Rodeada del amor de hijos, nietos y bisnietos, doña Graciela del
Río Carrillo, a sus 97 años disfruta plenamente de la vida, con una salud muy buena y
llena de ánimo. Pertenece a la segunda promoción de la Escuela de Farmacia. Llena de
vida, además de tejer con habilidad sorprendente tiene una memoria envidiable y es una
lectora contumaz.
Recibe a Panorama en su rincón favorito, un cálido ambiente rodeado de plantas,
antiguos muebles y fotografías. "Estudié Farmacia de la que soy una enamorada y que
me permitió ayudar a tanta gente. En principio me gustaba Historia y Geografía. Entré a
estudiar primer año de Humanidades a los 10 años, lo hice en Arauco, en el Liceo de
Señoritas. Cuando cursaba el tercer año me vine a estudiar al colegio Carmela Romero.
Tenía muchas compañeras, pero solamente hay una viva, que está aquí en Concepción:
Aída Vaccaro de Condeza. Somos muy amigas. Rendí mi bachillerato y fui a buscar la
carrera que me gustaba a la Universidad que recién empezaba. La persona que me atendió
me nombró las carreras que había y me aconsejó que estudiara Farmacia. Le dije: Muy
bien pues, si usted cree que puedo hacerlo. Claro que sí, me contestó, cómo
no lo va a poder hacer. Enseguida le agregué, pero tendrían que darme una beca,
porque no soy una persona que pueda solventar mis estudios. Mi madre era viuda, mi
padre falleció cuando yo tenía 2 años. Ella era profesora de Inglés en el Liceo de
Arauco. Cómo no, señorita, me contestó, con todo gusto siempre que usted
cuando termine su carrera y cuando trabaje ayude a otro colega. Así lo hice".
Era el año 1920 cuando doña Graciela entró a la segunda promoción de la carrera, de
la que egresó en 1925, titulada a los 21 años. "Teníamos clases en una casa que la
Universidad arrendaba en la calle OHiggins (nº 850). El examen de grado se debía
dar en Santiago".
-¿Cómo era la Universidad, en esa fecha?
-Bueno, estaba empezando. Eramos 30 alumnos, 28 mujeres y 2 hombres. Un curso muy
unido. Recuerdo a un compañero, Pedro Pierri. Era el alumno que compartía con todos,
Teníamos un profesor que nos hacía Contabilidad y Comercio y que llegaba siempre tarde.
Entonces, Pierri, nos decía: "chiquillas, está lindo el día, nos vamos a la
Alameda" (parque Ecuador). Y partíamos. Pero claro, en diciembre salimos todas mal.
Tuvimos que dar examen en marzo. Con nostalgia, dice que ya no queda ningún compañero de
ese curso.
"Recuerdo a quien fue el primer director, don Salvador Gálvez, y al doctor
Virginio Gómez, que guió mi memoria. La hice sobre plantas solanáceas chilenas al
servicio de la medicina. Entre éstas estaba el natre que bajaba la fiebre, las papas para
las quemaduras, y la ruda, buena para la diabetes".
- ¿Una vez titulada, qué hizo?
- Me fui a Arauco a la casa de mi madre. Un día venía a Concepción para un empleo
que me habían ofrecido; en el tren viajaba un amigo de mi madre, don Fernando Puga.
"Chelita, me dijo, ¿A qué vas a Concepción?". "A una peguita que me
ofrecieron", le contesté. "Cómo se te ocurre que vas a ir a trabajar a otra
parte si tu eres araucana. No vas al empleo, yo te voy a llevar a un lugar donde venden
todos los artículos de farmacia y te vas a instalar en Arauco".
Yo pensé, tenemos una casa de esquina y podemos hacerlo. Y resultó. Un tío me mandó
a hacer las puertas, un vecino que tenía almacén me regaló los mostradores y alguien
una vitrina. Hasta que llegó el día en que abrí las dos puertas para cada calle. Se
llamó "Farmacia Martínez", el apellido de mi pololo, quien más tarde fue mi
marido. Entonces preparábamos todo, hacíamos papelillos, obleas, tintas, jarabes y
píldoras
Estuve 10 años en Arauco. Cuando falleció mi madre, no abrí más la Farmacia.
Pasados unos días, René, mi marido me dijo: "Mi hermano tiene una farmacia en
Curanilahue, se la voy a comprar y nos vamos, porque así te alejas de tus penas. Es un
pueblo chiquito, de gente muy humilde casi toda y puedes hacer mucho bien allá". A
los 15 días nos fuimos. Mi marido estudió Derecho, acá en la Universidad.
Allí permanecimos 30 años, mientras mis hijos estudiaban, arrendamos una casa en
Concepción.
En esa época llegó un médico a Curanilahue, Rafael Avaria, con el que trabajé
mucho. Como había mucha gente pobre, el doctor a muchos pacientes le hacía una crucecita
al recetario en un extremo y yo le entregaba el medicamento y no le cobraba. Hicimos mucho
bien a los pobres.
Luego de ejercer 40 años, mis hijos me manifestaron que ya estaba bueno de trabajar.
Mi hijo médico me dijo, le voy a traer un comprador. Así fue como llegó con uno. Aquí
está todo le dije y usted le pone el precio de costo, ese es el valor de la farmacia.
Salieron 60 mil pesos. ¿Y cómo se los voy a pagar señora?, me dijo. De 5.000 pesos
mensuales, le respondí. Yo fui pobre y no veía por qué no podía ayudar a otro pobre.