LA CASA
DE CARTÓN, Lima, 1928.
Fragmentos
escogidos por Víctor Quezada y Rodrigo Olavarría
Mi primer amor tenía
doce años y las uñas negras. Mi alma rusa de entonces, en
aquel pueblecillo de once mil almas y cura publicista, amparó la
soledad de la muchacha más fea con un amor grave, social, sombrío
que era como una penumbra de sesión de congreso internacional obrero.
Mi amor era vasto, oscuro, lento, con barbas, anteojos y carteras, con
incidentes súbitos, con doce idiomas, con acechos de la policía,
con problemas de muchos lados. Ella me decía, al ponerse en sexo:
Eres un socialista. Y su almita de educanda de monjas europeas se abría
como un devocionario intimo por la parte que trata del pecado mortal.
Mi primer amor se iba de
mí, espantada de mi socialismo y mi tontería. "No vayan
a ser todos socialistas..." Y ella se prometió darse al primer
Cristiano viejo que pasara, aunque este no llegara a los doce años.
Solo ya, me aparté de los problemas sumos y me enamoré verdaderamente
de mi primer amor. Sentí una necesidad agónica toxicománica,
de inhalar, hasta, reventarme los pulmones, el olor de ella: olor de escuelita,
de tinta china, de encierro, de sol en el patio, de papel del estado,
de anilina, de tocuyo vestido a flor de piel.- Olor de la tinta china,
flaco y negro;- casi un tiralíneas de ébano, fantasma de
vacaciones
Y esto era mi primer amor.
Mi segundo amor tenía
quince años de edad. Una llorona con la dentadura perdida, con
trenzas de cáñamo, con pecas en todo el cuerpo, sin familia,
sin ideas, demasiado futura, excesivamente femenina... Fui rival de un
muñeco de trapo y celuloide que no hacía sino reírse
de mí con una bocaza pilluela y estúpida. Tuve que entender
un sinfín de cosas perfectamente ininteligibles. Tuve que decir
un sinfín de cosas perfectamente indecibles. Tuve que salir bien
en los exámenes, con veinte- nota sospechosa, vergonzosa, ridícula,
una gallina delante de un huevo.- Tuve que verla a ella mimar a sus muñecas.
Tuve que oírla llorar por mí. Tuve que chupar caramelos
de todos los colores y sabores. Mi segundo amor me abandonó como
en un tango: Un malevo...
Mi tercer amor tenía
los ojos lindos, y las piernas muy coquetas, casi cocotas. Hubo que leer
a Fray Luís de León y a Carolina Invernizzio. Peregrina
muchacha; no sé porque se enamoró de mí. Me consolé
de su decisión irrevocable de ser amiga mía después
de haber sido casi mi amante, con las doce faltas de ortografía
de su última carta.
Mi cuarto amor fue Catita.
Mi quinto amor fue una muchacha
sucia con quien pequé casi en la noche, casi en el mar. El recuerdo
de ella huele como ella olía, a sombra de cinema, a perro mojado,
a ropa interior, a repostería, a pan caliente, olores superpuestos
y en sí mismos, individualmente, casi desagradables, como las capas
de las tortas, jenjibre, merengue, etcétera. La suma de olores
hacía de ella una verdadera tentación de seminarista. Sucia,
sucia, sucia. Mi primer pecado mortal.
