Jean-Paul SARTRE El existencialismo es un
humanismo
Quisiera defender aquí el existencialismo de una serie de reproches que
se le han formulado.
En primer lugar, se le ha reprochado el invitar a las
gentes a permanecer en un quietismo de desesperación, porque si todas las
soluciones están cerradas, habría que considerar que la acción en este mundo es
totalmente imposible y desembocar finalmente en una filosofía contemplativa, lo
que además, dado que la contemplación es un lujo, nos conduce a una filosofía
burguesa. éstos son sobre todo los reproches de los comunistas.
Se nos ha
reprochado, por otra parte, que subrayamos la ignominia humana, que mostramos en
todas las cosas lo sórdido, lo turbio, lo viscoso, y que desatendemos cierto
número de bellezas risueñas, el lado luminoso de la naturaleza humana; por
ejemplo, según Mlle. Mercier, crítica católica, que hemos olvidado la sonrisa
del niño. Los unos y los otros nos reprochaban que hemos faltado a la
solidaridad humana, que consideramos que el hombre está aislado, en gran parte,
además, porque partimos --dicen los comunistas-- de la subjetividad pura, por lo
tanto del "yo pienso" cartesiano, y por lo tanto del momento en que el hombre se
capta en su soledad, lo que nos haría incapaces, en consecuencia, de volver a la
solidaridad con los hombres que están fuera del yo, y que no puedo captar en el
cogito.
Y del lado cristiano, se nos reprocha que negamos la
realidad y la seriedad de las empresas humanas, puesto que si suprimimos los
mandamientos de Dios y los valores inscritos en la eternidad, no queda más que
la estricta gratuidad, pudiendo cada uno hacer lo que quiere y siendo incapaz,
desde su punto de vista, de condenar los puntos de vista y los actos de los
demás.
A estos diferentes reproches trato de responder hoy; por eso he
titulado esta pequeña exposición: El existencialismo es un humanismo.
Muchos podrán extrañarse de que se hable aquí de humanismo. Trataremos de ver en
qué sentido lo entendemos. En todo caso, lo que podemos decir desde el principio
es que entendemos por existencialismo una doctrina que hace posible la vida
humana y que, por otra parte, declara que toda verdad y toda acción implica un
medio y una subjetividad humana. El reproche esencial que nos hacen, como se
sabe, es que ponemos el acento en el lado malo de la vida humana. Una señora de
la que me acaban de hablar, cuando por nerviosidad deja escapar una palabra
vulgar, dice excusándose: creo que me estoy poniendo existencialista. En
consecuencia, se asimila fealdad a existencialismo; por eso se declara que somos
naturalistas; y si lo somos, resulta extraño que asustemos, que escandalicemos
mucho más de lo que el naturalismo propiamente dicho asusta e indigna hoy día.
Hay quien se traga perfectamente una novela de Zola como La tierra, y
no puede leer sin asco una novela existencialista; hay quien utiliza la
sabiduría de los pueblos --que es bien triste-- y nos encuentra más tristes
todavía. No obstante, ¿hay algo más desengañado que decir "la caridad bien
entendida empieza por casa", o bien "al villano con la vara del avellano"?
Conocemos los lugares comunes que se pueden utilizar en este punto y que
muestran siempre la misma cosa: no hay que luchar contra los poderes
establecidos, no hay que luchar contra la fuerza, no hay que pretender salir de
la propia condición, toda acción que no se inserta en una tradición es
romanticismo, toda tentativa que no se apoya en una experiencia probada está
condenada al fracaso; y la experiencia muestra que los hombres van siempre hacia
lo bajo, que se necesitan cuerpos sólidos para mantenerlos: si no, tenemos la
anarquía. Sin embargo, son las gentes que repiten estos tristes proverbios, las
gentes que dicen: "qué humano" cada vez que se les muestra un acto más o menos
repugnante, las gentes que se alimentan de canciones realistas, son ésas las
gentes que reprochan al existencialismo ser demasiado sombrío, y a tal punto que
me pregunto si el cargo que le hacen es, no de pesimismo, sino más bien de
optimismo. En el fondo, lo que asusta en la doctrina que voy a tratar de exponer
¿no es el hecho de que deja una posibilidad de elección al hombre? Para saberlo,
es necesario que volvamos a examinar la cuestión en un plano estrictamente
filosófico. ¿A qué se llama existencialismo?
La mayoría de los que utilizan
esta palabra se sentirían muy incómodos para justificarla, porque hoy día que se
ha vuelto una moda, no hay dificultad en declarar que un músico o que un pintor
es existencialista. Un articulista de Clartés firma El
existencialista; y en el fondo, la palabra ha tomado hoy tal amplitud y tal
extensión que ya no significa absolutamente nada. Parece que, a falta de una
doctrina de vanguardia análoga al superrealismo, la gente ávida de escándalo y
de movimiento se dirige a esta filosofía, que, por otra parte, no les puede
aportar nada en este dominio; en realidad, es la doctrina menos escandalosa, la
más austera; está destinada estrictamente a los técnicos y filósofos. Sin
embargo, se puede definir fácilmente. Lo que complica las cosas es que hay dos
especies de existencialistas: los primeros, que son cristianos, entre los cuales
yo colocaría a Jaspers y a Gabriel Marcel, de confesión católica; y, por otra
parte, los existencialistas ateos, entre los cuales hay que colocar a Heidegger,
y también a los existencialistas franceses y a mí mismo. Lo que tienen en común
es simplemente que consideran que la existencia precede a la esencia, o, si se
prefiere, que hay que partir de la subjetividad. ¿Qué significa esto a punto
fijo?
Consideremos un objeto fabricado, por ejemplo un libro o un
cortapapel. Este objeto ha sido fabricado por un artesano que se ha inspirado en
un concepto; se ha referido al concepto de cortapapel, e igualmente a una
técnica de producción previa que forma parte del concepto, y que en el fondo es
una receta. Así, el cortapapel es a la vez un objeto que se produce de cierta
manera y que, por otra parte, tiene una utilidad definida, y no se puede suponer
un hombre que produjera un cortapapel sin saber para qué va a servir ese objeto.
Diríamos entonces que en el caso del cortapapel, la esencia --es decir, el
conjunto de recetas y de cualidades que permiten producirlo y definirlo--
precede a la existencia; y así está determinada la presencia frente a mí de tal
o cual cortapapel, de tal o cual libro. Tenemos aquí, pues, una visión técnica
del mundo, en la cual se puede decir que la producción precede a la existencia.
