EL CONTRATO MATRIMONIAL

                                                                                                                   Raúl E. Martínez M.

En 1980 psicólogos norteamericanos llevaron a cabo una investigación con matrimonios de al menos 50 años, suponiendo en principio que la felicidad de los esposos había hecho posible mantenerse juntos por tanto tiempo. Contra tal presunción, la mayoría de las parejas entrevistadas afirmaron haber compartido 50 años de insatisfacción más o menos disimulada. Los investigadores concluyeron que para esas parejas lo importante había sido la institución matrimonial, pues manifestaban cierto orgullo por haber sobrevivido a diversas catástrofes soportado juntos todos esos años.

El mandato cultural de permanencia en el matrimonio es cada vez más objetado, y las personas encuentran muchas razones para decidir una ruptura del vínculo. Las expectativas no realistas, el descompromiso, el hedonismo más simple y el egocentrismo son algunos de los factores que podrían explicar este hecho. Pero, ¿hay algo básico en la institución matrimonial que facilita invocar tantos motivos para abandonarla?

Según nuestro Código Civil (similar al de muchos otros países) el matrimonio es "un contrato solemne por el cual un hombre y una mujer se unen actual e indisolublemente, por toda la vida, con el fin de vivir juntos, de procrear y de auxiliarse mutuamente". La procreación (mandato de la especie) y el auxilio en tiempos difíciles son fácilmente comprensibles como objetivos, pero ¿qué conlleva el "vivir juntos"? ¿Acaso coexistir, verse y saludarse, no molestarse mutuamente, trabajar mucho o poco, etc.? La institucionalidad legal no explicita para el caso del matrimonio los comportamientos específicos a que se obligan los contrayentes y esta ausencia de objetivos mínimos y normas elementales, enfrenta a los esposos en vanos intentos de aclarar cómo debe ser un matrimonio ( y en particular, "su" matrimonio), cual es su esencia y cuales son sus aspectos accesorios. Ante este vacío legal y psicológico es comprensible que los contrayentes, enamorados en el mejor de los casos (cuando no existen otros motivos menos estimables), no atiendan a la ambigüedad de los términos del contrato que firman con la mayor buena fe.

Sería muy sano dejar ya de sobreidealizar románticamente la institución matrimonial para pasar a considerarla una instancia de relación interpersonal que requiere, para su funcionamiento adecuado y socialmente responsable, de objetivos concretos y específicos preestablecidos y concordados por los esposos, mucho más allá del mero enamoramiento. Hacia ellos podrían converger los esfuerzos de los nuevos "socios", luego de dar su consentimiento informado. Esta es la realidad social y psicológica y a ella debiera atenderse, pues desafortunadamente no siempre el amor es más fuerte.