La falsedad de un juicio no es para nosotros ya una objeción contra el mismo; acaso sea en esto en lo que más extraño suene nuestro nuevo lenguaje. La cuestión está en saber hasta qué punto ese juicio, favorece la vida conserva la vida, conserva la especie, quizá incluso selecciona la especie; y nosotros estamos inclinados por principio a afirmar que los juicios más falsos (de ellos forman parte los juicios sintéticos a priori) son los más imprescindibles para nosotros, que el hombre no podría vivir si no admitiese las ficciones lógicas, si no midiese la realidad con la medida del mundo puramente inventado de lo incondicionado, idéntico-a-sí-mismo, si no falsease permanentemente le mundo mediante el número, - que renunciar a los juicios falsos sería renunciar a la vida, negar la vida. Admitir que la no-verdad es condición para la vida: esto significa, desde luego, enfrentarse de modo peligroso a los sentimiento de valor habituales; y una filosofía que osa hacer esto se coloca, ya sólo con ello, más allá del bien y del mal.
¡Qué malignos pueden ser los filósofos! Yo no conozco nada más venenoso
que el chiste que Epicuro se permitió contra Platón y los platónicos: los llamo
dionysiokolakes. Esta palabra según su sentido literal,
y en primer término significa “aduladores de Dionisio”, es decir agentes del
tirano y gentes serviles; pero además, quiere decir “todos ellos son comediantes,
en ellos no hay nada autentico” (pues dionysokolax era una designación
popular del comediante) Y en esto último consiste propiamente la malicia que
Epicuro lanzó contra Platón; a él le molestaban los modales grandiosos,
el ponerse uno a sí mismo en escena, cosa de que tanto entendían Platón y todos
sus discípulos, - ¡y de la que no entendía Epicuro!, él, el viejo maestro de
escuela de Samos que permaneció escondido en su jardincillo de Atenas y escribió
trescientos libros, ¿quién sabe?, ¿acaso por rabia y por ambición contra Platón?
- Fueron necesarios cien años para que Grecia se diese cuenta de quién había
sido aquel dios del jardín, Epicuro. -¿Se dio cuenta?
Sigue
habiendo cándidos observadores de sí mismos que creen que existen “certezas
inmediatas”, por ejemplo “yo pienso”, o, y ésta fue la superstición de Schopenhauer,
“yo quiero”: como si aquí, por así decirlo, el conocer lograse captar su objeto
de manera pura y desnuda, en cuanto “cosa en sí”, y ni por parte del sujeto
ni por parte del objeto tuviese lugar ningún falseamiento. Pero que “certeza
inmediata”, así como “conocimiento absoluto” y “cosa en sí” encierran una contradictio in adjecto, eso lo repetiré
yo cien veces: ¡deberíamos liberarnos por fin de la seducción de las palabras!
Aunque el pueblo crea que conocer es un conocer-hasta-el-final, el filósofo
tiene que decirse: “cuando yo analizo el proceso expresado en la proposición
‘yo pienso’ obtengo una serie de aseveraciones temerarias cuya fundamentación
resulta difícil, y tal vez imposible, - por ejemplo que yo soy quien piensa, que tiene que
existir en absoluto algo que piensa, que pensar es una actividad y el efecto
de un ser que es pensado como causa, que existe un ‘yo’ y, finalmente, que está
establecido qué es lo que hay que designar con la palabra pensar, - que yo sé qué es pensar. Pues si yo no hubiera
tomado ya dentro de mí una decisión sobre esto, ¿de acuerdo con qué apreciaría
yo que lo que acaba de ocurrir no es tal vez ‘querer’ o ‘sentir’? En suma ese
‘yo pienso’ presupone que yo compare mi estado actual con otros estados que
yo conozco ya en mí, para de ese modo establecer, lo que tal estado es: en razón
de ese recurso a un ‘saber’ diferente tal estado no tiene para mí en todo caso
una ‘certeza’ inmediata”. - En lugar de aquella “certeza inmediata” en la que,
dado el caso, puede creer el pueblo, el filósofo encuentra así entre sus manos
una serie de cuestiones de metafísica, auténticas cuestiones de conciencia del
intelecto, que dicen así: “¿De donde saco yo el concepto pensar? ¿Por qué creo
en la causa y en el efecto? ¿Qué me da a mí derecho a hablar de un yo causa
de mis pensamientos?” El que, invocando una especie de intuición del conocimiento, se atreve
a responder enseguida a esas cuestiones metafísicas, como hace quien dice: “yo
pienso, y yo sé que al menos esto es verdadero, real cierto” - ése encontrará preparados hoy en un filósofo
una sonrisa y dos signos de interrogación. “Señor mío, le dará tal vez a entender
el filósofo, es inverosímil que usted no se equivoque:
más ¿por qué también
la verdad a toda costa?”
