La Resistencia
Son los expulsados, los proscriptos, los ultrajados, los despojados de su patria y de su terruño, los empujados con brutalidad a las simas más hondas. Ahí es donde están los catecúmenos de hoy. E.Jünger Lo Peor es el Vértigo. En el vértigo
no se dan frutos ni se florece. Lo propio del vértigo es el miedo,
el hombre adquiere un comportamiento de autómata, ya no es responsable,
ya no es libre, ni reconoce a los demás. Se me encoge el
alma al ver a la humanidad en este vertiginoso tren en que nos desplazamos,
ignorantes atemorizados sin conocer la bandera de esta lucha, sin haberla
elegido. El clima de Buenos Aires ha cambiado. En las calles, hombres y mujeres apresurados avanzan sin mirarse pendientes de cumplir con horarios que hacen peligrar su humanidad. Ya sin lugar para aquellas charlas de café que fueron un rasgo distintivo de esta ciudad, cuando la ferocidad y la violencia no la habían convertido en una megalópolis enloquecida. Cuando todavía las madres podían llevar a sus hijos a las plazas, o visitar a sus mayores. ¿Se puede florecer a esta velocidad? Una de las metas de esta carrera parece ser la productividad, pero ¿acaso son estos productos verdaderos frutos? El hombre no se
puede mantener humano a esta velocidad, si vive como autómata será
aniquilado. La serenidad, una cierta lentitud, es tan inseparable de la
vida del hombre como el suceder de las estaciones lo es de las plantas,
o del nacimiento de los niños. Estamos en camino pero no caminando, estamos encima de un vehículo sobre el que nos movemos sin parar, como una gran planchada, o como esas ciudades satélites que dicen que habrá. Ya nada anda a paso de hombre, ¿acaso quién de nosotros camina lentamente? Pero el vértigo no está sólo afuera, lo hemos asimilado a la mente que no para de emitir imágenes, como si ella también hiciese "zapping"; y, quizás, la aceleración haya llegado al corazón que ya late en clave de urgencia para que todo pase rápido y no permanezca. ste común destino es la gran oportunidad, pero ¿quién se atreve a saltar afuera? Tampoco sabemos ya rezar porque hemos perdido el silencio y también el grito. En el vértigo todo es temible y desaparece el diálogo entre las personas. Lo que nos decimos son más cifras que palabras, contiene más información que novedad. La pérdida del dialogo ahoga el compromiso que nace entre las personas y que puede hacer del propio miedo un dinamismo que lo venza y les otorgue una mayor libertad. Pero el grave problema es que en esta civilización enferma no sólo hay explotación y miseria, sino que hay una correlativa miseria espiritual. La gran mayoría no quiere la libertad, la teme. El miedo es un síntoma de nuestro tiempo. Al extremo que, si rascamos un poco la superficie, podremos comprobar el pánico que subyace en la gente que vive tras la exigencia del trabajo en las grandes ciudades. Es tal la exigencia que se vive automáticamente, sin que un sí o un no haya precedido a los actos. La mayoría de la humanidad es empleada de un poder abstracto. Hay empleados que ganan más y otros que ganan menos. Pero ¿quién es el hombre libre que toma las decisiones? Ésta es una pregunta radical que todos hemos de hacernos hasta escuchar, en el alma, la responsabilidad a la que somos llamados. Creo que hay que
resistir: éste ha sido mi lema. Pero hoy, cuántas veces
me he preguntado cómo encarnar esta palabra. Antes, cuando la vida
era menos dura, yo hubiera entendido por resistir un acto heroico, como
negarse a seguir embarcado en ese tren que nos impulsa a la locura y al
infortunio. ¿Se le puede pedir a la gente del vértigo que
se rebele? ¿Puede pedirse a los hombres y a las mujeres de mi país
que se nieguen a pertenecer a este capitalismo salvaje si ellos mantienen
a sus hijos, a sus padres? Si ellos cargan con esa responsabilidad, ¿Cómo
habrían de abandonar esa vida? La situación ha cambiado tanto que debemos revalorar, detenidamente qué entendemos por resistir. No puedo darles una respuesta. Si la tuviera saldría como el Ejercito de Salvación, o esos creyentes delirantes -quizás los únicos que verdaderamente creen en el testimonio- a proclamarlo en las esquinas, con la urgencia que nos separan de la catástrofe. Pero no, intuyo que es algo menos formidable, más pequeño, como la fe en un milagro lo que quiero transmitirles en esta carta. Algo que corresponde a la noche en que vivimos, apenas una vela, algo con qué esperar. Las dificultades
de la vida moderna, el desempleo y la superpoblación han llevado
al hombre a una dramática preocupación por lo económico.
