LA INFIDELIDAD SEXUAL

                                                                                                                  Dr. Raúl E. Martínez M.

En sentido estricto, la infidelidad implica la ruptura unilateral de cualquier compromiso asumido consciente y voluntariamente. En esta perspectiva, cualquiera acción u omisión que afecte adversamente a algunos de los términos explícitos del contrato matrimonial o los implícitos de un convenio no legal ("pololeo", noviazgo o convivencia) podría y debiera calificarse como conducta infiel. Sin embargo, la infidelidad sexual es la única que se juzga habitualmente con suficiente importancia como para justificar una ruptura de pareja, los sentimientos de culpa o la ira, la depresión y la venganza. Sin duda, la importancia concedida a esta infidelidad guarda relación con la importancia hipertrofiada que se concede al sexo y la supuesta estrecha relación constante con otros afectos, los que además se suponen de una magnitud prefijada, que impediría amar a más de una persona, o de un tipo tan exclusivo que se cree no podría experimentarse de forma diferente por distintas personas.

Reibstein y Richards (1993) señalan los tres enfoques posibles respecto a lo que significa una infidelidad sexual/afectiva en el matrimonio: a) es síntoma de que algo anda mal en la relación de pareja y que lo faltante en éste sería lo que se busca en la relación extramarital, b) es indicadora de que el matrimonio es satisfactorio, que no sofoca a sus miembros y que por tal circunstancia una infidelidad lo reforzaría, y c) no tiene ninguna relación directa con la vida estable de pareja, así como no podría afirmarse que la dedicación al trabajo o las relaciones amistosas resten algo esencial al matrimonio.

Fisher (1996) revisa las cifras de mujeres y hombres norteamericanos infieles, buscando los posibles cambios ocurridos a lo largo del tiempo en función de los nuevos entornos sociales. En la década del 20, Hamilton descubrió que el 28% de hombres y el 24% de mujeres había incurrido en infidelidad, mientras que Kinsey y sus colaboradores a fines de la década de los 40 e inicios de los 50 informaban de algo más del tercio de hombres y el 26% de las mujeres (antes de los 40 años de edad). Aunque 20 años más tarde los porcentajes no habían cambiado notablemente, si emergían dos fenómenos nuevos: las primeras aventuras sexuales de hombres y mujeres ocurrían más tempranamente y se daban pasos hacia la visión igualitaria de unos y otras. Datos más recientes (Wolfe, 1981) señalan que el 54% de las mujeres casadas participantes en un estudio, se habían comportado infielmente, mientras que había hecho lo propio el 72% de hombres casados.

De su estudio con 100.000 mujeres, Tavris y Sadd (1980) concluyen que: a) no ha variado substancialmente el número de mujeres casadas que sostienen relaciones extraconyugales desde el estudio de Kinsey y sus colaboradores, aunque ahora las inician más temprano; b) la mayoría de las mujeres infieles manifiestan estar aburridas o sexualmente insatisfechas en su vida matrimonial, pero una minoría no despreciable disfruta por igual de su marido y su/s amante/s; c) las mujeres de ahora tienen un número similar de amantes que las de épocas previas, pero prefieren las aventuras esporádicas por sobre las relaciones afectivas prolongadas; d) las mujeres creen que se sentirán más culpables de lo que, una vez ocurrida la infidelidad, se sienten realmente; e) la doble moral permanece pero los comportamientos de hombres y mujeres respecto a la infidelidad son cada vez más similares; f) la religiosidad continúa actuando como fuerte inhibidor de las relaciones extraconyugales, pero ésta tiende a ser menos eficaz con las mayores edades de la pareja y duración del matrimonio y el aumento de las oportunidades; g) la mayoría de las esposas norteamericanas han sido y son monógamas y quieren mantenerse de ese modo. Todos estos datos son referidos a inicios de la década de los 80.

Botwin (1994) caracteriza a quienes llama mujeres "pioneras" (que corresponden a una minoría de las actuales infieles) en cuanto a las relaciones extraconyugales, que se comportan en este ámbito de un modo más bien masculino: 1) están felizmente casadas; 2) son capaces de separar afecto amoroso y sexo; 3) acusan experimentar, como base de inicio de sus infidelidades, la sola atracción sexual sin valorar necesariamente otros aspectos del hombre como su personalidad o el tipo de relación (amistosa por ejemplo); 4) se relacionan con amantes más jóvenes que ellas; 5) pueden concretar una infidelidad sobre los 50 o 60 años; 6) se atreven a plantear sus intenciones a quienes les interesan; 7) son capaces de alternar experiencias extraconyugales fortuitas y breves con relaciones más profundas y duraderas; 8) se sienten poco o nada culpables; 9) aprecian el alto nivel de excitación general que les produce la relación infiel; 10) sienten que la libertad sexual va a la par con la libertad económica de que disfrutan; 11) reclaman el espacio concedido por el desliz, para aliviarse de sus muchas responsabilidades. Fisher (1996) manifiesta su oposición a las interpretaciones de la biología y la psicología evolucionistas favorables a la mayor tendencia de los hombres hacia la infidelidad y sin abandonar esa perspectiva teórica señala que probablemente la mujer, tanto como el hombre, está predispuesta a la infidelidad en la medida que sus ancestros también se comprometieron en episodios de intimidad sexual al margen de su monogamia porque le reportaron beneficios en la forma de mayores y más variados recursos de diferentes hombres, mejores genes de quien se manifestaba más agresivo sexualmente, mayor seguridad de tener parejas disponibles si es que uno de los hombres abandonaba el hogar o fallecía, y mayor variedad de hijos que asegurasen su sobrevivencia genética.

Por las circunstancias sociales en las que ocurren y sus múltiples y dramáticas posibles consecuencias, es probable que asuman características particulares los amantazgos (relación infiel) de mujeres u hombres casados con hombres y mujeres de igual o distinta condición civil. Obviamente, resulta más perturbador para los implicados y el entorno social, la ocurrencia del amantazgo entre casados y entre casados y solteros, siendo menores los efectos de los episodios entre solteros. Los impactos psicológicos pueden ser de variada magnitud, en función de las características de las personas implicadas y las del amantazgo (duración; ámbito de relación preferente, ya sea intelectual, afectivo o sexual; el tiempo de dedicación, etc.).

Aún cuando la mayoría de los episodios de infidelidad involucran alguna intimidad sexual, debe saberse que un número no despreciable se puede describir mejor como situaciones de infidelidad afectiva, sea porque no incluyen manifestaciones físicas eróticas y/o porque sus factores causales no son de índole estrictamente sexual. Sin embargo, al margen de esta consideración, una infidelidad puede ser un episodio altamente traumático para quien hasta ese momento ha confiado plenamente en su pareja, siendo difícil y a veces imposible la reparación psicoterapéutica. En contra de lo que pudiera suponerse, el/la infiel puede también sufrir un intenso sentimiento de culpa cuando no ha habido premeditación sino la mera conjunción casual de circunstancias favorables para la ocurrencia del hecho. De ocurrir, tal emoción muy destructiva se une a la incapacidad para convencer al otro de que el episodio de infidelidad no compromete lo esencial de su afecto y su compromiso. En realidad, ¿quién, si se ha sentido burlado, podría creer sin más en que el arrepentimiento es muy sincero y por lo tanto volver a confiar? A pesar de toda la crítica social, no son pocos los que, con una visión comprensiva y realista están llamando a reconocer la nueva "institución" del amantazgo como aquélla en que pueden tener lugar honestas, heroicas y desinteresadas entregas afectivas y/o sexuales, y que pueden incluso paradojalmente facilitar que un matrimonio sobreviva al desencanto.