Al concebir un Dios creador, este Dios se asimila la mayoría de las veces a
un artesano superior; y cualquiera que sea la doctrina que consideremos, trátese
de una doctrina como la de Descartes o como la de Leibniz, admitimos siempre que
la voluntad sigue más o menos al entendimiento, o por lo menos lo acompaña, y
que Dios, cuando crea, sabe con precisión lo que crea. Así el concepto de
hombre, en el espíritu de Dios, es asimilable al concepto de cortapapel en el
espíritu del industrial; y Dios produce al hombre siguiendo técnicas y una
concepción, exactamente como el artesano fabrica un cortapapel siguiendo una
definición y una técnica. Así, el hombre individual realiza cierto concepto que
está en el entendimiento divino. En el siglo XVIII, en el ateísmo de los
filósofos, la noción de Dios es suprimida, pero no pasa lo mismo con la idea de
que la esencia precede a la existencia. Esta idea la encontramos un poco en
todas partes: la encontramos en Diderot, en Voltaire y aun en Kant. El hombre es
poseedor de una naturaleza humana; esta naturaleza humana, que es el concepto
humano, se encuentra en todos los hombres, lo que significa que cada hombre es
un ejemplo particular de un concepto universal, el hombre; en Kant resulta de
esta universalidad que tanto el hombre de los bosques, el hombre de la
naturaleza, como el burgués, están sujetos a la misma definición y poseen las
mismas cualidades básicas. Así pues, aquí también la esencia del hombre precede
a esa existencia histórica que encontramos en la naturaleza.
El
existencialismo ateo que yo represento es más coherente. Declara que si Dios no
existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un
ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y que este ser
es el hombre, o como dice Heidegger, la realidad humana. ¿Qué significa aquí que
la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre empieza por existir,
se encuentra, surge en el mundo, y que después se define. El hombre, tal como lo
concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no ser
nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así, pues, no hay
naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla.
El hombre es el único
que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se
concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia
la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Éste es el
primer principio del existencialismo. Es también lo que se llama la
subjetividad, que se nos echa en cara bajo ese nombre. Pero ¿qué queremos decir
con esto sino que el hombre tiene una dignidad mayor que la piedra o la mesa?
Pues queremos decir que el hombre empieza por existir, es decir, que empieza por
ser algo que se lanza hacia un porvenir, y que es consciente de proyectarse
hacia el porvenir. El hombre es ante todo un proyecto que se vive
subjetivamente, en lugar de ser un musgo, una podredumbre o una coliflor; nada
existe previamente a este proyecto; nada hay en el cielo inteligible, y el
hombre será, ante todo, lo que habrá proyectado ser. No lo que querrá ser. Pues
lo que entendemos ordinariamente por querer es una decisión consciente, que para
la mayoría de nosotros es posterior a lo que el hombre ha hecho de sí mismo. Yo
puedo querer adherirme a un partido, escribir un libro, casarme; todo esto no es
más que la manifestación de una elección más original, más espontánea que lo que
se llama voluntad. Pero si verdaderamente la existencia precede a la esencia, el
hombre es responsable de lo que es. Así, el primer paso del existencialismo es
poner a todo hombre en posesión de lo que es, y asentar sobre él la
responsabilidad total de su existencia. Y cuando decimos que el hombre es
responsable de sí mismo, no queremos decir que el hombre es responsable de su
estricta individualidad, sino que es responsable de todos los hombres. Hay dos
sentidos de la palabra subjetivismo, y nuestros adversarios juegan con los dos
sentidos. Subjetivismo, por una parte, quiere decir elección del sujeto
individual por sí mismo, y por otra, imposibilidad para el hombre de sobrepasar
la subjetividad humana. El segundo sentido es el sentido profundo del
existencialismo. Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno
de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que, al elegirse,
elige a todos los hombres. En efecto, no hay ninguno de nuestros actos que, al
crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre
tal como consideramos que debe ser. Elegir ser esto o aquello es afirmar al
mismo tiempo el valor de lo que elegimos, porque nunca podemos elegir mal; lo
que elegimos es siempre el bien, y nada puede ser bueno para nosotros sin serlo
para todos. Si, por otra parte, la existencia precede a la esencia y nosotros
quisiéramos existir al mismo tiempo que modelamos nuestra imagen, esta imagen es
valedera para todos y para nuestra época entera. Así, nuestra responsabilidad es
mucho mayor de lo que podríamos suponer, porque compromete a la humanidad
entera. Si soy obrero, y elijo adherirme a un sindicato cristiano en lugar de
ser comunista; si por esta adhesión quiero indicar que la resignación es en el
fondo la solución que conviene al hombre, que el reino del hombre no está en la
tierra, no comprometo solamente mi caso: quiero ser un resignado para todos; en
consecuencia, mi proceder ha comprometido a la humanidad entera. Y si quiero
--hecho más individual-- casarme, tener hijos, aun si mi casamiento depende
únicamente de mi situación, o de mi pasión, o de mi deseo, con esto no me
encamino yo solamente, sino que encamino a la humanidad entera en la vía de la
monogamia. Así soy responsable para mí mismo y para todos, y creo cierta imagen
del hombre que yo elijo; eligiéndome, elijo al hombre.
Esto permite
comprender lo que se oculta bajo palabras un tanto grandilocuentes como
angustia, desamparo, desesperación. Como verán ustedes, es sumamente sencillo.
Ante todo, ¿qué se entiende por angustia? El existencialista suele declarar que
el hombre es angustia. Esto significa que el hombre que se compromete y que se
da cuenta de que es no sólo el que elige ser, sino también un legislador, que
elige al mismo tiempo que a sí mismo a la humanidad entera, no puede escapar al
sentimiento de su total y profunda responsabilidad. Ciertamente hay muchos que
no están angustiados; pero nosotros pretendemos que se enmascaran su propia
angustia, que la huyen; en verdad, muchos creen al obrar que sólo se comprometen
a sí mismos, y cuando se les dice: pero ¿si todo el mundo procediera así? se
encogen de hombros y contestan: no todo el mundo procede así. Pero en verdad hay
que preguntarse siempre: ¿que sucedería si todo el mundo hiciera lo mismo? Y no
se escapa uno de este pensamiento inquietante sino por una especie de mala fe.
El que miente y se excusa declarando: todo el mundo no procede así, es alguien
que no está bien con su conciencia, porque el hecho de mentir implica un valor
universal atribuido a la mentira. Incluso cuando la angustia se enmascara,
aparece. Es esta angustia la que Kierkegaard llamaba la angustia de Abraham.
Conocen ustedes la historia: un ángel ha ordenado a Abraham sacrificar a su
hijo; todo anda bien si es verdaderamente un ángel el que ha venido y le ha
dicho: tú eres Abraham, sacrificarás a tu hijo. Pero cada cual puede
preguntarse; ante todo, ¿es en verdad un ángel, y yo soy en verdad Abraham?
¿Quién me lo prueba? Había una loca que tenía alucinaciones: le hablaban por
teléfono y le daban órdenes. El médico le preguntó: Pero ¿quién es el que habla?
Ella contestó: Dice que es Dios. ¿Y qué es lo que le probaba, en efecto, que
fuera Dios? Si un ángel viene a mí, ¿qué me prueba que es un ángel? Y si oigo
voces, ¿qué me prueba que vienen del cielo y no del infierno, o del
subconsciente, o de un estado patológico? ¿Quién prueba que se dirigen a mí?
