ESQUIRLAS

"Un primer acercamiento a los acantilados"
M. Ellicker

Ritual de los chacales la noche más tenebrosa
de los hombres: escogida la víctima se prepara
la Piedra Absoluta del sacrificio, en las oscuras
encrucijadas, con ponzoña en las lenguas, cinco
o seis minutos -no más- con la realidad, la jauría
dispuesta alrededor del descampado. Facones
y botellas rotas, respondiendo a un aullido
perentorio y ancestral, centellean en las zarpas
de los oficiantes. Como nubes que enturbian
el cielo lácteo de febrero, crueldad y ardor
del falo, furia y castigo del glande que se tatuará
salvaje sobre la carne, agloméranse las siluetas
cual espectros del Orco en torno a una ofrenda
palpitante, tras esa llamada seguidas por un
huracán de espanto y gemidos.

Cogida en la intemperancia de la madrugada
y preso el corazón liebre -maniquí en su jaula
de cristal- por los barrotes de la cerveza y el
miedo, la víctima es coronada de sangre y espinas,
entregándose al arrebato de la histérica manada.
Ay de nosotros, arrastrados con ella hasta el centro
de este torbellino (apenas dos barcas zarandeadas
por las olas de la realidad) si desafiamos la marejada
de un temporal que estalla, y salpica de esquirlas
nuestras caras: en el naufragio confuso de la noche,
ojos y manos donde deslumbra afilada, la muerte,
e inútil como un cazador dormido en los pantanos,
cualquier revólver de solitaria bala. Antiguo ritual,
repetido hasta el asco, aullido y avalancha de las bestias.

Cacería de los chacales, qué noche más aciaga
para tantos corderos: bailar hasta los huesos
una danza jamás prevista ni alucinada, pesadilla
sin máscara de las ciudades: sobre el pavimento sangre
siempre derramada que habrá de ensuciar los pies
de toda inocente aurora, sudario de nuestros sufrimientos,
además del rostro oscurecido en la noche sin término
(como un negativo que velara la luz dolorosa de la
verdad), de un extranjero cruzando, aterido, el desierto
insalvable que conforma este manglar de esputos
y puntapiés, facones en el fondo de cuyo brillo se descubre
plañir a la sirena azulada de los muertos, -para reencontrarse
al final de la travesía con el Santo Grial de la realidad. Desierto,
desierto que no puedes igualar a nada, terrible coronación de los
espectros.

No tener ni la más leve idea de las letras que conforman
el nombre secreto de dios -o la manera de invocarlo-, de cómo
embrazar el escudo que protegería al paria de la noche infernal.
Las llaves siempre escondidas, siempre escondidas, la sangre
y el sudor de cuántas vidas herrumbran los goznes y el dintel
del pórtico que defiende al Reino, clausurando la marcha,
la huida de los corderos: de nosotros, los casi muertos,
los fustigados por no se sabe qué relámpago en una calle
desconocida. Y sólo ser unos fantasmas en medio de tanto odio
y violencia desatados, fantasmas horrible, horriblemente
desprovistos de coraje, y a los que ola tras ola el estupor
mantenía hundidos en el fondo del torbellino, con la única
certeza de la noche impregnando las retinas.

Eclipsado plenilunio de febrero, se difunde por las calles,
como un clamor de trompetas que entonaran los ángeles
para romper todos los sellos de la calamidad, el balar
de un sangrante cordero, herido de Piedra en el descampado.

*

AUTORRETRATO POR VINCENT VAN GOGH (1889)

Casi invisible, casi real: oreja derecha precipitada
al torrente de los burdeles exclamatorios.
Gruesa barba roja, mal rasurada a los costados
y mejillas derruidas, escasas como la piedra
de sal o vida en las regiones ardorosas
del país del hambre del agua.
Frente amplia y terrible, corona en llamas,
estremecida por la visión.
A modo de fondo o cielo, de mundo, océano
atravesado de hondonadas: pleno movimiento
ondulante de las catedrales del coito.
Chaqueta barata, amargos botones.
Cuello ajustado (se despliega la muerte
con su teatro de sombras).

Clarividencia en los ojos inyectados de angustia.

*

EN PLENA NOCHE: 60 WATTS

"Resuena un timbre en el Hotel Lucero
traga y escupe esta boca de sombra
para el caso es lo mismo: apariciones
y desapariciones instantáneas"
E. Lihn

Para que en el azar de la habitación
y al brusco contacto de unas manos
que se crispan, tórridas y ajenas, cuatro
arados vueltos una cuchilla que desbroza
y enciende la gelidez de este eriazo;
o cual hondas, a la vez que retorcidas
raíces de una higuera -por el frenesí
de una tormenta removidas de la tierra-,
en cuya copa acechan hambrientos, dos ásperos
cuervos, dos fauces, a galope desbocado
confluyamos hacia el rito de comunión
de los besos, liturgia relampagueante como
la irrupción de tu desnudo en mis ojos
-aplacada la tormenta fatalmente a la religión
del cáncer y la vejez convertidos, macho
y hembra semejando marchitas ramas
desgajadas del árbol, en otoño primaveral-,
y mi erguida verga y su blanco requerido
sean envueltos por un mismo doble
latido, pero el estallido de la palabra
semen posponga siempre su lectura,
su fábula de orgasmo dialogado.

