Aprendemos desde el colegio que una nación no es la sumatoria de individuos aislados. También se nos enseña que una nación se funda en su cultura, su historia, su sentido de identidad, su unidad política y territorial. Esos elementos vinculan a los individuos y los transforman en algo más que la suma de las partes. No se nos explica, sin embargo, que esos elementos que unen a las personas para transformarlas en una nación no las hacen homogéneas. La cultura y la identidad, lejos de ser el producto de visiones y prácticas uniformes, son el resultado de mezclas particulares de diversos ingredientes: etnias, migraciones, visiones políticas y valóricas, religiones, realidades geográficas, etc. Mientras esa mezcla se mantiene en movimiento, se alimenta y se tensiona cotidianamente, esa cultura sigue vital y se renueva permanentemente. El día en que se pierde la diversidad que la alimenta, esa cultura empieza a anquilosarse y a morir.

En Chile siempre hemos sido un poco ciegos a nuestra propia diversidad, que no es poca, porque nuestra nación lleva sobre sí el sino del mestizaje: entre indígenas y colonizadores españoles primero, entre éstos migrantes y otros migrantes europeos después, y así sucesivamente, hasta nuestros días. Pese a ello, los chilenos hemos entendido muy tardíamente que somos país mestizo y diverso y sólo en los últimos años hemos comenzado a hablar de que esto es una fortaleza y no una dificultad.