Prólogo de la segunda edición La conciencia de la apariencia Nuestra última gratitud al arte Nuevos combates El loco A flor de piel La amistad de las estrellas |
¿Qué significa conocer?. El peso más grande En que medida somos nosotros todavía piadosos De “El genio de la especie”. La ciencia como prejuicio Habla el caminante |
1
A este libro tal vez no sólo
le hace falta un prólogo; en último término, siempre queda la duda de si a
alguien que no haya vivido algo semejante se la puede hacer más cercanas las
vivencias de este libro mediante prólogos. Parece escrito con el
lenguaje del viento del deshielo: en él hay petulancia, desasosiego,
contradicción, tiempo de abril, de tal manera que a uno continuamente se le
recordará tanto la cercanía del invierno como la victoria sobre el
invierno, que llega, tiene que llegar, tal vez ya ha llegado... El
agradecimiento se derrama continuamente, como si acabara de acontecer lo más
inesperado: el agradecimiento de un convaleciente -pues la
curación era lo inesperado. “Ciencia jovial”: eso significa las
saturnales de un espíritu que ha resistido pacientemente una larga y terrible
presión -paciente, riguroso, frío, sin someterse, pero sin esperanza- y que
ahora de una sola vez es asaltado por la esperanza, por la esperanza de salud,
por la embriaguez de la curación. Cómo puede sorprender que con
ello se haga visible mucho que es irracional y loco, mucha ternura impetuosa,
derrochada incluso sobre problemas que tienen una piel erizada y que no parecen
ser apropiados para ser acariciados y seducidos. Este libro no es cabalmente,
nada más que el regocijo luego de una larga privación y desfallecimiento, el
júbilo de la fuerza que se recupera, la creencia que se ha despertado de nuevo a
un mañana y a un pasado mañana, el súbito sentimiento y presentimiento de un
futuro, de próximas aventuras, de mares nuevamente abiertos, de metas nuevamente
permitidas, nuevamente creídas. ¡Y que cantidad de cosas quedan ahora detrás de
mí! Este trozo de desierto, de agotamiento, de incredulidad, de congelamiento en
medio de la juventud, esta ancianidad insertada en un lugar inapropiado; esta
tiranía del dolor superada aún por la tiranía del orgullo, que rechazaba las
conclusiones del dolor -y las conclusiones son consuelos-; este radical quejarse
solo como defensa extrema contra un desprecio por los hombres, que se había
vuelto enfermizo y clarividente; esta restricción fundamental a lo amargo,
áspero y doloroso que posee el conocimiento, tal como la prescribía la nausea
que paulatinamente había crecido a partir de una dieta espiritual y
condescendencia imprudentes -a eso se lo llama romanticismo-, ¡oh, quién pudiera
sentir todo eso conmigo! Pero quien lo pudiera, seguramente me atribuiría mucho
más que algo de insensatez, de alegría desbordante, de “ciencia jovial” -por
ejemplo el puñado de canciones que esta vez se han agregado al libro-, canciones
en las que un poeta se burla de todos los poetas de una manera difícilmente
perdonable.
Ah, pero no es sólo frente a
los poetas y a sus hermosos “sentimientos líricos ante los que este resucitado
tiene que manifestar su maldad: ¿quién sabe qué victimas busca para sí, qué
clase de monstruos de un material paródico lo excitarán dentro de poco tiempo?
“Incipit tragoedia” - se dice al final de este libro impensable
que da que pensar: ¡hay que ponerse en guardia! Se anuncia algo ejemplarmente
malo y malvado: incipit parodia, no cabe ninguna duda...
2
Pero dejemos a un lado al
señor Nietzsche, ¿qué nos importa que el señor Nietzsche esté nuevamente
sano?... Un psicólogo conoce pocas preguntas tan atractivas como aquella que
interroga por la relación entre salud y filosofía, y en el caso de que él mismo
caiga enfermo, aporta a su enfermedad toda su curiosidad científica. En rigor,
supuesto el caso que sea una persona, uno tiene necesariamente también la
filosofía de su persona: existe allí, sin embargo, una considerable diferencia.
En uno son sus carencias las que filosofan, en otro son sus riquezas y fuerzas.