La causa sui es la mejor autocontradicción imaginada hasta ahora, una especie de estupro y monstruosidad lógicos: pero el desenfrenado orgullo del hombre le a llevado a enredarse de manera profunda y horrible justo en este sin sentido. La aspiración a la “libertad de la voluntad", entendida en aquel sentido metafísico y superlativo que, por desgracia, continúa dominando en las cabezas de los semiinstruidos, la aspiración a cargar uno mismo con la responsabilidad total y última de sus propias acciones, y a descargar de ella a Dios, al mundo, a los antepasados, al azar, a la sociedad, equivale, en efecto, nada menos que a ser precisamente aquella causa sui y a sacarse a si mismo de la ciénaga de la nada y a salir a la existencia a base de tirarse de los cabellos, con una temeridad mayor aún que la de Münchaunsen. Suponiendo que alguien llegue así a darse cuenta de la rústica simpleza de ese famoso concepto “voluntad libre” y se lo borre de la cabeza, yo le ruego entonces que dé un paso más en su “ilustración” y se borre también de la cabeza lo contrario de aquel monstruoso concepto “voluntad libre”; me refiero a la “voluntad no libre”, que aboca a un uso erróneo de causa y efecto. No debemos cosificar equivocadamente “causa” y “efecto”, como hacen los investigadores de la naturaleza (y quien, como ellos, naturaleza hoy en el pensar -) en conformidad con el domínate cretinismo mecanicista, el cual deja que la causa presione y empuje hasta que “produce el efecto”; debemos servirnos precisamente de la “causa” y del “efecto” nada más que como de conceptos puros, es decir, ficciones convencionales, con fines de designación, de entendimiento pero no de aclaración. En lo “en-si” no hay “lazos causales”, ni “necesidad”, ni “no libertad psicológica”, allí no sigue “el efecto a la causa”, allí no gobierna “ley” ninguna. Nosotros somos los únicos que hemos inventado las causas, la sucesión, la reciprocidad, la relatividad, la coacción, el número, la ley, la libertad, el motivo, la finalidad; y siempre que a este mundo de signos lo introducimos ficticiamente y lo entremezclamos, como si fuera un “en sí” en las cosas, continuamos actuando de igual manera que hemos actuado siempre, a saber, de manera mitológica. La “voluntad no libre” es mitología: en la vida real no hay más que voluntad fuerte y voluntad débil. Constituye ya casi siempre un síntoma de lo que a un pensador le falta el hecho de que éste, en toda “conexión causal” y en toda “necesidad psicológica”, tenga el sentimiento de algo de coacción de necesidad, de sucesión obligada, de presión, de falta de libertad: el tener precisamente ese sentimiento resulta delator, -la persona se delata a sí misma. Y en general si mis observaciones son correctas, la “no libertad de la voluntad” se concibe como problema desde dos lados completamente opuestos, pero siempre de una manera hondamente personal: los unos no quieren renunciar a ningún precio a su “responsabilidad”, a la fe en sí mismos, al derecho personal a su mérito (las razas vanidosas se encuentran en este lado -); los otros, a la inversa, no quieren salir responsables de nada, tener culpa de nada, y aspiran, desde un autodesprecio íntimo, a poder quitarse de en medio a sí mismos, yéndose a cualquier parte. Estos últimos, cuando escriben libros, suelen asumir hoy la defensa de los criminales; una especie de compasión socialista es su disfraz más agradable. Y de hecho el fatalismo de los débiles de voluntad se embellece de modo sorprendente cuando sabe presentarse a sí mismo como la religión de la souffrance humaine: ese es su “buen gusto”.
¿Son esos filósofos
venideros, nuevos amigos de la verdad? Es bastante probable: pues todos los
filósofos han amado hasta ahora sus verdades. Mas con toda seguridad no serán
dogmáticos. A su orgullo, también a su gusto, tiene que repugnarles el que su
verdad deba seguir siendo una verdad para cualquiera [...] Hay que apartar de
nosotros el mal gusto de querer coincidir con muchos. “Bueno” no es ya bueno
cuando el vecino toma esa palabra en su boca. ¡Y cómo podría existir un “bien
común”! [...] En última instancia las cosas tienen que ser tal como son y tal
como han sido siempre; las grandes cosas están reservadas para los grandes,
los abismos para los profundos, las delicadezas y estremecimientos, para los
sutiles, y, en general y brevemente, todo lo raro para los raros.
¿Qué
es, pues, lo que la filosofía moderna entera hace en el fondo? Desde Descartes
- y ciertamente más a pesar de él que a base de su precedente - todos los filósofos,
bajo la apariencia de realizar una crítica del concepto de sujeto y de predicado,
comenten un atentado contra el viejo concepto de alma - es decir: un atentado
contra el presupuesto fundamental de la doctrina cristiana. La filosofía moderna
por ser un escepticismo gnoseológico, es de manera oculta o declarada, anticristiana; aunque en modo alguno
sea antirreligiosa, esto para oídos más sutiles. En otro tiempo, en efecto se
creía en “el alma” como se creía en la gramática y en el sujeto gramatical;
se decía “yo” es condición, “pienso” es predicado y condicionado - pensar una
actividad para la cual hay que pensar como causa un sujeto.
