Mucho habremos ganado para
la ciencia estética cuando hayamos llegado no sólo al discernimiento lógico,
sino a la seguridad inmediata de la intuición de que el desarrollo continuado
del arte está ligado a la duplicidad de lo apolíneo y lo dionisíaco:
de forma similar a como la generación depende de la dualidad de sexos, en lucha
permanente y en reconciliación que sólo se produce periódicamente. Esos nombres
los tomamos en préstamo a los griegos, los cuales a quien discierne le hacen
perceptibles las profundas doctrinas secretas de su intuición del arte no, ciertamente,
con conceptos, sino con las figuras penetrantemente claras del mundo y sus dioses.
Con sus dos divinidades del arte, Apolo y Dioniso, se enlaza nuestro conocimiento
de que en el mundo griego subiste una antítesis monstruosa, en origen y metas,
entre el arte del escultor, el arte apolíneo y el arte no-escultórico de la
música, que es el arte de Dioniso: ambas pulsiones tan diferentes van en compañía,
las más de las veces en abierta discordancia entre ellas y excitándose mutuamente
para tener partos siempre nuevos y cada vez más vigorosos, con el fin de que
en ellos se perpetúe la lucha de aquella antítesis, sobre la cual la común palabra
“arte” tiende un puente sólo en apariencia; hasta que finalmente, aparecen,
gracias a un milagroso acto metafísico de la “voluntad” helénica apareados entre
sí, y en ese apareamiento engendran por último la obra de arte de la tragedia
ática, que es dionisíaca en la misma medida que apolínea.
Para poner a nuestro alcance
esas dos pulsiones imaginémoslas, primero, como los mundos artísticos separados
de los sueños y de la embriaguez; entre cuyos
fenómenos fisiológicos se puede notar una antítesis que se corresponde con la
existente entre lo apolíneo y lo dionisíaco. En los sueños se presentaron por
vez primera, según la versión de Lucrecio, las magnificas figuras de los dioses
ante las almas de los hombres, en los sueños veía el gran escultor la fascinante
construcción de los cuerpos de seres sobrehumanos, y el poeta helénico,
interrogado acerca de los secretos de la procreación poética, también habría
hecho alusión a los sueños y habría dado una instrucción similar a la que da
Hans Sachs en Los maestros cantores:
Amigo mío, ésta es
justamente la obra del poeta,
observar e interpretar sus
sueño.
Creedme, la ilusión más
verdadera del hombre
se le ofrece en los
sueños;
Todo arte poético y toda
poesía
no es sino interpretación de
sueños verdaderos.
La bella apariencia de los
mundos oníricos, en cuya producción todo hombre es artista completo, es el
presupuesto de todo arte figurativo e incluso, como veremos, de una mitad
importante de la poesía. Nosotros gozamos en la comprensión inmediata de la
figura, todas las formas nos hablan, no hay nada indiferente ni innecesario. En
la vida culminante de esta realidad onírica aún tenemos, sin embargo, la
sensación traslúcida de su apariencia: ésta es al menos, mí
experiencia, en defensa de su frecuencia, sí, de su normalidad, podría aportar
muchos testimonios y las máximas de los poetas. El hombre filosófico tiene hasta
el presentimiento de que también debajo de esta realidad en la que vivimos y
somos está oculta una segunda realidad completamente diferente, esto es, que la
primera también es una apariencia; y al don que permite que los seres humanos y
todas las cosas se presenten en determinadas ocasiones como meros fantasmas o
imágenes oníricas, Schopenhauer lo califica claramente como la señal distintiva
de la aptitud filosófica. El filósofo se relaciona con la realidad de la
existencia de la misma manera que el ser humano sensible al arte se comporta con
la realidad de los sueños; la contempla a conciencia y a gusto; pues desde esas
imágenes él se interpreta la vida, en esos sucesos se ejercita para la vida. No
son sólo precisamente las imágenes agradables y amistosas las que experimenta en
sí mismo con comprensión total: también lo serio, turbio, triste y tenebroso,
los impedimentos repentinos, las bromas al azar, las esperas llenas de
desasosiego, en una palabra, toda la “divina comedia” de la vida, con su
Inferno, desfila ante él, no sólo como un juego de sombras -puesto
que en esas escenas él también vive y comparte los sufrimientos-, y sin embargo,
tampoco sin aquella sensación fugaz de apariencia; y tal vez recuerden varios,
como yo, que a veces, en los peligros y terrores de los sueño, se han gritado,
animándose a sí mismo, y con éxito: “¡Es un sueño! ¡Quiero seguir soñándolo!”.