***
Ella me gritó que
me quería con toda su cara, fresca y cubierta más que nunca
de pelusas de tohalla; desnuda, fría y jugosa en el mameluco, amarillo
como las naranjas por dentro; casi me cayó en los brazos-: lo impidió
un aire contrario; -la dije que estaba aterradora e inofensiva como un
lobo de mar; no me creyó; la temblaron las pantorrillas glúteas,
lívidas; yo la reproché su impertinencia, su impudicia,
su mala fe, sus diecisiete años, sus pies descalzos que podían
herirse, ella me advirtió que mordía corno los tramboyos
en tierra, y me enseñó su dentadura piscina; también
sabía arañar, como las nutrias perseguidas-: desenvainó
lentamente las uñas -nada córneas: calinas, opacas-; dejó
que no me asustara; bajamos al playón, creo que por una soga, como
los gatos de los vapores caleteros; retornamos a la glorieta en el agua;
ella me midió la locura en los ojos con los suyos; se afirmó
con un esguince los tirantes de su desnudez en los hombros, pálidos;
quiso decirme, como a los niños caprichosos: "Seriecito, o
no hay merienda
", pero temió hacerme llorar. Mi tórax
de muchacho estudioso la disuadió de mis palabras; me perdonó;
se puso natural; el frío la radiografió los muslos y le
anudó los brazos; miró a lo lejos del muelle redondo; de
pronto, en una parábola estupenda, incomprensible, se arrojó
en el semimar de los bañistas, de cabeza, detrás de su peluca
invertida, que pendía como los tentáculos de un pulpo de
un garfio en el mercado. Hubo que esperarla en la playa, bajo la terraza
-penumbra de caverna marina- entre comerciantes mayoristas- cetáceos
friolentos, peludos, verticales- y hedores de marisco- humos verdes-;
ella salió de su remojón vestida de agua; ya. no me quería;
los dos, bajo la plataforma; pensé en una aguamala cáustica
y linda, pero no
; la cogí de una mano que se escurría
como un pez; la arrastré en una dolorosa carrera sobre guijarrones
esféricos, hasta la luz y lo desierto se me insensibilizaron los
talones; tropezamos las manos enlazadas con un riel erecto, inútil,
que equilibraba una piedra tonta en la punta, y nos desunimos; ella quiso
ser un riel que no se pudiera arrastrar por la playa así nomás;
una lagartija de azogue se llevó una triste mirada, suya; quiso
perdonarme con toda su alma y yo no lo permití; se cayó
el vestido de humedad de ella; golpeó la playa con las rodillas,
y dijo que no
***
En esta tarde, el mundo es
una papa en un costal. El costal es un cielo blanco, polvoso, pequeño,
como los costalitos que se utilizan para guardar harina. El mundo está
prieto, chico, terroso, como acabado de cosechar en no sé qué
infinitud agrícola. Me he salido al campo a ver nubes y alfalfares.
Pero he salido casi a la noche, y ya no podré oler los olores de
la tarde, táctiles, que se huelen con la piel El cielo afiliado
al vanguardismo, hace de su blancura pulverulenta, nubes redondas de todos
los colores que unas veces parecen pelotas alemanas, y otras, verdaderamente
nubes de Norah Borges. Y ahora tengo que oler colores. Y el camino por
el que voy se hace un cuadrivio. Y los cuatro caminejos que ha parido
el camino chillan como recién nacidos: quieren que se les meza,
y el viento, que, al venir la noche, se vuelve un mozo cabaretero no quiere
mecer caminos: el aire se viste pantalones Oxford, y no hay manera de
convencerle de que no es un hombre. Me alejo del cielo. Y, al salir del
campo, limitado por urbanizaciones, advierto que el campo está
en el cielo: un rebaño de nubes gordas, vellonosísimas,
con premios de Exposición, trisca en un cielo verde. Y esto lo
veo de lejos, tan de lejos, que me meto en cama a sudar colores.
***
Nos bañábamos en la tarde y el mar, a la izquierda del poniente
que disimulaba el muelle como algo prohibido por el municipio y que podía
hacer clausurar el establecimiento. La. mamá de Lalá se
cogía de una ola deshecha del pleamar forzuda, crinosa y torpe
como un búfalo; -en las espumas buscaba la pobre señora
una de sus manos que se llevaba la ola. El día anterior -una ayer
maligno, frío- fué una de sus zapatillas lo que se perdió;
cuando ella notó su pie calato, porque pisó con él
a un gringo submarino, la zapatilla no flotaba ya ; -como era de jebe-;
el gringo asomó su amorfa cabeza de buzo, la mamá de Lalá
pidió perdón; el gringo no entendió; la señora
hizo un "yes", mentalmente, rápidamente, entre dos tumbos.