¿Quién me prueba que soy yo el realmente señalado para imponer mi concepción del
hombre y mi elección a la humanidad? No encontraré jamás ninguna prueba, ningún
signo para convencerme de ello. Si una voz se dirige a mí, siempre seré yo quien
decida que esta voz es la voz del ángel; si considero que tal o cual acto es
bueno, soy yo el que elegiré decir que este acto es bueno y no malo. Nadie me
designa para ser Abraham, y sin embargo estoy obligado a cada instante a hacer
actos ejemplares. Todo ocurre como si, para todo hombre, toda la humanidad
tuviera los ojos fijos en lo que hace y se ajustara a lo que hace. Y cada hombre
debe decirse: ¿soy yo quien tiene derecho de obrar de tal manera que la
humanidad se ajuste a mis actos? Y si no se dice esto es porque se enmascara su
angustia. No se trata aquí de una angustia que conduzca al quietismo, a la
inacción. Se trata de una simple angustia, que conocen todos los que han tenido
responsabilidades. Cuando, por ejemplo, un jefe militar toma la responsabilidad
de un ataque y envía cierto número de hombres a la muerte, elige hacerlo y elige
él solo. Sin duda hay órdenes superiores, pero son demasiado amplias y se impone
una interpretación que proviene de él, y de esta interpretación depende la vida
de catorce o veinte hombres. No se puede dejar de tener, en la decisión que
toma, cierta angustia. Todos los jefes conocen esta angustia. Esto no les impide
obrar: al contrario, es la condición misma de su acción; porque esto supone que
enfrentan una pluralidad de posibilidades, y cuando eligen una, se dan cuenta
que sólo tiene valor porque ha sido la elegida. Y esta especie de angustia que
es la que describe el existencialismo, veremos que se explica además por una
responsabilidad directa frente a los otros hombres que compromete.
No es una
cortina que nos separa de la acción, sino que forma parte de la acción misma. Y
cuando se habla de desamparo, expresión cara a Heidegger, queremos decir
solamente que Dios no existe, y que de esto hay que sacar las últimas
consecuencias. El existencialismo se opone decididamente a cierto tipo de moral
laica que quisiera suprimir a Dios con el menor gasto posible. Cuando hacia 1880
algunos profesores franceses trataron de constituir una moral laica, dijeron más
o menos esto: Dios es una hipótesis inútil y costosa, nosotros la suprimimos;
pero es necesario, sin embargo, para que haya una moral, una sociedad, un mundo
vigilado, que ciertos valores se tomen en serio y se consideren como
existentes a priori; es necesario que sea obligatorio a priori
que sea uno honrado, que no mienta, que no pegue a su mujer, que tenga hijos,
etc., etc.… Haremos, por lo tanto, un pequeño trabajo que permitirá demostrar
que estos valores existen, a pesar de todo, inscritos en un cielo inteligible,
aunque, por otra parte, Dios no exista. Dicho en otra forma --y es, según creo
yo, la tendencia de todo lo que se llama en Francia radicalismo--, nada se
cambiará aunque Dios no exista; encontraremos las mismas normas de honradez, de
progreso, de humanismo, y habremos hecho de Dios una hipótesis superada que
morirá tranquilamente y por sí misma. El existencialista, por el contrario,
piensa que es muy incómodo que Dios no exista, porque con él desaparece toda
posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no se puede tener
el bien a priori, porque no hay más conciencia infinita y perfecta para
pensarlo; no está escrito en ninguna parte que el bien exista, que haya que ser
honrado, que no haya que mentir; puesto que precisamente estamos en un plano
donde solamente hay hombres. Dostoievsky escribe: "Si Dios no existiera, todo
estaría permitido". Este es el punto de partida del existencialismo. En efecto,
todo está permitido si Dios no existe y, en consecuencia, el hombre está
abandonado, porque no encuentra ni en sí ni fuera de sí una posibilidad de
aferrarse. No encuentra ante todo excusas. Si, en efecto, la existencia precede
a la esencia, no se podrá jamás explicar la referencia a una naturaleza humana
dada y fija; dicho de otro modo, no hay determinismo, el hombre es libre, el
hombre es libertad. Si, por otra parte, Dios no existe, no encontramos frente a
nosotros valores u órdenes que legitimen nuestra conducta. Así, no tenemos ni
detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores,
justificaciones o excusas. Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré
diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha
creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado
al mundo es responsable de todo lo que hace.
El existencialista no cree en
el poder de la pasión. No pensará nunca que una bella pasión es un torrente
devastador que conduce fatalmente al hombre a ciertos actos y que por
consecuencia es una excusa; piensa que el hombre es responsable de su pasión. El
existencialista tampoco pensará que el hombre puede encontrar socorro en un
signo dado sobre la tierra que lo oriente; porque piensa que el hombre descifra
por sí mismo el signo como prefiere. Piensa, pues, que el hombre, sin ningún
apoyo ni socorro, está condenado a cada instante a inventar al hombre. Ponge ha
dicho, en un artículo muy hermoso: "el hombre es el porvenir del hombre". Es
perfectamente exacto. Sólo que si se entiende por esto que ese porvenir está
inscrito en el cielo, que Dios lo ve, entonces es falso, pues ya no sería ni
siquiera un porvenir. Si se entiende que, sea cual fuere el hombre que aparece,
hay un porvenir por hacer, un porvenir virgen que lo espera, entonces es exacto.
En tal caso está uno desamparado. Para dar un ejemplo que permita comprender
mejor lo que es el desamparo, citaré el caso de uno de mis alumnos que me vino a
ver en las siguientes circunstancias: su padre se había peleado con la madre y
tendía al colaboracionismo; su hermano mayor había sido muerto en la ofensiva
alemana de 1940, y este joven, con sentimientos un poco primitivos, pero
generosos, quería vengarlo. Su madre vivía sola con él muy afligida por la
semitraición del padre y por la muerte del hijo mayor, y su único consuelo era
él. Este joven tenía, en ese momento, la elección de partir para Inglaterra y
entrar en las Fuerzas francesas libres --es decir, abandonar a su madre-- o bien
de permanecer al lado de su madre, y ayudarla a vivir. Se daba cuenta
perfectamente de que esta mujer sólo vivía para él y que su desaparición --y tal
vez su muerte-- la hundiría en la desesperación. También se daba cuenta de que
en el fondo, concretamente, cada acto que llevaba a cabo con respecto a su madre
tenía otro correspondiente en el sentido de que la ayudaba a vivir, mientras que
cada acto que llevaba a cabo para partir y combatir era un acto ambiguo que
podía perderse en la arena, sin servir para nada: por ejemplo, al partir para
Inglaterra, podía permanecer indefinidamente, al pasar por España, en un campo
español; podía llegar a Inglaterra o a Argel y ser puesto en un escritorio para
redactar documentos. En consecuencia, se encontraba frente a dos tipos de acción
muy diferentes: una concreta, inmediata, pero que se dirigía a un solo
individuo; y otra que se dirigía a un conjunto infinitamente más vasto, a una
colectividad nacional, pero que era por eso mismo ambigua, y que podía ser
interrumpida en el camino. Al mismo tiempo dudaba entre dos tipos de moral. Por
una parte, una moral de simpatía, de devoción personal; y por otra, una moral
más amplia, pero de eficacia más discutible. Había que elegir entre las dos.