Así como en la guerra la vida se debate entre ser soldado o estar
herido en algún hospital, en nuestros países, para infinidad
de personas, la vida está limitada a ser trabajador de horario
completo o quedar excluido. es grande la orfandad que cunde en las ciudades;
la gran soledad de la persona original es una de las tragedias del vértigo
y de la eficiencia. La primera tragedia que debe ser urgentemente reparada es la desvalorización de sí mismo que siente el hombre, y que conforma el paso previo al sometimiento y a la masificación. Hoy el hombre no se siente un pecador, se cree un engranaje, lo que es tragicamnete peor. Y esta profanación puede ser únicamente sanada con la mirada que cada uno dirige a los demás, no para evaluar los méritos de su realización personal ni analizar cualquiera de sus actos. Es un abrazo el que nos puede dar el gozo de pertenecer a una obra grande que a todos nos incluya. Si a pesar del miedo
que nos paraliza volviéramos a tener fe en el hombre, tengo la
convicción de que podríamos a vencer el miedo que nos paraliza
como a cobardes. Yo he pasado riesgos de muerte durante años. ¿Sin
miedo?. No, he tenido miedo hasta la temeridad pero no he podido retroceder.
Si no hubiese sido por mis compañeros, por la pobre gente con la
que ya me había comprometido, seguramente hubiera abandonado. Uno
no se atreve cuando está solo y aislado, pero sí puede hacerlo
sí se ha hundido tanto en la realidad de los otros que no puede
volverse atrás. Cuando trabajé en la CONADEP, de noche soñaba
aterrado que aquellas torturas, frente a las cuales yo hubiera preferido
la muerte, eran sufridas por las personas que yo más quería.
Impávido en el sueño, luego me despertaba angustiado y sin
saber cómo seguir, pero horas después no podía negarme
a escuchar a quienes pedían que yo los recibiera. No podía,
era inadmisible que hubiese dicho que no a esos padres cuyos hijos, en
verdad, habían sido masacrados. Quiero decirles
que no lo podía hacer por que ya estaba adentro, involucrado. Así
es, uno se anima a llegar al dolor del otro, y la vida se convierte en
un absoluto. Las más de las veces los hombres no nos acercamos,
siquiera al umbral de lo que está pasando en el mundo, de lo que
nos está pasando a todos, y entonces perdemos la oportunidad de
habernos jugado, de llegar a morir en paz, domesticados en la obediencia
a una sociedad que no respeta la dignidad del hombre. Muchos afirmarán
que lo mejor es no involucrarse, porque los ideales finalmente son envilecidos
como esos amores platónicos que parecen ensuciarse con la encarnación.
Probablemente algo de eso sea cierto, pero las heridas de los hombres
nos reclaman. Pero esto exige
creación, novedad respecto de lo que estamos viviendo y la creación
sólo surge en la libertad y está estrechamente ligada al
sentido de la responsabilidad, es el poder que vence al miedo. El hombre
de la posmodernidad está encadenado a las comodidades que le procura
la técnica, y con frecuencia no se atreve a hundirse en experiencias
hondas como el amor o la solidaridad. Pero el ser humano, paradójicamente
sólo se salvará si pone su vida en riesgo por el otro hombre,
por su prójimo, o su vecino, o por los chicos abandonados en el
frío de las calles, sin el cuidado que esos años requieren,
que viven en esa intemperie que arrastrarán como una herida abierta
por el resto de sus días. Son doscientos cincuenta millones de
niños los que están tirados por las calles del mundo. Estos chicos nos
pertenecen como hijos y han de ser el primer motivo de nuestras luchas,
la más genuina de nuestras vocaciones. De nuestro compromiso
ante la orfandad puede surgir otra manera de vivir, donde el replegarse
sobre sí mismo sea escándalo, donde el hombre pueda descubrir
y crear una existencia diferente. La historia es el más grande
conjunto de aberraciones, guerras, persecuciones, torturas e injusticias,
pero, a la vez, o por eso mismo, millones de hombres y mujeres se sacrifican
para cuidar a los más desventurados. Ellos encarnan la resistencia. Se trata ahora de
saber, como dijo Camus, si su sacrificio es estéril o fecundo,
y éste es un interrogante que debe plantearse en cada corazón,
con la gravedad de los momentos decisivos. En esta decisión reconoceremos
el lugar donde cada uno de nosotros es llamado a oponer resistencia; se
crearán entonces espacios de libertad que puerden abrir horizontes
hasta el momento inesperados. Es un puente el que habremos de atravesar, un pasaje. No podemos quedar fijados en el pasado ni tampoco deleitarnos en la mirada del abismo. En este camino si salida que enfrentamos hoy, la recreación del hombre y su mundo se nos aparece no como una elección entre otras sino como un gesto tan impostergable como el nacimiento de la criatura cuando es llegada su hora. Los hombres encuentran en las mismas crisis la fuerza para su superación. Así lo han mostrado tantos hombres y mujeres que, con el único recurso de la tenacidad y el valor, lucharon y vencieron a las sangrientas tiranías de nuestro continente. El ser humano sabe hacer de los obstáculos nuevos caminos porque a la vida le basta el espacio de una grieta para renacer. En esta tarea lo primordial es negarse a asfixiar cuanto de vida podamos alumbrar. Defender, como lo han hecho heroicamente los pueblos ocupados, la tradición que nos dice cuánto de sagrado tiene el hombre. No permitir que se nos desperdicie la gracia de los pequeños momentos de libertad que podemos gozar: una mesa compartida con gente que queremos, unas criaturas a las que demos amparo, una caminata entre los árboles, la gratitud de un abrazo. Un acto de arrojo como saltar de una casa en llamas. Éstos no son hechos racionales, pero no es importante que lo sean, nos salvaremos por los efectos. El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria. |