DESCARTES
  Meditación primera
  De las cosas que pueden ponerse en duda 
  He advertido hace ya algún tiempo que, desde mi más temprana edad, 
  había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas, y que lo edificado 
  después sobre cimientos tan poco sólidos tenía que ser 
  por fuerza muy dudoso e incierto; de suerte que me era preciso emprender seriamente, 
  una vez en la vida, la tarea de deshacerme de todas las opiniones a las que 
  hasta entonces había dado crédito, y empezar todo de nuevo desde 
  los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias. 
  Mas pareciéndome ardua dicha empresa, he aguardado hasta alcanzar una 
  edad lo bastante madura como para no poder esperar que haya otra, tras ella, 
  más apta para la ejecución de mi propósito; y por ello 
  lo he diferido tanto, que a partir de ahora me sentiría culpable si gastase 
  en deliberaciones el tiempo que me queda para obrar. 
  Así pues, ahora que mi espíritu está libre de todo cuidado, 
  habiéndome procurado reposo seguro en una apacible soledad, me aplicaré 
  seriamente y con libertad a destruir en general todas mis antiguas opiniones. 
  Ahora bien, para cumplir tal designio, no me será necesario probar que 
  son todas falsas, lo que acaso no conseguiría nunca; sino que, por cuanto 
  la razón me persuade desde el principio para que no dé más 
  crédito a las cosas no enteramente ciertas e indudables que a las manifiestamente 
  falsas, me bastará para rechazarlas todas con encontrar en cada una el 
  más pequeño motivo de duda. Y para eso tampoco hará falta 
  que examine todas y cada una en particular, pues sería un trabajo infinito; 
  sino que, por cuanto la ruina de los cimientos lleva necesariamente consigo 
  la de todo el edificio, me dirigiré en principio contra los fundamentos 
  mismos en que se apoyaban todas mis opiniones antiguas. 
  Todo lo que he admitido hasta el presente como más seguro y verdadero, 
  lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien, he experimentado 
  a veces que tales sentidos me engañaban, y es prudente no fiarse nunca 
  por entero de quienes nos han engañado una vez. 
  Pero, aun dado que los sentidos nos engañan a veces, tocante a cosas 
  mal perceptibles o muy remotas, acaso hallemos otras muchas de las que no podamos 
  razonablemente dudar, aunque las conozcamos por su medio; como, por ejemplo, 
  que estoy aquí, sentado junto al fuego, con una bata puesta y este papel 
  en mis manos, o cosas por el estilo. Y ¿cómo negar que estas manos 
  y este cuerpo sean míos, si no es poniéndome a la altura de esos 
  insensatos, cuyo cerebro está tan turbio y ofuscado por los negros vapores 
  de la bilis, que aseguran constantemente ser reyes siendo muy pobres, ir vestidos 
  de oro y púrpura estando desnudos, o que se imaginan ser cacharros o 
  tener el cuerpo de vidrio? Mas los tales son locos, y yo no lo sería 
  menos si me rigiera por su ejemplo. 
  Con todo, debo considerar aquí que soy hombre y, por consiguiente, que 
  tengo costumbre de dormir y de representarme en sueños las mismas cosas, 
  y a veces cosas menos verosímiles, que esos insensatos cuando están 
  despiertos. ¡Cuántas veces no me habrá ocurrido soñar, 
  por la noche, que estaba aquí mismo, vestido, junto al fuego, estando 
  en realidad desnudo y en la cama! En este momento, estoy seguro de que yo miro 
  este papel con los ojos de la vigilia, de que esta cabeza que muevo no está 
  soñolienta, de que alargo esta mano y la siento de propósito y 
  con plena conciencia: lo que acaece en sueños no me resulta tan claro 
  y distinto como todo esto. Pero, pensándolo mejor, recuerdo haber sido 
  engañado, mientras dormía, por ilusiones semejantes. Y fijándome 
  en este pensamiento, veo de un modo tan manifiesto que no hay indicios concluyentes 
  ni señales que basten a distinguir con claridad el sueño de la 
  vigilia, que acabo atónito, y mi estupor es tal que casi puede persuadirme 
  de que estoy durmiendo. 
  Así, pues, supongamos ahora que estamos dormidos, y que todas estas particularidades, 
  a saber: que abrimos los ojos, movemos la cabeza, alargamos las manos, no son 
  sino mentirosas ilusiones; y pensemos que, acaso, ni nuestras manos ni todo 
  nuestro cuerpo son tal y como los vemos. Con todo, hay que confesar al menos 
  que las cosas que nos representamos en sueños son como cuadros y pinturas 
  que deben formarse a semejanza de algo real y verdadero; de manera que por lo 
  menos esas cosas generales -a saber: ojos, cabeza, manos, cuerpo entero- no 
  son imaginarias, sino que en verdad existen. Pues los pintores, incluso cuando 
  usan del mayor artificio para representar sirenas y sátiros mediante 
  figuras caprichosas y fuera de lo común, no pueden, sin embargo, atribuirles 
  formas y naturalezas del todo nuevas, y lo que hacen es sólo mezclar 
  y componer partes de diversos animales; y, si llega el caso de que su imaginación 
  sea lo bastante extravagante como para inventar algo tan nuevo que nunca haya 
  sido visto, representándonos así su obra una cosa puramente fingida 
  y absolutamente falsa, con todo, al menos los colores que usan deben ser verdaderos. 
  
  Y por igual razón, aun pudiendo ser imaginarias esas cosas generales 
  -a saber: ojos, cabeza, manos y otras semejantes- es preciso confesar, de todos 
  modos, que hay cosas aún más simples y universales realmente existentes, 
  por cuya mezcla, ni más ni menos que por la de algunos colores verdaderos, 
  se forman todas las imágenes de las cosas que residen en nuestro pensamiento, 
  ya sean verdaderas y reales, ya fingidas y fantásticas. De ese género 
  es la naturaleza corpórea en general, y su extensión, así 
  como la figura de las cosas extensas, su cantidad o magnitud, su número, 
  y también el lugar en que están, el tiempo que mide su duración 
  y otras por el estilo. 
  Por lo cual, acaso no sería mala conclusión si dijésemos 
  que la física, la astronomía, la medicina y todas las demás 
  ciencias que dependen de la consideración de cosas compuestas, son muy 
  dudosas e inciertas; pero que la aritmética, la geometría y demás 
  ciencias de este género, que no tratan sino de cosas muy simples y generales, 
  sin ocuparse mucho de si tales cosas existen o no en la naturaleza, contienen 
  algo cierto e indudable. Pues, duerma yo o esté despierto, dos más 
  tres serán siempre cinco, y el cuadrado no tendrá más de 
  cuatro lados; no pareciendo posible que verdades tan patentes puedan ser sospechosas 
  de falsedad o incertidumbre alguna. 
  Y, sin embargo, hace tiempo que tengo en mi espíritu cierta opinión, 
  según la cual hay un Dios que todo lo puede, por quien he sido creado 
  tal como soy. Pues bien: ¿quién me asegura que el tal Dios no 
  haya procedido de manera que no exista figura, ni magnitud, ni lugar, pero a 
  la vez de modo que yo, no obstante, sí tenga la impresión de que 
  todo eso existe tal y como lo veo? Y más aún: así como 
  yo pienso, a veces, que los demás se engañan, hasta en las cosas 
  que creen saber con más certeza, podría ocurrir que Dios haya 
  querido que me engañe cuantas veces sumo dos más tres, o cuando 
  enumero los lados de un cuadrado, o cuando juzgo de cosas aún más 
  fáciles que ésas, si es que son siquiera imaginables. Es posible 
  que Dios no haya querido que yo sea burlado así, pues se dice de Él 
  que es la suprema bondad. Con todo, si el crearme de tal modo que yo siempre 
  me engañase repugnaría a su bondad, también parecería 
  del todo contrario a esa bondad el que permita que me engañe alguna vez, 
  y esto último lo ha permitido, sin duda. 
  Habrá personas que quizá prefieran, llegados a este punto, negar 
  la existencia de un Dios tan poderoso, a creer que todas las demás cosas 
  son inciertas; no les objetemos nada por el momento, y supongamos, en favor 
  suyo, que todo cuanto se ha dicho aquí de Dios es pura fábula; 
  con todo, de cualquier manera que supongan haber llegado yo al estado y ser 
  que poseo -ya lo atribuyan al destino o la fatalidad, ya al azar, ya en una 
  enlazada secuencia de las cosas- será en cualquier caso cierto que, pues 
  errar y equivocarse es una imperfección, cuanto menos poderoso sea el 
  autor que atribuyan a mi origen, tanto más probable será que yo 
  sea tan imperfecto, que siempre me engañe. A tales razonamientos nada 
  en absoluto tengo que oponer, sino que me constriñen a confesar que, 
  de todas las opiniones a las que había dado crédito en otro tiempo 
  como verdaderas, no hay una sola de la que no pueda dudar ahora, y ello no por 
  descuido o ligereza, sino en virtud de argumentos muy fuertes y maduramente 
  meditados; de tal suerte que, en adelante, debo suspender mi juicio acerca de 
  dichos pensamientos, y no concederles más crédito del que daría 
  a cosas manifiestamente falsas, si es que quiero hallar algo constante y seguro 
  en las ciencias. 