La señora había encontrado la mano perdida en las de un
turco próximo y regocijado que no debía haber sido permitido
de bañarse, etcétera. Lalá me enseñó
el pezón de uno de sus pechos. Yo me escondí en el mar.
Lalá ya podía ser mi novia. La señora surgió
como un sumergible. Vestida de baño, ella no era ella. Los perniles
de la trusa y las mangas del blusón los tenía hinchadas
de agua. Le atravesaba la cara, del pelo al mentón el chirlo de
un rojo mechón de cabellos mojados, que ella restañaba con
la punta morada de la lengua. Un cordón de escapulario la ceñía,
apretado, un hombro como para una sangría. Desafió la vieja
a la bañistería, batió el mar y se hizo sombra de
la sombra de abajo de la plataforma. El Océano mar descendió.
Arriba, en una zona azul de cielo, parpadeó la luna creciente con
el pleamar frustrado. Las piedras, que en un ruido horrible habían
huido de la ruta de la mamá de Lalá, se nos vinieron a los
pies, animales, familiares. La arena corría por abajo-; quería
tumbarnos y llevarnos a alta mar como caracoles-. Lalá se perforaba
las orejas con los meñiques; sus ojos y sus dientes castañeaban.
Yo la besé súbitamente, sin motivo, detrás de una
olona achacosa y complaciente que no seguía adelante; el beso resonó
en la tarde como en un teatro. El agua estaba negra y verde a notas. Los
rieles del muelle se quebraban y deshacían por abajo en estrías
de sombra, en sombras de peces, en manchas de sombra
Parecía
que todo iba a derrumbarse -el cielo con el horizonte en llamas; el mar,
lleno de agujeros de oleajes; el muelle con los hierros que se disolvían
en el mar-. Yo no quería a Lalá. Mis dedos estaban arrugados,
endurecidos. Lalá sopló sobre ellos un aliento húmedo
y tibio de pulverizador de peluquero.- Salimos del baño como del
lecho, como de un sueño
Lalá bostezó.
***
p o e m a s u n d e r w o
o d
"Prosa dura y magnífica
de las calles de la ciudad sin inquietudes estéticas.
Por ellas se va con la policía a la felicidad.
La poesía gafa de las ventanas es un secreto de costureras.
No hay más alegría que la de ser un hombre bien vestido.
Tu corazón es una bocina prohibida por las ordenanzas de tráfico.
Las casas rumian sus paces de buey.
Si dejaras saber que eres un poeta, irías a la comisaría.
Límpiate de entusiasmos los ojos.
Los automóviles te soban las caderas, volviendo la cabeza. Cree
tú que son mujeres viciosas. Así tendrás tu aventura
y tu sonrisa para después de la cena.
Los hombres que tropiezas tienen la carne encallecida de oficina.
El amor está en cualquier parte, pero en ninguna está de
otro modo.
Pasan obreros con los ojos resentidos con la tarde, con la ciudad y con
los hombres.
¿Por qué había de fusilarte la Checa? Tú no
has acaparado sino tu alma.
La ciudad lame la noche como una gata famélica.
Y tú eres un hombre feliz, quizá el único hombre
feliz.
Tienes camisa y no tienes grandes pensamientos de ninguna clase.
Ahora siento cólera contra los acusadores y los consoladores.
Spengler es un tío asmático, y Pirandello es un viejo estúpido,
casi un personaje suyo.
Pero no he de enfurecerme por pequeñeces.
Mil cosas han hecho los hombres peores que sus culturas: Las novelas de
Víctor Hugo, la democracia, la instrucción primaria. etcétera,
etcétera, etcétera, etcétera.
Pero los hombres se empeñan en amarse los unos a los otros.
Y, como no lo consiguen, acaban por odiarse.
Porque no quieren creer que todo es irremediable.
La polis griega sospecho que fué un lupanar al que había
que ir con revólver.