Para que en el azar de los corazones,
empapadas sábanas de mayo secándose
aún sobre la memoria, como salmones
que se obstinan en su carrera hacia
el desove y la extinción, yo no logre
ahondarte más que por la fuerza sola
del látex, y cada abrazo se transforme
en un abismo insalvable, y tú no puedas
regalarme más que con la turbación,
los resuellos, el oleoso sudor que se
desliza por tu entrepierna, y la única
lámpara en la noche terrible y primera
del motel encendida, sea el profundo
espejo que me devuelve parte de tu
silueta desvaneciéndose, internándose
más allá de no sé qué país o lugar espectral
(y dientes y gemidos se encadenen,
húmedos, sin armonía en las mandíbulas,
en el altar de las lenguas roído, vano
movimiento de dos torpes cachorros
de Hombre enlazados como por error.
Del pífano de nuestras vértebras brote
la oscuridad. Del roce de los pechos.
A nadie alcance nuestro éxtasis porque
no hubo éxtasis. Revalide nuestra
impotencia el estruendo de las cópulas
vecinas. El silencio de esta celda
responda a sus infatigables jadeos).

Para que en el azar de las calles vacías,
los niños que somos y que ya se hunden
en la edad, abandonen el nicho de su desencuentro
cogidos del brazo, y se pierdan por la ciudad
que recién despierta de su sempiterno, sempiterno
letargo, reducidos a fulgores o antorchas que iluminan
la noche y la escarcha de un invierno a punto de estallar
y extenderse sobre el mundo, eriazo que agosta
las raíces y el tiempo de nuestra resurrección.

*

CANCIÓN DE LA CLEPSIDRA

Verte en el espejo de tus días, aún niño,
con el rostro repentinamente envejecido
y siniestro, oscuro por la vida, es atroz.

*

JARDÍN JAPONÉS

Cuando el agua vagabunda, muerta la fluidez, reposa
en el fondo de las rocas y el molino de Cronos se detiene
por un instante, contemplando desde un mirador secreto
(tu imagen que devuelve una delgada pupila de agua al cielo)
la sensibilidad que se desvanece al compás de tu respiración:
quisieras no moverte, estancarte, reteniendo esa calma abrasadora,
-éxtasis que todas las cruces de la carne niegan a los hombres-,
despedir la luz y la sombra, los vértigos que el sentido supone
para ti.

Agua que da vida
apegada a los ribetes sosegados,
bendita entre todas aquellas que bendicen,
agua de otoños y funesto vaticinio cristalino,
llámese tu ego recuperado de las fuentes
de Narciso. Agua diez mil veces multiplicada
agua que seguirá fluyendo sin ti.

*

DESCENSO DE NOSFERATU

Vigilia sin descanso en la noche ardiente
y famélica, aritmética de sombras; en el marco
del insomnio más asfixiante, ojos. Y arrastrado
hacia el infierno como un velero sin brújula
recortándose sobre las pampas convulsionadas
del océano, espejismo creado a imagen
y semejanza de su locura, un puerto
que la peste representa atestado de ataúdes
negros, hijos e hijas de la oscura doncella
enlazados por una misma pavana.
Sí, ratas en el osario.

*


COBQUECURA

"Adonde van las arenas en su canto
se van los Príncipes del exilio"
S. J. Perse

Dejarse, dejarse arrastrar por la resaca.
Mar adentro, de ser posible.

Si la tela dijese a los ocelos
lo que sólo las olas pueden entonar,
de entremezclarse a su letanía, a su niebla
de sargazos y pelícanos, barcas flotando,
encallada en el verano como la lobería
sobre aquella playa vesperal, cenicienta,
y arrastrada por el húmedo trazado
de la brisa en el mural de la tarde,
la música en mis oídos, el incesante clamor,
la turbia sonoridad desgarrada a un centenar
de gruesos olifantes, -en plena época de celo:
desmesurado coro que la nave de ninguna iglesia
lograría retener, menos aún la bóveda de gastada
piedra que tus calcinados pies abandonaron al sueño
del mediodía en el damero atestado de palmeras
y visitantes; o las agónicas reverberaciones del cielo
púrpura que con esplendor enmarcan el diálogo
de los pescadores, a tu espalda sinfonía obliterada,
y la invisible faz de un paisaje que mi ceguera
pretende reproducir con el falso pincel de la
memoria sobre un lienzo imaginario:

