“Bueno
y malvado”, “bueno y malo”
Ya se habrá adivinado que
la manera sacerdotal de valorar puede desviarse muy fácilmente de la caballeresco-aristocrática
y llegar luego a convertirse en su antítesis; en especial impulsa a ello toda
ocasión en que la casta de los sacerdotes y la casta de los guerreros se enfrentan
a causa de los celos y no quieren llegar a un acuerdo sobre el precio a pagar.
Los juicios de valor caballeresco-aristocráticos tienen como presupuesto una
constitución física poderosa, una salud floreciente, rica, incluso desbordante,
junto con lo que condiciona el mantenimiento de la misma, es decir, la guerra,
las aventuras, la caza, la danza, las peleas y, en general, todo lo que la actividad
fuerte, libre, regocijada lleva consigo. La manera noble-sacerdotal de valorar
tiene -lo hemos visto- otros presupuestos: ¡las cosas les van muy mal cuando
aparece la guerra! Los sacerdotes son, como es sabido, los enemigos más
malvados. ¿Por qué? Porque son los más impotentes. A causa de esa impotencia
el odio crece en ellos hasta convertirse en algo monstruoso y siniestro, en
lo más espiritual y más venenoso. Los máximos odiadores de la historia universal,
también los odiadores más ricos de espíritu han sido siempre sacerdotes -comparado
con el espíritu de la venganza sacerdotal, apenas cuenta ningún otro espíritu.
La historia humana sería una cosa demasiado estúpida sin el espíritu que los
impotentes han introducido en ella [...]
La rebelión de los esclavos
en la moral comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve creador
y engendra valores: el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada
la auténtica reacción, la reacción de la acción, y que se desquitan únicamente
con una venganza imaginaria. Mientras que toda moral noble nace de un triunfante
sí dicho a sí mismo, la moral de los esclavos dice no, ya de antemano, a un
“fuera”, a un “otro”, a un “no-yo”; y ese no es lo que constituye su acción
creadora. Esta inversión de la mirada que establece valores este necesario
dirigirse hacia fuera en lugar de volverse hacia sí -forma parte precisamente
del resentimiento: para surgir, la moral de los esclavos necesita siempre primero
de un mundo opuesto y externo, necesita, hablando fisiológicamente, de estímulos
exteriores para poder en absoluto actuar- su acción es, de raíz, reacción. Lo
contrario ocurre en la manera noble de valorar: ésta actúa y brota espontáneamente,
busca su opuesto tan sólo para decirse sí a sí misma con mayor agradecimiento,
con mayor júbilo -su concepto negativo, lo “bajo”, “vulgar”, “malo”, es tan
sólo un pálido contraste, nacido más tarde, de su concepto básico positivo,
totalmente impregnado de vida y de pasión, el concepto “¡nosotros los nobles,
nosotros los buenos, nosotros los bellos, nosotros los felices!” Cuando la manera
noble de valorar se equivoca y peca contra la realidad, esto ocurre con relación
a la esfera que no le es suficientemente conocida, más aún, a
cuyo real conocimiento se opone con aspereza: no comprende a veces la esfera
despreciada por ella, la esfera del hombre vulgar del pueblo bajo; por otro
lado, téngase en cuenta que, en todo caso, el efecto del desprecio, del mirar
de arriba abajo, del mirar con superioridad, aun presuponiendo que falsee
la imagen de lo despreciado, no llegará ni de lejos a la falsificación con que
el odio reprimido, la venganza del impotente atentarán contra su adversario
-in effigie, naturalmente-. De hecho en el desprecio se mezclan
demasiada negligencia, demasiada ligereza, demasiado apartamiento de la vista
y demasiada impaciencia, e incluso demasiado júbilo en sí mismo, como para estar
en condiciones de transformar su objeto en una auténtica caricatura y en un
espantajo. No se pasen por alto las nuances casi benévolas que,
por ejemplo, la aristocracia griega pone en todas las palabras con que diferencia
de sí al pueblo bajo; obsérvese cómo constantemente se mezcla en ellas, azucarándolas,
una especie de lástima, de consideración, de indulgencia, hasta el punto de
que casi todas las palabras que convienen al hombre vulgar han terminado por
quedar como expresiones para significar “infeliz”, “digno de lástima” (véase
*,48`H [miedoso], *,48"4@H [cobarde], B@<0D`H [vil],
:@Ph0D`H [mísero], las dos últimas
caracterizan propiamente al hombre vulgar como esclavo del trabajo y animal
de carga) -y cómo, por otro lado, “malo”, “infeliz”, no dejaron jamás de sonar
al oído griego con un tono único, con un timbre en el que prepondera
“infeliz”: y esto como herencia de la antigua manera de valorar más noble, aristocrática,
la cual no reniega de sí misma ni siquiera en el desprecio (-a los filólogos
recordémosles en qué sentido se usan @Ç.L`H [miserable], þ<@8$@H [desgraciado], J8²:T< [resignado], *LJLP,Ã< [fracasar, tener mala suerte],
>L:n@DG [desdicha]). Los “bien nacidos”
se sentían a sí mismos cabalmente como los “felices”; ellos no
tenían que construir su felicidad artificialmente y, a veces, persuadirse de
ella, mentírsela, mediante una mirada dirigida a sus enemigos
(como suelen hacer todos los hombres del resentimiento); y asimismo, por ser
hombres íntegros, repletos de fuerza y, en consecuencia, necesariamente
activos, no sabían separar la actividad de la felicidad
-en ellos aquélla formaba parte, por necesidad, de ésta (de aquí procede
el ,ÞBDVJJ,4< [obrar bien, ser feliz])
-todo esto muy en contraposición con la felicidad al nivel de los impotentes,
de los oprimidos, de los llagados por sentimientos venenosos y hostiles, en
