Doscientos años pesan en la historia de un país.
Son muchas las generaciones que han sostenido
con su trabajo, esmero, sufrimiento y esperanzas
la difícil tarea de construir una sociedad. Pasamos
de la hacienda a la industria y de ésta a la sobreexplotación
de recursos naturales, cambiando la economía,
la política, cultura y sociedad. El deseo de
progresar y los anhelos de justicia y libertad siempre
estuvieron en el centro de la preocupación de
la intelectualidad, de los movimientos sociales, de
la política progresista y de la identidad nacional.
Sin embargo, estos anhelos de justicia y superación
de la pobreza siempre han sido reprimidos y
postergados por el elitismo, clasismo y centralismo
de los grupos dominantes. A pesar de los enormes
avances, especialmente de los económicos y en
infraestructura, la sociedad no ha cambiado en lo
esencial. Sigue manteniendo fuertes rasgos feudales,
con enclaves modernos y subsidios paternalistas
para los más pobres. Y mantiene sus anhelos
de justicia, solidaridad y libertad.
Chile puede superar estos rasgos si cree realmente
en las personas, redistribuye la riqueza,
mejora profundamente la calidad de la educación
y establece un sistema de protección social,
iniciado en el Gobierno de Michelle Bachelet. Si
otorga oportunidades de desarrollo y movilidad social
a los más desfavorecidos. Si deja de pensar
pobremente en intereses particulares y se decide
a agregar valor a lo que produce y a las personas
que producen, a los trabajadores. Por cierto que
este cambio no vendrá de los de “arriba”, sino de
los movimientos reflexivos, creativos e inteligentes
de la sociedad civil, como ha ocurrido en la historia
de las sociedades más avanzadas e inclusivas.
El Bicentenario es un momento relevante de reflexión.
Tres hechos sociales actuales llaman
fuertemente la atención: las consecuencias humanas
del terremoto del 27 de febrero; los 33 mineros
atrapados a 700 metros de profundidad en
la mina San José en el Norte, y los 34 mapuches
en huelga de hambre en el Sur. La reconstrucción
aún no ha empezado para las víctimas
pobres y sectores medios del terremoto/tsunami.
Muchos temen que la emergencia se transforme
nuevamente en aprendizaje social: los pobres
aprenden socialmente a ser y vivir como pobres.
La tragedia minera hace visible las precarias
condiciones de trabajo imperantes en el país, semejante
a las del siglo XIX, a pesar de los inmejorables
precios internacionales del cobre y las
enormes ganancias de las grandes empresas.
Los pueblos originarios, mapuches y otras etnias,
son los más pobres entre los pobres. La discriminación
de que son víctimas limita con el racismo.
El país acostumbra exaltar la valentía histórica
del pueblo mapuche, pero al mismo tiempo le
niega los derechos a autodeterminación consagrados
por las Naciones Unidas (artículo 169 de
la OIT) y, para peor aplica injustamente, a sus
protestas por mejores tratos y mejores condiciones
de vida, la ley antiterrorista. Como sociedad,
como chilenos, deberíamos sentirnos orgullosos
de poder convivir con nuestros antepasados originarios,
como parte viva de la multiidentidad e
interculturalidad que enriquece y potencia culturalmente
nuestra existencia y convivencia multinacional.
Dr. Jorge Rojas Hernández
Decano Facultad de Ciencias Sociales