El primero necesita de su filosofía, ya sea como apoyo,
tranquilizante, medicina, salvación, exaltación, autoestrañamiento; para el
último, ella sólo es un hermoso lujo, y en el mejor de los casos la
voluptuosidad de un agradecimiento triunfador que, en último termino, ha de
escribirse con mayúsculas cósmicas en el cielo de los conceptos. Pero en los
otros casos, más habituales, cuando las condiciones de penuria hacen filosofía,
como acontece con todos los pensadores enfermos -y tal vez predominan en la
historia de la filosofía los pensadores enfermos-; ¿qué sucederá propiamente con
aquel pensamiento producido bajo la presión de la enfermedad? Esta es la
pregunta que concierne al psicólogo: y aquí es posible el experimento. Nada
distinto a lo que hace un viajero que se propone despertar a una hora
determinada, y que luego tranquilamente se abandona al sueño: así nos entregamos
los filósofos, supuesto el caso de que caigamos enfermos, temporalmente, con
cuerpo y alma a la enfermedad - cerramos los ojos ante nosotros, por decirlo
así. Y así como aquél sabe que hay algo que no duerme, algo que
cuenta las horas y lo despertará, así sabemos nosotros también que el instante
decisivo nos encontrará despiertos - que entonces algo brinca hacia delante y
sorprende al espíritu en el acto, quiero decir, en la debilidad o marcha atrás o
resignación o endurecimiento u oscurecimiento, y como quiera que se llamen todos
los estados enfermizos del espíritu, que tienen en contra suya el orgullo del
espíritu en los días saludables (pues sigue siendo verdadero el viejo dicho: “el
espíritu orgulloso, el pavo real y el caballo son los tres animales más
orgullosos sobre la tierra”). Luego de interrogarse y probarse uno a sí mismo de
esta manera, se aprende a mirar con ojos más sutiles hacia todo lo que, en
general, ha filosofado hasta ahora. Uno adivina mejor que antes los desvíos
involuntarios, los lugares de descanso, los lugares soleados del
pensamiento, a que son conducidos y seducidos los pensadores que sufren y,
precisamente en tanto sufrientes; uno sabe ahora hacia dónde apremia, empuja,
atrae inconscientemente el cuerpo enfermo y sus necesidades al espíritu
-hacia el sol, lo plácido, lo suave, la paciencia, el medicamento, el solaz en
cualquier sentido. Toda filosofía que coloca a la paz por encima de la guerra,
toda ética con una comprensión negativa del concepto felicidad, toda metafísica
y física que conoce un final, un estado último de cualquier tipo, todo anhelo
predominantemente estético o religioso hacia un estar aparte, un más allá, un
estar fuera, un estar por encima, permite hacer la pregunta de si no ha sido
acaso la enfermedad lo que ha inspirado al filosofo. El disfraz inconsciente de
las necesidades fisiológicas bajo el abrigo de lo objetivo, ideal, puramente
espiritual, se extiende hasta lo aterrador -y muy a menudo me he preguntado si
es que, considerando en grueso, la filosofía no ha sido hasta ahora, en general
más que una interpretación del cuerpo y una mala comprensión del
cuerpo. Detrás de los más altos juicios de valor por los que hasta ahora
has sido dirigida la historia del pensamiento, se ocultan malos entendidos
acerca de la constitución corporal, ya sea de los individuos, de los Estados o
de razas enteras. Se puede considerar a todas esas audaces extravagancias de la
metafísica, especialmente sus respuestas a la pregunta por el
valor de la existencia, por lo pronto y siempre, como síntomas de
determinados cuerpos; y aun cuando tales afirmaciones del mundo o negaciones del
mundo hechas en bloque, evaluadas científicamente, carecen del más mínimo
sentido, entregan, sin embargo, al historiador y al psicólogo importantísimas
señales en cuanto síntomas, según hemos dicho, del cuerpo, de sus aciertos y
fracasos, de su plenitud, poderío, autoridad en la historia, o, por el
contrario, de sus represiones, cansancios, empobrecimientos, de su
presentimiento del fin, de su voluntad de final. Todavía espero que un
médico filósofo, en el sentido excepcional de la palabra - uno que
haya de dedicarse al problema de la salud total del pueblo, del tiempo, de la
raza, de la humanidad - tendrá alguna vez el valor de llevar mi sospecha hasta
su extremo limite y atreverse a formular la proposición: en todo el filosofar
nunca se ha tratado hasta ahora de la “verdad” sino de algo diferente, digamos
de la salud, del futuro, del crecimiento, del poder, de la vida...
3
Se adivina que yo no quiera
despedirme con ingratitud de aquel periodo de grave y larga enfermedad cuyo
proceso hasta hoy no se ha agotado aún para mí: puesto que tengo conciencia de
la ventaja que mi salud rica en cambios me otorga en verdad frente a todos los
lerdos rechonchos del espíritu. Un filósofo que ha hecho el camino a través de
muchas saludes y lo vuelve a hacer una y otra vez, ha transitado a través de
muchas filosofías: justamente él no puede actuar de otra manera
más que transformando cada vez su situación en una forma y lejanía más
espirituales -este arte de la transfiguración es precisamente la
filosofía. A los filósofos no les está permitido establecer una separación entre
el alma y el cuerpo, tal como lo hace el pueblo y menos aún nos esta permitido
separar alma y espíritu. Nosotros no somos ranas pensantes ni aparatos de
objetivación ni de registro, con las vísceras congeladas -continuamente tenemos
que parir nuestro pensamientos desde nuestro dolor, y compartir maternalmente
con ellos todo cuanto hay en nosotros de sangre, corazón, fuego, placer, pasión,
tormento, conciencia, destino, fatalidad. Vivir -eso significa, para nosotros
trasformar continuamente todo lo que somos en luz y en llama, también todo lo
que nos hiere: no podemos actuar de otra manera. Y en cuanto a lo que concierne
a la enfermedad: ¿no estaríamos casi tentados a preguntar si es que ella nos es
en general prescindible? Sólo el gran dolor es el último liberador del espíritu,
en tanto es el maestro de la gran sospecha, que convierte cada U
en una X, una genuina y justa X, es decir, la penúltima letra en la última...
