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Periodistas,
verdugos y víctimas
en Kosovo

por Xavier Vidal Folch
para El País Digital

 

La acumulación de guerras causa efectos demoledores, incluso entre los periodistas más sagaces, como Robert Fisk. El que fuera mejor cronista europeo de la guerra del Golfo ha contemplado cosas  que ningún mortal constató en la Pristina en trance de liberación. Creyó ver a colegas llegar al siniestro Gran Hotel de la capital kosovar "vestidos de militares", cuando allí los únicos uniformados eran todavía los desafiantes soldados serbios. Y los paramilitares cercanos al propietario, Arkan , que apalizaron a más de un enviado especial y aterrorizaron a los primeros periodistas albanokosovares llegados del exilio.

Episodio este último que obvia. ¿O no se enteró? Lo único que parece interesarle son los mordaces dimes y diretes de algunos compañeros de espolones acerados, a partir de los que lanza una fantasiosa teoría sobre la guerra y la información de la guerra, fabricada a partes iguales con un ataque indiscriminado a la labor profesional de los periodistas de Bruselas, el escepticismo sobre todo lo que hayan realizado los gobiernos democráticos, un falso neutralismo objetivamente decantado en favor de la dictadura de Belgrado y un pálpito antiintervencionista que más se alinea con el funesto Neville Chamberlain que con el coraje antifascista de Winston Churchill.

Los "periodistas de la OTAN", que les llama, no pusieron "en tela de juicio las increíbles afirmaciones sobre los éxitos militares" aliados contra las fuerzas de Milosevic, se han mostrado "pasivos", "borregos" y "entregados a los generales" de la Alianza, escribe. Pero ¿qué siesta dormía Fisk a las quince horas de todos los días durante tres meses? Porque los principales motivos de rifirrafe cotidiano en la conferencia de prensa televisada desde Bruselas, y no sólo en ella, fueron justamente el nivel de eficacia de los bombardeos de la OTAN (de "bombardeos" se les calificaba, aunque quizá en su diario les denominasen "campañas aéreas", como dice que dijeron los demás), los errores que produjeron víctimas civiles y el nivel de adecuación de la operación a los objetivos perseguidos.

"Si me equivoco, yo modifico mi posición, ¿y usted?", solía decir lord Keynes, pero a algunos periodistas les incomoda que la realidad estropee sus historietas. El antiguo gran cronista de Oriente Medio, que tanto se entretuvo en recoger esquirlas de bombas aliadas en un viaje organizado por el Gobierno de Slobodan Milosevic al sur de Djakovica, no nos explica que los llamados "daños colaterales" de la OTAN fueron insignificantes en comparación con la persecución de la dictadura serbia a los albanokosovares, su saqueo sistemático, el incendio de sus viviendas, su exclusión de la vida pública, su deportación masiva y su asesinato en gran y aún indeterminado número.

Basta tener ojos, emplearlos, intentar ser honesto y relatar lo que se ve. Y en Kosovo no se ven los enormes "daños" aliados a las infraestructuras que tanto molestan al articulista: sólo se aprecian en edificios oficiales, cuarteles y nudos de comunicación. De 27.410 bombas arrojadas, una docena (el 0,04%) desviaron su rumbo. Algo lamentable -y criticado también por los periodistas de Bruselas, que ponían contra las cuerdas, cada vez que correspondía, a quienes habían pregonado una guerra lo más limpia posible- pero, ¿significativo? Los bombardeos aliados arrasaron la ciudad de Colonia en la noche del 30 al 31 de mayo de 1942. Nadie se acuerda de aquello, la memoria colectiva sólo retiene la derrota final del nazismo. Aquí el único que ha "coventrizado" Pec, Djakovica o Kacanik... tantos pueblos, ha sido el dictador de Belgrado. war03.jpg (39988 bytes)

Pero lo más grave no es esto. Lo más grave es la virginal equidistancia que el articulista pretende establecer entre agresores y víctimas, entre dictaduras y democracias, también a nivel informativo. Quiere fabricarla con una falsedad y media. La mentira es que la OTAN prohibió el acceso de los periodistas a los pilotos de la base de Aviano: este mismo periódico, como otros medios, publicó un reportaje con sus respuestas. La media verdad es que "los periodistas serbios tenían miedo, o eran demasiado serviles para criticar a Milosevic". Pero ¿de qué está parloteando? ¿Por qué no denuncia simplemente el cierre de periódicos incómodos y la férrea censura establecida en Serbia, la destrucción de las rotativas de la prensa independiente kosovar y la deportación de sus redacciones?

En vez de ello, Fisk prefiere predicar que el deber de un periodista es "desafiar a la autoridad" -la democrática, por supuesto-, como si su labor se redujese a un dieciochesco lance de honor. La primera obligación de un periodista no es ir lanzando desafíos heroicos, sino relatar lo que sucede. Y en caso de tener que defender su tarea, debe distinguir entre la persecución sistemática a la libertad de expresión que practican las dictaduras y la tendencia a limitarla que se registra en las democracias. No sea que confunda perseguidor con perseguidos, verdugo con víctimas.

El articulista destila su afilada ironía contra las "expresiones de horror" del portavoz aliado, Jamie Shea, ante el descubrimiento de las fosas comunes, como prueba de la supuesta manipulación propagandística de la OTAN. Pero qué gracioso. Si no fuera macabro. ¿Es que no hay fosas comunes? ¿Es que no ha habido asesinatos en masa? ¿O es que resulta más irritante el rictus de quien los contempla que el delito de quien los comete? ¿Es que el avezado periodista no se ha acercado a ninguna fosa, no ha hablado con los supervivientes, no ha escuchado a los familiares de las víctimas allí enterradas o carbonizadas? Cuando se realiza esa ingrata labor, no quedan muchas ganas para escrutar irónicamente la faz de un portavoz. Todas las energías se concentran en averiguar lo sucedido y en controlar medianamente la indignación, sentimiento que se le aparece -¡ay, la herencia victoriana anglosajona!- como ridículo, curiosa aproximación a un oficio cuyo primer requisito estriba en que nada humano le sea ajeno.



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