscitaran,
ni aun la reputación, fuere cual fuere, que me pudieran proporcionar,
me dieran ocasión de perder el tiempo que me propongo emplear en instruirme.
Pues si bien es cierto que todo hombre está obligado a procurar el bien
de los demás, en cuanto puede, y que propiamente no vale nada quien a
nadie sirve, sin embargo, también es cierto que nuestros cuidados han
de sobrepasar el tiempo presente y que es bueno prescindir de ciertas cosas,
que quizá fueran de algún provecho para los que ahora viven, cuando
es para hacer otras que han de ser más útiles aun a nuestros nietos.
Y, en efecto, es bueno que se sepa que lo poco que hasta aquí he aprendido
no es casi nada, en comparación de lo que ignoro y no desconfío
de poder aprender; que a los que van descubriendo poco a poco la verdad, en
las ciencias, les acontece casi lo mismo que a los que empiezan a enriquecerse,
que les cuesta menos trabajo, siendo ya algo ricos, hacer grandes adquisiciones,
que antes, cuando eran pobres, recoger pequeñas ganancias. También
pueden compararse con los jefes de ejército, que crecen en fuerzas conforme
ganan batallas, y necesitan más atención y esfuerzo para mantenerse
después de una derrota, que para tomar ciudades y conquistar provincias
después de una victoria; que verdaderamente es como dar batallas el tratar
de vencer todas las dificultades y errores que nos impiden llegar al conocimiento
de la verdad y es como perder una el admitir opiniones falsas acerca de alguna
materia un tanto general e importante; y hace falta después mucha más
destreza para volver a ponerse en el mismo estado en que se estaba, que para
hacer grandes progresos, cuando se poseen ya principios bien asegurados. En
lo que a mí respecta, si he logrado hallar algunas verdades en las ciencias
(y confío que lo que va en este volumen demostrará que algunas
he encontrado), puedo decir que no son sino consecuencias y dependencias de
cinco o seis principales dificultades que he resuelto y que considero como otras
tantas batallas, en donde he tenido la fortuna de mi lado; y hasta me atreveré
a decir que pienso que no necesito ganar sino otras dos o tres como esas, para
llegar al término de mis propósitos, y que no es tanta mi edad
que no pueda, según el curso ordinario de la naturaleza, disponer aún
del tiempo necesario para ese efecto. Pero por eso mismo, tanto más obligado
me creo a ahorrar el tiempo que me queda, cuantas mayores esperanzas tengo de
poderlo emplear bien; y sobrevendrían, sin duda, muchas ocasiones de
perderlo si publicase los fundamentos de mi física; pues aun cuando son
tan evidentes todos, que basta entenderlos para creerlos, y no hay uno solo
del que no pueda dar demostraciones, sin embargo, como es imposible que concuerden
con todas las varias opiniones de los demás hombres, preveo que suscitarían
oposiciones, que me distraerían no poco de mi labor.
Puede objetarse a esto diciendo que esas oposiciones serían útiles,
no sólo porque me darían a conocer mis propias faltas, sino también
porque, de haber en mí algo bueno, los demás hombres adquirirían
por ese medio una mejor inteligencia de mis opiniones; y como muchos ven más
que uno solo, si comenzaren desde luego a hacer uso de mis principios, me ayudarían
también con sus invenciones. Pero aun cuando me conozco como muy expuesto
a errar, hasta el punto de no fiarme casi nunca de los primeros pensamientos
que se me ocurren, sin embargo, la experiencia que tengo de las objeciones que
pueden hacerme, me quita la esperanza de obtener de ellas algún provecho;
pues ya muchas veces he podido examinar los juicios ajenos, tanto los pronunciados
por quienes he considerado como amigos míos, como los emitidos por otros,
a quienes yo pensaba ser indiferente, y hasta los de algunos, cuya malignidad
y envidia sabía yo que habían de procurar descubrir lo que el
afecto de mis amigos no hubiera conseguido ver; pero rara vez ha sucedido que
me hayan objetado algo enteramente imprevisto por mí, a no ser alguna
cosa muy alejada de mi asunto; de suerte que casi nunca he encontrado un censor
de mis opiniones que no me pareciese o menos severo o menos equitativo que yo
mismo. Y tampoco he notado nunca que las disputas que suelen practicarse en
las escuelas sirvan para descubrir una verdad antes ignorada; pues esforzándose
cada cual por vencer a su adversario, más se ejercita en abonar la verosimilitud
que en pesar las razones de una y otra parte; y los que han sido durante largo
tiempo buenos abogados, no por eso son luego mejores jueces.
