Turistas

 

C y P se conocieron en el cine. C estudia letras, tiene veintitrés años, vive con su madre (su padre se fue al extranjero hace un buen tiempo atrás y ella apenas lo conoce), trabaja los viernes y los sábados por la noche en un bar de Providencia, no tiene novio (sus relaciones no dejan de ser pasajeras, rara vez ha salido con alguien por más de dos semanas seguidas), consume marihuana a menudo, una vez intentó suicidarse.

P tiene veintinueve, da clases de pintura en un instituto de dudosa categoría, vive solo en un pequeño departamento en el centro de Santiago, no tiene novia (sí un sinnúmero de aventuras que no logran sobrevivir a la noche), cree caminar invariablemente a la deriva, generalmente va borracho.

C no había tenido un buen día, esa mañana se había peleado (para variar) con su madre porque ella encontró en la mesita de noche de su cuarto algunos papelillos y dos paquetes de marihuana, lo que a estas alturas ya no la sorprende (y se podría decir que ya poco le importa), pero intenta no perder ninguna oportunidad de fastidiar a su hija, algo que le provoca especial deleite. Así es que no tuvo problemas en armar un escándalo de proporciones, con gritos y llanto, para terminar con su pregunta favorita: ¿Por qué fumas esto?, como si la respuesta fuera tan simple. C no contestó, aunque pensó para poder olvidar, para poder aguantar las ganas de asesinar, recordando lo que decía Eugenia, una amiga perdida años ya, o quizás recordando una canción de su adolescencia. Miró a su madre con una mueca indefinible, tomó sus cosas y cerró la puerta tras de sí. Mientras caminaba hacia el paradero decidió que aquel día no iría a la universidad, no tenía ganas de encerrarse en una sala a escuchar el incansable monólogo de los profesores de su facultad ni de encontrarse con sus compañeros, así es que se dirigió al centro, un paseo que por acostumbrado no deja de gustarle.

P despertó esa mañana a las seis y media (en realidad no había podido conciliar el sueño en toda la noche, había dormido a ratos) con una resaca como pocas y con una sed que le quemaba la garganta. Se quedó recostado hasta las siete y media, bajó a la calle por una caja de jugo de naranjas, cigarros y un par de aspirinas. A las ocho llamó a su trabajo y avisó que por problemas familiares no podría dar sus clases. Del lavaplatos sacó un vaso sucio, lo llenó (tres cuartos de jugo, un cuarto de vodka), se tragó las aspirinas, bebió del vaso hasta un punto más abajo de la mitad, encendió un cigarro y volvió a la cama. Siempre lo mismo: creía que sólo después de las ocho podía dormir bien. Se masturbó, intentó alejar de sí cualquier mal pensamiento y cerró los ojos.


C. Mierda, dije, mi madre logró arruinarme el día, y el ánimo se me fue irremediablemente a la cresta. Ya no quise ir a la universidad, no podía, aunque esa tarde tenía un examen y mis notas últimamente dejan mucho que desear, creo que me voy a quedar estudiando un año más de lo presupuestado, lo que significa que no voy a poder irme a vivir sola como lo tenía pensado, pero ya no puedo quejarme, eso dependía exclusivamente de mí, si me dejé estar ha sido mi culpa y es injusto que se la achaque a otros, aunque entre ellos puede estar mi madre, pero tampoco quiero emprendérmelas con ella, ella sólo hace lo que tiene que hacer, en realidad no es tan mala como yo me la pinto, lo que pasa es que rara vez coincidimos en algo y a veces logra sacarme de mis casillas, aunque ahora yo me tomo las cosas con más calma, trato de no escucharla o de escucharla y olvidar de inmediato lo que me está diciendo. Mira que hacer tamaño escándalo por un poco de hierba, como si no supiera que llevo años fumando y como si fuera la primera vez que la encuentra, si hasta en mi pieza, cuando ella se acuesta, varias veces he prendido un pito antes de dormirme, y el olor, para qué decir una cosa por otra, es fuerte y difícil de disimular, aunque te encierres y abras las ventanas que dan al patio. Menos mal que cuando la encontró pude rescatarla antes de que la botara como había hecho otra veces. La eché en mi bolso, ni siquiera me despedí de ella y salí a la calle, en el paradero esperé la micro que va hacia el centro y me subí. Como a mitad de camino recordé que no había desayunado, así es que me bajé en la Alameda, frente a la Universidad de Chile, y me metí al Indianápolis, deshabitado a esa hora. Pedí un café con leche (una afición nueva que se está convirtiendo en preferida), unas tostadas con mermelada y el periódico del día, y me puse a leer: lo de siempre: guerra, robos, acuchillados, quemados, atropellados: la muerte en primera plana todas las mañanas. Cerré el diario, me tomé el café, me comí la mitad de las tostadas y salí, sin antes dejarle una buena propina a la mesera, entre colegas tenemos que apoyarnos. Ya era mediodía, tenía toda la tarde a mi disposición y no sabía muy bien qué era lo que iba a hacer o mejor dicho qué era lo que quería hacer. Fui hasta un almacén, compré cigarros (indispensables), un paquete de pastillas de menta (había salido sin el dentífrico ni mi cepillo de dientes) y una botella de agua mineral. Miré a ambos lados de la Alameda, la temperatura era agradable, ni calor ni frío excesivo, y me dirigí al cerro, hoy quiero subir el Santa Lucía, dije, tirarme en algún lugar sin tantos escolares haciendo la cimarra ni parejas besándose y practicar la acupuntura con un par de agujitas leyendo a Lira (qué mejor compañero para este tipo de ocasiones). Subí, me instalé en una especie de terraza que mira hacia el norte de la ciudad y que combina árboles y pasto con algunos asientos de cemento y puse manos a la obra. Hice dos pitillos, saqué el libro de Lira y me dispuse a fumar y a disfrutar de la tarde y de la lectura. Alcancé a leer: locura, soledad, muerte. Alcancé a leer en mi futuro esas tres palabras escritas con tinta indeleble. No quise seguir leyendo. Pero supe aun sin leer que ya está todo escrito, que mi vida, que nuestras vidas, están regidas por el destino y que el destino es un abismo sin fin en el que caemos todos los días, que no existe ni la más remota posibilidad de escaparle. Prendí la segunda aguja como para rehuirle a los pensamientos que me asaltaban, dije por hoy es suficiente, Rodrigo, otro día seguimos conversando, aspiré lo máximo que mis pulmones me permitían y me recosté de espalda con el sol inundándome la cara. Nubes blancas pasaban sin apuro sobre los cielos de Santiago, pero no había pájaros por ningún lado. Pensé estoy sola, dónde se fueron los pájaros. Y justo en ese momento escuché a uno cantar.