Así me lo han contado también de personas que estuvieron en condiciones de
continuar durante tres y más noches seguidas la causalidad de uno y el mismo
sueño: hechos que dan claramente testimonio de que nuestra esencia más intima,
el substrato común de todos nosotros, vive en si la experiencia de los sueños
con profundo placer y con alegre necesidad.
Esta alegre necesidad de la
experiencia onírica también la expresaron los griegos en su Apolo: Apolo en
tanto que dios de todas las fuerzas figurativas, es a la vez el dios
vaticinador. Él, que según su etimología es el “resplandeciente”
[“Schinende”], la divinidad de la luz, domina también la bella
apariencia [Schein] del mundo interno de la fantasía. La verdad
superior, la perfección de estos estados en contraposición con la parcialmente
comprensible realidad diurna, así como la profunda conciencia de que en el
dormir y el soñar la naturaleza cura y ayuda, todo ello es, a la vez, el
analogon simbólico de la capacidad vaticinadora y de las artes en
general, gracias a las cuales la vida se hace posible y digna de ser vivida.
Pero aquella delicada línea que a la imagen onírica no le es lícito sobrepasar
para no producir efectos patológicos, pues de lo contrario, la apariencia nos
engañaría como si fuese grosera realidad - tampoco es lícito que falte en la
imagen de Apolo: la mesurada limitación, el estar libre de las agitaciones más
salvaje, el sabio sosiego del dios escultor. Su ojo, de acuerdo con su origen,
ha de ser “solar”; aun cuando esté enojado y mire de mal humor, la solemnidad de
la bella apariencia le recubre. Y de este modo podría ser válido para Apolo, en
un sentido excéntrico, aquello que Shopenhauer dice del hombre cogido por el
velo de Maya. El mundo como voluntad y representación, I, p. 416: “Como en el
mar embravecido, que ilimitado por doquier, entre aullidos hace que montañas de
olas asciendan y se hundan, un navegante está en una barca confiando en la débil
embarcación; así está en medio de un mundo de tormentas, tranquilo el hombre
individual, sostenido y confiando en el pricipium
individuationis” Incluso habría que decir de Apolo que él han
alcanzado su mas sublime expresión la confianza imperturbable en el
principium y el tranquilo estar ahí de todo el que se encuentre
cogido en él, e incluso se podría designar a Apolo como la magnifica imagen
divina del pricipium individuationis, con cuyos
gestos y miradas nos hablarían todo el placer y toda la sabiduría de la
“apariencia”, en compañía de su belleza.
En el mismo pasaje
Schopenhauer nos ha descrito el horrible espanto que conmociona al hombre
cuando, de repente, en las formas de conocimiento del fenómeno ya no sabe a qué
atenerse mientras el principio de razón parece que sufre, en una cualquiera de
sus configuraciones, una excepción. Si a este espanto le añadimos el éxtasis
lleno de delicias que, en la misma ruptura del principium
individuationis se eleva desde el fondo más íntimo del hombre y de
la misma naturaleza, entonces tendremos una visión de la esencia de lo
dionisíaco, a la cual la analogía de la embriaguez
es la que nos la pone más a nuestro alcance. Aquellas agitaciones dionisíacas,
en cuya intensificación lo subjetivo desaparece hasta el autoolvido completo, se
despiertan bien por el influjo de la bebida narcótica, de la que haban en himnos
todos los hombres y pueblos originarios, o bien en la poderosa inminencia de la
primavera, que con placer se infiltra por toda la naturaleza. También en la Edad
Media alemana, y hallándose bajo esa misma violencia dionisíaca, multitudes cada
vez mayores iban dando vueltas de un sitio a otro, cantando y bailando: en estos
danzante de San Juan y de San Vito reconocemos nosotros los coros báquicos de
los griegos, con su prehistoria en Asia Menor, remontándose hasta Babilonia y
los orgiásticos saceos. Hay hombres que, por falta de experiencia o por
estupidez, se apartan de tales fenómenos como de “enfermedades del pueblo”,
ridiculizándolos o lamentándolos desde el sentimiento de su propia salud: los
pobres no sospechan, desde luego, qué cadavérico y fantasmagórico es el aspecto
que tiene precisamente esa “salud” suya cuando pasa junto a ellos en plena
efervescencia la vida ardiente de los entusiastas dionisíacos.