los cuales la felicidad aparece esencialmente como narcosis, aturdimiento, quietud,
paz, “sábado”, distensión del ánimo y relajamiento de los miembros, esto es,
dicho en una palabra como algo pasivo. Mientras que el hombre
noble vive con confianza y franqueza frente a sí mismo ((,<<"Ã@H «aristócrata de nacimiento»,
subraya la nuance “franco” y también sin duda “ingenuo”), el hombre
del resentimiento no es ni franco, ni ingenuo, ni honesto y derecho consigo
mismo. Su alma mira de reojo; su espíritu ama los escondrijos,
los caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo encubierto le atrae como
su mundo, su seguridad, su alivio;
entiende de callar, de no olvidar, de aguardar, de empequeñecerse y humillarse
transitoriamente. Una raza de tales hombres del resentimiento acabará necesariamente
por ser más inteligente que cualquier raza noble, venerará también
la inteligencia en una medida del todo distinta: a saber, como la más importante
condición de existencia, mientras que, entre hombres nobles, la inteligencia
fácilmente tiene un delicado dejo de lujo y refinamiento: -en éstos precisamente
no es la inteligencia ni mucho menos tan esencial como lo son la perfecta seguridad
funcional de los instintos inconscientes reguladores o incluso
una cierta falta de inteligencia, así por ejemplo el valeroso lanzarse a ciegas,
bien sea al peligro, bien sea al enemigo, o aquella entusiasta subitaneidad
en la cólera, el amor, el respeto, el agradecimiento y la venganza, en la cual
se han reconocido en todos los tiempos las almas nobles. El mismo resentimiento
del hombre noble, cuando en él aparece, se consuma y agota, en efecto, en una
reacción inmediata y, por ello, no envenena: por otro lado, ni
siquiera aparece en innumerables casos en los que resulta inevitable su aparición
en todos los débiles e impotentes. No poder tomar mucho tiempo en serio los
propios contratiempos, las propias fechorías- tal es el signo
propio de naturalezas fuertes y plenas, en las cuales haya una sobreabundancia
de fuerza plástica, remodeladora, regeneradora, fuerza que también hace olvidar
(un buen ejemplo de esto en el mundo moderno es Mirabeau, que no tenía memoria
para los insultos ni para las villanías que se cometían con él, y que no podía
perdonar por la única razón de que -olvidaba). Un hombre así se sacude de un
solo golpe muchos gusanos que en otros, en cambio, anidan subterráneamente;
sólo aquí es también posible otra cosa, suponiendo que ella sea en absoluto
posible en la tierra el auténtico “amor a sus enemigos”. ¡Cuánto
respeto por sus enemigos tiene un hombre noble! -y ese respeto es ya un puente
hacia el amor... ¡El hombre noble reclama para sí su enemigo como una distinción
suya; no soporta, en efecto, ningún otro enemigo que aquel en el que no hay
nada que despreciar y sí muchísimo que honrar! En cambio, imaginémonos
“el enemigo” tal como lo concibe el hombre del resentimiento -y justo en ello
reside su acción, su creación: ha concebido el “enemigo malvado”, “el
malvado”, y ello como concepto básico, a partir del cual se imagina
también, como imagen posterior y como antítesis, un “bueno” -¡él mismo!...
-Mas volvamos atrás: el problema del otro origen de lo “bueno” tal como se lo ha imaginado el hombre del resentimiento exige llegar a su final. -El que los corderos guarden rencor a las grandes aves rapaces es algo que no puede extrañar: sólo que no hay en esto motivo alguno para tomarle a aquéllas el que arrebaten corderitos. Y cuando los corderitos dicen entre sí “estas aves de rapiña son malvadas; y quien es lo menos posible un ave de rapiña, sino más bien su antítesis, un corderito, -¿no debería ser bueno?”, nada hay que objetar a este modo de establecer un ideal excepto que las aves rapaces mirarán hacia abajo con un poco de sorna y tal vez se dirán: “Nosotras no estamos enojadas en absoluto con esos buenos corderitos, incluso los amamos: no hay nada más sabroso que un tierno cordero”. -Exigir de la fortaleza que no sea un querer-dominar, un querer-sojuzgar, un querer-enseñorearse, una sed de enemigos y de resistencias y de triunfos, es tan absurdo como exigir de la debilidad que se exteriorice como fortaleza. Un quantum de fuerza es justo un tal quantum de pulsión, de voluntad, de actividad, ese mismo querer, ese mismo actuar, y, si puede parecer otra cosa, ello se debe tan solo a la seducción del lenguaje (y a los errores radicales de la razón petrificados en el lenguaje), el cual entiende y malentiende que todo hacer está condicionado por un agente, por un “sujeto”. Es decir del mismo modo que el pueblo separa el rayo de su resplandor y concibe al segundo como un hacer, como la acción de un sujeto que se llama rayo, así la moral del pueblo separa también la fortaleza de las exteriorizaciones de la misma, como si detrás del fuerte hubiera un sustrato indiferente, que fuera dueño de exteriorizar y, también, de no exteriorizar fortaleza. Pero tal sustrato no existe; no hay ningún “ser” detrás del hacer del actuar, del devenir; “el agente” ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo. En el fondo el pueblo duplica el hacer; cuando piensa que el rayo lanza un resplandor, esto equivale a un hacer-hacer: el mismo acontecimiento lo pone primero como causa y luego, una vez más, como efecto de aquélla. Los investigadores de la naturaleza no lo hacen mejor cuando dicen “la fuerza mueve, la fuerza causa” y cosas parecidas, -nuestra ciencia, a pesar de toda su frialdad, de su desapasionamiento, se encuentra sometida aún a la seducción del lenguaje y no se ha desprendido de los hijos falsos que se le han