P. Mierda, dije, desperté y eran poco más de las seis y media, tenía un dolor de cabeza increíble y una vaga noción de lo que había pasado en la noche. Me quedé acostado, no podía levantarme, si movía la cabeza tan sólo un milímetro el dolor era insoportable. En el velador junto a mi cama había una nota con un nombre de mujer que ahora no recuerdo (juro que no recuerdo la mayoría de los nombres de las mujeres que he conocido), y un número de teléfono. Tomé el papel, lo arrugué, fui al baño y mientras orinaba lo arrojé a la taza. Tiré de la cadena, me puse unos pantalones y un chaleco y bajé comprar un jugo de naranjas, lo único que me quita la sed en esas situaciones. Aún era temprano, todavía no daban las ocho, pero Santiago ya comenzaba a atestarse de ruido y gente caminando apurada rumbo a sus oficinas. Compré, además, cigarros y aspirinas, y subí. Ya en el departamento llamé al instituto para avisar que no iba a trabajar, me preparé un vodka con el jugo de naranjas (de alguna manera hay que empezar el día), me eché las aspirinas a la boca y le di un largo trago al vaso. No sé por qué, pero esa mañana había amanecido con una erección que no se me quería quitar (quizás manifestación de la noche que había pasado). Me masturbé y creo que me quedé dormido. Cuando desperté ya era la una de la tarde y el poco sol que entraba por la ventana me daba de lleno en la cara. Aún no quería levantarme, me dolía el estómago, siempre he tenido problemas estomacales, aunque últimamente se han acentuado y termino vomitando cualquier cosa que coma, pero el hambre pudo más, así es que me levanté y recalenté unos tallarines de dos días atrás (soy económico en lo que se refiere a la cocina). Luego bajé, estuve dando vueltas un rato y después enfilé por la Alameda en dirección a la Plaza Italia, más exactamente al parque que se encuentra detrás de las torres de San Borja y que, por supuesto, lleva el mismo nombre, o al menos así lo creo, cuando estaba en el colegio, generalmente cuando llegaba la primavera, hacía la cimarra o después de clases me iba con mis compañeros y nos quedábamos todo el día tirados en el pasto, fumando y tomando cerveza. Ya en ese tiempo tenía la intuición de no ir a ninguna parte, esa sensación inequívoca de caminar siempre sin dirección, sin destino aparente. Pero hoy entiendo: camino por Santiago y entiendo que mi destino era ese: caminar sin dirección, sin rumbo aparente, como un turista extraviado, pero siempre hacia abajo, siempre cayendo. Quise recordar mis años de colegio, compré en el Unimarc de Portugal un pack de cervezas y me fui al parque. Me alegró comprobar que aún habían escolares escapando de las clases, tomando, jugando a la pelota, fumándose clandestinos un pito. Supe que al menos ahí, oculto bajo la sombra de los árboles del parque San Borja, no estaba solo.