Bajo la magia de lo
dionisiaco no sólo se remueva la alianza entre los humanos: también la
naturaleza alienada, hostil o subyugada celebra de nuevo su fiesta de
reconciliación con su hijo perdido, el hombre. De manera voluntaria ofrece la
tierra sus dones y pacíficamente se acercan las fieras de las rocas y del
desierto. El carro de Dionisos está cubierto de flores y guirnaldas: bajo su
yugo la pantera y el tigre caminan paso a paso. Transfórmese el “Canto a la
Alegría” de Beethoven en una pintura y no se quede nadie atrás con su
imaginación cuando millones se postran en el polvo llenos de escalofríos: de
esta manera podremos acercarnos a lo dionisíaco. Ahora el esclavo es hombre
libre, ahora se rompen, todas las rígidas, hostiles delimitaciones que la
necesidad, la arbitrariedad o la “moda atrevida” han establecido entre los
hombres. Ahora, en el evangelio de la armonía de los mundos, cada cual se siente
no sólo unido, reconciliado, fundido con su prójimo, sino hecho uno con él, como
si el velo de Maya estuviera roto y tan sólo revolotease en jirones ante lo
misterioso Uno-primordial. Cantado y bailando se exterioriza el hombre como
miembro de una comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en
camino de alzar el vuelo por los aires bailando. En sus gestos habla la
transformación mágica. Así como ahora los animales hablan y la tierra da leche y
miel, así también en él resuena algo sobrenatural: se siente dios, él mismo
ahora anda tan extático y erguido como veía en sueños que andaban los dioses. El
hombre ya no es artista, se ha convertido en su obra de arte: la violencia
artística de la naturaleza entera se revela aquí bajo los escalofríos de la
embriaguez para la suma satisfacción deliciosa de lo Uno-primordial. La arcilla
más noble, el mármol más preciado son aquí amasado y tallados, el ser humano, y
a los golpes de cincel del artista dionisíaco de los mundos resuena la llamada
de los misterios elusinos: “¿Caéis postrados, millones?, ¿presientes tú al
creador?
Para comprender esto tenemos
que desmontar piedra a piedra, por así decirlo, aquel primoroso edificio de
la cultura apolínea, hasta ver los fundamentos sobre los que se asienta. Aquí
descubrimos en primer lugar las magníficas figuras de los dioses olímpicos,
que se yerguen en los frontones de ese edificio y cuyas hazañas, representadas
en relieves de extraordinaria luminosidad, decoran sus friso. El que entre ellos
está también Apolo como una divinidad particular junto a otras y sin la pretensión
de ocupar el primer puesto es algo que no debe inducirnos a error. Todo ese
mundo olímpico ha nacido del mismo instinto que tenía su figura sensible en
Apolo, y en este sentido nos es lícito considerar a Apolo como padre del mismo.
¿Cuál fue la enorme necesidad de que surgió un grupo tan resplandeciente de
seres olímpicos?
Quien se acerca a estos
Olímpicos llevando en su corazón una religión distinta y busque en ellos altura
ética, más aún, santidad, espiritualización incorpórea, misericordiosas miradas
de amor, pronto tendrá que volverles las espaldas, disgustado y decepcionado.
Aquí nada recuerda la ascética, la espiritualidad y el deber: aquí nos habla tan
sólo una existencia exuberante, más aún, triunfal, en la que está divinizado,
todo lo existente, lo mismo si es bueno que si es malo. Y así el espectador
quedará sin duda atónito antes este fantástico desbordamiento de vida y se
preguntará qué bebedizo mágico tenían en su cuerpo esos hombres altaneros para
gozar de la vida de tal modo que a cualquier lugar a que mirasen tropezaban con
la risa de Helena, imagen ideal de su existencia, “flotante en una dulce
sensualidad”. Pero a este espectador vuelto ya de espaldas tenemos que gritarle:
no te vayas de aquí, sino oye primero lo que la sabiduría popular griega dice de
esa misma vida que aquí se despliega ante ti con una jovialidad tan
inexplicable. Una vieja leyenda cuenta que durante mucho tiempo el rey Midas
había intentado cazar en el bosque al sabio Sileno, acompañante de
Dioniso, sin poder atraparlo. Cuando por fin cayó en sus manos, el rey pregunta
qué es lo mejor y más preferible para el hombre. Rígido e inmóvil calla el
demón; hasta que forzado por el rey, acaba prorrumpiendo en estas palabras, en
medio de una risa estridente: “Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de
la fatiga, ¡por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no
oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no
ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para
ti -morir pronto.”