¿Quién podía ayudarlo a elegir? ¿La doctrina cristiana? No. La doctrina
cristiana dice: sed caritativos, amad a vuestro prójimo, sacrificaos por los
demás, elegid el camino más estrecho, etc., etc. Pero ¿cuál es el camino más
estrecho? ¿A quién hay que amar como a un hermano? ¿Al soldado o a la madre?
¿Cuál es la utilidad mayor: la utilidad vaga de combatir en un conjunto, o la
utilidad precisa de ayudar a un ser a vivir? ¿Quién puede decidir a
priori? Nadie. Ninguna moral inscrita puede decirlo. La moral kantiana
dice: no tratéis jamás a los demás como medios, sino como fines. Muy bien; si
vivo al lado de mi madre la trataré como fin, y no como medio, pero este hecho
me pone en peligro de tratar como medios a los que combaten en torno mío; y
recíprocamente, si me uno a los que combaten, los trataré como fin, y este hecho
me pone en peligro de tratar a mi madre como medio.
Si los valores son
vagos, y si son siempre demasiado vastos para el caso preciso y concreto que
consideramos, sólo nos queda fiarnos de nuestros instintos. Es lo que ha tratado
de hacer este joven; y cuando lo vi, decía: en el fondo, lo que importa es el
sentimiento; debería elegir lo que me empuja verdaderamente en cierta dirección.
Si siento que amo a mi madre lo bastante para sacrificarle el resto --mi deseo
de venganza, mi deseo de acción, mi deseo de aventura-- me quedo al lado de
ella. Si, al contrario, siento que mi amor por mi madre no es suficiente, parto.
Pero ¿cómo determinar el valor de un sentimiento? ¿Qué es lo que constituía el
valor de su sentimiento hacia la madre? Precisamente el hecho de que se quedaba
por ella. Puedo decir: quiero lo bastante a tal amigo para sacrificarle tal suma
de dinero; no puedo decirlo si no lo he hecho. Puedo decir: quiero lo bastante a
mi madre para quedarme junto a ella, si me he quedado junto a ella. No puedo
determinar el valor de este afecto si no he hecho precisamente un acto que lo
ratifica y lo define. Ahora bien, como exijo a este afecto justificar mi acto,
me encuentro encerrado de un círculo vicioso.
Por otra parte, Gide ha dicho
muy bien que un sentimiento que se representa y un sentimiento que se vive son
dos cosas casi indiscernibles: decidir que amo a mi madre quedándome junto a
ella o representar una comedia que hará que yo permanezca con mi madre, es casi
la misma cosa. Dicho en otra forma, el sentimiento se construye con actos que se
realizan; no puedo pues consultarlos para guiarme por él. Lo cual quiere decir
que no puedo ni buscar en mí el estado auténtico que me empujará a actuar, ni
pedir a una moral los conceptos que me permitirán actuar. Por lo menos, dirán
ustedes, ha ido a ver a un profesor para pedirle consejo. Pero si ustedes, por
ejemplo, buscan el consejo de un sacerdote, han elegido ese sacerdote y saben
más o menos ya, en el fondo, lo que él les va a aconsejar. Dicho en otra forma,
elegir el consejero es ya comprometerse. La prueba está en que si ustedes son
cristianos, dirán: consulte a un sacerdote. Pero hay sacerdotes
colaboracionistas, sacerdotes conformistas, sacerdotes de la resistencia. ¿Cuál
elegir? Y si el joven elige un sacerdote de la resistencia o un sacerdote
colaboracionista ya ha decidido el género de consejo que va a recibir. Así, al
venirme a ver, sabía la respuesta que yo le daría y no tenía más que una
respuesta que dar: usted es libre, elija, es decir, invente. Ninguna moral
general puede indicar lo que hay que hacer; no hay signos en el mundo. Los
católicos dirán: sí, hay signos. Admitámoslo: soy yo mismo el que elige el
sentido que tienen. He conocido, cuando estaba prisionero, a un hombre muy
notable que era jesuita. Había entrado en la orden de los jesuitas en la
siguiente forma: había tenido que soportar cierto número de fracasos muy duros;
de niño, su padre había muerto dejándolo en la pobreza, y él había sido becario
en una institución religiosa donde se le hacía sentir continuamente que era
aceptado por caridad; luego fracasó en cierto número de distinciones honoríficas
que halagan a los niños; después hacia los dieciocho años, fracasó en una
aventura sentimental; por fin, a los veintidós, cosa muy pueril, pero que fue la
gota de agua que hizo desbordar el vaso, fracasó en su preparación militar. Este
joven podía, pues, considerar que había fracasado en todo; era un signo, pero,
¿signo de qué? Podía refugiarse en la amargura o en la desesperación. Pero
juzgó, muy hábilmente según él, que era el signo de que no estaba hecho para los
triunfos seculares, y que sólo los triunfos de la religión, de la santidad, de
la fe, le eran accesibles. Vio entonces en esto la palabra de Dios, y entró en
la orden. ¿Quién no ve que la decisión del sentido del signo ha sido tomada por
él solo? Se habría podido deducir otra cosa de esta serie de fracasos: por
ejemplo, que hubiera sido mejor que fuese carpintero o revolucionario. Lleva,
pues, la entera responsabilidad del desciframiento. El desamparo implica que
elijamos nosotros mismos nuestro ser.
El desamparo va junto con la angustia. En cuanto a la desesperación, esta
expresión tiene un sentido extremadamente simple. Quiere decir que nos
limitaremos a contar con lo que depende de nuestra voluntad, o con el conjunto
de probabilidades que hacen posible nuestra acción. Cuando se quiere alguna
cosa, hay siempre elementos probables. Puedo contar con la llegada de un amigo.
El amigo viene en ferrocarril o en tranvía: eso supone que el tren llegará a la
hora fijada, o que el tranvía no descarrilará. Estoy en el dominio de las
posibilidades; pero no se trata de contar con los posibles, sino en la medida
estricta en que nuestra acción implica el conjunto de esos posibles. A partir
del momento en que las posibilidades que considero no están rigurosamente
comprometidas por mi acción, debo desinteresarme, porque ningún Dios, ningún
designio puede adaptar el mundo y sus posibles a mi voluntad. En el fondo,
cuando Descartes decía: "vencerse más bien a sí mismo que al mundo", quería
decir la misma cosa: obrar sin esperanza. Los marxistas con quienes he hablado
me contestan: Usted puede, en su acción, que estará evidentemente limitada por
su muerte, contar con el apoyo de otros. Esto significa contar a la vez con lo
que los otros harán en otra parte, en China, en Rusia para ayudarlo, y a la vez
sobre lo que harán más tarde, después de su muerte, para reanudar la acción y
llevarla hacia su cumplimiento, que será la revolución. Usted debe tener en
cuenta todo eso; si no, no es moral. Respondo en primer lugar que contaré
siempre con los camaradas de lucha en la medida en que esos camaradas están
comprometidos conmigo en una lucha concreta y común, en la unidad de un partido
o de un grupo que yo puedo controlar más o menos, es decir, en el cual estoy a
título de militante y cuyos movimientos conozco a cada instante. En ese momento,
contar con la unidad del partido es exactamente como contar con que el tranvía
llegará a la hora o con que el tren no descarrilará. Pero no puedo contar con
hombres que no conozco fundándome en la bondad humana, o en el interés del
hombre por el bien de la sociedad, dado que el hombre es libre y que no hay
ninguna naturaleza humana en que pueda yo fundarme. No sé qué llegará a ser de
la revolución rusa; puedo admirarla y ponerla de ejemplo en la medida en que hoy
me prueba que el proletariado desempeña un papel en Rusia como no lo desempeña
en ninguna otra nación. Pero no puedo afirmar que esto conducirá forzosamente a
un triunfo del proletariado; tengo que limitarme a lo que veo; no puedo estar
seguro de que los camaradas de lucha reanudarán mi trabajo después de mi muerte
para llevarlo a un máximo de perfección, puesto que estos hombres son libres y
decidirán libremente mañana sobre los que será el hombre; mañana, después de mi
muerte, algunos hombres pueden decidir establecer el fascismo, y los otros
pueden ser lo bastante cobardes y desconcertados para dejarles hacer; en ese
momento, el fascismo será la verdad humana, y tanto peor para nosotros; en
realidad, las cosas serán tales como el hombre haya decidido que sean.