infiltrado, de los “sujetos” (el átomo, por ejemplo es uno de esos hijos falsos, y lo mismo ocurre con la “cosa en sí”); nada tiene de extraño que las reprimidas y ocultamente encendidas pasiones de la venganza y del odio aprovechen a favor suyo esa creencia e incluso en el fondo, ninguna otra sostengan con mayor fervor que la de que el fuerte es libre de ser débil, y el ave de rapiña, libre de ser cordero: -con ello conquistan, en efecto, para sí el derecho de imputar al ave de rapiña ser ave de rapiña... Cuando los oprimidos, los pisoteados, los violentados se dicen, movidos por la vengativa astucia propia de la impotencia: “¡Seamos distintos de los malvados, es decir, seamos buenos! Y bueno es el que no violenta, el que no ofende a nadie, el que no ataca, el que no salda cuentas, el que remite la venganza a Dios; el cual se mantiene en lo oculto igual que nosotros, y evita todo lo malvado, y exige poco de la vida, lo mismo que nosotros los pacientes, los humildes, los justos” -esto escuchado con frialdad y sin ninguna prevención, no significa en realidad más que lo siguiente: “Nosotros los débiles somos desde luego débiles; conviene que no hagamos nada para lo cual no somos bastante fuertes” -pero esta amarga realidad de los hechos, esta inteligencia de ínfimo rango, poseída incluso por los insectos (los cuales, cuando el peligro es grande, se fingen muertos para no hacer nada “de más”), gracias a este arte de falsificación y a esa automendacidad propias de la impotencia, con el esplendor de la virtud reanunciadora, callada, expectante, como si la debilidad misma del débil -es decir, su esencia, su obrar, su entera, única, inevitable, indeleble realidad - fuese un logro voluntario, algo querido elegido, una acción, un mérito. Por un instinto de autoconservación, de autoafirmación, en el que toda mentir suele santificarse, esa especie de hombre necesita creer en el “sujeto” indiferente, libre para elegir. El sujeto (o, hablando de un modo más popular, el alma) ha sido hasta ahora en la tierra el mejor dogma tal vez porque a toda la ingente muchedumbre de los mortales, a los débiles y oprimidos de toda índole, les permitía aquel sublime autoengaño de interpretar la debilidad misma como libertad, interpretar su ser-así-y-así como mérito.
TRATADO
TERCERO
¿Qué significan
los ideales ascéticos?
Suponiendo que tal encarnación
de la voluntad de contradicción y de antinaturaleza sea llevada a filosofar:
¿sobré qué desahogará su más íntima arbitrariedad? Sobre aquello que es sentido,
de manera segurísima, como verdadero, como real: buscará el error precisamente
allí donde el auténtico instinto de vida coloca la verdad de la manera más incondicional.
Por ejemplo, rebajará la corporalidad, como hicieron los ascetas de la filosofía
del Vedanta, a la categoría de una ilusión, y lo mismo hará con el dolor, con
la pluralidad, con toda la antítesis conceptual “sujeto” y “objeto” -¡errores,
nada más que errores! Denegar la fe a su yo, negarse a sí mismo su “realidad”
-¡qué triunfo!-, triunfo no ya meramente sobre los sentidos, sobre la apariencia
visual, sino una especie muy superior de triunfo, una violentación y una crueldad
contra la razón: semejante voluntad llega a su cumbre cuando el
autodesprecio ascético, el autoescarnio ascético de la razón, decreta lo siguiente:
“existe un reino de la verdad y del ser, pero ¡justo la razón está excluida
de él!...” (Dicho de pasada; incluso en el concepto kantiano de “carácter
inteligible de las cosas” ha sobrevivido algo de esa lasciva escisión de ascetas,
a la que gusta volver la razón en contra de la razón: “carácter inteligible”
significa en efecto, en Kant un modo de constitución de las cosas del cual el
intelecto comprende precisamente que para él -resulta total y absolutamente
incomprensible.) -Pero en fin, no seamos, precisamente en cuanto seres
congonoscentes, ingratos, con tales violentas inversiones de las perspectivas
y valoraciones usuales, con las cuales durante demasiado tiempo, el espíritu
se ha desfogado su furor contra sí mismo de un modo al parecer sacrílego e inútil;
ver alguna vez las cosas de otro modo, querer verlas de otro modo, es una no
pequeña disciplina y preparación del intelecto para su futura “objetividad”,
-entendida esta última no como “contemplación desinteresada” (que como tal,
es un no-concepto y un contrasentido), sino como facultad de tener nuestro pro
y nuestro contra sujetos a nuestro dominio y de poder sepáralos
y juntarlos: de modo que sepamos utilizar en provecho del conocimiento cabalmente
la diversidad de las perspectivas y de las interpretaciones nacidas
de los afectos. A partir de ahora, señores filósofos, guardémonos mejor, por
tanto, de la peligrosa y vieja patraña conceptual que ha creado un “sujeto puro
del conocimiento, sujeto ajeno a la voluntad, al dolor, al tiempo”, guardémonos
de los tentáculos de conceptos contradictorios tales como “razón pura”, “espiritualidad
absoluta”, “conocimiento en sí”: -aquí se nos pide siempre, por tanto, un contrasentido
y un no-concepto de ojo. Existe únicamente un ver perspectivista;
y cuanto mayor sea el número de afectos a los que permitamos decir
su palabra sobre una cosa, cuanto mayor sea el número de ojos,
de ojos distintos que sepamos emplear para ver una misma cosa, tanto más completa
será nuestro “concepto” de ella, tanto más completa será nuestra “objetividad”.
Pero eliminar en absoluto la voluntad, dejar en suspenso la totalidad de los
afectos, suponiendo que pudiéramos hacerlo: ¿cómo?, ¿es que no significaría
castrar el intelecto?...
