De tiempo en tiempo tienen lugar
ciertos sucesos que perturban,
brevemente, la sosegada
vida académica. Uno de ellos
es el revuelo ocasionado por
las afirmaciones formuladas
-en su último libro- por el destacado
científico británico Stephen
Hawking, a propósito de
variados y enjundiosos asuntos.
Entre ellos, la creación del
universo, la existencia de Dios,
la muerte de la filosofía, los universos
múltiples… si fuese admisible
una enumeración escueta
de tales asuntos.
Curiosamente, su libro ha aparecido,
en español, en una fecha
muy cercana al día que la
UNESCO estableciera, el tercer
jueves de noviembre, para
recordar a esa vetusta disciplina
que es la filosofía. Esta
coincidencia temporal, viene
acompañada de una notoria
diferencia: el cándido carácter
laudatorio que podría tener
un Día Mundial de la Filosofía,
contrasta vivamente con el referido
juicio respecto de su fenecimiento.
No obstante, es posible que
esta inusual circunstancia permita
advertir una imperceptible
afinidad entre estas dos cuestiones,
a saber, el libro y el día.
Mientras el último está destinado
a recordar el supuesto
valor que se le atribuye a la filosofía,
el primero –en este
caso– viene a recordarnos cuál
es el verdadero valor de aquello
que llamamos filosofía, desde
que los griegos acuñaron dicho
término. Y, ciertamente,
su importancia no se encuentra
sino en el esfuerzo por desentrañar
el orden que subyace a
las meras apariencias. Toda su
grandeza descansa en el prometeico
anhelo de dar forma racional
a aquello que, tememos,
podría exceder las posibilidades
de la razón.
El valor de la filosofía radica,
precisamente, en tomar la antorcha –la misma que campea
en nuestro emblema universitario–
para tratar de hacer algo
de luz en lo ignoto, en otras palabras,
para tratar de pensar
auténticamente. Si tal cosa muriese
o, peor aún, cayese en el
olvido, ciertamente muy pocas
cosas seguirían siendo dignas
de ser tenidas en cuenta. Por
ello, poco importa que para que
haya auténtico pensamiento,
declinen y perezcan unos cuantos
filosofemos o se olvide el
nombre de algunos ilustres
pensadores. Del mismo modo,
mucho menos importa quién
recoja la antorcha del auténtico
pensar. Tarea a la que los griegos
dieron un nombre que, por
ahora, sigue siendo apropiado:
filosofía.