En cuanto a la utilidad que sacaran los demás de la comunicación
de mis pensamientos, tampoco podría ser muy grande, ya que aun no los
he desenvuelto hasta tal punto, que no sea preciso añadirles mucho, antes
de ponerlos en práctica. Y creo que, sin vanidad, puedo decir que si
alguien hay capaz de desarrollarlos, he de ser yo mejor que otro cualquiera,
y no porque no pueda haber en el mundo otros ingenios mejores que el mío,
sin comparación, sino porque el que aprende de otro una cosa, no es posible
que la conciba y la haga suya tan plenamente como el que la inventa. Y tan cierto
es ello en esta materia, que habiendo yo explicado muchas veces algunas opiniones
mías a personas de muy buen ingenio, parecían entenderlas muy
distintamente, mientras yo hablaba, y, sin embargo, cuando luego las han repetido,
he notado que casi siempre las han alterado de tal suerte que ya no podía
yo reconocerlas por mías (42). Aprovecho esta ocasión para rogar
a nuestros descendientes que no crean nunca que proceden de mí las cosas
que les digan otros, si no es que yo mismo las haya divulgado; y no me asombro
en modo alguno de esas extravagancias que se atribuyen a los antiguos filósofos,
cuyos escritos no poseemos, ni juzgo por ellas que hayan sido sus pensamientos
tan desatinados, puesto que aquellos hombres fueron los mejores ingenios de
su tiempo; sólo pienso que sus opiniones han sido mal referidas. Asimismo
vemos que casi nunca ha ocurrido que uno de los que siguieron las doctrinas
de esos grandes ingenios haya superado al maestro; y tengo por seguro que los
que con mayor ahínco siguen hoy a Aristóteles, se estimarían
dichosos de poseer tanto conocimiento de la naturaleza como tuvo él,
aunque hubieran de someterse a la condición de no adquirir nunca más
amplio saber. Son como la yedra, que no puede subir más alto que los
árboles en que se enreda y muchas veces desciende, después de
haber llegado hasta la copa; pues me parece que también los que siguen
una doctrina ajena descienden, es decir, se tornan en cierto modo menos sabios
que si se abstuvieran de estudiar; los tales, no contentos con saber todo lo
que su autor explica inteligiblemente, quieren además encontrar en él
la solución de varias dificultades, de las cuales no habla y en las cuales
acaso no pensó nunca. Sin embargo, es comodísima esa manera de
filosofar, para quienes poseen ingenios muy medianos, pues la oscuridad de las
distinciones y principios de que usan, les permite hablar de todo con tanta
audacia como si lo supieran, y mantener todo cuanto dicen contra los más
hábiles y los más sutiles, sin que haya medio de convencerles;
en lo cual parécenme semejar a un ciego que, para pelear sin desventaja
contra uno que ve, le hubiera llevado a alguna profunda y oscurísima
cueva; y puedo decir que esos tales tienen interés en que yo no publique
los principios de mi filosofía, pues siendo, como son, muy sencillos
y evidentes, publicarlos sería como abrir ventanas y dar luz a esa cueva
adonde han ido a pelear. Mas tampoco los ingenios mejores han de tener ocasión
de desear conocerlos, pues si lo que quieren es saber hablar de todo y cobrar
fama de doctos, lo conseguirán más fácilmente contentándose
con lo verosímil, que sin gran trabajo puede hallarse en todos los asuntos,
que buscando la verdad, que no se descubre sino poco a poco en algunas materias
y que, cuando es llegada la ocasión de hablar de otros temas, nos obliga
a confesar francamente que los ignoramos. Pero si estiman que una verdad pequeña
es preferible a la vanidad de parecer saberlo todo, como, sin duda, es efectivamente
preferible, y si lo que quieren es proseguir un intento semejante al mío,
no necesitan para ello que yo les diga más de lo que en este discurso
llevo dicho; pues si son capaces de continuar mi obra, tanto más lo serán
de encontrar por sí mismos todo cuanto pienso yo que he encontrado, sin
contar con que, habiendo yo seguido siempre mis investigaciones ordenadamente,
es seguro que lo que me queda por descubrir es de suyo más difícil
y oculto que lo que he podido anteriormente encontrar y, por tanto, mucho menos
gusto hallarían en saberlo por mí, que en indagarlo solos; y además,
la costumbre que adquirirán buscando primero cosas fáciles y pasando
poco a poco a otras más difíciles, les servirá mucho mejor
que todas mis instrucciones. Yo mismo estoy persuadido de que si, en mi mocedad,
me hubiesen enseñado todas las verdades cuyas demostraciones he buscado
luego y no me hubiese costado trabajo alguno el aprenderlas, quizá no
supiera hoy ninguna otra cosa, o por lo menos nunca hubiera adquirido la costumbre
y facilidad que creo tener de encontrar otras nuevas, conforme me aplico a buscarlas.
Y, en suma, si hay en el mundo una labor que no pueda nadie rematar tan bien
como el que la empezó, es ciertamente la que me ocupa.