¿Quiere decir esto que deba abandonarme al quietismo? No. En primer lugar,
debo comprometerme; luego, actuar según la vieja fórmula: "no es necesario tener
esperanzas para obrar". Esto no quiere decir que yo no deba pertenecer a un
partido, pero sí que no tendré ilusión y que haré lo que pueda. Por ejemplo, si
me pregunto: ¿llegará la colectivización, como tal, a realizarse? No sé nada;
sólo sé que haré todo lo que esté en mi poder para que llegue; fuera de esto no
puedo contar con nada.
El quietismo es la actitud de la gente que dice: "Los
demás pueden hacer lo que yo no puedo." La doctrina que yo les presento es
justamente lo opuesto al quietismo, porque declara: "Sólo hay realidad en la
acción." Y va más lejos todavía, porque agrega: "El hombre no es nada más que su
proyecto, no existe más que en la medida en que se realiza, no es, por lo tanto,
más que el conjunto de sus actos, nada más que su vida." De acuerdo con esto,
podemos comprender por qué nuestra doctrina horroriza a algunas personas. Porque
a menudo no tienen más que una forma de soportar su miseria, y es pensar así:
"Las circunstancias han estado contra mí; yo valía mucho más de lo que he sido;
evidentemente no he tenido un gran amor, o una gran amistad, pero es porque no
he encontrado ni un hombre ni una mujer que fueran dignos; no he escrito buenos
libros porque no he tenido tiempo para hacerlos; no he tenido hijos a quienes
dedicarme, porque no he encontrado al hombre con el que podría haber realizado
mi vida. Han quedado, pues, en mí, sin empleo, y enteramente viables, un
conjunto de disposiciones, de inclinaciones, de posibilidades que me dan un
valor que la simple serie de mis actos no permite inferir." Ahora bien, en
realidad, para el existencialismo, no hay otro amor que el que se construye, no
hay otra posibilidad de amor que la que se manifiesta en el amor; no hay otro
genio que el se manifiesta en las obras de arte; el genio de Proust es la
totalidad de las obras de Proust; el genio de Racine es la serie de sus
tragedias; fuera de esto no hay nada. ¿Por qué atribuir a Racine la posibilidad
de escribir una nueva tragedia, puesto que precisamente no la ha escrito? Un
hombre que se compromete en la vida dibuja su figura, y fuera de esta figura no
hay nada. Evidentemente, este pensamiento puede parecer duro para aquel que ha
triunfado en la vida. Pero, por otra parte, dispone a las gentes para comprender
que sólo cuenta la realidad, que los sueños, las esperas, las esperanzas,
permiten solamente definir a un hombre como sueño desilusionado, como esperanzas
abortadas, como esperas inútiles; es decir que esto lo define negativamente y no
positivamente; sin embargo, cuando se dice: tú no eres otra cosa que tu vida,
esto no implica que el artista será juzgado solamente por sus obras de arte;
miles de otras cosas contribuyen igualmente a definirlo. Lo que queremos decir
es que el hombre no es más que una serie de empresas, que es la suma, la
organización, el conjunto de las relaciones que constituyen estas empresas.
En estas condiciones, lo que se nos reprocha aquí no es en el fondo nuestro
pesimismo, sino una dureza optimista.
Si la gente nos reprocha las obras
novelescas en que describimos seres flojos, débiles, cobardes y alguna vez
francamente malos, no es únicamente porque estos seres son flojos, débiles,
cobardes o malos; porque si, como Zola, declaráramos que son así por herencia,
por la acción del medio, de la sociedad, por un determinismo orgánico o
psicológico, la gente se sentiría segura y diría: bueno, somos así, y nadie
puede hacer nada; pero el existencialista, cuando describe a un cobarde, dice
que el cobarde es responsable de su cobardía. No lo es porque tenga un corazón,
un pulmón o cerebro cobarde; no lo es debido a una organización fisiológica,
sino que lo es porque se ha construido como hombre cobarde por sus actos. No hay
temperamento cobarde; hay temperamentos nerviosos, hay sangre floja, como dicen,
o temperamentos ricos; pero el hombre que tiene una sangre floja no por eso es
cobarde, porque lo que hace la cobardía es el acto de renunciar o de ceder; un
temperamento no es un acto; el cobarde está definido a partir del acto que
realiza. Lo que la gente siente oscuramente y le causa horror es que el cobarde
que nosotros presentamos es culpable de ser cobarde. Lo que la gente quiere es
que se nazca cobarde o héroe. Uno de los reproches que se hace a menudo a
Chemins de la Liberté se formula así: pero, en fin, de esa gente que es
tan floja, ¿cómo hará usted héroes? Esta objeción hace más bien reír, porque
supone que uno nace héroe. Y en el fondo es esto lo que la gente quiere pensar:
si se nace cobarde, se está perfectamente tranquilo, no hay nada que hacer, se
será cobarde toda la vida, hágase lo que se haga; si se nace héroe, también se
estará perfectamente tranquilo, se será héroe toda la vida, se beberá como
héroe, se comerá como héroe. Lo que dice el existencialista es que el cobarde se
hace cobarde, el héroe se hace héroe; hay siempre para el cobarde una
posibilidad de no ser más cobarde y para el héroe de dejar de ser héroe. Lo que
tiene importancia es el compromiso total, y no es un caso particular, una acción
particular lo que compromete totalmente.
Así, creo yo, hemos respondido a
cierto número de reproches concernientes al existencialismo. Ustedes ven que no
puede ser considerada como una filosofía del quietismo, puesto que define al
hombre por la acción; ni como una descripción pesimista del hombre: no hay
doctrina más optimista, puesto que el destino del hombre está en él mismo; ni
como una tentativa para descorazonar al hombre alejándole de la acción, puesto
que le dice que sólo hay esperanza en su acción, y que la única cosa que permite
vivir al hombre es el acto. En consecuencia, en este plano, tenemos que
vérnoslas con una moral de acción y de compromiso. Sin embargo, se nos reprocha
además, partiendo de estos postulados, que aislamos al hombre en su subjetividad
individual. Aquí también se nos entiende muy mal.