¿Qué relación mantiene el
mundo de los dioses olímpicos con esta sabiduría popular? ¿Qué relación mantiene
la visión extasiada del mártir torturado con sus suplicios?
Ahora la montaña mágica del
Olimpo se abre a nosotros, por así decirlo, y nos muestra sus raíces. El griego
conoció y sintió los horrores y espantos de la existencia: para poder vivir tuvo
que colocar delante de ellos la resplandeciente criatura onírica de los
Olímpicos. Aquella enorme desconfianza frente a los poderes titánicos de la
naturaleza, aquella Moira que reinaba despiadada sobre todos los
conocimientos, aquel buitre del gran amigo de los hombres, Prometeo, aquel destino horroroso del sabio Edipo,
aquella maldición de la estirpe de los Atridas que compele a Orestes a asesinar
a su madre, en suma, toda aquella filosofía del dios de los bosques, junto con
sus ejemplificaciones míticas, por la que perecieron los melancólicos etruscos,
-fue superada constantemente, una y otra vez, por los griegos, o, en todo caso
encubierta y sustraída a la mirada, mediante aquel mundo
intermedio artístico de los Olímpicos. Para poder vivir tuvieron los
griegos que crear, por una necesidad hondísima estos dioses: esto hemos de
imaginarlo sin duda como un proceso en el que aquel instinto apolíneo de belleza
fue desarrollando en lentas transiciones, a partir de aquel originario orden
divino titánico del horror, el orden divino de la alegría: a la manera como las
rosas brotan de un arbusto espinoso. Aquel pueblo tan excitables en sus
sentimientos, tan impetuoso en sus deseos, tan excepcionalmente dotado para el
sufrimiento, ¿de qué otro modo habría podido soportar la existencia, si en sus
dioses ésta no se le hubiera mostrado circundada de una aureola superior? El
mismo instinto que da vida al arte, como un complemento y una consumación de la
existencia destinados a inducir a seguir viviendo, fue el que hizo surgir
también el mundo olímpico, en el cual la “voluntad” helénica se puso delante un
espejo transfigurador. Viviéndola ellos mismo es como los dioses justifican la
vida humana -¡única teodicea satisfactoria! La existencia bajo el luminoso
resplandor solar el autentico dolor de los hombres homéricos se
refiere a la separación de esta existencia, sobre todo a la separación pronta:
de modo que ahora podría decirse de ellos, invirtiendo la sabiduría silénica,
“lo peor de todo es para ellos el morir pronto, y lo peor en segundo lugar el
llegar a morir, alguna vez”. Siempre que resuena el lamento, éste habla del
Aquiles “de corta vida”, del cambio y paso del genero humano cual hojas de
árboles, del ocaso de la época heroica. No es indigno del más grande de los
héroes el anhelar seguir viviendo, aunque sea como jornalero. En el estadio
apolíneo la “voluntad” desea con tanto ímpetu esta existencia, el hombre
homérico se siente tan identificado con ella, que incluso el lamento se
convierte en un canto de alabanza de la misma.
