De una persona que está bien y se mueve libremente en su ambiente decimos que está "como pez en el agua".
Del mismo modo que un organismo plenamente adaptado a su medio no necesita de receptores sensoriales para darse cuenta del estado actual del mismo (Hörmann, 1973), sólo puede estar "como pez en el agua" quien no tiene o ha perdido hasta cierto punto la conciencia de sí mismo. Quien no piensa o no cuestiona su condición. Aunque esto no se consigue de forma absoluta, hay una base sólida en la que el hombre está inmerso y desde la cual mira y cuestiona aspectos solo puntuales de su modo de actuar y, eventualmente, de ser:

'Lo que yo soy' no está tan a mi alcance. Para que así ocurra se requiere que me detenga, que interrumpa la espontaneidad continua de mi experiencia y retrotraiga deliberadamente mi atención sobre mí mismo. Más aún, esa reflexión sobre mí mismo es ocasionada típicamente por la actitud hacia mí que demuestre el otro. Es típicamente una respuesta de 'espejo' a las actitudes del otro (Berger / Luckmann, 1991: 47).

En el lenguaje este hecho encuentra su correlato. Como advierte Lakoff (1991), las metáforas -por ejemplo las orientacionales- están hasta tal punto en relación con nuestra estructura corporal, con nuestro modo de habitar el espacio, que no tenemos conciencia de que se trata precisamente de metáforas. Cuando decimos, por ejemplo, levantar el ánimo no somos conscientes de que es nuestra postura erguida y el hecho de que la cabeza ocupe la parte superior de nuestro cuerpo, lo que nos hace valorar 'arriba' como positivo y 'abajo' como negativo:

Estas orientaciones espaciales surgen de que tenemos cuerpos de un tipo determinado (...) Estas orientaciones metafóricas no son arbitrarias, tienen una base en nuestra experiencia física y cultural (Lakoff, 1991: 50).

Así también, por lo general, somos inconscientes del lenguaje que usamos al hablar. Elegimos cada oración pero esa elección es casi automática, no nos significa detenernos a discernir entre una frase y otra.
Nuestra lengua materna es el agua de la cual somos los peces. Nos movemos en ella y con ella libremente, sin detenernos más que muy puntualmente a mirarla. Ella, por lo demás, se nos hace evidente solo cuando se enturbia. La vemos solo cuando por algún motivo nos ofrece resistencia -incluso quienes pretendemos estudiarla y verla siempre-.
De igual modo que somos incapaces de mirarnos las facciones sin la ayuda de un espejo -y aun con éste las vemos invertidas- somos incapaces de mirar nuestro propio uso del lenguaje. Somos incapaces de instalarnos en un metalenguaje. Si es metalingüístico hablar con el lenguaje acerca del propio lenguaje, decir, por ejemplo: "en español el término mamá hace alusión al lenguaje infantil", podemos estudiar lo que decimos del lenguaje pero se nos escapa el lenguaje con el que lo decimos. Otra persona pudo haber dicho: "mamá hace alusión al balbuceo de los niños" y, consideraríamos que ambas han dicho lo mismo:

Prestamos atención a lo que se dice, pero raramente nos interrogamos sobre el modo cómo el lenguaje permite decir las cosas. Sólo cuando la comunicación se interrumpe, tal vez lleguemos a darnos cuenta del lenguaje como tal lenguaje (Gumperz / Bennett, 1981: 9).

Llamaremos "nudos" a los conflictos causantes de interrupciones en la comunicación.
Cuando un conflicto de este tipo se nos presenta, éste nos obliga a "distanciarnos" de nuestro lenguaje, a objetivarlo, a tomar conciencia de él para poder elegir las palabras precisas. Si, por ejemplo, queremos rechazar una invitación, debemos buscar las palabras que expliquen nuestro rechazo evitando, sin embargo, herir a nuestro invitante. Esas palabras deben cumplir la función de atenuar nuestra negativa.
El rechazo a una invitación reclama una explicación, no así la aceptación. La explicación, en este caso, atenúa el rechazo.