CARLOS COCIÑA
Originario del sur de Chile y, transplantado a la ciudad de Santiago en medio de una amplísima promoción de escritores, Carlos Cociña (Concepción, 1950) se instala en la panorámica de la poesía chilena contemporánea con un discurso que subvierte el desplazamiento que caracteriza el pensamiento referencial, para instalarnos en un espacio donde la estructura procede a crear amplios campos donde el imaginar(se) y el pensar(se) invierten la metáfora final, según las alternancias del lector. Desde su escritorio en LOM Ediciones, hace ya un tiempo atrás, donde aplicaba toda su experiencia en el área de las publicaciones, esbozamos este diálogo con lo otro de la poesía
(gentileza de heterogénea, Sergio Rodríguez Saavedra)
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I
El primer fragmento
(emisión oral primera)
“Estructura de la mirada”
(Fragmento)
Entre todo,
la mano busca la piel
la piedra
el agua y la tierra.
Por la palma se deshacen los contornos.
El tacto desordena la textura
y por poner la voz
se desentraña la forma del agua.
La tengo en las manos.
La amaso en las manos.
Con los dedos cierro el párpado.
Desde lo negro a lo blanco
cambian los matices
os objetos
la piel
la boca
las manos
y puedo
y miro el ojo.
El ojo en su agua se retrae,
entre las paredes. (Aguas servidas)
Dentro de sí ves el aire que inspira y la vibración de éste
cuando entra alternativamente, sin orden, por las fosas nasales
o la cavidad bucal y adquiere una presencia tan nítida
que la voz retrocede, aún conservando su mayor intensidad.
La respiración, el aire que se acoge en el cuerpo y luego retorna, tiene la forma sonora de una única presencia. Ya no escuchas,
estás inmóvil en el aire y eres la respiración que escucha
cómo otro oye las palabras que se forman en la voz.
(de espacios de líquido en la tierra)
Litterae internacional
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II
Mira hacia la izquierda los cerros barridos por el sol poco antes del ocaso. El cielo tiene algunas nubes. Todo se ve entre los árboles y los cables. Si estuviera en otro país o ciudad pensaría que querría quedarse aquí. Está tan tranquilo. Si estuviera observando un reportaje, diría lo mismo. Ha visto otros lugares tan así y cree que la gente se desvive en ellos por algún prestigio o desprestigio, y le son indiferentes. Es hermoso este lugar porque mira como si mirara en otro lugar. El entorno tiene mínima importancia. Lo mejor es estar en esta ciudad con estos cerros y nubes. El otro lugar es para él, pensando que está en este lugar. Sólo el cerro iluminado, el agua, los edificios, los árboles y el olor a cemento mojado son indescifrables.
Del orden de los afectos es el proyecto del lugar en que estamos. La ceremonia de las construcciones adquiere sentido cuando la elevación, en cotidiano, elimina la perspectiva de la isla. Entre ambas situaciones, se traspasan energías como si la laxitud de los árboles desconociera lo que parece constancia en lo que llamamos bóveda. Aquélla es vista como inmovilidad, pues la evidencia de la misma la asignamos a las actitudes con que nos acercamos a la orilla. Es un espejismo salir a navegar cuando efectivamente no nos hemos alejado más allá de dos pasos o brazadas.
Se destruyeron las piedras que medían la posición del sol. Estaban junto al llamado torreón, única construcción semicircular entre las montañas que guardan los secretos. Para llegar allí hay que remontar la gran avenida, cuya condición cambia rápidamente al pasar las zonas de derrumbes. El guía de aguas, con suave movimiento de manos, indica dónde los árboles húmedos han sido talados para las construcciones de piedra reluciente en la corriente espumosa. Los mismos edificios forman una hilera ante los contrafuertes de una catedral a medio sumergir. Sus portales de granito vierten agua fuera de la selva, que se mantiene escurriendo magníficamente inmutable. En ese momento las necesidades elementales hacen estragos en la capacidad de asombro.
Nosotros
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