Aquí hay que manifestar que
esta armonía, más aún, unidad del ser humano con la naturaleza, contemplada con
tanta nostalgia por los hombres modernos, para designar la cual Schiller puso en
circulación el término técnico “ingenuo”, no es de ninguna manera un estado tan
sencillo, evidente de suyo, inevitable, por así decirlo, con el que
tuviéramos que tropezarnos en la puerta de toda
cultura, cual se fuera un paraíso de la humanidad: esto sólo pudo creerlo una
época que intentó imaginar que el Emilio de Rousseau era también un artista, y
que se hacía la ilusión de haber encontrado en Homero ese Emilio artista,
educado junto al corazón de la naturaleza. Allí donde tropezamos en el arte con
lo “ingenuo”, hemos de reconocer el efecto supremo de la cultura apolínea: la
cual siempre ha de derrocar primero un reino de Titanes y matar monstruos, y
haber obtenido la victoria, por medio de enérgicas ficciones engañosas y de
ilusiones placenteras, sobre la horrorosa profundidad de su consideración del
mundo y sobre una capacidad de sufrimiento sumamente excitable. ¡Más qué raras
veces se alcanza lo ingenuo, ese completo quedar enredado en la belleza de la
apariencia! Que indeciblemente sublime es por ello Homero, que en cuanto
individuo mantiene con aquella cultura apolínea popular una relación semejante a
la que mantiene el artista onírico individual con la aptitud onírica del pueblo
y de la naturaleza en general. La “ingenuidad” homérica ha de ser concebida como
victoria completa de la ilusión apolínea: es ésta una ilusión semejante a la que
la naturaleza emplea con tanta frecuencia para conseguir sus propósitos. La
verdadera meta queda tapada por una imagen ilusoria: hacia ésta alargamos
nosotros las manos, y mediante nuestro engaño la naturaleza alcanza aquélla. En
los griegos la “voluntad” quiso contemplarse a si misma en la trasfiguración del
genio y del mundo del arte: para glorificarse ella a sí misma, sus criaturas
tenían que sentirse dignas de ser glorificadas, tenían que volver a verse en una
esfera superior, sin que ese mundo perfecto de la intuición actuase, como un
imperativo o como un reproche. Esta es la esfera de la belleza, en la que los
griegos veían sus imágenes reflejadas como en un espejo, los Olímpicos.
Sirviéndose de este espejismo de belleza luchó la “voluntad” helénica contra el
talento para el sufrimiento y para la sabiduría del sufrimiento, que es un
talento correlativo del artístico: y como memorial de su victoria se yergue ante
nosotros Homero, el artista ingenuo.
Que en su tendencia Sócrates
se halla estrechamente relacionado con Eurípides es cosa que no se le escapó
a la Antigüedad de su tiempo; y la expresión más elocuente de esa afortunada
sagacidad es aquella leyenda que circulaba por Atenas, según la cual Sócrates
ayudaba a Eurípides a escribir sus obras. Ambos nombres eran pronunciados a
la vez por los partidarios de los “buenos viejos tiempos” cuando se trataba
de enumerar a los seductores del pueblo en aquella época: de su influjo procede,
decían el que el viejo, maratoniano y cuadrado (vierschötig) vigor
del cuerpo y alma sea sacrificado cada vez más a una discutible ilustración
(Aufklärung), en una progresiva atrofia de las fuerzas corporales
y psíquicas. En este tono, a medias de indignación y a medias de desprecio,
suele hablar de aquellos hombres la comedia aristofanea, para horror de los
modernos, que con gusto renuncian ciertamente a Eurípides, pero que no pueden
maravillarse lo suficiente de que Sócrates aparezca en Aristófanes como el primero
y el más alto de los sofistas, como el espejo y el compendio de
todas las aspiraciones sofísticas: en lo cual lo único que procura un consuelo
es poner en la picota al mismo Aristófanes, presentándolo como un licencioso
y mentiroso Alcibíades de la poesía. Sin detenerme en este lugar a defender
contra tales ataques los profundos instintos de Aristófanes, paso a demostrar,
basándome en la sensibilidad antigua, la estrecha conexión que existe entre
Sócrates y Eurípides; en este sentido hay que recordar especialmente que Sócrates,
como adversario del arte trágico, se abstenía de concurrir a la tragedia, y
sólo se incorporaba a los espectadores cuando se representaba una nueva obra
de Eurípides. Lo más famoso es, sin embargo, la aproximación de ambos nombres
en la sentencia del oráculo délfico, el cual dijo que Sócrates era el más sabio
de los hombres, pero a la vez sentenció que a Eurípides le correspondía el segundo
premio en el certamen de la sabiduría.