Verdad es que en lo que se refiere a las experiencias que pueden servir para
ese trabajo, no basta un hombre solo a hacerlas todas; pero tampoco ese hombre
podrá emplear con utilidad ajenas manos, como no sean las de artesanos
u otras gentes, a quienes pueda pagar, pues la esperanza de una buena paga,
que es eficacísimo medio, hará que esos operarios cumplan exactamente
sus prescripciones. Los que voluntariamente, por curiosidad o deseo de aprender,
se ofrecieran a ayudarle, además de que suelen, por lo común,
ser más prontos en prometer que en cumplir y no hacen sino bellas proposiciones,
nunca realizadas, querrían infaliblemente recibir, en cambio, algunas
explicaciones de ciertas dificultades, o por lo menos obtener halagos y conversaciones
inútiles, las cuales, por corto que fuera el tiempo empleado en ellas,
representarían, al fin y al cabo, una positiva pérdida. Y en cuanto
a las experiencias que hayan hecho ya los demás, aun cuando se las quisieren
comunicar -cosa que no harán nunca quienes les dan el nombre de secretos-,
son las más de entre ellas compuestas de tantas circunstancias o ingredientes
superfluos, que le costaría no pequeño trabajo descifrar lo que
haya en ellas de verdadero; y, además, las hallaría casi todas
tan mal explicadas e incluso tan falsas, debido a que sus autores han procurado
que parezcan conformes con sus principios, que, de haber algunas que pudieran
servir, no valdrían desde luego el tiempo que tendría que gastar
en seleccionarlas. De suerte que si en el mundo hubiese un hombre de quien se
supiera con seguridad que es capaz de encontrar las mayores cosas y las más
útiles para el público y, por este motivo, los demás hombres
se esforzasen por todas las maneras en ayudarle a realizar sus designios, no
veo que pudiesen hacer por él nada más sino contribuir a sufragar
los gastos de las experiencias, que fueren precisas, y, por lo demás,
impedir que vinieran importunos a estorbar sus ocios laboriosos. Mas sin contar
con que no soy yo tan presumido que vaya a prometer cosas extraordinarias, ni
tan repleto de vanidosos pensamientos que vaya a figurarme que el público
ha de interesarse mucho por mis propósitos, no tengo tampoco tan rebajada
el alma, como para aceptar de nadie un favor que pudiera creerse que no he merecido.
Todas estas consideraciones juntas fueron causa de que no quise, hace tres años,
divulgar el tratado que tenía entre manos, y aun resolví no publicar
durante mi vida ningún otro de índole tan general, que por él
pudieran entenderse los fundamentos de mi física. Pero de entonces acá
han venido otras dos razones a obligarme a poner en este libro algunos ensayos
particulares y a dar alguna cuenta al público de mis acciones y de mis
designios; y es la primera que, de no hacerlo, algunos que han sabido que tuve
la intención de imprimir ciertos escritos, podrían acaso figurarse
que los motivos, por los cuales me he abstenido, son de índole que menoscaba
mi persona; pues, aun cuando no siento un excesivo amor por la gloria y hasta
me atrevo a decir que la odio, en cuanto que la juzgo contraria a la quietud,
que es lo que más aprecio, sin embargo, tampoco he hecho nunca nada por
ocultar mis actos, como si fueran crímenes, ni he tomado muchas precauciones
para permanecer desconocido, no sólo porque creyera de ese modo dañarme
a mí mismo, sino también porque ello habría provocado en
mí cierta especie de inquietud, que hubiera venido a perturbar la perfecta
tranquilidad de espíritu que busco; y así, habiendo siempre permanecido
indiferente entre el cuidado de ser conocido y el de no serlo, no he podido
impedir cierta especie de reputación que he adquirido, por lo cual he
pensado que debía hacer por mi parte lo que pudiera, para evitar al menos
que esa fama sea mala. La segunda razón, que me ha obligado a escribir
esto, es que veo cada día cómo se retrasa más y más
el propósito que he concebido de instruirme, a causa de una infinidad
de experiencias que me son precisas y que no puedo hacer sin ayuda ajena, y
aunque no me precio de valer tanto como para esperar que el público tome
mucha parte en mis intereses, sin embargo, tampoco quiero faltar a lo que me
debo a mí mismo, dando ocasión a que los que me sobrevivan puedan
algún día hacerme el cargo de que hubiera podido dejar acabadas
muchas mejores cosas, si no hubiese prescindido demasiado de darles a entender
cómo y en qué podían ellos contribuir. a mis designios.