Nuestro punto de partida,
en efecto, es la subjetividad del individuo, y esto por razones estrictamente
filosóficas. No porque somos burgueses, sino porque queremos una doctrina basada
sobre la verdad, y no un conjunto de bellas teorías, llenas de esperanza y sin
fundamentos reales. En el punto de partida no puede haber otra verdad que ésta:
pienso, luego soy; ésta es la verdad absoluta de la conciencia captándose a sí
misma. Toda teoría que toma al hombre fuera de ese momento en que se capta a sí
mismo es ante todo una teoría que suprime la verdad, pues, fuera de este
cogito cartesiano, todos los objetos son solamente probables, y una
doctrina de probabilidades que no está suspendida de una verdad se hunde en la
nada; para definir lo probable hay que poseer lo verdadero. Luego para que haya
una verdad cualquiera se necesita una verdad absoluta; y ésta es simple, fácil
de alcanzar, está a la mano de todo el mundo; consiste en captarse sin
intermediario.
En segundo lugar, esta teoría es la única que da una dignidad
al hombre, la única que no lo convierte en un objeto. Todo materialismo tiene
por efecto tratar a todos los hombres, incluido uno mismo, como objetos, es
decir, como un conjunto de reacciones determinadas, que en nada se distingue del
conjunto de cualidades y fenómenos que constituyen una mesa o una silla o una
piedra. Nosotros queremos constituir precisamente el reino humano como un
conjunto de valores distintos del reino material. Pero la subjetividad que
alcanzamos a título de verdad no es una subjetividad rigurosamente individual
porque hemos demostrado que en el cogito uno no se descubría solamente
a sí mismo, sino también a los otros. Por el yo pienso, contrariamente a la
filosofía de Descartes, contrariamente a la filosofía de Kant, nos captamos a
nosotros mismos frente al otro, y el otro es tan cierto para nosotros como
nosotros mismos. Así, el hombre que se capta directamente por el cogito,
descubre también a todos los otros y los descubre como la condición de su
existencia. Se da cuenta de que no puede ser nada (en el sentido que se dice que
es espiritual, o que se es malo, o que se es celoso), salvo que los otros lo
reconozcan por tal.
Para obtener una verdad cualquiera sobre mí, es
necesario que pase por otro. El otro es indispensable a mi existencia tanto como
el conocimiento que tengo de mí mismo. En estas condiciones, el descubrimiento
de mi intimidad me descubre al mismo tiempo el otro, como una libertad colocada
frente a mí, que no piensa y que no quiere sino por o contra mí. Así descubrimos
en seguida un mundo que llamaremos la intersubjetividad, y en este mundo el
hombre decide lo que es y lo que son los otros.
Además, si es imposible
encontrar en cada hombre una esencia universal que constituya la naturaleza
humana, existe, sin embargo, una universalidad humana de condición. No es un
azar que los pensadores de hoy día hablen más fácilmente de la condición del
hombre que de su naturaleza. Por condición entienden, con más o menos claridad,
el conjunto de los límites a priori que bosquejan su situación
fundamental en el universo. Las situaciones históricas varían: el hombre puede
nacer esclavo en una sociedad pagana, o señor feudal, o proletario. Lo que no
varía es la necesidad para él de estar en el mundo, de estar allí en el trabajo,
de estar allí en medio de los otros y de ser allí mortal. Los límites no son ni
subjetivos ni objetivos, o más bien tienen una faz objetiva y una faz subjetiva.
Objetivos, porque se encuentran en todo y son en todo reconocibles; subjetivos,
porque son vividos y no son nada si el hombre no los vive, es decir, si no se
determina libremente en su existencia por relación a ellos. Y si bien los
proyectos pueden ser diversos, por lo menos ninguno puede permanecerme extraño,
porque todos presentan en común una tentativa para franquear esos límites o para
ampliarlos o para negarlos o para acomodarse a ellos. En consecuencia, todo
proyecto, por más individual que sea, tiene un valor universal. Todo proyecto,
aun el del chino, el del hindú, o del negro, puede ser comprendido por un
europeo.
Puede ser comprendido; esto quiere decir que el europeo de 1945
puede lanzarse a partir de una situación que concibe hasta sus límites de la
misma manera, y que puede rehacer en sí el camino del chino, del hindú o del
africano. Hay universalidad en todo proyecto en el sentido de que todo proyecto
es comprensible para todo hombre. Lo que no significa de ninguna manera que este
proyecto defina al hombre para siempre, sino que puede ser reencontrado. Hay
siempre una forma de comprender al idiota, al niño, al primitivo o al
extranjero, siempre que se tengan los datos suficientes. En este sentido podemos
decir que hay una universalidad del hombre; pero no está dada, está
perpetuamente construida. Construyo lo universal eligiendo; lo construyo al
comprender el proyecto de cualquier otro hombre, sea de la época que sea. Este
absoluto de la elección no suprime la relatividad de cada época. Lo que el
existencialismo tiene interés en demostrar es el enlace del carácter absoluto
del compromiso libre, por el cual cada hombre se realiza al realizar un tipo de
humanidad, compromiso siempre comprensible para cualquier época y por cualquier
persona, y la relatividad del conjunto cultural que puede resultar de tal
elección; hay que señalar a la vez la relatividad del cartesianismo y el
carácter absoluto del compromiso cartesiano. En este sentido se puede decir, si
ustedes quieren, que cada uno de nosotros realiza lo absoluto al respirar, al
comer, al dormir, u obrando de una manera cualquiera. No hay ninguna diferencia
entre ser libremente, ser como proyecto, como existencia que elige su esencia, y
ser absoluto; y no hay ninguna diferencia entre ser un absoluto temporalmente
localizado, es decir que se ha localizado en la historia, y ser comprensible
universalmente.
