Infancia vestida de bailarina.

El amor se va
Como la vida es lento
Y como la Esperanza es violento
Viene la noche suena la hora
Los días se van yo permanezco.
Guillaume Apollinaire.

Ahí está la bailarina girando estática, como siempre, en el mismo lugar. La veo de reojo ya por esa costumbre que desgasta todo y todo de polvo lo cubre. Los cuadros que desde alguna época anterior colgados están, miran mi cara con alguna reprobación también: Uno de los retratos es de mi madre, debió haber tenido unos dieciséis años cuando se expuso a esas tortuosas sesiones de pintura… los otros dos, son de mi abuela y mi tía, ambas muertas en un accidente cotidiano… murieron aplastadas por el polvo…
La bailarina por su parte también está muriendo. No es lo mismo verla después de veinte años de, por primera vez, haber situado mi mirada en su cuerpecito… Su música es de una falsedad increíble ahora… Una música que me acompañó desde mi primera juventud, cuando mi madre, aún sujeta a alguna incomprensión, trataba de descifrar en psicologías ajenas sus propias lágrimas… Obviamente lloró cuando le golpeé en el estómago -hace unos días había parido a mi hermano desaparecido entre la maleza; estaba llorando y cayó de dolor. Yo, primero quise reír, después no atiné sino a correr por los campos metiéndome entre unos sauces saltando la acequia que cruzaba todo el pueblo. En un bosque grande me perdí por unos tres días. Conocí a una pequeña niña que vivía debajo de un manzano y entre zarzamoras e higueras sorteé el hambre -Tenía una casa bastante estrecha donde solo cabía ella, pero siempre hubo sitio para alguien más… Tuvo también dos amigos que le robaban las manzanas de las manos y corrían a jugar solos, a escondidas, entre los matorrales. Un día los descubrimos comiendo del mismo fruto. Yo igual quise hacerlo, pero uno de ellos me golpeó en la cara y lloré largamente. Recuerdo que la niña me dijo que no me importara, que de su árbol sacaríamos todas las manzanas que quisiéramos, que para qué iba a pelear por unos mordiscos cuando podía comer las que se me antojaran… Cuando llegamos a su casa, todas las manzanas habían caído al suelo de maduras, en el suelo estaban podridas como si nos hubiéramos en el camino demorado por lo menos un mes. Un olor insoportable nos alejaba del lugar. Ella no pudo vivir más allí; los gusanos le comieron la casa y, con ella, todo el árbol… Fue en ese día cuando me encontraron los vecinos, hastiado de vida…
Al llegar a la casa me reprimieron gravemente; mi abuela aún estaba viva en ese entonces, mi tía igual, aunque ella ya se desangraba poco a poco.
Esa noche me quedé oyendo y viendo a la bailarina con su danza monótona… Giraba lentamente, moviendo sus caderas, una pierna doblada en el aire, con la punta del pie que quedaba en el suelo se afirmaba y balanceaba, los brazos erguidos bien arriba; los brazos casi más largos que todo el cuerpo parecían dar con el cielo… Recuerdo que aquello era lo que más me gustaba de cuando, niño, la veía quieta y móvil, girar desacompasadamente… no tanto el bendito sentimiento de la niñez, no tanto esa felicidad eternamente ilusa como su posible experiencia con las nubes. Y ahí está, quieta aún.
En la pared siguiente a la de los cuadros está ese viejo espejo de cuerpo entero con un precioso marco de madera lacada, después, de frente a los retratos, el caluroso diván que en días de invierno nos dejaba a mi madre y a mí tirados y abrazados tiernamente… …Con mi cuerpo tapado por esa frazada de gruesa lana, tapado hasta la cabeza… sentía sus manos tibias acariciándome el cabello y mi cara en su pecho débil como el mío. El calor de esa frazada era de una delicadeza grandiosa, me gustaba moverme lentamente, para así, lentamente, atraer más calor… pero no mucho, por eso me movía lento, como para no meter algún ruido -el ruido espanta el calor, el barullo congela los cuerpos- como para no hacer alboroto en la casa, para que no vinieran mis parientes a arruinarnos esa tibieza, no fuera a ser que quisieran meterse entre medio cuando el diván es tan pequeño y la frazada apenas alcanza para dos… ¡Sería una insensatez estar tres o cuatro en el diván, no cabríamos…! Por eso, ambos, lenta y sordamente, juntábamos nuestros cuerpos. La lana de la frazada me picaba a veces en la espalda, cuando por el movimiento mi camisa se alzaba. Pero aquello no fue enojoso nunca, me encantaban sus manos mezcladas con esa suave aspereza…