  Pero no basta con haber hecho esas observaciones, sino que debo procurar recordarlas, 
  pues aquellas viejas y ordinarias opiniones vuelven con frecuencia a invadir 
  mis pensamientos, arrogándose sobre mi espíritu el derecho de 
  ocupación que les confiere el largo y familiar uso que han hecho de él, 
  de modo que, aun sin mi permiso, son ya casi dueñas de mis creencias. 
  Y nunca perderé la costumbre de otorgarles mi aquiescencia y confianza, 
  mientras las considere tal como en efecto son, a saber: en cierto modo dudosas 
  -como acabo de mostrar-, y con todo muy probables, de suerte que hay más 
  razón para creer en ellas que para negarlas. Por ello pienso que sería 
  conveniente seguir deliberadamente un proceder contrario, y emplear todas mis 
  fuerzas en engañarme a mí mismo, fingiendo que todas esas opiniones 
  son falsas e imaginarias; hasta que, habiendo equilibrado el peso de mis prejuicios 
  de suerte que no puedan inclinar mi opinión de un lado ni de otro, ya 
  no sean dueños de mi juicio los malos hábitos que lo desvían 
  del camino recto que puede conducirlo al conocimiento de la verdad. Pues estoy 
  seguro de que, entretanto, no puede haber peligro ni error en ese modo de proceder, 
  y de que nunca será demasiada mi presente desconfianza, puesto que ahora 
  no se trata de obrar, sino sólo de meditar y conocer. 
  Así pues, supondré que hay, no un verdadero Dios -que es fuente 
  suprema de verdad-, sino cierto genio maligno, no menos artero y engañador 
  que poderoso, el cual ha usado de toda su industria para engañarme. Pensaré 
  que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y las 
  demás cosas exteriores, no son sino ilusiones y ensueños, de los 
  que él se sirve para atrapar mi credulidad. Me consideraré a mí 
  mismo como sin manos, sin ojos, sin carne, ni sangre, sin sentido alguno, y 
  creyendo falsamente que tengo todo eso. Permaneceré obstinadamente fijo 
  en ese pensamiento, y, si, por dicho medio, no me es posible llegar al conocimiento 
  de alguna verdad, al menos está en mi mano suspender el juicio. Por ello, 
  tendré sumo cuidado en no dar crédito a ninguna falsedad, y dispondré 
  tan bien mi espíritu contra las malas artes de ese gran engañador 
  que, por muy poderoso y astuto que sea, nunca podrá imponerme nada. 
  Pero un designio tal es arduo y penoso, y cierta desidia me arrastra insensiblemente 
  hacia mi manera ordinaria de vivir; y, como un esclavo que goza en sueños 
  de una libertad imaginaria, en cuanto empieza a sospechar que su libertad no 
  es sino un sueño, teme despertar y conspira con esas gratas ilusiones 
  para gozar más largamente de su engaño, así yo recaigo 
  insensiblemente en mis antiguas opiniones, y temo salir de mi modorra, por miedo 
  a que las trabajosas vigilias que habrían de suceder a la tranquilidad 
  de mi reposo, en vez de procurarme alguna luz para conocer la verdad, no sean 
  bastantes a iluminar por entero las tinieblas de las dificultades que acabo 
  de promover. 
  DESCARTES 
  Meditación segunda 
  De la naturaleza del espíritu humano; y que es más fácil 
  de conocer que el cuerpo 
  Mi meditación de ayer ha llenado mi espíritu de tantas dudas, 
  que ya no está en mi mano olvidarlas. Y, sin embargo, no veo en qué 
  manera podré resolverlas; y, como si de repente hubiera caído 
  en aguas muy profundas, tan turbado me hallo que ni puedo apoyar mis pies en 
  el fondo ni nadar para sostenerme en la superficie. Haré un esfuerzo, 
  pese a todo, y tomaré de nuevo la misma vía que ayer, alejándome 
  de todo aquello en que pueda imaginar la más mínima duda, del 
  mismo modo que si supiera que es completamente falso; y seguiré siempre 
  por ese camino, hasta haber encontrado algo cierto, o al menos, si otra cosa 
  no puedo, hasta saber de cierto que nada cierto hay en el mundo. 
  Arquímedes, para trasladar la tierra de lugar, sólo pedía 
  un punto de apoyo firme e inmóvil; así yo también tendré 
  derecho a concebir grandes esperanzas, si por ventura hallo tan sólo 
  una cosa que sea cierta e indubitable. 
  Así pues, supongo que todo lo que veo es falso; estoy persuadido de que 
  nada de cuanto mi mendaz memoria me representa ha existido jamás; pienso 
  que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, 
  lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. ¿Qué podré, 
  entonces, tener por verdadero? Acaso esto solo: que nada cierto hay en el mundo. 
  
  Pero ¿qué sé yo si no habrá otra cosa, distinta 
  de las que acabo de reputar inciertas, y que sea absolutamente indudable? ¿No 
  habrá un Dios, o algún otro poder, que me ponga en el espíritu 
  estos pensamientos? Ello no es necesario: tal vez soy capaz de producirlos por 
  mí mismo. Y yo mismo, al menos, ¿no soy algo? Ya he negado que 
  yo tenga sentidos ni cuerpo. Con todo, titubeo, pues ¿qué se sigue 
  de eso? ¿Soy tan dependiente del cuerpo y de los sentidos que, sin ellos, 
  no puedo ser? 
  Ya estoy persuadido de que nada hay en el mundo; ni cielo, ni tierra, ni espíritus, 
  ni cuerpos, ¿y no estoy asimismo persuadido de que yo tampoco existo? 
  Pues no: si yo estoy persuadido de algo, o meramente si pienso algo, es porque 
  yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso 
  y astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme. Pero entonces 
  no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme 
  cuanto quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté 
  pensando que soy algo. De manera que, tras pensarlo bien y examinarlo todo cuidadosamente, 
  resulta que es preciso concluir y dar como cosa cierta que esta proposición: 
  "yo soy", "yo existo", es necesariamente verdadera, cuantas 
  veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu. 
  Ahora bien, ya sé con certeza que soy, pero aún no sé con 
  claridad qué soy; de suerte que, en adelante, preciso del mayor cuidado 
  para no confundir imprudentemente otra cosa conmigo, y así no enturbiar 
  ese conocimiento, que sostengo ser más cierto y evidente que todos los 
  que he tenido antes. 
  Por ello, examinaré de nuevo lo que yo creía ser, antes de incidir 
  en estos pensamientos, y quitaré de mis antiguas opiniones todo lo que 
  puede combatirse mediante las razones que acabo de alegar, de suerte que no 
  quede más que lo enteramente indudable. Así pues, ¿qué 
  es lo que antes yo creía ser? Un hombre, sin duda. Pero ¿qué 
  es un hombre? ¿Diré, acaso, que un animal racional? No por cierto: 
  pues habría luego que averiguar qué es animal y qué es 
  racional, y así una única cuestión nos llevaría 
  insensiblemente a infinidad de otras cuestiones más difíciles 
  y embarazosas, y no quisiera malgastar en tales sutilezas el poco tiempo y ocio 
  que me restan. Entonces, me detendré aquí a considerar más 
  bien los pensamientos que antes nacían espontáneos en mi espíritu, 
  inspirados por mi sola naturaleza, cuando me aplicaba a considerar mi ser. Me 
  fijaba, primero, en que yo tenía un rostro, manos, brazos, y toda esa 
  máquina de huesos y carne, tal y como aparece en un cadáver, a 
  la que designaba con el nombre de cuerpo. Tras eso, reparaba en que me nutría, 
  y andaba, y sentía, y pensaba, y refería todas esas acciones al 
  alma; pero no me paraba a pensar en qué era ese alma, o bien, si lo hacía, 
  imaginaba que era algo extremadamente raro y sutil, como un viento, una llama 
  o un delicado éter, difundido por mis otras partes más groseras. 