Y los griegos, a pesar de su cultura, fueron hombres felices.
Yo no he pecado mucho, pero ya sé de estas cosas.
Bertoldo diría estas cosas mejor, pero Bertoldo no las diría
nunca. El no se mete en honduras-: y está viejo, quiere paz y hasta
apoya a los moradores.
El mundo no está precisamente loco, pero sí demasiado decente.
No hay manera de hacerle hablar cuando está borracho. Cuando no
lo está, abomina de la borrachera o ama a su prójimo.
Pero yo no sé sinceramente qué es el mundo ni qué
son los hombres.
Sólo sé que debo ser justo y honrado y amar a mi prójimo.
Y amo a los mil hombres que hay en mí, que nacen y mueren a cada
instante y no viven nada.
He aquí mis prójimos.
La justicia son unas estatuas feas en las plazas de las ciudades.
Ninguna de ellas me gusta ni poco ni mucho-: no son diosas ni mujeres..
Yo amo la justicia de las mujeres sin túnica y sin divinidad.
En punto a honradez, no soy de los peores.
Como mi pan a solas, sin dar envidia a mi prójimo.
Nací en una ciudad, y no sé ver el campo.
Me he ahorrado el pecado de desear que fuera mío.
En cambio, deseo el cielo.
Casi soy un hombre virtuoso, casi un místico.
Me gustan los colores del cielo porque no son tintes alemanes.
Me gusta andar por las calles algo perro, algo máquina, casi nada
hombre.
No estoy muy convencido de mi humanidad; no quiero ser como los otros.
No quiero ser feliz con permiso de la policía.
Ahora en las calles hay un poco de sol.
No sé quién se lo ha llevado, qué mal hombre, dejando
manchas en el suelo como un animal degollado.
Pasa un perrito cojo: he aquí la única compasión,
la única caridad, el único amor de que soy capaz-.
Los perros no tienen Lenin, y esto les garantiza una vida humana pero
verdadera.
Andar por las calles como los hombres de Pío Baroja -(todos un
poco perros)-.
Mascar huesos como los poetas de Murger, pero con serenidad.
Pero los hombres tienen posvida.
Por eso dedican su vida al amor del prójimo.
El dinero lo hacen para matar el tiempo inútil, el tiempo vacío.
Diógenes es un mito-: la humanización del perro-.
El anhelo que tienen los grandes hombres de ser completamente perros.
Los pequeños hombres quieren ser completamente grandes hombres,
millonarios, a veces dioses.
Pero estas cosas deben decirse en voz baja-; siento miedo de oírme
a mí.
Yo no soy un gran hombre-: yo soy un hombre cualquiera que ensaya las
grandes felicidades.
Pero la felicidad no basta a ser feliz.
El mundo está demasiado feo, y no hay manera de embellecerlo.
Sólo puedo imaginarlo como una ciudad de burdeles y fábricas
bajo un aletazo de banderas rojas.
Yo me siento las manos borbónicas.
¿Qué soy, qué quiero? Soy un hombre y no quiero nada.
O, talvez, ser un hombre como los toros.
Tú no tienes las ojeras demasiado grandes.
Yo quiero ser feliz de una manera pequeña. Con dulzura, con esperanza,
con insatisfacción, con limitación, con tiempo, con perfección.
Ahora puedo embarcarme en un trasatlántico. E ir pescando durante
la travesía aventuras como peces.
Pero ¿a dónde iría yo?
El mundo me es insuficiente.
Es demasiado grande, y no puedo desmenuzarlo en pequeñas satisfacciones
como yo quiero.
La muerte es sólo un pensamiento, nada más, nada más
Y yo quiero que sea un largo deleite con su fin, con su calidad.
El puerto, lleno de niebla, está demasiado romántico.
Citeres es un balneario norteamericano.
Las yanquis tienen la carne demasiado fresca, casi fría, casi muerta.
El panorama cambia como una película desde todas sus esquinas.
