Nacemos a un mundo (etimológicamente 'orden') que durante la infancia creemos sin par. Sólo posteriormente tomamos conciencia de su arbitrariedad. Pero ya lo hemos internalizado como el mundo y nos costará trabajo dejar de confundirlo con la realidad.
Puesto que es arbitrario, nuestro mundo para ser social (intersubjetivo) requiere ser objetivado en un sistema de signos que posibilite tanto su mantenimiento como su transmisión. Ese sistema de signos es, por excelencia, el lenguaje.

El lenguaje objetiva las experiencias compartidas y las hace accesibles a todos los que pertenecen a la misma comunidad lingüística, con lo que se convierte en base e instrumento del acopio colectivo de conocimiento (Berger / Luckmann, 1991: 91).

El niño, además de internalizar el lenguaje, internaliza el mundo (orden) que éste representa. El mundo físico es un continuo, en él no se producen huecos. Sin embargo, nuestra percepción se ejercita en el reconocimiento de un medio discontinuo.
Al niño se le enseña a imponer sobre este medio una especie de red discriminatoria que sirve para distinguir el mundo como compuesto de un gran número de cosas separadas, cada una de ellas designada con un nombre. Sin embargo, el resultado -nuestro mundo- no es otra cosa que una representación de nuestras categorías lingüísticas (Hjelmslev, 1972).
Más tarde, superada la infancia -que en sociología se entiende como la etapa de la socialización primaria-, el individuo irá siendo capaz de contrastar su mundo con otros mundos posibles. Con todo, la socialización primaria será su columna vertebral y será determinante en las posteriores etapas de su vida.

Mediante el lenguaje, la madre enseña al niño los planos semánticos del mundo que tiene que construir. La realidad en bruto no es habitable: es preciso darle significados, segmentarla, dividirla en estancias y construir pasillos y relaciones para ir de una en otra. Es el niño quien ha de construirse su morada (Marina, 1994: 63).

La realidad es un constructo social. El lenguaje es el principal instrumento tanto de mantención como de regeneración de esa realidad que no es otra cosa que nuestro mundo.
Pero nacer a un mundo determinado significa, también, nacer dentro de una estructura social objetiva. Por eso, la identidad que el individuo recibe depende del lugar específico que se le adjudique en el mundo. Como dijimos, esta identidad se logra básicamente a través de la socialización primaria. En ella lo que se internaliza es prioritariamente el lenguaje.

Es, por sobre todo el lenguaje lo que debe internalizarse. Con el lenguaje, y por su intermedio, diversos esquemas motivacionales e interpretativos se internalizan como definidos institucionalmente (Berger / Luckmann, 1991: 14).

El sociolingüista Basil Bernstein ha mostrado cómo la educación formal que desde temprana edad reciben los niños de clase alta -y de la que se ven privados los de clase baja-, desarrolla la facultad de discriminar entre la expresión de lo intelectual y la de los sentimientos afectivos.
La educación formal inhibe la comunicación directa de la afectividad. Por eso -como veremos más adelante- existe una clara relación entre cortesía y educación. Los comportamientos impulsivos y los sentimientos de hostilidad no deben expresarse de forma directa. Pero, puesto que la necesidad de expresar esos sentimientos existe y muchas veces es imperiosa, solo nos está permitido hacerlo de un modo indirecto, atenuado.