  En lo tocante al cuerpo, no dudaba en absoluto de su naturaleza, pues pensaba 
  conocerla muy distintamente, y, de querer explicarla según las nociones 
  que entonces tenía, la hubiera descrito así: entiendo por cuerpo 
  todo aquello que puede estar delimitado por una figura, estar situado en un 
  lugar y llenar un espacio, de suerte que todo otro cuerpo quede excluido; todo 
  aquello que puede ser sentido por el tacto, la vista, el oído, el gusto 
  o el olfato; que puede moverse de distintos modos, no por sí mismo, sino 
  por alguna otra cosa que lo toca y cuya impresión recibe; pues no creía 
  yo que fuera atribuible a la naturaleza corpórea la potencia de moverse, 
  sentir y pensar: al contrario, me asombraba al ver que tales facultades se hallaban 
  en algunos cuerpos. 
  Pues bien, ¿qué soy yo, ahora que supongo haber alguien extremadamente 
  poderoso y, si es lícito decirlo así, maligno y astuto, que emplea 
  todas sus fuerzas e industria en engañarme? ¿Acaso puedo estar 
  seguro de poseer el más mínimo de esos atributos que acabo de 
  referir a la naturaleza corpórea? Me paro a pensar en ello con atención, 
  paso revista una y otra vez, en mi espíritu, a esas cosas, y no hallo 
  ninguna de la que pueda decir que está en mí. No es necesario 
  que me entretenga en recontarlas. Pasemos, pues, a los atributos del alma, y 
  veamos si hay alguno que esté en mí. Los primeros son nutrirme 
  y andar; pero, si es cierto que no tengo cuerpo, es cierto entonces también 
  que no puedo andar ni nutrirme. Un tercero es sentir, pero no puede uno sentir 
  sin cuerpo, aparte de que yo he creído sentir en sueños muchas 
  cosas y, al despertar, me he dado cuenta de que no las había sentido 
  realmente. Un cuarto es pensar: y aquí sí hallo que el pensamiento 
  es un atributo que me pertenece, siendo el único que no puede separarse 
  de mí. Yo soy, yo existo; eso es cierto, pero ¿cuánto tiempo? 
  Todo el tiempo que estoy pensando: pues quizá ocurriese que, si yo cesara 
  de pensar, cesaría al mismo tiempo de existir. No admito ahora nada que 
  no sea necesariamente verdadero: así, pues, hablando con precisión, 
  no soy más que una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un 
  entendimiento o una razón, términos cuyo significado me era antes 
  desconocido. 
  Soy, entonces, una cosa verdadera, y verdaderamente existente. Mas, ¿qué 
  cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa. ¿Y qué más? 
  Excitaré aún mi imaginación, a fin de averiguar si no soy 
  algo más. No soy esta reunión de miembros llamada cuerpo humano; 
  no soy un aire sutil y penetrante, difundido por todos esos miembros; no soy 
  un viento, un soplo, un vapor, ni nada de cuanto pueda fingir e imaginar, puesto 
  que ya he dicho que todo eso no era nada. Y, sin modificar ese supuesto, hallo 
  que no dejo de estar cierto de que soy algo. 
  Pero acaso suceda que esas mismas cosas que supongo ser, puesto que no las conozco, 
  no sean en efecto diferentes de mí, a quien conozco. Nada sé del 
  caso: de eso no disputo ahora, y sólo puedo juzgar de las cosas que conozco: 
  ya sé que soy, y eso sabido, busco saber qué soy. Pues bien: es 
  certísimo que ese conocimiento de mí mismo, hablando con precisión, 
  no puede depender de cosas cuya existencia aún me es desconocida, ni 
  por consiguiente, y con mayor razón, de ninguna de las que son fingidas 
  e inventadas por la imaginación. E incluso esos términos de "fingir" 
  e "imaginar" me advierten de mi error: pues en efecto, yo haría 
  algo ficticio, si imaginase ser alguna cosa, pues "imaginar" no es 
  sino contemplar la figura o "imagen" de una cosa corpórea. 
  Ahora bien: ya sé de cierto que soy y que, a la vez, puede ocurrir que 
  todas esas imágenes y, en general, todas las cosas referidas a la naturaleza 
  del cuerpo, no sean más que sueños y quimeras. Y, en consecuencia, 
  veo claramente que decir "excitaré mi imaginación para saber 
  más distintamente qué soy", es tan poco razonable como decir 
  "ahora estoy despierto, y percibo algo real y verdadero, pero como no lo 
  percibo aún con bastante claridad, voy a dormirme adrede para que mis 
  sueños me lo representen con mayor verdad y evidencia". Así 
  pues, sé con certeza que nada de lo que puedo comprender por medio de 
  la imaginación pertenece al conocimiento que tengo de mí mismo, 
  y que es preciso apartar el espíritu de esa manera de concebir, para 
  que pueda conocer con distinción su propia naturaleza. 
  ¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué 
  es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que 
  niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente. 
  Sin duda no es poco, si todo eso pertenece a mi naturaleza. ¿Y por qué 
  no habría de pertenecerle? ¿Acaso no soy yo el mismo que duda 
  casi de todo, que entiende, sin embargo, ciertas cosas, que afirma ser ésas 
  solas las verdaderas, que niega todas las demás, que quiere conocer otras, 
  que no quiere ser engañado, que imagina muchas cosas -aun contra su voluntad- 
  y que siente también otras muchas, por mediación de los órganos 
  de su cuerpo? ¿Hay algo de esto que no sea tan verdadero como es cierto 
  que soy, que existo, aun en el caso de que estuviera siempre dormido, y de que 
  quien me ha dado el ser empleara todas sus fuerzas en burlarme? ¿Hay 
  alguno de esos atributos que pueda distinguirse en mi pensamiento, o que pueda 
  estimarse separado de sí mismo? Pues es de suyo tan evidente que soy 
  yo quien duda, entiende y desea, que no hace falta añadir aquí 
  nada para explicarlo. Y también es cierto que tengo la potestad de imaginar: 
  pues aunque pueda ocurrir (como he supuesto más arriba) que las cosas 
  que imagino no sean verdaderas, con todo, ese poder de imaginar no deja de estar 
  realmente en mí, y forma parte de mi pensamiento. Por último, 
  también soy yo el mismo que siente, es decir, que recibe y conoce las 
  cosas como a través de los órganos de los sentidos, puesto que, 
  en efecto, veo la luz, oigo el ruido, siento el calor. Se me dirá, empero, 
  que esas apariencias son falsas, y que estoy durmiendo. Concedo que así 
  sea: de todas formas, es al menos muy cierto que me parece ver, oír, 
  sentir calor, y eso es propiamente lo que en mí se llama sentir, y, así 
  precisamente considerado, no es otra cosa que "pensar". Por donde 
  empiezo a conocer qué soy, con algo más de claridad y distinción 
  que antes. 
  Sin embargo, no puedo dejar de creer que las cosas corpóreas, cuyas imágenes 
  forma mi pensamiento y que los sentidos examinan, son mejor conocidas que esa 
  otra parte, no sé bien cuál, de mí mismo que no es objeto 
  de la imaginación: aunque desde luego es raro que yo conozca más 
  clara y fácilmente cosas que advierto dudosas y alejadas de mí, 
  que otras verdaderas, ciertas y pertenecientes a mi propia naturaleza. Mas ya 
  veo qué ocurre: mi espíritu se complace en extraviarse, y aun 
  no puede mantenerse en los justos límites de la verdad. Soltémosle, 
  pues, la rienda una vez más, a fin de poder luego, tirando de ella suave 
  y oportunamente, contenerlo y guiarlo con más facilidad. 
  Empecemos por considerar las cosas que, comúnmente, creemos comprender 
  con mayor distinción, a saber: los cuerpos que tocamos y vemos. No me 
  refiero a los cuerpos en general, pues tales nociones generales suelen ser un 
  tanto confusas, sino a un cuerpo particular. Tomemos, por ejemplo, este pedazo 
  de cera que acaba de ser sacado de la colmena: aún no ha perdido la dulzura 
  de la miel que contenía; conserva todavía algo de olor de las 
  flores con que ha sido elaborado; su color, su figura, su magnitud son bien 
  perceptibles; es duro, frío, fácilmente manejable, y, si lo golpeáis, 
  producirá un sonido. En fin, se encuentran en él todas las cosas 
  que permiten conocer distintamente un cuerpo. Mas he aquí que, mientras 
  estoy hablando, es acercado al fuego. Lo que restaba de sabor se exhala: el 
  olor se desvanece; el color cambia, la figura se pierde, la magnitud aumenta, 
  se hace líquido, se calienta, apenas se le puede tocar y, si lo golpeamos, 
  ya no producirá sonido alguno. Tras cambios tales, ¿permanece 
  la misma cera? Hay que confesar que sí: nadie lo negará. Pero 
  entonces, ¿qué es lo que conocíamos con tanta distinción 
  en aquel pedazo de cera? Ciertamente, no puede ser nada de lo que alcanzábamos 
  por medio de los sentidos, puesto que han cambiado todas las cosas que percibíamos 
  por el gusto, el olfato, la vista, el tacto o el oído; y, sin embargo, 
  sigue siendo la misma cera. Tal vez sea lo que ahora pienso, a saber: que la 
  cera no era ni esa dulzura de miel, ni ese agradable olor a flores, ni esa blancura, 
  ni esa figura, ni ese sonido, sino tan sólo un cuerpo que un poco antes 
  se me aparecía bajo esas formas, y ahora bajo otras distintas. Ahora 
  bien, al concebirla precisamente así, ¿qué es lo que imagino? 