-Y ahora examinemos, en cambio,
aquellos casos, más raros, de que he hablado, los últimos idealistas que hoy
existen entre filósofos y doctos: ¿tenemos en ellos tal vez los buscados adversarios
del ideal ascético, los antiidealistas de éste? De hecho se creen tales, esos
“incrédulos” (pues todos ellos lo son); parece que su último resto de fe consiste
justo en esto, en ser adversarios de ese ideal, tan serios son en este punto,
tan apasionados se vuelven precisamente aquí sus gestos y sus palabras: -¿ya
por esto ha de ser verdadero lo que ellos creen?... Nosotros “los
que conocemos” nos hemos vuelto con el tiempo desconfiados frente a toda especie
de creyentes; nuestra desconfianza nos ha ejercitado poco a poco en sacar conclusiones
opuestas a las que en otro tiempo se sacaban: es decir, en inferir, en todos
aquellos sitios en que la fortaleza de un fe aparece mucho en el primer plano,
que hay allí una cierta debilidad de la demostrabilidad, incluso
una inverosimilitud de lo creído. Tampoco nosotros negamos que la fe otorga
la bienaventuranza: cabalmente por esto negamos que la fe demuestre
algo, -una fe robusta, que otorga la bienaventuranza, es una sospecha contra
aquello en lo que cree, no es prueba de “verdad” es prueba de una cierta verosimilitud
-de la ilusión. ¿Qué ocurre hoy en este caso? -Estos actuales
negadores y apartadizos, estos incondicionales en una sola cosa, en la exigencia
de limpieza intelectual, esto espíritus duros, severos, abstinentes, heroicos,
que constituyen la honra de nuestra época, todos estos pálidos ateístas, anticristos,
inmoralistas, nihilistas, esto escépticos, efécticos, hécticos
de espíritu (esto último lo son todos ellos, en algún sentido) estos últimos
idealistas del conocimiento, únicos en los cuales se alberga y se ha encarnado
la conciencia intelectual, -de hecho se creen sumamente desligados del ideal,
ascético, estos “espíritus libre, muy libres”; y sin embargo,
voy a descubrirles lo que ellos mismo no pueden ver -pues están demasiado cerca-:
aquel ideal es precisamente también su ideal, ellos mismo son
su más espiritualizado engendro, su más avanzada tropa de guerreros y exploradores,
su más insidiosa, delicada, inaprensible forma de seducción: -¡si en algo soy
yo descifrador de enigmas, quiero serlo con esta afinación!... Se hallan muy
lejos de ser espíritus libres: pues creen todavía en la verdad...
Cuando los cruzados cristianos tropezaron en Oriente con aquella invencible
Orden de los Asesinos, con aquella Orden de espíritus libres par excellence,
cuyos grados ínfimos vivían en un obediencia que no ha sido alcanzada por ninguna
Orden monástica, recibieron también, por alguna vía, un indicación acerca de
aquel símbolo y aquella frase-escudo, reservada sólo a los grados sumos, como
su secretum: “Nada es verdadero, todo está permitido...” Pues
bien esto era libertad de espíritu, con ello
se dejaba de creer en la verdad misma... ¿Se ha extraviado ya alguna
vez un espíritu libre europeo, cristiano, en esa frase y en sus laberínticas
consecuencias? ¿Conoce por experiencia el Minotauro de ese infierno?...
Dudo de ello, más aun, sé algo distinto: -nada es más extraño a estos incondicionales
de una sola cosa, a esto así llamados “espíritus libres”, que
la libertad y la liberación en aquel sentido, justo en la fe en la verdad, están
firmes e incondicionales como ningún otro. Yo conozco todo eso tal vez desde
demasiado cerca: aquella loable continencia del filósofo a la que tal fe obliga,
aquel estoicismo del intelecto que acaba por prohibirse tan rigurosamente el
no como el sí, aquel querer-detenerse ante lo real, ante el factum brutum,
aquel fanatismo de los petits faits (ce petit fatalisme,
como yo lo llamo), en el cual la ciencia francesa busca ahora una especie de
primacía moral sobre la alemana, aquel renunciar del todo a la interpretación
(al violentar, reajustar, recortar, omitir, rellenar, imaginar, falsear, y a
todo lo demás que pertenece a la esencia del interpretar) -esto es hablando
a grandes rasgos, expresión tanto de un ascetismo de la virtud como de una negación
de la sensualidad (en el fondo es sólo un modus de esa negación).
Pero lo que fuerza a esto, aquella incondicional voluntad de verdad, es la
fe en el ideal ascético mismo, si bien en la forma de un imperativo
inconsciente, no nos engañemos sobre esto, -es la fe en un valor metafísico,
en un valor en sí de la verdad, tal como sólo en aquel ideal se
encuentra garantizado y confirmado (subiste y desaparece juntamente con él).
No existe, juzgando con rigor, una ciencia “libre de supuestos”, el pensamiento
de tal ciencia es impensable, es paralógico: siempre tiene que haber una filosofía,
una “fe”, para que de ésta extraiga la ciencia una dirección un sentido, un
límite, un método, un derecho a existir. (Quién lo entiende al
revez, quién, por ejemplo, se dispone a asentar a la filosofía “sobre una base
rigurosamente científica”, necesita para ello, poner cabeza abajo
no sólo la filosofía, sino también la misma verdad: ¡la peor ofensa al decoro
que puede cometerse con dos damas tan respetables!) Sí, no hay duda -y aquí
dejo hablar a mí Gaya ciencia, véase el libro quinto, pág 263
-“el hombre veraz, en aquel temerario y último sentido que la fe en la ciencia
presupone, afirma con ello otro mundo distinto del de la vida,
de la naturaleza y de la historia: y en la medida en que afirma ese ‘otro mundo’,
¿cómo?, ¿no tiene que negar, precisamente por ello su opuesto, este mundo, nuestro
mundo?... Nuestra fe en la ciencia reposa siempre sobre una fe metafísica
-también nosotros los actuales hombres del conocimiento, nosotros los ateos
y antimetafísicos, también nosotros extraemos nuestro fuego de aquella hoguera
encendida por una fe milenaria, por aquella fe cristiana que fue también la
fe de Platón, la creencia de que Dios es la verdad, de que la verdad es divina...