Sólo el gran dolor, aquel largo y lento dolor que se toma tiempo, en el que nos
quemamos por así decirlo, como una madera verde, nos obliga a los filósofos a
ascender hasta nuestra última profundidad y a apartar de nosotros toda
confianza, toda benignidad, encubrimiento, clemencia, medianía, entre las que
previamente habíamos asentado tal vez nuestra humanidad. Dudo si un dolor de
este tipo “mejora”; pero sé que nos profundiza. Ya sea que
aprendamos a contraponerle nuestro orgullo, nuestra burla, nuestra fuerza de
voluntad, y que hagamos como aquel indio que, por grave que fuese la tortura, se
resarcía ante su torturador mediante la maldad de su lengua, ya sea que ante el
dolor nos retraigamos en aquella nada oriental - se la llama nirvana -, en el
mudo ciego, sordo resignarse, olvidarse, extinguirse a sí mismo: de tales largos
y peligrosos ejercicios de dominio sobre si mismo se sale convertido en oro
hombre, con algunos signos de interrogación más y sobre todo, de ahora en
adelante, con la voluntad de preguntar más, más profunda, rigurosa, dura,
malvada, tranquilamente que lo que hasta entonces se había preguntado. Se acabó
la confianza en la vida: la vida misma se convirtió en problema.
¡Pero no se crea que con esto uno se ha convertido necesariamente en un
melancólico! Incluso todavía es posible el amor a la vida -sólo que se ama de
otra manera. Es el amor a una mujer que nos hace dudar... Pero el atractivo por
lo problemático, la alegría en la X es tan grande en esos hombres más
espirituales, más espiritualizados, como para que esa alegría no estalle una y
otra vez como una brasa resplandeciente por encima de toda penuria de lo
problemático, por sobre todo peligro de la inseguridad, incluso por encima de
los celos del amante. Conocemos una nueva felicidad...
4
Por último, para que lo
esencial no quede sin ser dicho: de tales abismos, de esa grave y larga
enfermedad, también de la larga enfermedad que es la grave sospecha se regresa
como recién nacido, desollado, más susceptible, más maligno, con su gusto más
delicado para la alegría, con una lengua más tierna para todas las cosas buenas,
con sentidos más alborozados, con una segunda inocencia más peligrosa en la
alegría, más infantiles a la vez, y cien veces más refinados que todo lo que
jamás se fue antes. ¡Oh, cuan repugnante le es ahora a uno el goce, el burdo,
sordo, oscuro goce, tal como lo entienden los que gozan, nuestros “hombres
cultos” y el de la gran ciudad mediante el arte, el libro y la música, en pos de
“goces espirituales” y con la ayuda de bebidas espirituosas” ¡Cuánto nos duele
ahora en los oídos el grito teatral de la pasión! ¡Cuan ajeno a nuestro gusto se
ha vuelto todo el romántico estremecimiento y confusión de los sentidos que ama
la plebe educada, junto a las aspiraciones por lo grandioso, elevado, retorcido!
¡No, si nosotros los convalecientes requerimos todavía de un arte, ése es
otro arte - un arte burlón, ligero, fugaz, divinamente
despreocupado, divinamente artístico, que arde como llama resplandeciente en un
cielo sin nubes! Por sobre todo: ¡un arte para artistas, sólo para artistas! A
la postre, conocemos mejor aquello para lo cual se requiere, en
primer término, que haga falta: ¡la alegría, toda alegría, amigos
míos! También en cuanto artista-: quisiera demostrarlo. Los que sabemos, sabemos
ahora demasiado bien algunas cosas: ¡oh, cuán bien aprendemos ahora a olvidar, a
no saber bien, como artistas! Y en lo que concierne a nuestro
futuro: difícilmente nos encontrarán de nuevo en la senda de aquellos jóvenes
egipcios que en las noches vuelven inseguros los templos, abrazan las columnas y
todo aquello que, con buenas razones, es mantenido oculto, y que ellos querían
develar, descubrir y poner a plena luz.
No, este mal gusto, esta voluntad de verdad, de “verdad a todo precio”,
esta locura juvenil en el amor por la verdad - nos disgusta: somos demasiado
experimentados para ello, demasiado serios, demasiado alegres, demasiado
escarmentados, demasiado profundos... Ya no creemos que la verdad siga siendo
verdad cuando se le descorren los velos; hemos vivido suficiente como para creer
en esto. Hoy consideramos como un asunto de decencia el no querer verlo todo
desnudo, no querer estar presente en todas partes, no querer entenderlo ni
“saberlo” todo. “¿Es verdad que el amado Dios está presente en todas partes?”,
preguntó una niña pequeña a su madre: “pero eso lo encuentro indecente” - ¡una
señal para los filósofos! Se debería respetar más el pudor con que la naturaleza
se ha ocultado detrás de enigmas e inseguridades multicolores. ¿Es tal vez su
nombre, para hablar griegamente, Baubo?... ¡Oh, estos griegos! Ellos sabían cómo
vivir: para eso hace falta quedarse valientemente de pie ante la superficie, el
pliegue, la piel, venerar la apariencia. Los griegos eran superficiales - ¡por
ser profundos! ¿Y no retrocedemos precisamente por eso, nosotros los temerarios
del espíritu que hemos escalado las más altas y peligrosas cumbres del
pensamiento actual y que desde allí hemos mirado en torno nuestro, que desde
allí hemos mirado hacia abajo? ¿No somos precisamente por eso - griegos?