  Fijémonos bien, y apartando todas las cosas que no pertenecen a la cera, 
  veamos qué resta. Ciertamente, nada más que algo extenso, flexible 
  y cambiante. Ahora bien, ¿qué quiere decir flexible y cambiante? 
  ¿No será que imagino que esa cera, de una figura redonda puede 
  pasar a otra cuadrada, y de ésa a otra triangular? No: no es eso, puesto 
  que la concibo capaz de sufrir una infinidad de cambios semejantes, y esa infinitud 
  no podría ser recorrida por mi imaginación: por consiguiente, 
  esa concepción que tengo de la cera no es obra de la facultad de imaginar. 
  
  Y esa extensión, ¿qué es? ¿No será algo igualmente 
  desconocido, pues que aumenta al ir derritiéndose la cera, resulta ser 
  mayor cuando está enteramente fundida, y mucho mayor cuando el calor 
  se incrementa más aún? Y yo no concebiría de un modo claro 
  y conforme a la verdad lo que es la cera, si no pensase que es capaz de experimentar 
  más variaciones según la extensión, de todas las que yo 
  haya podido imaginar. Debo, pues, convenir en que yo no puedo concebir lo que 
  es esa cera por medio de la imaginación, y sí sólo por 
  medio del entendimiento: me refiero a ese trozo de cera en particular, pues 
  en cuanto a la cera en general, ello resulta aún más evidente. 
  Pues bien, ¿qué es esa cera, sólo concebible por medio 
  del entendimiento? Sin duda, es la misma que veo, toco e imagino; la misma que 
  desde el principio juzgaba yo conocer. Pero lo que se trata aquí de notar 
  es que su percepción, o la acción por cuyo medio la percibimos, 
  no es una visión, un tacto o una imaginación, y no lo ha sido 
  nunca, aunque así lo pareciera antes, sino sólo una inspección 
  del espíritu, la cual puede ser imperfecta y confusa, como lo era antes, 
  o bien clara y distinta, como lo es ahora, según atienda menos o más 
  a las cosas que están en ella y de las que consta. 
  No es muy de extrañar, sin embargo, que me engañe, supuesto que 
  mi espíritu es harto débil y se inclina insensiblemente al error. 
  Pues aunque estoy considerando ahora esto en mi fuero interno y sin hablar, 
  con todo vengo a tropezar con las palabras, y están a punto de engañarme 
  los términos del lenguaje corriente; pues nosotros decimos que vemos 
  la misma cera, si está presente, y no que pensamos que es la misma en 
  virtud de tener los mismos color y figura: lo que casi me fuerza a concluir 
  que conozco la cera por la visión de los ojos, y no por la sola inspección 
  del espíritu. Mas he aquí que, desde la ventana, veo pasar unos 
  hombres por la calle: y digo que veo hombres, como cuando digo que veo cera; 
  sin embargo, lo que en realidad veo son sombreros y capas, que muy bien podrían 
  ocultar meros autómatas, movidos por resortes. Sin embargo, pienso que 
  son hombres, y de este modo comprendo mediante la facultad de juzgar que reside 
  en mi espíritu, lo que creía ver con los ojos. 
  Pero un hombre que intenta conocer mejor que el vulgo, debe avergonzarse de 
  hallar motivos de duda en las maneras de hablar propias del vulgo. Por eso prefiero 
  seguir adelante y considerar si, cuando yo percibía al principio la cera 
  y creía conocerla mediante los sentidos externos, o al menos mediante 
  el sentido común -según lo llaman-, es decir, por medio de la 
  potencia imaginativa, la concebía con mayor evidencia y perfección 
  que ahora, tras haber examinado con mayor exactitud lo que ella es, y en qué 
  manera puede ser conocida. Pero sería ridículo dudar siquiera 
  de ello, pues ¿qué habría de distinto y evidente en aquella 
  percepción primera, que cualquier animal no pudiera percibir? En cambio, 
  cuando hago distinción entre la cera y sus formas externas, y, como si 
  la hubiese despojado de sus vestiduras, la considero desnuda, entonces, aunque 
  aún pueda haber algún error en mi juicio, es cierto que una tal 
  concepción no puede darse sino en un espíritu humano. 
  Y, en fin, ¿qué diré de ese espíritu, es decir, 
  de mí mismo, puesto que hasta ahora nada, sino espíritu, reconozco 
  en mí? Yo, que parezco concebir con tanta claridad y distinción 
  este trozo de cera, ¿acaso no me conozco a mí mismo, no sólo 
  con más verdad y certeza, sino con mayores distinción y claridad? 
  Pues si juzgo que existe la cera porque la veo, con mucha más evidencia 
  se sigue, del hecho de verla, que existo yo mismo. En efecto: pudiera ser que 
  lo que yo veo no fuese cera, o que ni tan siquiera tenga yo ojos para ver cosa 
  alguna; pero lo que no puede ser es que, cuando veo o pienso que veo (no hago 
  distinción entre ambas cosas), ese yo, que tal piensa, no sea nada. Igualmente, 
  si por tocar la cera juzgo que existe, se seguirá lo mismo, a saber, 
  que existo yo; y si lo juzgo porque me persuade de ello mi imaginación, 
  o por cualquier otra causa, resultará la misma conclusión. Y lo 
  que he notado aquí de la cera es lícito aplicarlo a todas las 
  demás cosas que están fuera de mí. 
  Pues bien, si el conocimiento de la cera parece ser más claro y distinto 
  después de llegar a él, no sólo por la vista o el tacto, 
  sino por muchas más causas, ¿con cuánta mayor evidencia, 
  distinción y claridad no me conoceré a mí mismo, puesto 
  que todas las razones que sirven para conocer y concebir la naturaleza de la 
  cera, o de cualquier otro cuerpo, prueban aún mejor la naturaleza de 
  mi espíritu? Pero es que, además, hay tantas otras cosas en el 
  espíritu mismo, útiles para conocer la naturaleza, que las que, 
  como éstas, dependen del cuerpo, apenas si merecen ser nombradas. 
  Pero he aquí que, por mí mismo y muy naturalmente, he llegado 
  adonde pretendía. En efecto: sabiendo yo ahora que los cuerpos no son 
  propiamente concebidos sino por el solo entendimiento, y no por la imaginación 
  ni por los sentidos, y que no los conocemos por verlos o tocarlos, sino sólo 
  porque los concebimos en el pensamiento, sé entonces con plena claridad 
  que nada me es más fácil de conocer que mi espíritu. Mas, 
  siendo casi imposible deshacerse con prontitud de una opinión antigua 
  y arraigada, bueno será que me detenga un tanto en este lugar, a fin 
  de que, alargando mi meditación, consiga imprimir más profundamente 
  en mi memoria este nuevo conocimiento. 
  DESCARTES 
  Meditación tercera 
  De Dios; que existe 
  Cerraré ahora los ojos, me taparé los oídos, suspenderé 
  mis sentidos; hasta borraré de mi pensamiento toda imagen de las cosas 
  corpóreas, o, al menos, como eso es casi imposible, las reputaré 
  vanas y falsas; de este modo, en coloquio sólo conmigo y examinando mis 
  adentros, procuraré ir conociéndome mejor y hacerme más 
  familiar a mí propio. Soy una cosa que piensa, es decir, que duda, afirma, 
  niega, conoce unas pocas cosas, ignora otras muchas, ama, odia, quiere, no quiere, 
  y que también imagina y siente, pues, como he observado más arriba, 
  aunque lo que siento e imagino acaso no sea nada fuera de mí y en sí 
  mismo, con todo estoy seguro de que esos modos de pensar residen y se hallan 
  en mí, sin duda. Y con lo poco que acabo de decir, creo haber enumerado 
  todo lo que sé de cierto, o, al menos, todo lo que he advertido saber 
  hasta aquí. 
  Consideraré ahora con mayor circunspección si no podré 
  hallar en mí otros conocimientos de los que aún no me haya apercibido. 