Pero como es esto posible, si precisamente tal cosa se vuelve cada vez más increíble,
si ya no hay nada que se revele como divino, salvo el error, la ceguera, la
mentira, -si Dios mismo se revela como nuestra más larga mentira?”
-En este punto es necesario detenerse y reflexionar largamente. La ciencia misma
necesita en adelante una justificación (con lo cual no se ha dicho en absoluto
que exista una justificación para ella). Examínense, con respecto a esta cuestión,
las filosofías más antiguas y las más recientes: falta en todas ellas una conciencia
de hasta qué punto la misma voluntad de verdad necesita una justificación, hay
aquí una laguna en toda filosofía -¿a qué se debe? A qué el ideal ascético ha
sido hasta ahora dueño de toda filosofía, a que la verdad misma
fue puesta como ser, como Dios, como instancia suprema; a que a la verdad no
le fue licito en absoluto ser problema. ¿Se entiende este “fue
licito”? -Desde el instante en que la fe en Dios del ideal ascético es negada,
hay también un muevo problema: el del valor de la verdad. La voluntad
de verdad necesita una critica -con esto definimos nuestra tarea- el valor
de la verdad debe ser puesto en entredicho alguna vez, por vía
experimental... (A quien esto le parezca demasiado sucinto se le recomienda
el apartado de La gaya ciencia titulado: “En que medida somos nosotros todavía piadosos”, pág. 260
y ss, mucho mejor aún, el libro quinto entero de la mencionada obra, así como
el prólogo a Aurora.)
TRATADO
SEGUNDO
“Culpa”,
“mala conciencia” y similares
Todavía una palabra, en este
punto, sobre el origen y la finalidad de la pena -dos problemas que son distintos
o deberían serlo: por desgracia, de ordinario se los confunde. ¿Cómo actúan,
sin embargo, en este caso los genealogistas de la moral habidos hasta ahora?
De modo ingenuo, como siempre-: descubren en la pena una “finalidad” cualquiera;
por ejemplo la venganza o la intimidación, después colocan despreocupadamente
esa finalidad al comienzo, como causa fiendi de la pena y -ya
han acabado. La “finalidad en el derecho” es sin embargo, lo último que ha de
utilizarse para la historia genética de aquél: pues no existe principio más
importante para toda especie de ciencia histórica que ese que se ha conquistado
con tanto esfuerzo, pero también debería estar realmente conquistado,
-a saber, que la causa de la génesis de una cosa y la utilidad final de ésta,
su efectiva utilización e inserción en un sistema de finalidades, son hechos
toto coelo separados entre sí; que algo existente, algo que de
algún modo ha llegado a realizarse es interpretado una y otra vez, por un poder
superior a ello, en dirección a nuevos propósitos, es apropiado de un modo nuevo,
es transformado y adaptado a una nueva utilidad; que todo acontecer en el mundo
orgánico es un subyugar, un enseñorearse y que, a su vez, todo subyugar
y enseñorearse es un reinterpretar, un reajustar, en los que,
por necesidad, el “sentido” anterior y la “finalidad” anterior tienen que quedar
oscurecidos o incluso totalmente borrados. Por muy bien que se haya comprendido
la utilidad de un órgano fisiológico cualquiera (o también de
una institución jurídica, de una costumbre social, de un uso político, de una
forma determinada en las artes o en el culto religioso), nada se ha comprendido,
aún con ello respecto a su génesis: aunque esto pueda sonar muy molesto y desagradable
a oídos más viejos, -ya que desde antiguo se había creído que en la finalidad
demostrable, en la utilidad de una cosa, de una forma, de una institución, se
hallaba también la razón de su génesis, y así el ojo estaba hecho para ver,
y la mano estaba hecha para agarrar. También se ha imaginado de este modo la
pena, como si hubiera sido inventada para castigar. Pero todas las finalidades,
todas las utilidades son sólo indicios de que una voluntad de
poder se ha enseñoreado de algo menos poderoso y ha impreso en ello, partiendo
de sí misma, el sentido de una función; y la historia entera de una “cosa”,
de un órgano, de un uso, puede ser así una interrumpida cadena indicativa de
interpretaciones y reajustes siempre nuevos, cuyas causas, no tienen siquiera
necesidad de estar relacionadas entre sí, antes bien a veces se suceden y se
revelan de un modo meramente casual. El “desarrollo” de una cosa, de un uso,
de un órgano es, según esto, cualquier cosa antes que su progressus
hacia una meta, y menos aún un progreso lógico y bravísimo, conseguido con el
mínimo gasto de fuerza y de costes, -sino la sucesión de procesos de avasallamiento
más o menos profundos, más o menos independientes entre sí, que tienen lugar
en la cosa, a lo que hay que añadir las resistencias utilizadas en cada caso
para contrarrestarlos, las metamorfosis intentadas con una finalidad de defensa
y de reacción, así como los resultados de contraacciones afortunadas. La forma
es fluida, pero el “sentido” lo es todavía más.... Incluso en el interior de
cada organismo singular las cosas no suceden de modo distinto: con cada crecimiento
esencial del todo cambia también el “sentido” de cada uno de los órganos, -y
a veces la parcial ruina de los mismos, su reducción numérica (por ejemplo mediante
el aniquilamiento de los miembros intermedios), pueden ser signo de creciente
fuerza y perfección. He querido decir que también la parcial inutilización,
la atrofia y la degeneración, la pérdida de sentido y conveniencia, en una palabra,
la muerte, pertenecen a las condiciones del verdadero progressus:
el cual aparece siempre en forma de una voluntad y de un camino hacia un poder
más grande, y se impone siempre a costa de innumerables poderes más
pequeños. La grandeza de un “progreso” se mide, pues, por la masa
de todo lo que hubo que sacrificarle; la humanidad en cuanto masa, sacrificada
al florecimiento de una única y más fuerte especie hombre -eso
sería un progreso.... -Destaco tanto más este punto de vista capital
de la metódica histórica cuanto que en el fondo, se opone al instinto y al gusto
de la época hoy dominantes. Los cuales preferirían pactar incluso con la casualidad
absoluta, más aún con el absurdo mecanicista de todo acontecer, antes que con
la teoría de una voluntad de poder que se despliega en todo acontecer. La idiosincrasia
democrática opuesta a todo lo que domina y quiere dominar, el moderno misarquismo