¿Adoradores de las formas, de los sonidos, de las palabras? ¿Precisamente por
eso - artistas?
Federico Nietzsche
Ruta, Génova
otoño, 1886
54
LA CONCIENCIA DE LA APARIENCIA.
¡Qué lugar admirable ocupo yo, con mi conocimiento, frente a la existencia entera;
cuán nuevo me parece éste y, al mismo tiempo que espantoso e irónico! He descubierto
“para mí” que la vieja humanidad, la vieja animalidad, y aun que todos los tiempos
primitivos y el pasado de toda existencia sensible, continúan viviendo en mí,
escribiendo y amando, odiando; para concluir, me he despertado repentinamente
en medio de este ensueño, pero solo para adquirir conciencia de que sonaba y
que “es preciso” que siga sonando para no sucumbir. ¿Qué es desde ahora, para
mí la “apariencia”? No ciertamente lo contrario de un ser cualquiera: ¿qué puedo
enunciar de este ser si no son los atributos de su apariencia? ¡No es ciertamente
una mascara inanimada lo que se podría poner y quizá quitar a una X desconocida!
La apariencia es para mí la vida y la acción misma que, en su ironía de sí misma,
llega hasta hacerme sentir que hay apariencia y fuego fatuo allí y danza de
elfos y nada más; que entre esos soñadores, yo también, yo, "que busco el conocimiento",
danzo al compás de todo el mundo; que el "conocedor" es un medio para prolongar
la danza terrestre, y que, en razón de esto, forma parte de los maestros de
ceremonia de la vida, y que la sublime consecuencia y el lazo de todos los conocimientos
es, y será quizá, el medio supremo para mantener la generalidad del ensueño,
la inteligencia entre ellos de todos esos soñadores, y, por esto mismo, “la
duración del ensueño””.
107
NUESTRA
ÚLTIMA GRATITUD AL ARTE. Si no hubiéramos tolerado las artes ni ideado este tipo
de culto de lo no verdadero, el conocimiento de la no verdad y mentira universales
que nos proporciona hoy la ciencia -el reconocimiento de la ilusión y el error
como condiciones de la existencia cognoscitiva y sensible- no sería en absoluto
soportable. Las consecuencias de la honradez
serían la nausea y el suicidio. Sin embargo, nuestra honestidad tiene una fuerza
de signo contrario que nos ayuda a eludir tales consecuencias: el arte entendido
como la buena
voluntad de la apariencia. No siempre impedimos a nuestro ojo redondear debidamente,
crear formas poéticamente definidas: y entonces no es ya el eterno inacabado
lo que transportamos al flujo del devenir; porque pensamos transportar una diosa,
y nos sentimos orgullosos y como niños en este servicio que le rendimos. En
cuanto fenómeno estético, nos es aún soportable
la existencia y mediante el arte se nos conceden el ojo, la mano y sobre todo
la buena conciencia de poder
hacer por nosotros mismos semejante fenómeno. ¡Debemos de vez en cuando, descansar
del peso de nosotros mismos, volviendo la mirada allá abajo, sobre nosotros,
riendo y llorando sobre nosotros mismos desde una distancia de artistas: debemos
descubrir al héroe
y también al juglar
que se oculta en nuestra pasión de conocimiento; debemos, alguna vez, alégranos
de nuestra locura para poder estar contentos de nuestra sabiduría! Y justamente
porque en última instancia somos graves y serios y más bien pesos que hombre,
no hay nada que nos haga tanto bien como la gorra del granujilla: la necesitamos
para nosotros mismo -todo arte arrogante, vacilante, danzante, burlesco, infantil
y bienaventurado nos es necesario para no perder esa libertad sobre las cosas que
nuestro ideal nos exige. Sería para nosotros una recaída
dar precisamente con nuestra susceptible honestidad en el mismo centro de la
moral y por amor de exigencias más que severas, puestas en este punto en nosotros
mismos, volvernos también nosotros monstruos y espantajos de virtud. ¡Debemos
estar por encima incluso
de la moral: y no sólo estarnos ahí arriba empalados, con la angustiosa rigidez
de quien teme a cada momento resbalar y caer, sino, además, flotar y jugar sobre
ella! ¿Cómo podríamos, por ello, prescindir del arte, incluso del juglar? ¡Mientras
continuéis experimentando de algún modo vergüenza
de vosotros mismos, no estaréis entre nosotros!