El beso final ya suena en la sombra de la sala llena de candelas de cigarrillos.
Pero ésta no es la escena final. Pero ello es que el beso suena.
Nada me basta, ni siquiera la muerte quiero medida, perfección,
satisfacción, deleite.
¿Cómo he venido a parar en este cinema perdido y humoso?
La tarde ya se habrá acabado en la ciudad. Y yo todavía
me siento tarde.
Ahora recuerdo perfectamente mis años inocentes. Y todos los malos
pensamientos se me borran del alma. Me siento un hombre que no ha pecado
nunca.
Estoy sin pasado, con un futuro excesivo.
A casa
"
Murió Ramón cuando ya no le quedaba sino el rastrero y agobiado
placer de mirar por debajo de los asientos en los lugares públicos
-cine, tranvía, etcétera.- Un día, hondo y vacío,
donde rueda uno de hora en hora inconciente, comatoso como en un barranco
de piedra en piedra, de roca en roca. La copa sucia del cielo se llenaba
lentamente de azúcar, agua helada y zumo de limón-; una
nube sedienta chasqueaba la lengua-; Ramón murió. Mirar
por abajo de los asientos
Ramón se volvió un fumador
viciosísimo. Apagar el cigarrillo, arrojar la ceniza, burlar al
viento, extender el brazo, todo ello le facilitaba celestinescamente el
gozo de sorprender a los zapatos, casi en paños menores, o de sobremesa,
o matando un domingo. Domingo de los zapatos, penumbra de bajo los sillones,
con un sábado a las espaldas, medialuz
de bajo una mesa
Sobremesa de los zapatos; siestecilla; las cañas
se aflojan los pasadores; una capellada bosteza, el mediodía arruga
el cuero, cansado de caminar toda la mañana; el zapato derecho
se echa de lado y ronca. Zapatos en paños menores; las orejuelas,
de tela amarilla, se ven fuera, íntimas, como una camisa... Zapatos,
viejos silenciosos, en parejas, como esposos desencantados, juntos por
los tacos, separados por las puntas. Lo pasado, la vida marital los une
para siempre y los aleja en esta hora en que quisieran tener veinte años
él y ella, el zapato derecho y el izquierdo, el macho y la hembra,
el esposo y la esposa--; tener veinte años y casarse mal o amancebarse
bien
Las botinas y los zapatines de los niños se juntan por
arriba, por las puntas, por el rostro, casi en besos, detrás de
un pliegue del delantal de la nodriza. Zapatos adolescentes, elegantes,
lacios, locos, siempre descaminados, nunca decentemente paralelos
-;
zapatos en la mala edad, en la edad peligrosa, los pulmones débiles
y las inclinaciones robustas
Zapatos viejos, una alma sola en dos
cuerpos y este no amarse.... Ramón dejó los versos que van
arriba, escritos a máquina por el índice de un libro suyo
que heredé con las páginas todavía sin cortar.
Zapatos viejos una alma -una sucia capa de cola entre la plantilla y la
suela- una alma en dos cuerpos -dos hinchados y reumáticos cuerpos
de cuero rugoso- , una sola alma en dos cuerpos. El y ella no quieren
verse la cara.
***
Paseo de noche. Hemos hallado
una calle escondida del cielo por ramajes graves y densos. Ahora el cielo
no existe; se ha arrollado como una alfombra, y ha quedado desnudo el
entarimado del espacio por donde los mundos caminan -sociedad elegante-
con lentitud, con silencio, con fastidio. Ahora te amo como nunca te he
amado-; verdaderamente, dolorosamente, no sé cómo
A andar por esta calle que nos devuelve los pasos y las voces como una
gruta
Un tranvía destroza una esquina -barreno de luz y ruido-.