  Sé con certeza que soy una cosa que piensa; pero ¿no sé 
  también lo que se requiere para estar cierto de algo? En ese mi primer 
  conocimiento, no hay nada más que una percepción clara y distinta 
  de lo que conozco, la cual no bastaría a asegurarme de su verdad si fuese 
  posible que una cosa concebida tan clara y distintamente resultase falsa. Y 
  por ello me parece poder establecer desde ahora, como regla general, que son 
  verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente. 
  Sin embargo, he admitido antes de ahora, como cosas muy ciertas y manifiestas, 
  muchas que más tarde he reconocido ser dudosas e inciertas. ¿Cuáles 
  eran? La tierra, el cielo, los astros y todas las demás cosas que percibía 
  por medio de los sentidos. Ahora bien: ¿qué es lo que concebía 
  en ellas como claro y distinto? Nada más, en verdad, sino que las ideas 
  o pensamientos de esas cosas se presentaban a mi espíritu. Y aun ahora 
  no niego que esas ideas estén en mí. Pero había, además, 
  otra cosa que yo afirmaba, y que pensaba percibir muy claramente por la costumbre 
  que tenía de creerla, aunque verdaderamente no la percibiera, a saber: 
  que había fuera de mí ciertas cosas de las que procedían 
  esas ideas, y a las que éstas se asemejaban por completo. Y en eso me 
  engañaba; o al menos si es que mi juicio era verdadero, no lo era en 
  virtud de un conocimiento que yo tuviera. 
  Pero cuando consideraba algo muy sencillo y fácil, tocante a la aritmética 
  y la geometría, como, por ejemplo, que dos más tres son cinco 
  o cosas semejantes, ¿no las concebía con claridad suficiente para 
  asegurar que eran verdaderas? Y si más tarde he pensado que cosas tales 
  podían ponerse en duda, no ha sido por otra razón sino por ocurrírseme 
  que acaso Dios hubiera podido darme una naturaleza tal, que yo me engañase 
  hasta en las cosas que me parecen más manifiestas. Pues bien, siempre 
  que se presenta a mi pensamiento esa opinión, anteriormente concebida, 
  acerca de la suprema potencia de Dios, me veo forzado a reconocer que le es 
  muy fácil, si quiere, obrar de manera que yo me engañe aun en 
  las cosas que creo conocer con grandísima evidencia; y, por el contrario, 
  siempre que reparo en las cosas que creo concebir muy claramente, me persuaden 
  hasta el punto de que prorrumpo en palabras como éstas: engáñeme 
  quien pueda, que lo que nunca podrá será hacer que yo no sea nada, 
  mientras yo esté pensando que soy algo, ni que alguna vez sea cierto 
  que yo no haya sido nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que dos más 
  tres sean algo distinto de cinco, ni otras cosas semejantes, que veo claramente 
  no poder ser de otro modo, que como las concibo. 
  Ciertamente, supuesto que no tengo razón alguna para creer que haya algún 
  Dios engañador, y que no he considerado aún ninguna de las que 
  prueban que hay un Dios, los motivos de duda que sólo dependen de dicha 
  opinión son muy ligeros y, por así decirlo, metafísicos. 
  Mas a fin de poder suprimirlos del todo, debo examinar si hay Dios, en cuanto 
  se me presente la ocasión, y, si resulta haberlo, debo también 
  examinar si puede ser engañador; pues, sin conocer esas dos verdades, 
  no veo cómo voy a poder alcanzar certeza de cosa alguna. 
  Y para tener ocasión de averiguar todo eso sin alterar el orden de meditación 
  que me he propuesto, que es pasar por grados de las nociones que encuentre primero 
  en mi espíritu a las que pueda hallar después, tengo que dividir 
  aquí todos mis pensamientos en ciertos géneros, y considerar en 
  cuáles de estos géneros hay, propiamente, verdad o error. 
  De entre mis pensamientos, unos son como imágenes de cosas, y a éstos 
  solos conviene con propiedad el nombre de idea: como cuando me represento un 
  hombre, una quimera, el cielo, un ángel o el mismo Dios. Otros, además, 
  tienen otras formas: como cuando quiero, temo, afirmo o niego; pues, si bien 
  concibo entonces alguna cosa de la que trata la acción de mi espíritu, 
  añado asimismo algo, mediante esa acción, a la idea que tengo 
  de aquella cosa; y de este género de pensamientos, unos son llamados 
  voluntades o afecciones, y otros, juicios. 
  Pues bien, por lo que toca a las ideas, si se las considera sólo en sí 
  mismas, sin relación a ninguna otra cosa, no pueden ser llamadas con 
  propiedad falsas; pues imagine yo una cabra o una quimera, tan verdad es que 
  imagino la una como la otra. 
  No es tampoco de temer que pueda hallarse falsedad en las afecciones o voluntades; 
  pues aunque yo pueda desear cosas malas, o que nunca hayan existido, no es menos 
  cierto por ello que yo las deseo. 
  Por tanto, sólo en los juicios debo tener mucho cuidado de no errar. 
  Ahora bien, el principal y más frecuente error que puede encontrarse 
  en ellos consiste en juzgar que las ideas que están en mí son 
  semejantes o conformes a cosas que están fuera de mí, pues si 
  considerase las ideas sólo como ciertos modos de mi pensamiento, sin 
  pretender referirlas a alguna cosa exterior, apenas podrían darme ocasión 
  de errar. 
  Pues bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo, otras extrañas 
  y venidas de fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo. Pues tener 
  la facultad de concebir lo que es en general una cosa, o una verdad, o un pensamiento, 
  me parece proceder únicamente de mi propia naturaleza; pero si oigo ahora 
  un ruido, si veo el sol, si siento calor, he juzgado hasta el presente que esos 
  sentimientos procedían de ciertas cosas existentes fuera de mí; 
  y, por último, me parece que las sirenas, los hipogrifos y otras quimeras 
  de ese género, son ficciones e invenciones de mi espíritu. 
  Pero también podría persuadirme de que todas las ideas son del 
  género de las que llamo extrañas y venidas de fuera, o de que 
  han nacido todas conmigo, o de que todas han sido hechas por mí, pues 
  aún no he descubierto su verdadero origen. Y lo que principalmente debo 
  hacer, en este lugar, es considerar, respecto de aquellas que me parecen proceder 
  de ciertos objetos que están fuera de mí, qué razones me 
  fuerzan a creerlas semejantes a esos objetos. 
  La primera de esas razones es que parece enseñármelo la naturaleza; 
  y la segunda, que experimento en mí mismo que tales ideas no dependen 
  de mi voluntad, pues a menudo se me presentan a pesar mío, como ahora, 
  quiéralo o no, siento calor, y por esta causa estoy persuadido de que 
  este sentimiento o idea del calor es producido en mí por algo diferente 
  de mí, a saber, por el calor del fuego junto al cual me hallo sentado. 
  Y nada veo que me parezca más razonable que juzgar que esa cosa extraña 
  me envía e imprime en mí su semejanza, más bien que otra 
  cosa cualquiera. 
  Ahora tengo que ver si esas razones son lo bastante fuertes y convincentes. 
  Cuando digo que me parece que la naturaleza me lo enseña, por la palabra 
  "naturaleza" entiendo sólo cierta inclinación que me 
  lleva a creerlo, y no una luz natural que me haga conocer que es verdadero. 
  Ahora bien, se trata de dos cosas muy distintas entre sí; pues no podría 
  poner en duda nada de lo que la luz natural me hace ver como verdadero: por 
  ejemplo, cuando antes me enseñaba que del hecho de dudar yo podía 
  concluir mi existencia. Porque, además, no tengo ninguna otra facultad 
  o potencia para distinguir lo verdadero de lo falso, que pueda enseñarme 
  que no es verdadero lo que la luz natural me muestra como tal, y en la que pueda 
  fiar como fío en la luz natural. Mas por lo que toca a esas inclinaciones 
  que también me parecen naturales, he notado a menudo que, cuando se trataba 
  de elegir entre virtudes y vicios, me han conducido al mal tanto como al bien: 
  por ello, no hay razón tampoco para seguirlas cuando se trata de la verdad 
  y la falsedad. 
  En cuanto a la otra razón -la de que esas ideas deben proceder de fuera, 
  pues no dependen de mi voluntad-, tampoco la encuentro convincente. Puesto que, 
  al igual que esas inclinaciones de las que acabo de hablar se hallan en mí, 
  pese a que no siempre concuerden con mi voluntad, podría también 
  ocurrir que haya en mí, sin yo conocerla, alguna facultad o potencia, 
  apta para producir esas ideas sin ayuda de cosa exterior; y, en efecto, me ha 
  parecido siempre hasta ahora que tales ideas se forman en mí, cuando 
  duermo, sin el auxilio de los objetos que representan. Y en fin, aun estando 
  yo conforme con que son causadas por esos objetos, de ahí no se sigue 
  necesariamente que deban asemejarse a ellos. Por el contrario, he notado a menudo, 
  en muchos casos, que había gran diferencia entre el objeto y su idea. 
