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nro 585  Jueves 22 de junio de 2006

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  • OPINIÓN

Yo vivía en una casa de ladrillos rojos en lo alto de una pequeña colina rodeada de árboles. En esta ciudad llamada la ciudad de los lagartos venenosos, como gusta de llamar a nuestra ciudad Concepción del nuevo extremo el poeta Gonzalo Rojas. En este lugar pasé toda mi infancia y adolescencia.

Algo extremo debe haber venido sucediendo allí desde hace mucho tiempo para que el poeta de la miseria del hombre se refiera de ese modo a una ciudad en la que no hay lagartos. Veneno si, ríos de veneno, lagos de veneno, océanos de veneno. Colibríes también, los colibríes liban en mi ciudad el dulce veneno y luego mueren bajo las buganvilias. Un colibrí muerto bajo las buganvilias se parece eso sí a un lagarto venenoso. Todo el mundo sabe que el color verde es venenoso, no digo más.

Nuestra ciudad, la ciudad de la que hablo, se levanta como sabemos en la zona mas austral del mundo, en el corazón de la Araucanía, en el extremo de la tierra. Una noche yo vi desde mi casa un verso del Saint John Perse. Perdiéndose en los ángulos de las terrazas una reyerta de relámpagos. Lo que se ve, aunque uno sea ciego. Los relámpagos, el instante de la iluminación, lo que hace levantar la vista al cielo. Luego la contemplación de las estrellas fue para mí el más alto amor, nada me conmovía tanto, nada tampoco me desplazaba fuera de mí como habitar cada noche el misterioso inalcanzable de la Cruz del Sur. Una debería de creer que fue entonces cuando cambié de casa, pero una sabe que la otra casa, la de huéspedes que es la de la poesía, no es casa para estar, sino casa para ser, y yo no era lagarto venenoso, sino colibrí en las buganvilias.

Así comienzan a ocurrir las cosas, las que ocurren y las que nunca suceden, pero que uno vive tal como si hubieran sucedido. Luego ocurrió el suceso del violín de mi madre, que era como un enorme colibrí de madera.

He contemplado mi vida, contemplando la vida de otro; lo ajeno empezó a conmoverme como única realidad de lo propio. Entonces yo todavía no suponía que era la poesía y la pintura el hilo que me vinculaba con la apariencia de lo distante. La vida otra, no la otra vida, la vida vida, la que anda por la calle pareciéndose a nosotros en su humildad. Así llegan los enigmas, las palabras mágicas, el lugar de los sueños. Así llegó a mi vida Nicanor Parra, el hermano de Violeta, que apareció muy pronto en los frecuentes relatos de infancia de mi padre, compañero de estudios de ambos en el liceo de Chillán. Nicanor y Violeta Parra fueron pronto presencias fervorosas en la memoria familiar. El vínculo con mis antepasados campesinos, la tradición popular, el mundo popular de las leyendas, el habla mágica de los payadores, el sencillo cosmos de las arpilleras bordadas con los estambres de la necesidad de hacer más hermosa la realidad del mundo, de conjurar la miseria con guitarras y pájaros de colores, abrió ante mí el universo imaginario y posible del arte.

Comencé a pintar, e intenté parecerme a aquéllo que le gustaba a mi alma. Así llegó hasta mí la celebración del mar, la inteligencia de los vientos y los pájaros, el mundo como texto de una patria universal, el vaticinio la definitiva hasta hoy mano de la poesía y la pintura.

Alexandra Domínguez
(Presentación de su exposición La conquista del aire, en la Casa del Arte, 14 de junio de 2006)

   

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