Y he pensado que era fácil elegir algunas materias que, sin provocar
grandes controversias, ni obligarme a declarar mis principios más detenidamente
de lo que deseo, no dejaran de mostrar con bastante claridad lo que soy o no
soy capaz de hacer en las ciencias. En lo cual no puedo decir si he tenido buen
éxito, pues no quiero salir al encuentro de los juicios de nadie, hablando
yo mismo de mis escritos; pero me agradaría mucho que fuesen examinados
y, para dar más amplia ocasión de hacerlo, ruego a quienes tengan
objeciones que formular, que se tomen la molestia de enviarlas a mi librero,
quien me las transmitirá, y procuraré dar respuesta que pueda
publicarse con las objeciones (43); de este modo, los lectores, viendo juntas
unas y otras, juzgarán más cómodamente acerca de la verdad,
pues prometo que mis respuestas no serán largas y me limitaré
a confesar mis faltas francamente, si las conozco y, si no puedo apercibirlas,
diré sencillamente lo que crea necesario para la defensa de mis escritos,
sin añadir la explicación de ningún asunto nuevo, a fin
de no involucrar indefinidamente uno en otro.
Si alguna de las cosas de que hablo al principio de la Dióptrica y de
los Meteoros producen extrañeza, porque las llamo suposiciones y no parezco
dispuesto a probarlas, téngase la paciencia de leerlo todo atentamente,
y confío en que se hallará satisfacción; pues me parece
que las razones se enlazan unas con otras de tal suerte que, como las últimas
están demostradas por las primeras, que son sus causas, estas primeras
a su vez lo están por las últimas, que son sus efectos. Y no se
imagine que en esto cometo la falta que los lógicos llaman círculo,
pues como la experiencia muestra que son muy ciertos la mayor parte de esos
efectos, las causas de donde los deduzco sirven más que para probarlos,
para explicarlos, y, en cambio, esas causas quedan probadas por estos efectos.
Y si las he llamado suposiciones, es para que se sepa que pienso poder deducirlas
de las primeras verdades que he explicado en este discurso; pero he querido
expresamente no hacerlo, para impedir que ciertos ingenios, que con solo oír
dos o tres palabras se imaginan que saben en un día lo que otro ha estado
veinte años pensando, y que son tanto más propensos a errar e
incapaces de averiguar la verdad, cuanto más penetrantes y ágiles,
no aprovechen la ocasión para edificar alguna extravagante filosofía
sobre los que creyeren ser mis principios, y luego se me atribuya a mí
la culpa; que por lo que toca a las opiniones enteramente mías, no las
excuso por nuevas, pues si se consideran bien las razones que las abonan, estoy
seguro de que parecerán tan sencillas y tan conformes con el sentido
común, que serán tenidas por menos extraordinarias y extrañas
que cualesquiera otras que puedan sustentarse acerca de los mismos asuntos;
y no me precio tampoco de ser el primer inventor de ninguna de ellas, sino solamente
de no haberlas admitido, ni porque las dijeran otros, ni porque no las dijeran,
sino sólo porque la razón me convenció de su verdad.
Si los artesanos no pueden en buen tiempo ejecutar el invento que explico en
la Dióptrica, no creo que pueda decirse por eso que es malo; pues, como
se requiere mucha destreza y costumbre para hacer y encajar las máquinas
que he descrito, sin que les falte ninguna circunstancia, tan extraño
sería que diesen con ello a la primera vez, como si alguien consiguiese
aprender en un día a tocar el laúd, de modo excelente, con solo
haber estudiado un buen papel pautado. Y si escribo en francés (44),
que es la lengua de mi país, en lugar de hacerlo en latín, que
es el idioma empleado por mis preceptores, es porque espero que los que hagan
uso de su pura razón natural, juzgarán mejor mis opiniones que
los que sólo creen en los libros antiguos; y en cuanto a los que unen
el buen sentido con el estudio, únicos que deseo sean mis jueces, no
serán seguramente tan parciales en favor del latín, que se nieguen
a oír mis razones, por ir explicadas en lengua vulgar.
Por lo demás, no quiero hablar aquí particularmente de los progresos
que espero realizar más adelante en las ciencias ni comprometerme con
el público, prometiéndole cosas que no esté seguro de cumplir;
pero diré tan sólo que he resuelto emplear el tiempo que me queda
de vida en procurar adquirir algún conocimiento de la naturaleza, que
sea tal, que se puedan derivar para la medicina reglas más seguras que
las hasta hoy usadas, y que mi inclinación me aparta con tanta fuerza
de cualesquiera otros designios, sobre todo de los que no pueden servir a unos,
sin dañar a otros, que si algunas circunstancias me constriñesen
a entrar en ellos, creo que no sería capaz de llevarlos a buen término.
Esta declaración que aquí hago bien sé que no ha de servir
a hacerme considerable en el mundo; mas no tengo ninguna gana de serlo y siempre
me consideraré más obligado con los que me hagan la merced de
ayudarme a gozar de mis ocios, sin tropiezo, que con los que me ofrezcan los
más honrosos empleos del mundo.