  Así, por ejemplo, en mi espíritu encuentro dos ideas del sol muy 
  diversas; una toma su origen de los sentidos, y debe situarse en el género 
  de las que he dicho vienen de fuera; según ella, el sol me parece pequeño 
  en extremo; la otra proviene de las razones de la astronomía, es decir, 
  de ciertas nociones nacidas conmigo, o bien ha sido elaborada por mí 
  de algún modo: según ella, el sol me parece varias veces mayor 
  que la tierra. Sin duda, esas dos ideas que yo formo del sol no pueden ser, 
  las dos, semejantes al mismo sol; y la razón me impele a creer que la 
  que procede inmediatamente de su apariencia es, precisamente, la que le es más 
  disímil. 
  Todo ello bien me demuestra que, hasta el momento, no ha sido un juicio cierto 
  y bien pensado, sino sólo un ciego y temerario impulso, lo que me ha 
  hecho creer que existían cosas fuera de mí, diferentes de mí, 
  y que, por medio de los órganos de mis sentidos, o por algún otro, 
  me enviaban sus ideas o imágenes, e imprimían en mí sus 
  semejanzas. 
  Mas se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas 
  cuyas ideas tengo en mí, hay algunas que existen fuera de mí. 
  Es a saber: si tales ideas se toman sólo en cuanto que son ciertas maneras 
  de pensar no reconozco entre ellas diferencias o desigualdad alguna, y todas 
  parecen proceder de mí de un mismo modo; pero, al considerarlas como 
  imágenes que representan unas una cosa y otras otra, entonces es evidente 
  que son muy distintas unas de otras. En efecto, las que me representan substancias 
  son sin duda algo más, y contienen (por así decirlo) más 
  realidad objetiva, es decir, participan, por representación, de más 
  grados de ser o perfección que aquellas que me representan sólo 
  modos o accidentes. Y más aún: la idea por la que concibo un Dios 
  supremo, eterno, infinito, inmutable, omnisciente, omnipotente y creador universal 
  de todas las cosas que están fuera de él, esa idea -digo- ciertamente 
  tiene en sí más realidad objetiva que las que me representan substancias 
  finitas. 
  Ahora bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe haber 
  por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total como en su efecto: 
  pues ¿de dónde puede sacar el efecto su realidad, si no es de 
  la causa? ¿Y cómo podría esa causa comunicársela, 
  si no la tuviera ella misma? 
  Y de ahí se sigue, no sólo que la nada no podría producir 
  cosa alguna, sino que lo más perfecto, es decir, lo que contiene más 
  realidad, no puede provenir de lo menos perfecto. Y esta verdad no es sólo 
  clara y evidente en aquellos efectos dotados de esa realidad que los filósofos 
  llaman actual o formal, sino también en las ideas, donde sólo 
  se considera la realidad que llaman objetiva. Por ejemplo, la piedra que aún 
  no existe no puede empezar a existir ahora si no es producida por algo que tenga 
  en sí formalmente o eminentemente todo lo que entra en la composición 
  de la piedra (es decir, que contenga en sí las mismas cosas, u otras 
  más excelentes, que las que están en la piedra); y el calor no 
  puede ser producido en un sujeto privado de él, si no es por una cosa 
  que sea de un orden, grado o género al menos tan perfecto como lo es 
  el calor; y así las demás cosas. Pero además de eso, la 
  idea del calor o de la piedra no puede estar en mí si no ha sido puesta 
  por alguna causa que contenga en sí al menos tanta realidad como la que 
  concibo en el calor o en la piedra. Pues aunque esa causa no transmita a mi 
  idea nada de su realidad actual o formal, no hay que juzgar por ello que esa 
  causa tenga que ser menos real, sino que debe saberse que, siendo toda idea 
  obra del espíritu, su naturaleza es tal que no exige de suyo ninguna 
  otra realidad formal que la que recibe del pensamiento, del cual es un modo. 
  Pues bien, para que una idea contenga tal realidad objetiva más bien 
  que tal otra, debe haberla recibido, sin duda, de alguna causa, en la cual haya 
  tanta realidad formal, por lo menos, cuanta realidad objetiva contiene la idea. 
  Pues si suponemos que en la idea hay algo que no se encuentra en su causa, tendrá 
  que haberlo recibido de la nada; mas, por imperfecto que sea el modo de ser 
  según el cual una cosa está objetivamente o por representación 
  en el entendimiento, mediante su idea, no puede con todo decirse que ese modo 
  de ser no sea nada, ni, por consiguiente, que esa idea tome su origen de la 
  nada. Tampoco debo suponer que, siendo sólo objetiva la realidad considerada 
  en esas ideas, no sea necesario que la misma realidad esté formalmente 
  en las causas de ellas, ni creer que basta con que esté objetivamente 
  en dichas causas; pues, así como el modo objetivo de ser compete a las 
  ideas por su propia naturaleza, así también el modo formal de 
  ser compete a las causas de esas ideas (o por lo menos a las primeras y principales) 
  por su propia naturaleza. Y aunque pueda ocurrir que de una idea nazca otra 
  idea, ese proceso no puede ser infinito, sino que hay que llegar finalmente 
  a una idea primera, cuya causa sea como un arquetipo, en el que esté 
  formal y efectivamente contenida toda la realidad o perfección que en 
  la idea está sólo de modo objetivo o por representación. 
  De manera que la luz natural me hace saber con certeza que las ideas son en 
  mí como cuadros o imágenes, que pueden con facilidad ser copias 
  defectuosas de las cosas, pero que en ningún caso pueden contener nada 
  mayor o más perfecto que éstas. 
  Y cuanto más larga y atentamente examino todo lo anterior, tanto más 
  clara y distintamente conozco que es verdad. Mas, a la postre, ¿qué 
  conclusión obtendré de todo ello? Ésta, a saber: que, si 
  la realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal que yo pueda saber con claridad 
  que esa realidad no está en mí formal ni eminentemente (y, por 
  consiguiente, que yo no puedo ser causa de tal idea), se sigue entonces necesariamente 
  de ello que no estoy solo en el mundo, y que existe otra cosa, que es causa 
  de esa idea; si, por el contrario, no hallo en mí una idea así, 
  entonces careceré de argumentos que puedan darme certeza de la existencia 
  de algo que no sea yo, pues los he examinado todos con suma diligencia, y hasta 
  ahora no he podido encontrar ningún otro. 
  Ahora bien: entre mis ideas, además de la que me representa a mí 
  mismo (y que no ofrece aquí dificultad alguna), hay otra que me representa 
  a Dios, y otras a cosas corpóreas e inanimadas, ángeles, animales 
  y otros hombres semejantes a mí mismo. Mas, por lo que atañe a 
  las ideas que me representan otros hombres, o animales, o ángeles, fácilmente 
  concibo que puedan haberse formado por la mezcla y composición de las 
  ideas que tengo de las cosas corpóreas y de Dios, aun cuando fuera de 
  mí no hubiese en el mundo ni hombres, ni animales, ni ángeles. 
  Y, tocante a las ideas de las cosas corpóreas, nada me parece haber en 
  ellas tan excelente que no pueda proceder de mí mismo; pues si las considero 
  más a fondo y las examino como ayer hice con la idea de la cera, advierto 
  en ellas muy pocas cosas que yo conciba clara y distintamente; a saber: la magnitud, 
  o sea, la extensión en longitud, anchura y profundidad; la figura, formada 
  por los límites de esa extensión; la situación que mantienen 
  entre sí los cuerpos diversamente delimitados; el movimiento, o sea, 
  el cambio de tal situación; pueden añadirse la substancia, la 
  duración y el número. En cuanto las demás cosas, como la 
  luz, los colores, los sonidos, los olores, los sabores, el calor, el frío 
  y otras cualidades perceptibles por el tacto, todas ellas están en mi 
  pensamiento con tal oscuridad y confusión, que hasta ignoro si son verdaderas 
  o falsas y meramente aparentes, es decir, ignoro si las ideas que concibo de 
  dichas cualidades son, en efecto, ideas de cosas reales o bien representan tan 
  sólo seres quiméricos, que no pueden existir. Pues aunque más 
  arriba haya yo notado que sólo en los juicios puede encontrarse falsedad 
  propiamente dicha, en sentido formal, con todo, puede hallarse en las ideas 
  cierta falsedad material, a saber: cuando representan lo que no es nada como 
  si fuera algo. Por ejemplo, las ideas que tengo del frío y el calor son 
  tan poco claras y distintas, que mediante ellas no puedo discernir si el frío 
  es sólo una privación de calor, o el calor una privación 
  de frío, o bien si ambas son o no cualidades reales; y por cuanto, siendo 
  las ideas como imágenes, no puede haber ninguna que no parezca representarnos 
  algo, si es cierto que el frío es sólo privación de calor, 
  la idea que me lo represente como algo real y positivo podrá, no sin 
  razón, llamarse falsa, y lo mismo sucederá con ideas semejantes. 