108
NUEVOS
COMBATES. Después de que Buda hubiese muerto, todavía se enseñaba
su sombra durante siglos en una caverna, - una sombra enorme y espantosa. Dios
ha muerto: pero tal como es la especie humana, quizá durante milenios todavía
habrá cavernas en las que se enseñe su sombra. -Y nosotros- ¡también nosotros
todavía tenemos que vencer su sombra!
125
EL LOCO.
¿No habéis oído hablar de ese loco que encendió un farol en pleno día y corrió
al mercado gritando sin cesar: “¡Busco a Dios!, ¡Busco a Dios!”. Como precisamente
estaban allí reunidos muchos que no creían en dios, sus gritos provocaron enormes
risotadas. ¿Es que se te ha perdido?, decía uno. ¿Se ha perdido como un niño
pequeño?, decía otro. ¿O se ha escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Se habrá
embarcado? ¿Habrá emigrado? - así gritaban y reían alborozadamente. El loco
saltó en medio de ellos y los traspasó con su mirada. “¿Qué a dónde se ha ido
Dios? -exclamó-, os lo voy a decir. Lo hemos matado:
¡vosotros y yo! Todos somos su asesino. Pero ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo
hemos podido bebernos el mar? ¿Quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte?
¿Qué hicimos cuando desencadenamos la tierra de su sol? ¿Hacia dónde caminará
ahora? ¿Hacia dónde iremos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No nos caemos
continuamente? ¿Hacia delante, hacia atrás, hacia los lados, hacia todas partes?
¿Acaso hay todavía un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada
infinita? ¿No nos roza el soplo del espacio vació? ¿No hace más frío? ¿No viene
de contiuno la noche y cada vez más noche? ¿No tenemos que encender faroles
a mediodía? ¿No oímos todavía el ruido de los sepultureros que entierran a Dios?
¿No nos llega todavía ningún olor de la putrefacción divina? ¡También los dioses
se pudren! ¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo podremos consolarnos,
asesinos entre los asesinos? Lo más sagrado y poderoso que poseía hasta ahora
el mundo se ha desangrado bajo nuestros cuchillos. ¿Quién nos lavará esa sangre?
¿Con qué agua podremos purificarnos? ¿Qué ritos expiatorios, qué juegos sagrados
tendremos que inventar? ¿No es la grandeza de este acto demasiado grande para
nosotros? ¿No tendremos que volvernos nosotros mismos dioses para parecer dignos
de ella? Nunca hubo un acto tan grande y quien nazca después de nosotros formará
parte, por mor de ese acto, de una historia más elevada que todas las historias
que hubo nunca hasta ahora” Aquí, el loco se calló y volvió a mirar a su auditorio:
también ellos callaban y lo miraban perplejos. Finalmente, arrojó su farol al
suelo, de tal modo que se rompió en pedazos y se apagó. “Vengo demasiado pronto
-dijo entonces-, todavía no ha llegado mi tiempo. Este enorme suceso todavía
está en camino y no ha llegado hasta los oídos de los hombres. El rayo y el
trueno necesitan tiempo, la luz de los astros necesita tiempo, los actos necesitan
tiempo, incluso después de realizados, a fin de ser vistos y oídos. Este acto
está todavía más lejos de ellos que las más lejanas estrellas y, sin embargo son ellos los
que lo han cometido.”
Todavía se cuenta que el loco entró aquel mismo día en varias iglesias y entonó
en ellas su Requiem aeternan deo.
Una vez conducido al exterior e interpelado contestó siempre esta única frase:
“¿Pues, qué son ahora ya estas iglesias, más que las tumbas y panteones de Dios?”.
256
A FLOR DE PIEL. Todos los humanos profundos
se deleitan en imitar a los peces voladores jugando sobre las altas crestas
de las olas. Consideran que lo mejor de las cosas es su superficie, lo que hay
en la epidermis, sit venia verbo.
279
LA AMISTAD DE LAS ESTRELLAS.
Eramos amigos y nos hemos vuelto extraños. Pero está bien que sea así, y no
queremos ocultarnos ni ofuscarnos como si tuviésemos que avergonzarnos de ello.
Somos dos barcos y cada uno tiene su meta y su rumbo; bien podemos cruzarnos
y celebrar juntos una fiesta, como lo hemos hecho - y los valerosos barcos estaban
fondeados luego tan tranquilos en un puerto y bajo un
sol que parecía como si hubiesen arribado ya a la meta y hubiesen tenido una
meta. Pero la fuerza todopoderosa de nuestras tareas nos separó e impulsó luego
hacia diferentes mares y regiones del sol, y tal vez nunca más nos veremos -
tal vez nos volveremos a ver, pero no nos reconoceremos de muevo: ¡los diferentes
mares y soles nos habrán trasformado! Que tengamos que ser extraños uno para
el otro, es la ley que está sobre nosotros: ¡por eso mismo hemos
de volvernos más dignos de estimación uno al otro! ¡Por eso mismo ha de volverse
más sagrado el recuerdo de nuestra anterior amistad! Probablemente existe una
enorme e invisible curva y órbita de estrellas, en la que puedan estar contenidos
como pequeños tramos nuestros caminos y metas tan diferentes -¡elevémonos hacia
ese pensamiento! Pero nuestra vida es demasiado corta y demasiado escaso el
poder de nuestra visón, como para que pudiéramos ser algo más que amigos, en
el sentido de aquella sublime posibilidad. Y es así como queremos creer
en nuestra amistad de estrellas, aun cuando tuviéramos que ser enemigos en la
tierra.
