En la historia de las sociedades modernas aparece frecuentemente la violencia. También en la historia pasada y reciente de la sociedad chilena. El fascismo europeo y las dictaduras latinoamericanas son la mejor muestra del uso sistemático y brutal de la violencia. Ésta destruye la vida humana, naturaleza e infraestructura. Además deja huellas profundas en las víctimas y victimarios. A las sociedades y comunidades, víctimas de actos violentos, les cuesta mucho sobreponerse y reconciliarse. La violencia genera heridas profundas, desconfianza, temor, rencor e incluso, ánimos de venganza. Una vez que se instala en una comunidad o sociedad resulta difícil expulsarla o superarla por medios pacíficos y civilizados.
La violencia representa la incapacidad de resolver conflictos mediante el diálogo, la intercomunicación humana y el consenso social. Desde el punto de vista institucional implica la impronta de mantener el orden establecido de las cosas e impedir cambios. Puede tratarse de un orden injusto, carente de equidad y de la existencia de grupos de poder que se niegan a compartir la riqueza producida por todos.
Sociedades con escasa o nula movilidad social propenden irremediablemente al conflicto, debido a que no ofrecen a las personas las oportunidades adecuadas para progresar y realizarse como tales. Una sociedad que se moderniza y crece económicamente como la chilena, pero que al mismo tiempo no distribuye la riqueza, genera simultáneamente grandes expectativas y fuertes frustraciones personales y sociales, lo que se manifiesta en resentimiento social y desapego a las instituciones y autoridades. Los desheredados (Oscar Dávila, Los jóvenes y el futuro, 2008: 312), jóvenes de escaso capital social, fuertemente carenciados, aunque ingresen a la universidad, enfrentan insuperables obstáculos para avanzar en una sociedad que niega la necesaria movilidad y que, además, los discrimina.
La brecha social y cultural, producida por la inequidad, es múltiple y antropológicamente compleja y, por lo mismo, genera malestar colectivo e individual, especialmente en una sociedad como la chilena que fomenta la individualización consumista, sin la debida protección social integral. El paternalismo y asistencialismo neoliberal - que se traduce en que toda vez que el mercado falla, actúa con algún tipo de subsidio o crédito estatal – que domina el sistema social chileno, no considera a los beneficiarios como ciudadanos con plenos derechos. Entonces, el actuar autónomo no es más que un signo de desesperación y malestar social que expresa: falta de inclusión y derechos ciudadanos. A pesar de todo, nada justifica la violencia en la universidad, ni verbal ni material; de minorías estudiantiles ni de la policía.
El problema de fondo es estructural: el Estado chileno debe duplicar sus aportes financieros a la educación superior, como lo exige el informe reciente de la OCDE. La comunidad universitaria debe trabajar por estas metas y seguir construyéndose sobre la base del diálogo, la reflexión crítica, la solidaridad, el respeto mutuo y la ampliación de la democracia.
Dr. Jorge Rojas Hernández
Decano Facultad de
Ciencias Sociales