"Es el fin de la ruta. Frente a ti,
un Leviatán de torso azul y aletas
que se extinguen siempre en una
ardiente bruma desborda, clausura
el horizonte, saturando la atmósfera
de espuma y graznidos. Hasta aquí te ha llevado
el entusiasmo. Es el fin. O quizás tan sólo
el comienzo, el aguijón que tu juventud
requería para volverse alucinada hacia
el asfalto del camino. De cualquier forma
en pocas horas más la playa se poblará
de fogatas. Bajo el plumaje estelado
de la noche, hordas de salvajes remedando
a las cercanas y ululantes sirenas que,
heridas por el facón de un celo implacable,
nos hacen llegar desde su cubil toscas,
muy toscas melodías de cópula y semilla,
se perderán, apenas vigiles, fuegos fatuos
multiplicados, en el bosque y la verga
florecida de los sentidos. Y tú te unirás
a su danza, huésped de toda embriaguez
en las arenas, hasta el amanecer. Fastos
de la Candelaria, canícula despiadada.
Por ahora es el sol quien enciende su
propia pira sobre el océano agonizante.
Me pregunto qué muerto se honrará esta
tarde en la ceremonia. Qué verdad de luminoso
aliento querrá la vida liberar como a una
luciérnaga enloquecida entre las brasas aún
humeantes del ocaso, desgajando la red
que hambrientas gaviotas tejen al planear
en círculos sobre las aguas. Qué verdad se
eclipsará, al fin, en un cielo que himeneos
sangrientos confunden ya con el mar".

Si la tela dijese a los ocelos
lo que sólo las olas pueden entonar,
atronaría la voz del caído desde
las llamas, inspirándonos el secreto
de su jornada y su terror. Pero yo
no consigo más que apretar los
párpados, y sentir como el paisaje
con su música desaparecen de
mi interior, diluidos sus colores
al contacto mortal de las mil y una
termitas que carcomen la higuera
fatigada del presente.

Dejarse, dejarse guiar por la resaca.
Mar adentro, de ser posible.
Para que el seno de la noche sea
el lecho que acoja al corazón
cansado, hasta el nadir henchido
por vanos recuerdos e ilusiones
que fatigan y estremecen el andar,
espectros en la neblina y el rumor
de los días, fantasmas, fantasmas
aleves todos. Y con el corcel del viento
se confunda, se precipite, el hálito
extasiado que ellos desatan.
PARQUE HUNDIDO

De la crónica de un par de años o días interminables,
y derribados del calendario por el hacha de un muerto,
se esfuman, cómplices de la transparencia, trizados
en el umbral de mi sintaxis, de mi lengua estrangulada,
como ánforas de un vino que nadie obliga a derramar
u hojarasca de una alameda que desangra este otoño y mi advenido
invierno -vendimia de la memoria por los pies del presente,
lagar del tiempo-, los recuerdos, cenizas que no podré invocar
sino quemándome el alma hasta los huesos: imágenes dispersas
de una realidad ahora y siempre tan visceral, tan fantasmagórica,
como la de aquella radiante mariposa, velada todavía para
los anteojos del mundo, que florece invisible en el averno
de su huevo: dramas que temprano o nunca terminaré por olvidar,
sábanas de hospital: torbellinos: amores marchitos o resucitados
por el Amor, transcriben pacientemente los signos de su alfabeto
sobre el cuerpo (enjambre de avispas que circunda a toda hora mis
huellas -aguijones en la piel por decenas clavados, máculas de insulina),
y se suceden en el vértigo primero girasoles, luego imborrables heces
que pasarán a enturbiar el río indócil de mi sangre, a formar parte
de su infatigable cauce y corriente hasta el fin, junto a la visión
que hoy, colmados los vasos, sólo puede desolar, sorprender con
sed al peregrino en esta ciudad adormecida, sometida a las lluvias
y al grito precario de las gaviotas que adivinas ahogado por el tráfico:
de ocaso a ocaso laberinto retomado sin cesar, en un alto del confuso
camino que se pierde entre la neblina del mañana distingues, abandonado
en su lontananza, el parque crepuscular de aquel par de años, días
convertidos en árboles desnudos, que unas famélicas luminarias aún iluminan
-coronándolo de ternura y extrañeza-, hundiéndose en la oscuridad con todos
sus niños, sus llantos y juegos, como si fuese una constelación de meteoros
que se precipitara sobre la superficie de un mar en aparente calma, silente
y apenas dibujado en la oquedad embriagadora de ésta, mi noche sin estrellas.

 

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