Por un momento, nosotros sonamos, vibramos en esta zona de noche como
todas las cosas-, ventanas, ventanas, ventanas.- Ahora yo puedo ser un
héroe con el pecho convexo y ensangrentado. Si ahora te raptara
yo, tú me arrancarías mechones de cabellos y clamarías
a las cosas indiferentes. Tú no lo harás. Yo no te raptaré
por nada del mundo. Te necesito para ir a tu lado deseando raptarte. ¡Ay
del que realiza su deseo! El mar canta lejano como un coro que se acerca
en la ópera. De pronto susurra en mis orejas como un vaso de soda
que pierde su gas. Un piano es toda la noche -pena antigua cursi, a cuatro
manos. Ahora te digo mi sentimiento:
-Yo te amo porque tú no amas. Tu pequeñez me orienta la
esperanza en la búsqueda de la dicha. Si tú crecieras como
los árboles, yo no sabría qué desear. Tú eres
la medida de mi gozo. Tú eres la medida de mi deseo. Detrás
de todas las muertes, está el júbilo de reencontrarte en
los paraísos terrenales. Amor, cosa pequeña que no crece
nunca
Si un lucero cayera, tú lo recogerías, y te
quemarías las manos. Mi amor no ha caído del cielo, y por
eso no lo recoges. Eres tonta y linda como todas las mujeres. Tú
ríes, y tu risa me reconcilia con la noche.
-¿Por qué no me amas? Sencillamente me abandonas al viento
que pasa, y la hoja que cae y el farol que alumbra, como si al perderme
nada perdieras. Y mi amor en esta hora es lo único que te es atento.
Ahora nada inquietas sino mi amor que te sigue como tu sombra, queriendo
verte los ojos. Ámame, aunque mañana, al despertar, ya no
me recuerdes. Ámame, la hora te lo exige. ¡Ay de quien no
obedece al tiempo!.
Más allá de la noche -la aurora de mañana, con sus
olores y sus colores.
Más allá de la noche, el canto de los pájaros madura
en el futuro como las frutas en los árboles. Más allá
de la noche, tus pensamientos escogen realidades para encarnarse. Y mi
amor te sigue por la noche sin cielo de esta calle, como la memoria de
un perro tuyo que hubiera muerto.
***
He recibido una carta de
Catita. Nada me dice en ella sino que quiere verme con la cara triste.
Es una carta larga, temblona, en la que una muchacha núbil tira
de las orejas al amor con los dedos tan seguros, tan lentos, tan cirujanos
que para la tortura tienen las mujeres desde los quince años hasta
el primer parto
Mujeres hay que no llegan a concebir nunca, y éstas
son el terror de la muerte, quien para llevarlas al otro mundo, tiene
que luchar con ellas a brazo partido, sin esperanza de no salir con los
huesos del esqueleto horriblemente arañados. Las solteras mueren
heróicamente.
La carta de Catita huele a soltería -a incienso, a flores secas,
a jabón, a yeso, a botica, a leche-. Soltería emblemática
con gafas de concha y un dedo índice tieso. Un moño de tinta
azul culmina el aspecto siempre inevitablemente parcial. Un falderillo
lame el perfume austero que exhalan las blondas de la blusa Y una blusa
de telas poéticas -batita de madapolán-. Y, además,
como detalle indispensable, una cara larga cuyas facciones, duras, y débiles
a la vez, ásperas, inútiles, hacen la cara de pliegues de
linón. Quizá una lora que sabe la letanía lauretana.
Quizá el retrato de un novio inverosímil. Quizá una
obsesa manía de saberlo todo. Quizá una virtud coronada
de espinas. Pero, Catita no ha llegado todavía a los quince años.
La verdad, sus dedos no tienen por qué saber tirar de las orejas.
¿Quién sabe si ya algún muchacho piensa en casarse
con ella-, locura de amor-? Catita, catadora de mozos, mala mujer que
a los quince años mal cumplidos, ya tienes las manos solteronas
Solterona británica, experta en motores de explosión, sección
de propaganda, un hombre raro y corto, unas manos secas y venudas
¿Así quisieras ser, Catita? ¿Qué he de hacer
con tu carta? A esta hora me es imposible de toda imposibilidad, entristecerme.