(por formar una mala palabra para una mala cosa), de tal manera se han ido poco
a poco transformando y enmascarando en lo espiritual, en lo más espiritual,
que hoy ya penetran, y les es licito penetrar, paso a paso en
las ciencias más rigurosas, más aparentemente objetivas; a mí me parece que
se han enseñoreado ya incluso de toda la fisiología y de toda la doctrina de
la vida, para daño de las misma, como ya se entiende, pues les han escamoteado
un concepto básico, el de la auténtica actividad. En cambio bajo la presión
de aquella idiosincrasia se coloca en el primer plano la “adaptación”, es decir
una actividad de segundo rango, una mera reactividad, más aún, se ha definido
la vida misma como una adaptación interna cada vez más apropiada, a circunstancias
externas (Herbet Spencer). Pero con ello se desconoce la esencia de la vida,
su voluntad de poder; con ello se pasa por alto la supremacía
del principio que poseen las fuerzas espontáneas, agresivas, invasoras, creadoras
de nuevas interpretaciones, de nuevas direcciones y formas, por influjo de las
cuales viene luego la “adaptación”; con ello se niega en el organismo mismo
el papel dominador de los supremos funcionarios, en los que la voluntad de vida
aparece activa y conformadora. Recuérdese lo que Huxley reprochó a Spencer -su
“nihilismo administrativo”; pero se trata de algo más que de “administrar”...
En este punto no es posible esquivar ya el dar una primera expresión provisional a mi hipótesis propia sobre el origen de la “mala conciencia”: tal hipótesis no es fácil, hacerla oír, y desea ser largo tiempo meditada, custodiada, consultada con la almohada. Yo considero que la mala conciencia es la profunda dolencia a que tenía que sucumbir el hombre bajo la presión de aquella modificación, la más radical de todas las experimentadas por él, -de aquella modificación ocurrida cuando el hombre se encontró definitivamente encerrado en el sortilegio de la sociedad y la paz. Lo mismo que tuvo que ocurrirles a los animales marinos cuando se vieron forzados, o bien a convertirse en animales terrestres, o bien a perecer, eso mismo les ocurrió a estos semianimales felizmente adaptados a la selva, a la guerra, al vagabundaje, a la aventura, -de un golpe todos su instintos quedaron desvalorizados y “en suspenso”. A partir de ahora debían caminar sobre los pies y “llevarse a cuestas a sí mismos” cuando hasta ese momento habían sido llevados por el agua: una espantosa pesadez gravitaba sobre ellos. Se sentían ineptos para las funciones más simples, no tenían ya, para este nuevo mundo desconocido, sus viejos guías, los instintos reguladores e inconscientemente infalibles, -¡estaban reducidos, estos infelices, a pensar, a razonar, a calcular, a combinar causas y efectos, a su “conciencia”, a su órgano más miserable y más expuesto a equivocarse! Yo creo que no ha habido nunca en la tierra tal sentimiento de miseria, tal plúmbeo malestar, -¡y, además aquellos viejos instintos no habían dejado, de golpe, de reclamar sus exigencias! Sólo que resultaba difícil, y pocas veces posible, darles satisfacción: en lo principal, hubo que buscar apaciguamientos nuevos y, por así decirlo, subterráneos. Todos los instintos que no se deshogan hacia fuera se vuelven hacia dentro -esto es lo que yo llamo la interiorización del hombre: únicamente con esto se desarrolla en él lo que más tarde se denomina su “alma”. Todo el mundo interior originariamente delgado, como encerrado entre dos pieles, fue separándose y creciendo, fue adquiriendo profundidad, anchura, altura, en la medida en que el desahogo del hombre hacia fuera fue quedando inhibido. Aquellos terribles bastiones con que la organización estatal se protegía contra los viejos instintos de la libertad -las penas sobre todo cuentan entre tales bastiones- hicieron que todos aquellos instintos del hombre salvaje, libre, vagabundo, diesen vuelta atrás, se volviesen contra el hombre mismo. La enemistad, la crueldad, el placer en la persecución, en la agresividad, en el cambio, en la destrucción -todo esto vuelto contra el poseedor de tales instintos: ése es el origen de la “mala conciencia”. El hombre que falto de enemigos y resistencias exteriores, encajonado en una opresora estrechez y regularidad de las costumbres, se desgarraba, se perseguía, se mordía, se roía, se sobresaltaba, se maltrataba impacientemente a sí mismo, este animal al que se quiere “domesticar” y que se golpea furioso contra los barrotes de su jaula, este ser al que le falta algo, devorado por la nostalgia del desierto, que tuvo que crearse a base de sí mismo una aventura, una cámara de suplicios, una selva insegura y peligrosa -este loco, este prisionero añorante y desesperado fue el inventor de la “mala conciencia”. Pero con ella se había introducido la dolencia más grande, la más siniestra, una dolencia de la que la humanidad no se ha curado hasta hoy, el sufrimiento del hombre por el hombre, por sí mismo, resultado de una separación violenta de su pasado de animal, resultado de un salto y una caída, por así decirlo, en nuevas situaciones y en nuevas condiciones de existencia, resultado de una declaración de guerra contra los viejos instintos en los que hasta ese momento reposaban su fuerza, su placer y su fecundidad. Añadamos en seguida que, por otro lado, con el hecho de un alma animal que se volvía contra sí misma, que tomaba partido contra sí misma, había aparecido en la tierra algo tan nuevo, profundo inaudito, enigmático, contradictorio y lleno de futuro, que con ello el aspecto de la tierra se modificó de manera esencial. De hecho hubo necesidad de espectadores divinos para apreciar en lo justo el espectáculo que entonces se inició y cuyo final es aún completamente imprevisible, -un espectáculo demasiado delicado, demasiado maravilloso, demasiado paradójico como para que pudiera representarse en cualquier ridículo astro sin que, cosa absurda, nadie lo presenciase. Desde entonces el hombre cuenta entre las mas inesperadas y apasionantes jugadas de suerte que juega el “gran niño” de Heráclito, llámese Zeus o Azar, -despierta un interés, una tensión, una esperanza, casi una certeza, como si con él se anunciase algo, se preparase algo, como si el hombre no fuera, una meta, sino sólo un camino, un episodio intermedio, un puente, una gran promesa...