333
¿QUÉ SIGNIFICA CONOCER?. “Non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere” dice Spinoza con aquella sencillez y elevación que le caracterizaban. Este “intelligere” ¿qué es, en último termino, en cuanto forma por la cual los otros tres se nos hacen sensibles de un solo golpe? ¿El resultado de varios instintos que se contradicen, del deseo de burlarse, de quejarse o de maldecir? Antes que sea posible el conocimiento es preciso que cada uno de estos impulsos adelante su opinión incompleta sobre el objeto o el acontecimiento: entonces comienza la lucha de estos juicios incompletos, y el resultado es a veces un término medio, una pacificación, una aprobación de los tres lados, una especie de justicia y de contrato, pues por medio de la justicia y del contrato todos esos impulsos pueden conservarse en la existencia y guardar al mismo tiempo su razón. Nosotros que no encerramos en nuestra conciencia más que las huellas de las últimas escenas de reconciliación, los definitivos arreglos de cuentas de este largo proceso, nos figuramos por consiguiente, que “intelligere” es alguna cosa conciliatoria, justa, buena; algo esencialmente opuesto a los instintos, mientras que en realidad no es más que una cierta relación de los instintos entre sí. Durante largo tiempo se ha considerado al pensamiento conciente como el pensamiento por excelencia; sólo ahora comenzamos a entrever la verdad, es decir, que la mayor parte de nuestra actividad intelectual se realiza de una manera inconsciente y sin que nos demos cuenta; pero yo creo que esos impulsos que luchan entre sí sabrán muy bien hacerse perceptibles y hacerse daño “recíprocamente”. Puede suceder que este formidable y repentino agotamiento de que se ven atacados todos los pensadores tenga aquí su origen (el agotamiento sobre el campo de batalla). Sí, quizá haya en nuestro interior heroísmos ocultos en lucha, pero ciertamente nada de divino, nada que repose eternamente en sí mismo, como pensaba Spinoza. El pensamiento consciente, y sobre todo el de los filósofos, es la menos violenta, y por consiguiente, también relativamente, la más dulce y la más tranquila categoría del pensamiento; y por esto le sucede tantas veces al filósofo que se engañe sobre la naturaleza del conocimiento.
341
EL PESO MÁS GRANDE. ¿Qué ocurriría si, un día o una noche
un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y
te dijese: “Esta vida, como tú ahora la vives y la has vivido, deberás vivirla
aún otra vez e innumerables veces, y no habrá en ella nunca nada nuevo, sino
que cada dolor y ada placer, y cada pensamiento y cada suspiro, y cada cosa
indeciblemente pequeña y grande de tu vida deberá retornar a ti, y todas en
la misma secuencia y sucesión -y así también esta araña y esta luz de luna entre
las ramas y así también este instante y yo mismo. ¡La eterna clepsidra de la
existencia se invierte siempre de nuevo y tú con ella, granito del polvo!”?
¿No te arrojarías al suelo, rechinando los dientes y maldiciendo al demonio
que te ha hablado de esta forma? ¿O quizás has vivido una vez un instante infinito,
en que tu respuesta habría sido la siguiente: “Tu eres un dios y jamás oí nada
más divino”? Si ese pensamiento se apoderase de ti, te haría experimentar, tal
como eres ahora, una transformación y tal vez te trituraría; ¡la pregunta sobre
cualquier cosa: “Quieres esto otra vez e innumerables veces más?” pesaría sobre
tu obrar como el peso más grande! O también, ¿cuánto deberías amarte a ti mismo
y a la vida para no desear ya otra cosa que esta última, eterna
sanción, este sello?”