Yo soy feliz a esta hora; -es un hábito mío-. Un bote pescador
a la altura de Miraflores, saluda con el pañuelo blanco de su vela,
tan inútil en esta atmósfera inmóvil, linda, casi
pintada. Ese saludo es un saludo a nadie, y esa alegría alegría
de disparate, de pequeñez, de retorno, de humildad.:... -Mi cigarrillo
tira admirablemente, y es júbilo de fuego párvulo, con pelotas
y aros minúsculos y azules; y es la paz campesina de un olor de
rastrojo quemado. ¿Ves, Catita? Tú no ves nada porque no
estás conmigo en el malecón, pero yo te juro que es así.
A mí, en la tarde, frente al mar, el alma se me pone buena, chica,
tonta, humana, y se me alegra con los botes pescadores que despliegan
la broma de sus velas, y con la candela del cigarrillo-, chiquillín
colorado que pierde la cabeza en una juguetería azul. Y las altas
gaviotas-, moscas negras en el tazón de leche aguada del cielo-
me dan ganas de espantarlas con las manos. Cuando yo tenía cinco
años y no quería beber mi leche, ahogaba en ella las moscas
que atrapaba con la cuchara -red apretada por la luz hasta endurecerse-
y las moscas en la leche se volvían hélices. Y ahora, súbitamente,
me siento un niño terrible, y me niego a beber la taza de leche
del cielo porque no tiene azúcar. Y es posible que venga mi mama
Totuca, dulce Buda de ébano, con el azucarero donde había
pintados un mono vestido de pirata y una mona vestida de holandesa, que
hacían una conexa reverencia sobre la lista azul que atravesaba
la panza en toda su redondez... Quizá tu estrella se dulcificaría
si yo endulzara el cielo con azúcar-; tu estrella, tan amarga;
tu estrella, solterona que se enamora de los cometas imposibles, tu estrella,
que te lleva por malos caminos de amor.- ¿Has oído, Catita?
Yo no puedo entristecerme a esta hora-, a esta hora, la única de
todas las del día en que soy feliz, inconsciente, como los niños;
mi hora de tontería, mi hora, Catita-. Tú cataste a Ramón,
y él no te supo mal. Pues bien, yo seré Ramón. Yo
hago mío el deber de él de besarte en las muñecas
y el de mirarte con los ojos estúpidos, dignos de todas las dichas
que tenía Ramón. Tonto y aludo deber, aceptado en una hora
insular, celeste, ventosa, abierta, desolada. Yo seré Ramón
un mes, dos meses, todo el tiempo que tú puedas amar a Ramón.
Pero no: Ramón ha muerto, y Ramón nunca tuvo la cara triste,
y sobre todo, tú ya has catado a Ramón. Si, Catita, es verdad,
pero yo no soy un hombre triste. Así como estoy a esta hora-: tonto
y alegre-, así estoy casi todo el día. Yo soy un muchacho
risueño. Nací con la boca alegre. Mi vida es una boca que
habla, que come y que sonríe. Yo no creo en la astrología.
Acepto que haya estrellas tristes y estrellas alegres. Hasta afirmo que
las estrellas tristes son un excelente motivo de soneto catorcesílabo.
Pero no creo que nuestra vida tenga relación alguna con las estrellas.