Pero la frase más aguda a
favor de aquel nuevo e inaudito aprecio del saber y de la inteligencia la
pronunció Sócrates cuando encontró que él era el único en confesarse que
no sabía nada; mientras que, en su deambular crítico por Atenas,
por todas partes topaba, al hablar con los más grandes hombres de Estado,
oradores, poetas y artistas, con la presunción del saber. Con estupor advertía
que todas aquellas celebridades no tenían una idea correcta y segura ni siquiera
de su profesión, y que la ejercían únicamente por instinto. “Únicamente por
instinto”: con esta expresión tocamos el corazón y el punto central de la
tendencia socrática. Con ella el socratismo condena tanto el arte vigente como
la ética vigente; cualquiera que sea el sitio a que dirija sus miradas
inquisidoras, lo que ve es la falta de inteligencia y el poder de la ilusión, y
de esa falta infiere que lo existente es íntimamente absurdo y repudiable.
Partiendo de ese único punto Sócrates creyó tener que corregir la existencia:
él, sólo él, penetra con gesto de desacato y de superioridad, como precursor de
una cultura, un arte y una moral de especie completamente distinta, en un mundo
tal que el agarra con respeto las puntas del mismo consideraríamos lo nosotros
como la máxima fortuna.
Esta es la enorme
perplejidad que con respecto a Sócrates se apodera siempre de nosotros, y que
una y otra vez nos estimula a conocer el sentido y el propósito de esa
aparición, la más ambigua de la Antigüedad. ¿Quién es este que se permite
atreverse a negar, él solo, el ser griego, ese ser que , como Homero, Píndaro y
Ésquilo, como Fidias, como Pericles, como Pitia, como Dioniso, como el abismo
más profundo y la cumbre más elevada, está seguro de nuestra estupefacta
adoración? ¿Qué fuerza demónica es esa, que se permite la osadía de derramar por
el polvo esa bebida mágica? ¿Qué semidiós es este, al que el coro de espíritus
de los más nobles de la humanidad tiene que gritar: “¡Ay! ¡Ay! Tú lo has
destruido, el mundo bello, con puño poderoso; ¡ese mundo se derrumba, se
desmorona!”.
Una clave para entender el
ser de Sócrates ofrécenosla aquel milagroso fenómeno llamado “demon de
Sócrates”. En situaciones especiales, en las que vacilaba su enorme
entendimiento, éste encontraba un firme sostén gracias a una voz divina que en
tales momentos se dejaba oír. Cuando viene, esa voz siempre disuade. En esta
naturaleza del todo anormal la sabiduría instintiva se muestra únicamente para
enfrentarse acá y allá al conocer consciente poniendo obstáculos. Mientras que
en todos los hombres productivos el instinto es precisamente la fuerza creador y
afirmativa, y la conciencia adopta una actitud crítica y disuasiva: en Sócrates
el instinto se convierte en un crítico, la consciencia en un creador - ¡una
verdadera monstruosidad per defectum! Y ciertamente, aquí
advertimos un monstruoso defectus de toda disposición mística,
hasta el punto de que a Sócrates habría que llamarlo el no-místico
específico, en el cual, por una superfetación, la naturaleza lógica tuvo un
desarrollo tan excesivo como en el místico lo tiene aquella sabiduría
instintiva. Mas por otra parte, a
aquel instinto lógico que en Sócrates aparece estábale completamente vedado
volverse contra sí mismo; en ese desbordamiento desenfrenado muestra Sócrates
una violencia natural cual sólo la encontramos, para nuestra sorpresa
horrorizada, en las fuerzas instintivas más grandes de todas. Quien en los
escritos platónicos haya notado aunque sólo sea un soplo de aquella divina
ingenuidad y seguridad propias del modo de vida socrático, ese sentirá también
que la enorme rueda motriz del socratismo lógico está en marcha, por así
decirlo, detrás de Sócrates, y que hay que intuirla a través de
éste como a través de una sombra. Pero que él mismo tenía un presentimiento de
esa circunstancia, eso es algo que se expresa en la digna seriedad con que en
todas partes, e incluso ante su jueces, hizo valer su vocación divina. Refutar a
Sócrates en eso era, en el fondo, tan imposible como dar por bueno su influjo
disolvente de los instintos. En este conflicto insoluble, cuando Sócrates fue
conducido ante el foro del Estado griego, sólo una forma de condena era
aplicable, el destierro; tendría que haber sido lícito expulsarlo al otro lado
de las fronteras, como a algo completamente enigmático, inclasificable,
inexplicable, sin que ninguna posteridad hubiera tenido derecho a incriminar a
los atenienses de un acto ignominioso. Pero el que se le sentenciase a muerte, y
no a destierro únicamente, eso parece haberlo impuesto el mismo Sócrates, con
completa claridad y sin el horror
natural de la muerte: se dirigió a ésta con la misma calma con que, según la
descripción de Platón, es el último de los bebedores en abandonar el simposio al
amanecer para comenzar un nuevo día; mientras a sus espaldas quedan sobre los
bancos y el suelo, los adormecidos comensales, para soñar con Sócrates, el
verdadero erótico. El Sócrates moribundo se convirtió en el nuevo
ideal, jamás visto antes en parte alguna, de la noble juventud griega; ante esa
imagen se postró con todo el ardiente fervor de su alma de entusiasta, sobre
todo Platón, el joven heleno típico.