Esto no resuelve enteramente la objeción de subjetivismo. En
efecto, esta objeción toma todavía muchas formas. La primera es la que sigue. Se
nos dice: Entonces ustedes pueden hacer cualquier cosa; lo cual se expresa de
diversas maneras. En primer lugar se nos tacha de anarquía; en seguida se
declara: no pueden ustedes juzgar a los demás, porque no hay razón para preferir
un proyecto a otro; en fin, se nos puede decir: todo es gratuito en lo que
ustedes eligen, dan con una mano lo que fingen recibir con la otra. Estas tres
objeciones no son muy serias. En primer lugar, la primera objeción: pueden
elegir cualquier cosa, no es exacta. La elección es posible en un sentido, pero
lo que no es posible es no elegir. Puedo siempre elegir, pero tengo que saber
que, si no elijo, también elijo. Esto, aunque parezca estrictamente formal,
tiene una gran importancia para limitar la fantasía y el capricho. Si es cierto
que frente a una situación, por ejemplo, la situación que hace que yo sea un ser
sexuado que puede tener relaciones con un ser de otro sexo, que yo sea un ser
que puede tener hijos-- estoy obligado a elegir una actitud y que de todos modos
lleva la responsabilidad de una elección que, al comprometerme, compromete a la
humanidad entera, aunque ningún valor a priori determine mi elección,
esto no tiene nada que ver con el capricho; y si se cree encontrar aquí la
teoría gideana del acto gratuito, es porque no se ve la enorme diferencia entre
esta doctrina y la de Gide. Gide no sabe lo que es una situación; obra por
simple capricho. Para nosotros, al contrario, el hombre se encuentra en una
situación organizada, donde está él mismo comprometido, compromete con su
elección a la humanidad entera, y no puede evitar elegir: o bien permanecerá
casto, o bien se casará sin tener hijos, o bien se casará y tendrá hijos; de
todos modos, haga lo que haga, es imposible que no tome una responsabilidad
total frente a este problema. Sin duda, elige sin referirse a valores
preestablecidos, pero es injusto tacharlo de capricho. Digamos más bien que hay
que comparar la elección moral con la construcción de una obra de arte. Y aquí
hay que hacer en seguida un alto para decir que no se trata de una moral
estética, porque nuestros adversarios son de tan mala fe que nos reprochan hasta
esto. El ejemplo que elijo no es más que una comparación. Dicho esto, ¿se ha
reprochado jamás a un artista que hace un cuadro el no inspirarse en reglas
establecidas a priori? ¿Se ha dicho jamás cuál es el cuadro que debe
hacer? Está bien claro que no hay cuadro definitivo que hacer, que el artista se
compromete a la construcción de su cuadro, y que el cuadro por hacer es
precisamente el cuadro que habrá hecho; está bien claro que no hay valores
estéticos a priori, pero que hay valores que se ven después en la
coherencia del cuadro, en las relaciones que hay entre la voluntad de creación y
el resultado. Nadie puede decir lo que será la pintura de mañana; sólo se puede
juzgar la pintura una vez realizada. ¿Qué relación tiene esto con la moral?
Estamos en la misma situación creadora. No hablamos nunca de la gratuidad de una
obra de arte. Cuando hablamos de un cuadro de Picasso, nunca decimos que es
gratuito; comprendemos perfectamente que Picasso se ha construido tal como es,
al mismo tiempo que pintaba; que el conjunto de su obra se incorpora a su vida.
Lo mismo ocurre en el plano de la moral. Lo que hay de común entre el arte y
la moral es que, con los dos casos, tenemos creación e invención. No podemos
decir a priori lo que hay que hacer. Creo haberlo mostrado
suficientemente al hablarles del caso de ese alumno que me vino a ver y que
podía dirigirse a todas las morales, kantiana u otras, sin encontrar ninguna
especie de indicación; se vio obligado a inventar él mismo su ley. Nunca diremos
que este hombre que ha elegido quedarse con su madre tomando como base moral los
sentimientos, la acción individual y la caridad concreta, o que ha elegido irse
a Inglaterra prefiriendo el sacrificio, ha hecho una elección gratuita. El
hombre se hace, no está todo hecho desde el principio, se hace al elegir su
moral, y la presión de las circunstancias es tal, que no puede dejar de elegir
una. No definimos al hombre sino en relación con un compromiso. Es, por tanto,
absurdo reprocharnos la gratuidad de la elección.
En segundo lugar se nos
dice: no pueden ustedes juzgar a los otros. Esto es verdad en cierta medida, y
falso en otra. Es verdadero en el sentido de que, cada vez que el hombre elige
su compromiso y su proyecto con toda sinceridad y con toda lucidez, sea cual
fuere por lo demás este proyecto, es imposible hacerle preferir otro; es
verdadero en el sentido de que no creemos en el progreso; el progreso es un
mejoramiento; el hombre es siempre el mismo frente a una situación que varía y
la elección se mantiene siempre una elección en una situación. El problema moral
no ha cambiado desde el momento en que se podía elegir entre los esclavistas y
los no esclavistas, en el momento de la guerra de Secesión, por ejemplo, hasta
el momento presente, en que se puede optar por el M.R.P. o los comunistas.
Pero, sin embargo, se puede juzgar, porque, como he dicho, se elige frente a
los otros, y uno se elige a sí frente a los otros. Ante todo se puede juzgar (y
éste no es un juicio de valor, sino un juicio lógico) que ciertas elecciones
están fundadas en el error y otras en la verdad. Se puede juzgar a un hombre
diciendo que es de mala fe. Si hemos definido la situación del hombre como una
elección libre, sin excusas y sin ayuda, todo hombre que se refugia detrás de la
excusa de sus pasiones, todo hombre que inventa un determinismo, es un hombre de
mala fe.
Se podría objetar: pero ¿por qué no podría elegirse a sí mismo de
mala fe? Respondo que no tengo que juzgarlo moralmente, pero defino su mala fe
como un error. Así, no se puede escapar a un juicio de verdad. La mala fe es
evidentemente una mentira, porque disimula la total libertad del compromiso. En
el mismo plano, diré que hay también una mala fe si elijo declarar que ciertos
valores existen antes que yo; estoy en contradicción conmigo mismo si, a la vez,
los quiero y declaro que se me imponen. Si se me dice: ¿y si quiero ser de mala
fe?, responderé: no hay ninguna razón para que no lo sea, pero yo declaro que
usted lo es, y que la actitud de estricta coherencia es la actitud de buena fe.
Y además puedo formular un juicio moral. Cuando declaro que la libertad a través
de cada circunstancia concreta no puede tener otro fin que quererse a sí misma,
si el hombre ha reconocido que establece valores, en el desamparo no puede
querer sino una cosa, la libertad, como fundamento de todos los valores. Esto no
significa que la quiera en abstracto. Quiere decir simplemente que los actos de
los hombres de buena fe tienen como última significación la búsqueda de la
libertad como tal. Un hombre que se adhiere a tal o cual sindicato comunista o
revolucionario, persigue fines concretos; estos fines implican una voluntad
abstracta de libertad; pero esta libertad se quiere en lo concreto. Queremos la
libertad por la libertad y a través de cada circunstancia particular. Y al
querer la libertad descubrimos que depende enteramente de la libertad de los
otros, y que la libertad de los otros depende de la nuestra. Ciertamente la
libertad, como definición del hombre, no depende de los demás, pero en cuanto
hay compromiso, estoy obligado a querer, al mismo tiempo que mi libertad, la
libertad de los otros; no puedo tomar mi libertad como fin si no tomo igualmente
la de los otros como fin. En consecuencia, cuando en el plano de la autenticidad
total, he reconocido que el hombre es un ser en el cual la esencia está
precedida por la existencia, que es un ser libre que no puede, en circunstancias
diversas, sino querer su libertad, he reconocido al mismo tiempo que no puedo
menos de querer la libertad de los otros. Así, en nombre de esta voluntad de
libertad, implicada por la libertad misma, puedo formar juicios sobre los que
tratan de ocultar la total gratuidad de su existencia, y su total libertad. A
los que se oculten su libertad total por espíritu de seriedad o por excusas
deterministas, los llamaré cobardes; a los que traten de mostrar que su
existencia era necesaria, cuando es la contingencia misma de la aparición del
hombre sobre la tierra, los llamaré inmundos. Pero cobardes o inmundos no pueden
ser juzgados más que en el plano de la estricta autenticidad. Así, aunque el
contenido de la moral sea variable, cierta forma de esta moral es universal.