344
EN QUE MEDIDA SOMOS NOSOTROS
TODAVÍA PIADOSOS. --Dícese con fundada razón que las convicciones no
rezan en la ciencia; sólo si se avienen a condescender a la modestia de una
hipótesis, de una fórmula heurística, de una ficción regulativa, cabe darle
acceso al reino del conocimiento y hasta reconocerles cierto valor dentro del
mismo; claro que colocándolas siempre bajo vigilancia policial, bajo la vigilancia
alerta del recelo. Pero ¿no significa esto, en definitiva, que sólo si la convicción
“deja” de ser convicción cabe darle acceso a la ciencia? ¿No comienza la disciplina
del espíritu científico por repudiar las convicciones? Así es, probablemente;
sólo que se plantea el interrogante de si para que esta disciplina pueda comenzar
no debe existir con anterioridad una convicción, una tan imperiosa e incondicional
que se sacrifica a sí misma todas las demás convicciones. Como se ve, también
la ciencia descansa en fe; una ciencia "exenta de supuestos" no existe. La pregunta
de si es menester la verdad no sólo debe estar contestada afirmativamente, sino
contestada así en un grado que exprese el axioma, la creencia, la convicción
de que “nada es tan necesario como la verdad y en comparación con ella todo
lo demás tiene tan sólo un valor secundario”. Esta voluntad incondicional de
verdad, ¿qué es? ¿Es la voluntad de no dejarse engañar? ¿Es la voluntad de no
engañar? Pues cabe interpretarla también en este último sentido, siempre que
en la generalización; “no quiero engañar”, se incluya el caso particular “no
quiero engañarme a mí mismo”. Pero ¿por qué no engañar? ¿Por qué no dejarse
engañar? Nótese bien que las razones para no dejarse engañar caen en un dominio
muy otro que las razones para no dejarse engañar; no se quiere dejarse engañar
suponiendo que esto es perjudicial, peligroso y fatal; en este sentido, la ciencia
sería una sostenida cordura, una cautela, una utilidad, a la cual pudiera objetarse,
empero; ¿cómo? ¿El no querer dejarse engañar realmente es menos perjudicial,
peligroso y fatal que el ser engañado? ¿Qué sabéis a priori del carácter de
la existencia como para poder decidir cuál es más ventajosa, si la desconfianza
incondicional o la confianza incondicional? Y en el caso de que fuera menester
tanto la una como la otra, mucha confianza y mucha desconfianza, ¿de dónde va
a derivar la ciencia la creencia absoluta, la convicción, en que descansa, la
convicción de que la verdad es más importante que cualquier otra cosa, cualquier
otra convicción inclusive? Precisamente esta convicción no puede desarrollarse
si la verdad y la no-verdad revelan en todo momento su utilidad, corno ocurre
en efecto. De modo que la fe en la ciencia, que es un hecho incontrovertible,
no puede reconocer como origen tal cálculo utilitario, sino que debe haberse
originado a despecho de serle demostrada constantemente la inutilidad y peligrosidad
de la “voluntad de verdad”, de la “verdad a toda costa”. ¡Oh, qué bien comprendemos
esto una vez que hayamos sacrificado fe tras fe sobre este altar! De modo que
la “voluntad de verdad” no significa; “no quiero ser engañado”, sino queda otra
alternativa; “no quiero engañar, ni aun a mí mismo”; y henos aquí en el terreno
de la moral. Ahóndese en la pregunta; “¿por qué no quieres engañar?”, sobre
todo si parece -¡como parece en efecto!- que la vida tiende a la apariencia,
es decir, al error, al engaño, la simulación, la ofuscación, la autoofuscación,
y cuando la forma grande de la vida siempre se ha manifestado del lado de los
más inescrupulosos. Tal propósito es acaso, para decir poco, un quijotismo,
una especie de extraño sentimental; mas pudiera ser también algo más grave:
un principio antivital, destructor... La “voluntad de verdad” pudiera ser una
larvada “voluntad de muerte”. De esta suerte, el interrogante: ¿por qué la ciencia?,
se resuelve en el problema moral: ¿por qué la moral, ya que la vida, la Naturaleza
y la historia son “inmorales”? - No cabe duda de que
el hombre veraz, en aquel temerario y último sentido que la fe en la ciencia
presupone, afirma con ello otro mundo distinto del de la vida,
de la naturaleza y de la historia: y en la medida en que afirma ese ‘otro mundo’,
¿cómo?, ¿no tiene que negar, precisamente por ello su opuesto, este mundo, nuestro
mundo?... Nuestra fe en la ciencia reposa siempre sobre una fe metafísica
-también nosotros los actuales hombres del conocimiento, nosotros los ateos
y antimetafísicos, también nosotros extraemos nuestro fuego de aquella hoguera
encendida por una fe milenaria, por aquella fe cristiana que fue también la
fe de Platón, la creencia de que Dios es la verdad, de que la verdad es divina...
Pero como es esto posible, si precisamente tal cosa se vuelve cada vez más increíble,
si ya no hay nada que se revele como divino, salvo el error, la ceguera, la
mentira, -si Dios mismo se revela como nuestra más larga mentira?
354
DE “EL GENIO DE LA ESPECIE”. [...] El hombre, como cualquier
ser vivo, piensa constantemente, pero no lo sabe; el pensamiento que se hace
consciente es la menor parte del pensamiento, digamos que la parte peor y más
superficial, pues este pensamiento consciente es sólo ese pensamiento consciente
que se efectúa en palabras, es decir, en signos de comunicación, por el cual
el origen mismo de la conciencia se revela. En una palabra, el desarrollo del
lenguaje y el desarrollo de la conciencia (no de la razón, sino sólo de la razón
que se hace consciente de sí misma) se dan la mano. [...]