De LA VISIÓN
DIONISÍACA DEL MUNDO (verano de 1870)
Los griegos, que en sus dioses
dicen y a la vez callan la doctrina secreta de su visión del mundo, erigieron
dos divinidades, Apolo y Dioniso, como doble fuente de su arte. En la esfera
del arte estos nombres representan antítesis estilísticas que caminan una junto
a otra, casi siempre luchando entre sí, y que sólo una vez aparecen fundidas,
en el instante del florecimiento de la “voluntad” helénica, formando la obra
de arte de la tragedia ática. En dos estados, en efecto, alcanza el ser humano
la delicia de la existencia, en el sueño y en la embriaguez.
La bella apariencia del mundo onírico, en el que cada hombre es artista completo,
es la madre de todo arte figurativo y también, como veremos, de una mitad importante
de la poesía. Gozamos en la comprensión inmediata de la figura,
todas las formas nos hablan; no existe nada indiferente e innecesario. En la
vida suprema de esta realidad onírica tenemos, sin embargo, el sentimiento traslúcido
de su apariencia; sólo cuando ese sentimiento cesa es cuando comienzan
los efectos patológicos, en los que ya el sueño no restaura, y cesa la natural
fuerza curativa de sus estados. Mas, en el interior de esa frontera, no son
sólo acaso las imágenes agradables y amistosas las que dentro de nosotros buscamos
con aquella inteligibilidad total: también las cosas serias, tristes, oscuras,
tenebrosas son contempladas con el mismo placer sólo que también aquí el velo
de la apariencia tiene qué estar en un movimiento ondeante, y no le es lícito
encubrir del todo las formas básicas de lo real. Así, pues, mientras que el
sueño es el juego del ser humano individual con lo real, el arte del escultor
(en sentido amplio) es el juego con el sueño. La estatua, en cuanto
bloque de mármol, es algo muy real, pero lo real de la estatua en cuanto
figura onírica es la persona viviente del dios. Mientras la estatua
flota aún como imagen de la fantasía ante los ojos del artista, éste continúa
jugando con lo real; cuando el artista traspasa esa imagen al mármol, juega
con el sueño.
¿En qué sentido fue posible
hacer de Apolo el dios del arte? Sólo en cuanto es el dios de las
representaciones oníricas. El es “el Resplandeciente” de modo total: en su raíz
más honda es el dios del sol y de la luz, que se revela en el resplandor. La
“belleza” es su elemento: eterna juventud le acompaña. Pero también la bella
apariencia del mundo onírico es su reino: la verdad superior, la perfección
propia de esos estados, que contrasta con la sólo fragmentariamente inteligible
realidad diurna, elévalo a la categoría de dios vaticinador, pero también
ciertamente de dios artístico. El dios de la bella apariencia tiene que ser al
mismo tiempo el dios del conocimiento verdadero. Pero aquella delicada frontera
que a la imagen onírica no le es lícito sobrepasar para no producir un efecto
patológico, pues entonces la apariencia no sólo engaña, sino que embauca, no es
lícito que falte tampoco en la esencia de Apolo: aquella mesurada limitación,
aquel estar libre de las emociones más salvajes, aquella sabiduría y sosiego del
dios-escultor. Su ojo tiene que poseer un sosiego “solar”: aun cuando esté
encolerizado y mire con malhumor, se halla bañado en la solemnidad de la bella
apariencia.
El arte dionisíaco, en
cambio, descansa en el juego con la embriaguez, con el éxtasis. Dos poderes
sobre todo son los que al ingenuo hombre natural lo elevan hasta el olvido de sí
que es propio de la embriaguez, el instinto primaveral y la bebida narcótica.