  Y por cierto, no es necesario que atribuya a esas ideas otro autor que yo mismo; 
  pues si son falsas -es decir, si representan cosas que no existen- la luz natural 
  me hace saber que provienen de la nada, es decir, que si están en mí 
  es porque a mi naturaleza -no siendo perfecta- le falta algo; y si son verdaderas, 
  como de todas maneras tales ideas me ofrecen tan poca realidad que ni llego 
  a discernir con claridad la cosa representada del no ser, no veo por qué 
  no podría haberlas producido yo mismo. 
  En cuanto a las ideas claras y distintas que tengo de las cosas corpóreas, 
  hay algunas que me parece he podido obtener de la idea que tengo de mí 
  mismo; así, las de substancia, duración, número y otras 
  semejantes. Pues cuando pienso que la piedra es una substancia, o sea, una cosa 
  capaz de existir por sí, dado que yo soy una substancia, y aunque sé 
  muy bien que soy una cosa pensante y no extensa (habiendo así entre ambos 
  conceptos muy gran diferencia), las dos ideas parecen concordar en que representan 
  substancias. Asimismo, cuando pienso que existo ahora, y me acuerdo además 
  de haber existido antes, y concibo varios pensamientos cuyo número conozco, 
  entonces adquiero las ideas de duración y número, las cuales puedo 
  luego transferir a cualesquiera otras cosas. 
  Por lo que se refiere a las otras cualidades de que se componen las ideas de 
  las cosas corpóreas -a saber: la extensión, la figura, la situación 
  y el movimiento-, cierto es que no están formalmente en mí, pues 
  no soy más que una cosa que piensa; pero como son sólo ciertos 
  modos de la substancia (a manera de vestidos con que se nos aparece la substancia), 
  parece que pueden estar contenidas en mí eminentemente. 
  Así pues, sólo queda la idea de Dios, en la que debe considerarse 
  si hay algo que no pueda proceder de mí mismo. Por "Dios" entiendo 
  una substancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, 
  que me ha creado a mí mismo y a todas las demás cosas que existen 
  (si es que existe alguna). Pues bien, eso que entiendo por Dios es tan grande 
  y eminente, que cuanto más atentamente lo considero menos convencido 
  estoy de que una idea así pueda proceder sólo de mí. Y, 
  por consiguiente, hay que concluir necesariamente, según lo antedicho, 
  que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea de substancia en virtud de ser 
  yo una substancia, no podría tener la idea de una substancia infinita, 
  siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí una substancia que verdaderamente 
  fuese infinita. 
  Y no debo juzgar que yo no concibo el infinito por medio de una verdadera idea, 
  sino por medio de una mera negación de lo finito (así como concibo 
  el reposo y la oscuridad por medio de la negación del movimiento y la 
  luz): pues, al contrario, veo manifiestamente que hay más realidad en 
  la substancia infinita que en la finita y, por ende, que, en cierto modo, tengo 
  antes en mí la noción de lo infinito que la de lo finito: antes 
  la de Dios que la de mí mismo. Pues ¿cómo podría 
  yo saber que dudo y que deseo, es decir, que algo me falta y que no soy perfecto, 
  si no hubiese en mí la idea de un ser más perfecto, por comparación 
  con el cual advierto la imperfección de mi naturaleza? 
  Y no puede decirse que acaso esta idea de Dios es materialmente falsa y puede, 
  por tanto, proceder de la nada (es decir, que acaso esté en mí 
  por faltarme a mí algo, según dije antes de las ideas de calor 
  y frío, y de otras semejantes); al contrario, siendo esta idea muy clara 
  y distinta y conteniendo más realidad objetiva que ninguna otra, no hay 
  idea alguna que sea por sí misma más verdadera, ni menos sospechosa 
  de error y falsedad. 
  Digo que la idea de ese ser sumamente perfecto e infinito es absolutamente verdadera; 
  pues, aunque acaso pudiera fingirse que un ser así no existe, con todo, 
  no puede fingirse que su idea no me representa nada real, como dije antes de 
  la idea de frío. 
  Esa idea es también muy clara y distinta, pues que contiene en sí 
  todo lo que mi espíritu concibe clara y distintamente como real y verdadero, 
  y todo lo que comporta alguna perfección. Y eso no deja de ser cierto, 
  aunque yo no comprenda lo infinito, o aunque haya en Dios innumerables cosas 
  que no pueda yo entender, y ni siquiera alcanzar con mi pensamiento: pues es 
  propio de la naturaleza de lo infinito que yo, siendo finito, no pueda comprenderlo. 
  Y basta con que entienda esto bien, y juzgue que todas las cosas que concibo 
  claramente, y en las que sé que hay alguna perfección, así 
  como acaso también infinidad de otras que ignoro, están en Dios 
  formalmente o eminentemente, para que la idea que tengo de Dios sea la más 
  verdadera, clara y distinta de todas. 
  Mas podría suceder que yo fuese algo más de lo que pienso, y que 
  todas las perfecciones que atribuyo a la naturaleza de Dios estén en 
  mí, de algún modo, en potencia, si bien todavía no manifestadas 
  en el acto. Y en efecto, estoy experimentando que mi conocimiento aumenta y 
  se perfecciona poco a poco, y nada veo que pueda impedir que aumente más 
  y más hasta el infinito, y, así acrecentado y perfeccionado, tampoco 
  veo nada que me impida adquirir por su medio todas las demás perfecciones 
  de la naturaleza divina; y, en fin, parece asimismo que, si tengo el poder de 
  adquirir esas perfecciones, tendría también el de producir sus 
  ideas. Sin embargo, pensándolo mejor, reconozco que eso no puede ser. 
  En primer lugar, porque, aunque fuera cierto que mi conocimiento aumentase por 
  grados sin cesar y que hubiese en mi naturaleza muchas cosas en potencia que 
  aún no estuviesen en acto, nada de eso, sin embargo, atañe ni 
  aun se aproxima a la idea que tengo de la divinidad, en cuya idea nada hay en 
  potencia, sino que todo está en acto. Y hasta ese mismo aumento sucesivo 
  y por grados argüiría sin duda imperfección en mi conocimiento. 
  Más aún: aunque mi conocimiento aumentase más y más, 
  con todo no dejo de conocer que nunca podría ser infinito en acto, pues 
  jamás llegará a tan alto grado que no sea capaz de incremento 
  alguno. En cambio, a Dios lo concibo infinito en acto, y en tal grado que nada 
  puede añadirse a su perfección. Y, por último, me doy cuenta 
  de que el ser objetivo de una idea no puede ser producido por un ser que existe 
  sólo en potencia -el cual, hablando con propiedad, no es nada-, sino 
  sólo por un ser en acto, o sea, formal. 
  Ciertamente, nada veo en todo cuanto acabo de decir que no sea facilísimo 
  de conocer, en virtud de la luz natural, a todos los que quieran pensar en ello 
  con cuidado. Pero cuando mi atención se afloja, oscurecido mi espíritu 
  y como cegado por las imágenes de las cosas sensibles, olvida fácilmente 
  la razón por la cual la idea que tengo de un ser más perfecto 
  que yo debe haber sido puesta necesariamente en mí por un ser que, efectivamente, 
  sea más perfecto. 
  Por ello pasaré adelante, y consideraré si yo mismo, que tengo 
  esa idea de Dios, podría existir, en el caso de que no hubiera Dios. 
  Y pregunto: ¿de quién habría recibido mi existencia? Pudiera 
  ser que de mí mismo, o bien de mis padres, o bien de otras causas que, 
  en todo caso, serían menos perfectas que Dios, pues nada puede imaginarse 
  más perfecto que Él, y ni siquiera igual a Él. 
  Ahora bien: si yo fuese independiente de cualquier otro, si yo mismo fuese el 
  autor de mi ser, entonces no dudaría de nada, nada desearía, y 
  ninguna perfección me faltaría, pues me habría dado a mí 
  mismo todas aquellas de las que tengo alguna idea: y así, yo sería 
  Dios. 