Kant declara que la libertad se quiere a sí misma y la libertad de los otros.
De acuerdo; pero él cree que lo formal y lo universal son suficientes para
constituir una moral. Nosotros pensamos, por el contrario, que los principios
demasiado abstractos fracasan para definir la acción. Todavía una vez más tomen
el caso de aquel alumno: ¿en nombre de qué, en nombre de qué gran máxima moral
piensan ustedes que podría haber decidido con toda tranquilidad de espíritu
abandonar a su madre o permanecer al lado de ella? No hay ningún medio de
juzgar. El contenido es siempre concreto y, por tanto, imprevisible; hay siempre
invención. La única cosa que tiene importancia es saber si la invención que se
hace, se hace en nombre de la libertad. Examinemos, por ejemplo, los dos casos
siguientes; verán en qué medida se acuerdan y sin embargo se diferencian.
Tomemos El molino a orillas del Floss. Encontramos allí una joven,
Maggie Tulliver, que encarna el valor de la pasión y que es consciente de ello;
está enamorada de un joven, Stephen, que está de novio con otra joven
insignificante. Esta Maggie Tulliver, en vez de preferir atolondradamente su
propia felicidad, en nombre de la solidaridad humana elige sacrificarse y
renunciar al hombre que ama. Por el contrario, la Sanseverina de la Cartuja
de Parma, que estima que la pasión constituye el verdadero valor del
hombre, declararía que un gran amor merece sacrificios; que hay que preferirlo a
la trivialidad de un amor conyugal que uniría a Stephen y a la joven tonta con
quien debe casarse; elegiría sacrificar a ésta y realizar su felicidad; y como
Stendhal lo muestra, se sacrificará a sí misma en el plano apasionado, si esta
vida lo exige. Estamos aquí frente a dos morales estrictamente opuestas:
pretendo que son equivalentes; en los dos casos, lo que se ha puesto como fin es
la libertad. Y pueden ustedes imaginar dos actitudes rigurosamente parecidas en
cuanto a los efectos: una joven, por resignación prefiere renunciar a su amor;
otra, por apetito sexual prefiere desconocer las relaciones anteriores del
hombre que ama. Estas dos acciones se parecen exteriormente a las que acabamos
de describir. Son, sin embargo, enteramente distintas: la actitud de la
Sanseverina está mucho más cerca que la de Maggie Tulliver de una rapacidad
despreocupada. Así ven ustedes que este segundo reproche es, a la vez, verdadero
y falso. Se puede elegir cualquier cosa si es en el plano del libre compromiso.
La tercera objeción es la siguiente: reciben ustedes con una mano lo que dan
con la otra: es decir, que en el fondo los valores no son serios, porque los
eligen. A eso contesto que me molesta mucho que sea así: pero si he suprimido a
Dios padre, es necesario que alguien invente los valores. Hay que tomar las
cosas como son. Y, además, decir que nosotros inventamos los valores no
significa más que esto: la vida, a priori, no tiene sentido. Antes de
que ustedes vivan, la vida no es nada; les corresponde a ustedes darle un
sentido, y el valor no es otra cosa que este sentido que ustedes eligen.
Por
esto se ve que hay la posibilidad de crear una comunidad humana. Se me ha
reprochado el preguntar si el existencialismo era un humanismo. Se me ha dicho:
ha escrito usted en Nausée que los humanistas no tienen razón, se ha
burlado de cierto tipo de humanismo; ¿por qué volver otra vez a lo mismo ahora?
En realidad, la palabra humanismo tiene dos sentidos muy distintos. Por
humanismo se puede entender una teoría que toma al hombre como fin y como valor
superior. Hay humanismo en este sentido en Cocteau, por ejemplo, cuando, en su
relato Le tour du monde en 80 heures, un personaje dice, porque pasa en
avión sobre las montañas: el hombre es asombroso. Esto significa que yo,
personalmente, que no he construido los aviones, me beneficiaré con estos
inventos particulares, y que podré personalmente, como hombre, considerarme
responsable y honrado por los actos particulares de algunos hombres. Esto supone
que podríamos dar un valor al hombre de acuerdo con los actos más altos de
ciertos hombres. Este humanismo es absurdo, porque sólo el perro o el caballo
podrían emitir un juicio de conjunto sobre el hombre y declarar que el hombre es
asombroso, lo que ellos no se preocupan de hacer, por lo menos que yo sepa. Pero
no se puede admitir que un hombre pueda formular un juicio sobre el hombre. El
existencialismo lo dispensa de todo juicio de este género; el existencialista no
tomará jamás al hombre como fin, porque siempre está por realizarse. Y no
debemos creer que hay una humanidad a la que se pueda rendir culto, a la manera
de Augusto Comte. El culto de la humanidad conduce al humanismo cerrado sobre
sí, de Comte, y hay que decirlo, al fascismo. Es un humanismo que no queremos.
Pero hay otro sentido del humanismo que significa en el fondo esto: el
hombre está continuamente fuera de sí mismo; es proyectándose y perdiéndose
fuera de sí mismo como hace existir al hombre y, por otra parte, es persiguiendo
fines trascendentales como puede existir; siendo el hombre este rebasamiento
mismo, y no captando los objetos sino en relación a este rebasamiento, está en
el corazón y en el centro de este rebasamiento.
No hay otro universo que
este universo humano, el universo de la subjetividad humana. Esta unión de la
trascendencia, como constitutiva del hombre --no en el sentido en que Dios es
trascendente, sino en el sentido de rebasamiento-- y de la subjetividad en el
sentido de que el hombre no está encerrado en sí mismo sino presente siempre en
un universo humano, es lo que llamamos humanismo existencialista. Humanismo
porque recordamos al hombre que no hay otro legislador que él mismo, y que es en
el desamparo donde decidirá de sí mismo; y porque mostramos que no es volviendo
hacia sí mismo, sino siempre buscando fuera de sí un fin que es tal o cual
liberación, tal o cual realización particular, como el hombre se realizará
precisamente como humano.
De acuerdo con estas reflexiones se ve que nada es
más injusto que las objeciones que nos hacen. El existencialismo no es nada más
que un esfuerzo por sacar todas las consecuencias de una posición atea
coherente. No busca de ninguna manera hundir al hombre en la desesperación. Pero
sí se llama, como los cristianos, desesperación a toda actitud de incredulidad,
parte de la desesperación original. El existencialismo no es de este modo un
ateísmo en el sentido de que se extenuaría en demostrar que Dios no existe. Más
bien declara: aunque Dios existiera, esto no cambiaría; he aquí nuestro punto de
vista. No es que creamos que Dios existe, sino que pensamos que el problema no
es el de su existencia; es necesario que el hombre se encuentre a sí mismo y se
convenza de que nada pueda salvarlo de sí mismo, así sea una prueba válida de la
existencia de Dios. En este sentido, el existencialismo es un optimismo, una
doctrina de acción, y sólo por mala fe, confundiendo su propia desesperación con
la nuestra, es como los cristianos pueden llamarnos desesperados.