[...] la conciencia no forma
propiamente parte de la existencia individual del hombre, sino más bien de lo
que pertenece en él a la naturaleza de la comunidad y del rebaño; que, por
consiguiente, la conciencia no se ha desarrollado de una manera sutil sino en
relación con la utilidad para la comunidad y el rebaño, de que cada uno de
nosotros, a pesar de su deseo de comprenderse a sí mismo tan individualmente
como sea posible, no adquirirá nunca conciencia más que de lo que hay de no
individual en él, de lo que en él es “medio”; que nuestro pensamiento mismo es
sin cesar mayoritado, en cierto modo, por el carácter propio de la conciencia
por el “genio de la especie” que le ordena, que la manda y retransmitido en la
perspectiva del rebaño.
[...] la naturaleza de la conciencia animal
quiere que el mundo de que nosotros podemos tener conciencia no sea más que
un mundo de superficies y de signos, un mundo generalizado y vulgarizado; que
todo lo que se hace consciente sea por esto superficial, delgado, relativamente
estúpido, es generalización, signo, marca del rebaño; que, desde que se adquiere
conciencia, se produce una gran corrupción fundamental, una falsificación, una
vulgarización. [...] Se comprende que no es la oposición entre el sujeto y el
objeto lo que me preocupa aquí; dejo esta distinción a los teóricos del conocimiento
que se han quedado prendidos entre las redes de la gramática (la metafísica
del pueblo). [...] A decir verdad, no poseemos absolutamente órgano para el
conocimiento, para la “verdad”; nosotros sabemos (o mejor dicho, creemos saber,
nos figuramos) lo preciso justamente para nuestra utilidad, para el interés
del rebaño humano, de la especie; y aun lo que es aquí es llamado “utilidad”
no es, en fin de cuentas, más que una creencia, un juego de la imaginación y
quizá esa bestialidad nefasta será lo que un día nos haga perecer.
373
LA CIENCIA COMO PREJUICIO. [...] Lo mismo sucede con
esa creencia con la cual se satisfacen tantos sabios materialistas, la creencia
en un mundo que debe tener su equivalente y su medida en el pensamiento humano
en la evaluación humana, en un “mundo de verdad”, al cual nos podríamos acercar
en último análisis, con ayuda de nuestra humana razón, pequeña y cuadrada. ¿Cómo?
¿Queremos realmente dejar que se degrade de esa manera la existencia a ser un
ejercicio de calculistas y a un arrellanarse de los matemáticos en su cuarto?
Ante todo, no se la debe querer despojar de la pluralidad de
sentido de su carácter: ¡eso exige el buen gusto, señores
míos, el gusto del respeto frente a todo lo que va más allá de vuestro horizonte!
Que sólo sea correcta una interpretación del mundo [...] una interpretación
tal que permite contar, calcular, pesar, ver y palpar, y nada más, eso es una
torpeza y una ingenuidad, suponiendo que no sea una enfermedad mental ni un
idiotismo [...] Una interpretación “científica” del mundo, como vosotros la
entendéis, podría ser por consiguiente, inclusive, una de las más estúpidas,
esto es, la más pobre de todas las interpretaciones posibles del mundo.
380
HABLA EL CAMINANTE. Para llegar a divisar alguna vez desde lejos a nuestra moralidad europea para medirla con otras moralidades anteriores o venideras, para eso ha de hacerse como hace un caminante que quiere saber cuán altas son las torres de una ciudad: para eso, el abandona la ciudad. “Los pensamientos acerca de prejuicios morales”, en caso de que ellos no deban ser prejuicios acerca de prejuicios, presuponen una posición fuera de la moral, algún más allá del bien y del mal, hacia el que se tiene que ascender, escalar, volar -y en este caso, de todas manera, un más allá de nuestro bien y mal, una libertad de toda “Europa”, entendida esta última como una suma de juicios de valor que comandan y se nos han convertido en carne y sangre. Que se quiera ir precisamente hacia allí, hacia fuera y hacia arriba, es tal vez una pequeña locura, un extraño e irracional “tú tienes” -pues también nosotros, los que conocemos, tenemos nuestra idiosincrasia de la “voluntad no libre”: la pregunta es si podemos realmente ir hacia allí arriba. Esto puede depender de múltiples condiciones, en lo decisivo, la pregunta remite a cuán ligeros o cuán pesados somos, al problema de nuestra “pesadez especifica”. ¡Se tiene que ser muy ligero para impulsar su voluntad de conocimiento hasta una tal lejanía y, por así decirlo, por encima y hacia fuera de su tiempo, para crearse ojos con una mirada comprensiva sobre milenios y además un cielo puro en estos ojos! Uno tiene que haberse desprendido de mucho que nos oprime, nos refrena, nos mantiene sometidos, nos vuelve pesados, precisamente a nosotros los europeos de hoy. El hombre de semejante más allá, que quiere obtener ante su propia vista los más altos criterios de valor de su tiempo, requiere ante todo, para eso, “superar” en sí mismo este tiempo -es la prueba de su fuerza- y, por consiguiente, no sólo su tiempo, sino también su aversión y contradicción tenidas hasta ahora frente a este tiempo, su sufrimiento en este tiempo, su inadecuación con este tiempo, su romanticismo....
Friedrich Nietzsche