Yo me acomodaba en su pecho y cerraba los ojos para dormir un tanto, nos abrazábamos fuerte cuando comprendía mi cansancio, era que durante el día habíamos jugado mucho y ya a esa hora no se podía, en un ambiente tan propicio al sueño, sino desistir a ese letargo dulce y a veces empalagosamente placentero…
Cuando despertábamos, yo iba al baño para lavarme los dientes, siempre me quedaba la lengua seca, como amarga también, tenía los pelos de esa frazada pegados al paladar, esa frazada siempre me dejaba con tal resabio. Pero aquel suceso no importaba en nada… Era cosa de lavarse los dientes y ningún problema mayor se presentaría.
Siempre… al regresar a la sala, ya no estaba. Me quedaba así, solo, unos instantes, parado viendo a la bailarina moverse, en su plató girar incansable con esa música repetitiva. Su tutú daba un esponjoso aspecto, pero estaba hecha de un duro material, a su espalda esa caja en que se guardaba cuando ya nos aburríamos de ella, me dejaba ver los ojos pegados a su cuerpo feble, mi cara de alelado cuando la seguía en sus giros lerdos y medianamente imbéciles… Así pasaba esos instantes; después, me volteaba y caminaba con sorna hasta el diván… Me sentaba y preguntaba por la suerte de aquella amiga perdida y su podrido manzano. Creo que también ella se pudrió con él… No supe más de su vida…
Y ahora que la recuerdo, ¿Qué habrá pasado con su persona…? Solo después supe de uno de sus dos amigos; con él tuve una larga amistad. Él nunca logró contestar sobre su paradero, él solo sabía que un día, había desaparecido, el mismo que el vecino me encontró en el bosque. El mismo en que a su otro amigo, el que me dio un golpe en el rostro, se lo habían llevado a la ciudad…
Entonces fuimos nosotros los que nos quedamos en el pueblo, los únicos dos niños. Luego descubrí que era él mi vecino y que vivía en la casa contigua a esta…
Ya, por supuesto, se ha ido también de aquí… Solo quedo yo con estos mismos trapos viejos, los retratos de mi madre, mi abuela y mi tía colgados en la pared.
Recuerdo la calidez de esa frazada de lana, recuerdo este diván que está detrás de mí, en su misma posición de siempre. Todo, seguramente, igual a antes, a esa infancia perdida como las manos en el cuerpo… ¡Que tiempos aquellos…! No fue la felicidad eterna, pero es la etapa de mayor alegría que recuerdo. Mi madre entrando por la puerta con su hermoso rostro, sus ojos verdes, no, esmeralda, como ella decía… esmeralda, como se los pintaron en este cuadro que veo. Mi abuela, que gruñó toda la vida y que desde que la recuerdo ya fue un muerto. Mi tía, el último de los tres retratos, el cuadro apegado al ángulo que forman las dos paredes. A ella… ya no la recuerdo, ni su voz, ni su cuerpo, siempre estuvo muerta para mí…
Un pequeño ruido como de tacones ahora se siente venir, roto mi cuerpo a la izquierda para encontrarme cara a cara con aquellos zapatos… con esas medias oscuras, con el vestido de fiesta, con la blusa fresca de verano de mi madre, con el suéter azul que tanto le gustaba y ahora lleva puesto, con su pañuelito de ceda al cuello ceñido y su pelo mimosamente tomado bajo su coqueto sombrerito de señora.
Sus mismos ojos verdes, no, esmeralda, miran en este preciso momento directo a mis ojos.

 

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