Sus efectos están simbolizados en la figura de Dioniso. En ambos estados el
principium individuationis queda roto, lo subjetivo desaparece
totalmente ante la eruptiva violencia de lo general-humano, más aún, de lo
universal-natural. Las fiestas de Dioniso no sólo establecen un pacto entre los
hombres, también reconcilian al ser humano con la naturaleza. De manera
espontánea ofrece la tierra sus dones, pacíficamente se acercan los animales más
salvajes: panteras y tigres arrastran el carro adornado con flores, de Dioniso.
Todas las delimitaciones de casta que la necesidad y la arbitrariedad han
establecido entre los seres humanos desaparecen: el esclavo es hombre libre, el
noble y el de humilde cuna se unen para formar los mismos coros báquicos. En
muchedumbres cada vez mayores va rodando de un lugar a otro el evangelio de la
“armonía de los mundos”: cantando y bailando manifiéstase el ser humano como
miembro de una comunidad superior, más ideal: ha desaprendido a andar y a
hablar. Más aún: se siente mágicamente transformado, y en realidad se ha
convertido en otra cosa. Al igual que los animales hablan y la tierra da leche y
miel, también en él resuena algo sobrenatural. Se siente dios: todo lo que vivía
sólo en su imaginación, ahora eso él lo percibe en sí. ¿Qué son ahora para él
las imágenes y las estatuas? El ser humano no es ya un artista, se ha convertido
en una obra de arte, camina tan extático y erguido como en sueños veía caminar a
los dioses. La potencia artística de la naturaleza, no ya la de un ser humano
individual, es la que aquí se revela: un barro más noble, un mármol más precioso
son aquí amasados y tallados: el ser humano. Este ser humano configurado por el
artista Dioniso mantiene con la naturaleza la misma relación que la estatua
mantiene con el artista apolíneo.
Así como la embriaguez es el
juego de la naturaleza con el ser humano, así el acto creador del artista
dionisíaco es el juego con la embriaguez. Cuando no se lo ha experimentado en si
mismo, ese estado sólo se lo puede comprender de manera simbólica: es algo
similar a lo que ocurre cuando se sueña y a la vez se barrunta que el sueño es
sueño. De igual modo, el servidor de Dioniso tiene que estar embriagado y, a la
vez, estar al acecho detrás de sí mismo como observador. No en el cambio de
sobriedad y embriaguez, sino en la combinación de ambos se muestra el artista
dionisíaco.
Esta combinación caracteriza
el punto culminante del mundo griego: originariamente sólo Apolo es dios del
arte en Grecia, y su poder fue el que de tal modo moderó a Dioniso, que irrumpía
desde Asia, que pudo surgir la más bella alianza fraterna. Aquí es donde con más
facilidad se aprehende el increíble idealismo del ser helénico: un culto natural
que entre los asiáticos significa el más tosco desencadenamiento de los
instintos inferiores, una vida animal panhetérica, que durante un tiempo
determinado hace saltar todos los lazos sociales, eso quedó convertido entre
ellos en una festividad de redención del mundo, en un día de transfiguración.
Todos los instintos sublimes de su ser se revelaron en esta idealización de la
orgía.
Pero el mundo griego nunca
había corrido mayor peligro que cuando se produjo la tempestuosa irrupción del
nuevo dios. A su vez, nunca la sabiduría del Apolo délfico se mostró a una luz
más bella. Al principio resistiéndose a hacerlo, envolvió al potente adversario
en el más delicado de los tejidos, de modo que éste apenas pudo advertir que iba
caminando semiprisionero. Debido a que los sacerdotes délficos adivinaron el
profundo efecto del nuevo culto sobre los procesos sociales de regeneración y lo
favorecieron de acuerdo con sus propósitos políticoreligiosos, debido a que el
artista apolíneo sacó enseñanzas, con discreta moderación, del arte
revolucionario de los cultos báquicos, debido, finalmente, a que en el culto
délfico el dominio del año quedó repartido entre Apolo y Dioniso, ambos
salieron, por así decirlo, vencedores en el certamen que los enfrentaba: una
reconciliación celebrada en el campo de batalla. [...]
Friedrich Nietzsche