Entre los presupuestos de
esta hipótesis sobre el origen de la mala conciencia se cuenta en primer lugar,
el hecho de que aquella modificación no fue ni gradual ni voluntaria y que no
se presentó como un crecimiento orgánico en el interior de nuevas condiciones,
sino como una ruptura, un salto, una coacción, una inevitable fatalidad, contra
la cual no hubo lucha y ni siquiera resentimiento. Pero, en segundo lugar el
hecho de que la inserción de una población no sujeta hasta entonces a formas
ni a inhibiciones en una forma rigurosa iniciada con un acto de violencia fue
llevada hasta su final exclusivamente con puros actos de violencia, -que el
“Estado” más antiguo apareció, en consecuencia como una horrible tiranía, como
una maquina trituradora y desconsiderada, y continuó trabajando de ese modo
hasta que aquella materia bruta hecha de pueblo y de semianimal no sólo acabó
por quedar bien amasada y maleable, sino por tener también una
forma. He utilizado la palabra “Estado”: ya se entiende a que
me refiero -una horda cualquiera de animales de presa, una raza de conquistadores
y de señores, que organizados para la guerra y dotados de la fuerza de organizar,
coloca sin escrúpulo alguno sus terribles zarpas sobre una población tal vez
tremendamentes superior en número, pero todavía informe, todavía errabunda.
Así es como, en efecto se inicia en la tierra el “Estado”: yo pienso que así
queda refutada aquella fantasía que le hacia comenzar con un “contrato”. Quien
puede mandar, quien por naturaleza, es “señor”, quien aparece despótico en obras
y gestos -¡qué tiene él que ver con contratos! Con tales seres no se cuenta,
llegan igual que el destino, sin motivo, razón, consideración, pretexto, existen
como existe el rayo, demasiado terribles, demasiado súbitos, demasiado convincentes,
demasiado “distintos” para ser siquiera odiados. Su obra es un instintivo crear-formas,
son los artistas más involuntarios; más inconscientes que existen: -en poco
tiempo surge, allí donde ellos aparecen algo nuevo, una concreción de dominio
dotada de vida, en la que partes y funciones han sido delimitadas
y puestas en conexión, en la que no tiene sitio absolutamente nada a lo cual
no se le haya dado antes un “sentido” en orden al todo. Estos organizadores
natos no saben lo que es culpa, lo que es responsabilidad, lo que es consideración;
en ellos impera aquel terrible egoísmo del artista que mira las cosas con ojos
de bronce y que de antemano se siente justificado por toda la eternidad, en
la “obra”, lo mismo que la madre en su hijo. No es en ellos en
donde ha nacido la “mala conciencia” esto ya se entiende de antemano, -pero
esta fea planta no habría nacido sin ellos, estaría ausente si
no hubiera ocurrido que, bajo la presión de sus martillazos, de su violencia
de artista, un ingente quantum de libertad fue arrojado del mundo,
o al menos quedó fuera de la vista, y, por así decirlo, se volvió latente. Ese
instinto de libertad, vuelto latente a la fuerza -ya lo hemos
comprendido-, ese instinto de la libertad, reprimido, retirado, encarcelado
en lo interior y que acaba por descargarse y desahogarse tan sólo contra sí
mismo: eso, sólo eso es, en su inicio, la mala conciencia.