  Y no tengo por qué juzgar que las cosas que me faltan son acaso más 
  difíciles de adquirir que las que ya poseo; al contrario, es, sin duda, 
  mucho más difícil que yo -esto es, una cosa o substancia pensante- 
  haya salido de la nada, de lo que sería la adquisición, por mi 
  parte, de muchos conocimientos que ignoro, y que al cabo no son sino accidentes 
  de esa substancia. Y si me hubiera dado a mí mismo lo más difícil, 
  es decir, mi existencia, no me hubiera privado de lo más fácil, 
  a saber: de muchos conocimientos de que mi naturaleza no se halla provista; 
  no me habría privado, en fin, de nada de lo que está contenido 
  en la idea que tengo de Dios, puesto que ninguna otra cosa me parece de más 
  difícil adquisición; y si hubiera alguna más difícil, 
  sin duda me lo parecería (suponiendo que hubiera recibido de mí 
  mismo las demás cosas que poseo), pues sentiría que allí 
  terminaba mi poder. 
  Y no puedo hurtarme a la fuerza de un tal razonamiento mediante la suposición 
  de que he sido siempre tal cual soy ahora, como si de ello se siguiese que no 
  tengo por qué buscarle autor alguno a mi existencia. Pues el tiempo todo 
  de mi vida puede dividirse en innumerables partes, sin que ninguna de ellas 
  dependa en modo alguno de las demás; y así, de haber yo existido 
  un poco antes no se sigue que deba existir ahora, a no ser que en este mismo 
  momento alguna causa me produzca y -por decirlo así- me cree de nuevo, 
  es decir, me conserve. 
  En efecto, a todo el que considere atentamente la naturaleza del tiempo, resulta 
  clarísimo que una substancia, para conservarse en todos los momentos 
  de su duración, precisa de la misma fuerza y actividad que sería 
  necesaria para producirla y crearla en el caso de que no existiese. De suerte 
  que la luz natural nos hace ver con claridad que conservación y creación 
  difieren sólo respecto de nuestra manera de pensar, pero no realmente. 
  
  Así pues, sólo hace falta aquí que me consulte a mí 
  mismo, para saber si poseo algún poder en cuya virtud yo, que existo 
  ahora, exista también dentro de un instante; ya que, no siendo yo más 
  que una cosa que piensa (o, al menos, no tratándose aquí, hasta 
  ahora, más que de esta parte de mí mismo), si un tal poder residiera 
  en mí, yo debería por lo menos pensarlo y ser consciente de él; 
  pues bien, no es así, y de este modo sé con evidencia que dependo 
  de algún ser diferente de mí. 
  Quizá pudiera ocurrir que ese ser del que dependo no sea Dios, y que 
  yo haya sido producido, o bien por mis padres, o bien por alguna otra causa 
  menos perfecta que Dios. Pero ello no puede ser, pues, como ya he dicho antes, 
  es del todo evidente que en la causa debe haber por lo menos tanta realidad 
  como en el efecto. Y entonces, puesto que soy una cosa que piensa, y que tengo 
  en mí una idea de Dios, sea cualquiera la causa que se le atribuya a 
  mi naturaleza, deberá ser en cualquier caso, asimismo, una cosa que piensa, 
  y poseer en sí la idea de todas las perfecciones que atribuyo a la naturaleza 
  divina. Ulteriormente puede indagarse si esa causa toma su origen y existencia 
  de sí misma o de alguna otra cosa. Si la toma de sí misma, se 
  sigue, por las razones antedichas, que ella misma ha de ser Dios, pues teniendo 
  el poder de existir por sí, debe tener también, sin duda, el poder 
  de poseer actualmente todas las perfecciones cuyas ideas concibe, es decir, 
  todas las que yo concibo como dadas en Dios. Y si toma su existencia de alguna 
  otra causa distinta de ella, nos preguntaremos de nuevo, y por igual razón, 
  si esta segunda causa existe por sí o por otra cosa, hasta que de grado 
  en grado lleguemos por último a una causa que resultará ser Dios. 
  Y es muy claro que aquí no puede procederse al infinito, pues no se trata 
  tanto de la causa que en otro tiempo me produjo, como de la que al presente 
  me conserva. 
  Tampoco puede fingirse aquí que acaso varias causas parciales hayan concurrido 
  juntas a mi producción, y que de una de ellas haya recibido yo la idea 
  de una de las perfecciones que atribuyo a Dios, y de otra la idea de otra, de 
  manera que todas esas perfecciones se hallan, sin duda, en algún lugar 
  del universo, pero no juntas y reunidas en una sola {causa} que sea Dios. Pues, 
  muy al contrario, la unidad, simplicidad o inseparabilidad de todas las cosas 
  que están en Dios, es una de las principales perfecciones que en Él 
  concibo; y, sin duda, la idea de tal unidad y reunión de todas las perfecciones 
  en Dios no ha podido ser puesta en mí por causa alguna, de la cual no 
  haya yo recibido también las ideas de todas las demás perfecciones. 
  Pues ella no puede habérmelas hecho comprender como juntas e inseparables, 
  si no hubiera procedido de suerte que yo supiese cuáles eran, y en cierto 
  modo las conociese. 
  Por lo que atañe, en fin, a mis padres, de quienes parece que tomo mi 
  origen, aunque sea cierto todo lo que haya podido creer acerca de ellos, eso 
  no quiere decir que sean ellos los que me conserven, ni que me hayan hecho y 
  producido en cuanto que soy una cosa que piensa, puesto que sólo han 
  afectado de algún modo a la materia, dentro de la cual pienso estar encerrado 
  yo, es decir, mi espíritu, al que identifico ahora conmigo mismo. Por 
  tanto, no puede haber dificultades en este punto, sino que debe concluirse necesariamente, 
  del solo hecho de que existo y de que hay en mí la idea de un ser sumamente 
  perfecto (esto es, de Dios), que la existencia de Dios está demostrada 
  con toda evidencia. 
  Sólo me queda por examinar de qué modo he adquirido esa idea. 
  Pues no la he recibido de los sentidos, y nunca se me ha presentado inesperadamente, 
  como las ideas de las cosas sensibles, cuando tales cosas se presentan, o parecen 
  hacerlo, a los órganos externos de mis sentidos. Tampoco es puro efecto 
  o ficción de mi espíritu, pues no está en mi poder aumentarla 
  o disminuirla en cosa alguna. Y, por consiguiente, no queda sino decir que, 
  al igual que la idea de mí mismo, ha nacido conmigo a partir del momento 
  mismo en que yo he sido creado. 
  Y nada tiene de extraño que Dios, al crearme, haya puesto en mí 
  esa idea para que sea como el sello del artífice, impreso en su obra; 
  y tampoco es necesario que ese sello sea algo distinto que la obra misma. Sino 
  que, por sólo haberme creado, es de creer que Dios me ha producido, en 
  cierto modo, a su imagen y semejanza, y que yo concibo esta semejanza (en la 
  cual se halla contenida la idea de Dios) mediante la misma facultad por la que 
  me percibo a mí mismo; es decir, que cuando reflexiono sobre mí 
  mismo, no sólo conozco que soy una cosa imperfecta, incompleta y dependiente 
  de otro, que tiende y aspira sin cesar a algo mejor y mayor de lo que soy, sino 
  que también conozco, al mismo tiempo, que aquel de quien dependo posee 
  todas esas cosas grandes a las que aspiro, y cuyas ideas encuentro en mí; 
  y las posee no de manera indefinida y sólo en potencia, sino de un modo 
  efectivo, actual e infinito, y por eso es Dios. Y toda la fuerza del argumento 
  que he empleado para probar la existencia de Dios consiste en que reconozco 
  que sería imposible que mi naturaleza fuera tal cual es, o sea, que yo 
  tuviese la idea de Dios, si Dios no existiera realmente: ese mismo Dios, digo, 
  cuya idea está en mí, es decir, que posee todas esas altas perfecciones, 
  de las que nuestro espíritu puede alcanzar alguna noción, aunque 
  no las comprenda por entero, y que no tiene ningún defecto ni nada que 
  sea señal de imperfección. Por lo que es evidente que no puede 
  ser engañador, puesto que la luz natural nos enseña que el engaño 
  depende de algún defecto. 
  Pero antes de examinar esto con más cuidado, y de pasar a la consideración 
  de las demás verdades que pueden colegirse de ello, me parece oportuno 
  detenerme algún tiempo a contemplar este Dios perfectísimo, apreciar 
  debidamente sus maravillosos atributos, considerar, admirar y adorar la incomparable 
  belleza de esta inmensa luz, en la medida, al menos, que me lo permita la fuerza 
  de mi espíritu. Pues, enseñándonos la fe que la suprema 
  felicidad de la vida no consiste sino en esa contemplación de la majestad 
  divina, experimentamos ya que una meditación como la presente, aunque 
  incomparablemente menos perfecta, nos hace gozar del mayor contento que es posible 
  en esta vida.