Después, con una tenacidad y una astucia admirables, se hizo la tentativa de
ver si no se podría salir de esa red, - de si acaso lo contrario era verdadero;
pienso la condición, “yo” lo condicionado; “yo” pues sólo una síntesis hecha por el pensar mismo. En el fondo
Kant quiso demostrar que, partiendo del sujeto, no se puede demostrar el sujeto,
- y también el complemento: sin duda no fue siempre extraña la posibilidad de
una existencia aparente del sujeto, esto
es del “alma”, pensamiento éste que, como filosofía del Vedanta, había existido
una vez, y con inmenso poder sobre la tierra.
Existe una larga escalera de la crueldad religiosa, que consta de numerosos peldaños; pero tres de éstos son lo más importantes. En otro tiempo la gente sacrificaba a su dios seres humanos, acaso precisamente aquellos a quien más amaba, [...] Después en la época moral de la humanidad, la gente sacrificaba a su dios los instintos más fuertes que poseía, [...] Finalmente, ¿qué quedaba todavía por sacrificar? ¿No tenía la gente que acabar sacrificando alguna vez todo lo consolador, lo santo, lo saludable, toda esperanza, toda creencia en una armonía oculta, en bienaventuranzas y justicias futuras?, ¿no tenía que sacrificar a Dios mismo y, por crueldad contra sí, adorar la piedra, la estupidez, la fuerza de gravedad, el destino, la nada? Sacrificar a Dios por la nada -este misterio paradójico de la crueldad suprema ha quedado reservado a la generación que precisamente ahora surge en el horizonte: todos nosotros conocemos ya algo de esto. -
El fariseísmo no es una degeneración que aparezca en el hombre bueno: una buena parte de aquél es, antes bien, la condición de todo ser-bueno.
El viejo problema teológico de “creer” y “saber” - o, más claramente de instinto y razón - es decir, la cuestión de si, en lo que respecta a la apreciación del valor de las cosas, el instinto merece más autoridad que la racionalidad, la cual quiere que se valore y se actúe por unas razones, por un “por qué”, o sea por una conveniencia y utilidad, - continua siendo aquel mismo viejo problema moral que apareció por vez primera en la persona de Sócrates y que ya mucho antes del cristianismo, escindió los espíritus. Sócrates mismo, ciertamente, había comenzado poniéndose, con el gusto de su talento, -el gusto de un dialéctico superior- de parte de la razón; y en verdad, ¿qué otra cosa hizo durante toda su vida más que reírse de la torpe incapacidad de sus aristocráticos atenienses, los cuales eran hombres de instinto, como todos los aristócratas, y nunca podían dar suficiente cuenta de las razones de su obrar? Sin embargo, en definitiva reíase también, en silencio y en secreto, de sí mismo: ante su conciencia más sutil y ante su fuero interno encontraba en sí idéntica dificultad e idéntica incapacidad ¡Para qué, decíase, liberarse, por tanto de los instintos! Hay que ayudarlos a ellos y también a la razón a ejercer sus derechos, - hay que seguir a los instintos pero persuadir a la razón para que acuda en su ayuda con buenos argumentos. Esta fue la auténtica falsedad de aquel grande y misterioso ironista; logró que su conciencia se diese por satisfecha con una especie de autoengaño: en el fondo se había percatado del elemento irracional existente en el juicio moral. - Platón, más inocente en tales asuntos y desprovisto de la picardía del plebeyo, quiso demostrarse a sí mismo, empleando toda su fuerza - ¡la fuerza más grande de que hasta ahora hubo de emplear un filosofo! - que razón e instinto tienden de por sí a una única meta, al bien, a “Dios”; y desde Platón todos los teólogos y filósofos siguen la misma senda, - es decir, en cosas de moral ha vencido hasta ahora el instinto, o “la fe”, como la llaman los cristianos, o “el rebaño”, como lo llamo yo. Habría que excluir a Descartes, padre del racionalismo (y en consecuencia abuelo de la Revolución), que reconoció autoridad únicamente a la razón: pero ésta no es más que un instrumento, y Descartes era superficial.
[...] ¿no se escriben precisamente
libros para ocultar lo que escondemos dentro de nosotros? [...] detrás de cada
caverna, una caverna más profunda todavía - un mundo más amplio, más extraño,
más rico, situado más allá de la superficie, un abismo detrás de cada fondo
detrás de cada “fundamentación”. Toda filosofía es una filosofía de fachada.
[...] Toda filosofía esconde también una filosofía; toda opinión
es también un escondite, toda palabra, también una máscara.
Friedrich Nietzsche
Trad. Sánchez Pascual. Alianza Editorial