Guardémonos de tener en poco
este fenómeno por el simple hecho de que de antemano sea feo y doloroso. En
efecto, esa fuerza que actúa de modo grandioso en aquellos artistas de la violencia
y en aquellos, organizadores, esa fuerza constructora de Estados, es en efecto,
la misma que aquí, más interior, más pequeña, más empequeñecida reorientada
hacia atrás, en el “laberinto del pecho”, para decirlo con palabras de Goethe,
se crea la mala conciencia y construye ideales negativos, es cabalmente aquel
instinto de libertad dicho con mi vocabulario: la voluntad de
poder). Sólo que la materia sobre la que se desahoga la naturaleza conformadora
y violentadora de esa fuerza es aquí justo el hombre mismo, su entero, animalesco,
viejo yo -y no como en aquel fenómeno más grande y más llamativo,
el otro hombre, los otros hombres. Esta secreta
autoviolentación, esta crueldad de artista, este placer de darse forma a si
mismo como a una materia dura, resistente y paciente, de marcar a fuego en ella
una voluntad, una crítica, una contradicción, un desprecio, un no, este siniestro
y voluptuoso trabajo de un alma voluntariamente escindida consigo misma que
se hace sufrir por el placer de hacer sufrir, toda esta activa
“mala conciencia” ha acabado por producir también -ya se lo adivina-, cual auténtico
seno materno de acontecimientos ideales e imaginarios, una profusión de acontecimientos
ideales e imaginarios, una profusión de belleza y de afirmación nuevas y sorprendentes
y quizá ella sea la que por vez primera ha creado la belleza... ¿Pues qué cosa
sería bella si la contradicción no hubiese cobrado antes conciencia de sí misma,
si lo feo no se hubiese dicho antes a sí mismo: “Yo soy feo”... Al menos tras
esta indicación resultará menos enigmático el enigma de hasta qué punto puede
estar insinuado un ideal, una belleza, en conceptos contradictorios como desinterés,
autonegación, sacrificio de sí mismo; y una cosa se sabrá de ahora en
adelante, no tengo duda de ello-, a saber, de qué especie es, desde el comienzo,
el placer que siente el desinteresado, el abnegado, el que se sacrifica a sí
mismo: ese placer pertenece a la crueldad. -Con esto basta, provisionalmente,
en lo que se refiere a la procedencia de lo “no egoísta” en cuanto valor moral
y a la delimitación del terreno de que este valor ha brotado: sólo la mala conciencia,
sólo la voluntad de maltratarse a sí mismo proporciona el presupuesto para el
valor de lo no-egoísta.-
-Acabo con tres signos de
interrogación, como bien se ve. “¿Se alza propiamente aquí un ideal, o se lo
abate?”, se me preguntará acaso... Pero ¿os habéis preguntado alguna vez suficientemente
cuán caro se ha hecho pagar en la tierra el establecimiento de todo ideal? ¿Cuánta
realidad tuvo que ser siempre calumniada e incomprendida para ello, cuánta mentira
tuvo que ser santificada, cuánta conciencia conturbada, cuánto “dios” tuvo que
ser sacrificado cada vez? Para poder levantar un santuario hay que derruir
un santuario: ésta es la ley -¡muéstreseme un solo caso en que no se
haya cumplido!... Nosotros los hombres modernos, nosotros somos los herederos
de la vivisección durante milenios de la conciencia, y de la autortura, también
durante milenios, de ese animal que nosotros somos: en esto tenemos nuestra
más prolongada ejercitación, acaso nuestra capacidad de artistas, y en todo
caso nuestro refinamiento, nuestra perversión del gusto. Durante demasiado tiempo
el hombre ha contemplado “con malos ojos” sus inclinaciones naturales, de modo
que éstas han acabado por hermanarse en él con la “mala conciencia”. Sería posible
en sí un intento en sentido contrario -¿pero quién es lo bastante
fuerte para ello?-, a saber, el intento de hermanar con la mala conciencia las
inclinaciones innaturales, todas esas aspiraciones hacia el más
allá, hacia lo contrario a los sentidos, lo contrario a los instintos, lo contrario
a la naturaleza, lo contrario al animal, en una palabra, los ideales que hasta
ahora han existido, todos los cuales son ideales hostiles a la vida, ideales
calumniadores del mundo. ¿A quién dirigirse hoy con tales esperanzas
y pretensiones?... Tendríamos contra nosotros, justo a los hombres buenos: y
además como es obvio, a los hombres cómodos, a los reconciliados, a los vanidosos,
a los soñadores, a los cansados... ¿Qué cosa ofende más hondamente, qué cosa
divide más radicalmente que el hacer notar algo del rigor y de la elevación
con que uno se trata a sí mismo? Y, por otro lado - ¡qué complaciente, qué afectuoso
se muestra todo el mundo con nosotros tan pronto como hacemos lo que hace todo
el mundo y nos “dejamos llevar” como todo el mundo!... Para lograr aquel fin
se necesitaría una especie de espíritus distinta de los que son probables cabalmente
en esta época: espíritus fortalecidos por guerras y victorias, a quienes la
conquista, la aventura, el peligro e incluso el dolor se les hayan convertido
en una necesidad imperiosa; se necesitaría para ello estar acostumbrados al
aire cortante de las alturas, a las caminatas invernales, al hielo y a las montañas
en todo sentido, y se necesitaría además una especie de sublime maldad, una
última y autosegurísima petulancia del conocimiento, que forma parte de la
gran salud, ¡se recitaría cabalmente, para decirlo pronto y mal, esa
gran salud!... Pero hoy, ¿es ésta posible siquiera?... Alguna vez, sin embargo,
en una época más fuerte que este presente corrompido, que duda de sí mismo,
tiene que venir a nosotros el hombre redentor, el hombre del gran
amor y del gran desprecio, el espíritu creador, al que su fuerza impulsiva aleja
una y otra vez de todo apartamiento y todo más allá, cuya soledad es malentendida
por el pueblo como si fuera una huida de la realidad-: siendo así que constituye
un hundirse, un enterrarse, un profundizar en la realidad, para extraer alguna
vez de ella, cuando retorne a la luz, la redención de la misma, su redención
de la maldición que el ideal existente hasta ahora ha lanzado sobre ella. Ese
hombre del futuro que nos liberará del ideal existente hasta ahora y asimismo
de lo que tuvo que nacer de él, de la gran nausea, de la voluntad
de nada, del nihilismo, ese toque de campana del mediodía y de la gran decisión,
que de nuevo libera la voluntad, que devuelve a la tierra su meta y al hombre
su esperanza, ese anticristo y antinihilista, ese vencedor de Dios y de la nada
-alguna vez tiene que llegar...
Friedrich Nietzsche
Trad. Sánchez Pascual. Alianza Editorial