C y P. C miró la hora: las seis y media. C caminaba por Santa Lucía, iba hacia el norte, quería ir hasta el Forestal y luego subir bordeando el Mapocho, ese río inmundo en donde sólo las ratas están de fiesta, llegar al puente de Pío Nono, doblar hacia la Plaza Italia y tomar la micro que la llevaría de vuelta a su casa. Pero desvió el rumbo, comenzó a doblar al azar en cualquier esquina hasta que llegó a Lastarria. Pasó frente al cine El Biógrafo y recordó que nunca había visto una película ahí. Miró la cartelera y el título del día le llamó la atención: Happiness. Revisó sus bolsillos, el dinero le alcanzaba casi justo (las propinas del fin de semana habían sido más que generosas, pero había dejado casi todo el dinero en casa), compró un boleto y entró. Aún faltaba para que la película comenzará, así es que se quedó en el hall y encendió un cigarro. No había alcanzado a dar la primera calada, cuando un hombre joven de aspecto cansado y triste (esa sensación le dio la expresión de su cara) le pidió fuego. C buscó los fósforos en su bolso, ella misma encendió uno y acercó la llama hacia el rostro del hombre. Este aspiró y tosió. Perdón, últimamente no he estado bien del pecho, pero no puedo dejarlo, dijo, levantando el cigarro. C no dijo nada, pero asintió con la cabeza y esbozó una sonrisa
La película comenzaba. La sala había bajado sus luces y en la pantalla aparecían las primeras imágenes, según lo que pudo deducir C por el ruido que se empezaba a escuchar. Apagó el cigarro con el pie y entró a la sala, una sala pequeña, se sentó en las últimas butacas y se puso unos anteojos (era corta de vista y no alcanzaba a leer los subtítulos). Habían transcurrido unos cuarenta minutos cuando alguien a su lado comenzó a toser, despacio primero, luego como queriendo apagar los espasmos que se sucedían unos a otros y no con poca frecuencia. C estuvo molestándose al principio, pero cuando se dio cuenta de que quien tosía a su lado se levantaba de su asiento y salía de forma apresurada de la sala, no pudo evitar seguirla. En el hall se dio cuenta de que aquella persona era el hombre que le había pedido fuego a la entrada. ¿Te sientes mal?, preguntó C, arrepintiéndose inmediatamente de la pregunta, pues ésta tenía una respuesta obvia. Sí, dijo P, necesito vomitar. C acompañó a P al baño, que para su poca fortuna se encontraba en el segundo piso del cine, lo que alargó un poco más su agonía. Entraron juntos, P se agachó frente a la taza y vomitó una cantidad considerable de un líquido amarillo. Creo que es mi hígado, trató de disculparse, me pone en aprietos en los momentos menos oportunos. Al parecer necesitas un médico con urgencia, dijo C, si sigues así no creo que dures mucho tiempo, bromeó. P sonrió y dijo créeme, no necesito que nadie me lo recuerde. Salieron del baño luego de que P se limpiara la cara y la chaqueta. Necesito un cigarro, dijo P, dame fuego, por favor. C y P se sentaron y fumaron sin hablar. Luego C fue al baño y cuando salió dijo ya no tiene sentido que volvamos a ver la película, salgamos y tomemos algo de aire. Buena idea, lo mismo estaba pensando yo. C y P salieron del cine y caminaron hacia la Alameda. La noche ya había caído por completo y corría una brisa fresca pero agradable. ¿Un café?, preguntó P. Un café, dijo C. Entraron en un local ubicado casi en la esquina de Lastarria y la Alameda y pidieron dos cafés y un cenicero. ¿Y tú qué haces aparte de socorrer a enfermos terminales en crisis?, preguntó P. Estudio letras y trabajo de mesera los fines de semana, aunque en la universidad no me va muy bien, no me gusta estudiar o que me obliguen a estudiar, pero mi madre dice que sin cartón no voy a llegar a ninguna parte, lo que no sabe es que estudiando lo que estoy estudiando me voy a quedar de mesera toda mi vida, algo que, en todo caso, no me molesta. Yo doy clases de pintura en un instituto cuyo nombre prefiero callar, en mis ratos libres me gusta emborracharme, dijo P. Ya veo por qué estás así, dijo C. ¿Así cómo? Así, volvió a decir C. Créeme, no podría estar mejor.

Pidieron la cuenta, C dijo cada uno paga lo suyo, o.k. dijo P. Salieron, el frío de principios de mayo ya comenzaba a sentirse, instintivamente escondieron las manos en los bolsillos. ¿Cuándo volvemos a ver la película?, preguntó P mientras caminaban Alameda abajo. No sé, no creo que vuelva a verla.

 

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