¡Ah, Catita!, la vida no es un río que corre-: la vida es
una charca que se corrompe. En el día, los mismos árboles,
el mismo cielo, el mismo día se refleja en ella. En la noche, siempre
las mismas estrellas, la misma luna, la misma noche. A veces un rostro
desconocido-, un muchacho, un poeta, una mujer-, se refleja tanto más
sombría cuanto más viejo es el charco-, y el rostro después
desaparece, porque no eternamente va a estar un rostro contemplándose
en un charco. Y el rostro se contempla a sí mismo. Y el charco
apenas es un espejo turbio y mediante. Un viejo es un charco al que ninguna
muchacha va a mirarse la cara. Porque la vida de uno es un charco, pero
la vida de los otros son caras que vienen a mirarse en él. Sí,
Catita. Pero algunas vidas no son un charco, sino un lago, un mar, un
océano donde sólo se miran el cielo y las montañas,
las nubes, grandes barcos. Así, la vida de Walt Whitman fué
un océano lleno de trasatlánticos. La de Napoleón,
en cambio, fué un océano lleno de navíos de guerra
y de cetáceos. La de San Francisco, un pilón en que se abrevaba
un borriquito con una paloma en el testuz. La de Felipe Segundo, un Mar
Muerto con un aspecto muy triste y una leyenda siniestra. La de Puccini,
un lago alpino, blanco de canoas de la agencia Cook. La de Bolívar,
un canal peligroso de escollos y miedoso de barricas flotantes. Tu vida,
una jofaina en que se remoja una brazada de retamas, de olor y color de
azufre. Así es el alma, Catita- o agua enemiga o un agua estúpida-:
lago, mar, pantano, jofaina llena de agua.- Pero nunca una corriente con
su dirección y su cauce. Mi vida es un hoyito cavado en la arena
de una playa por las manos de un niño novillero; un charquito minúsculo
y maligno que deforma de arriba abajo la imagen de los señores
que riñen a los niños novilleros, la imagen de los señores
respetables que vienen a la playa e infestan los aires del mar- tan limpios,
tan brillantes- con sus horribles olores de oficina. Así es mi
vida Catita-, un charquito en una playa, ya ves tú que no puedo
entristecerme. Me deshace el pleamar, pero otro niño novillero
me cava otra vez en otro punto de la playa, y yo no existo por algunos
días, y en ellos aprendo siempre de nuevo la alegría de
no existir y la de resucitar. Y yo soy el niño novillero que cava
su vida en las arenas de una playa. Y yo sé la locura de oponer,
la vida al destino, porque el destino no es sino el deseo que sentimos
alternativamente de morir y de resucitar. El horror de la muerte para
mí no es sino la certeza de no poder resucitar nunca, ese eterno
aburrirse de estar muerto. ¡Ah Catita, no leas libros tristes, y
los alegres tampoco los leas! No hay más alegría que la
de ser un hoyito lleno de agua del mar en una playa, un hoyito que deshace
el pleamar, un hoyito lleno de agua del mar en que flota un barquito de
papel. Vivir no es sino ser un niño novillero que hace y deshace
su vida en las arenas de una playa, y no hay más dolor que ser
un hoyito lleno de agua del mar en una playa que se aburre de serlo, o
de ser uno que se deshace demasiado pronto. Catita, no leas el destino
en las estrellas. Ellas saben de él tan poco como tú. A
veces coincide el charquito de mi vida con la plomada de alguna de ellas,
y a más de una la he tenido sincera y plena en mi gota de agua.
Catita, las estrellas no saben nada de lo que atañe a las muchachas.
Ellas mismas no son quizá sino muchachas con enamorado, con mamá
y con dirección espiritual. Lo que tú descifras en ellas
no son sino sus propias inquietudes, sus alegría, sus tristezas.
Las estrellas tienen, además, una belleza demasiado provinciana,
yo no sé.... demasiado ingenua, demasiado verdadera
Las pobres
imitan la manera de mirar de vosotras. Tu estrella no es, sin duda, sino
una estrella que mira como tú miras, y su parpadeo no es sino fatiga
de mirar de una manera que nada tiene que ver con sus sentimientos. Catita
Catita
¿por qué ha de estar tu destino en el cielo?
Tu destino está aquí en la Tierra, y yo lo tengo en mis
manos, y yo siento un terrible deseo de arrojarlo al mar, por sobre la
baranda. Pero no. ¿Qué serías tú sin tu destino?
Tu destino acaso es ser un charquito en una playa del mar, un charquito
lleno de agua del mar, pero un charquito en que hay, no un barquito ele
papel, sino un pececito que arrojó en él una ola gorda y
bruta.
|