Frankenhausen, 1525
Hay una ronda de ácaros en mi garganta
esperando el fuego
Su ritual de paso es la hoguera;
otros prefieren las decapitaciones o los
empalamientos. Cualquier cosa que tranquilice
la bilis de los señores agitada,
indignación por la revuelta
absurda de sus pobres
Hay una ronda de ácaros en mi garganta
Silos donde el grano se comienza a corromper y las azadas
vuelven al lugar oscuro desde el que vinieron a estos campos.
El zelota piensa en la muerte y sus repercusiones inmediatas
Acaso moriré hoy —piensa el zelota
en medio de la renuncia que el fogonazo
podría convertir en heroismo.
Se toma el estómago. El dolor en el
costado casi lo dobla sobre sí.
Podría morir hoy —repite como un mantra.
El cansancio no le nubla el pensamiento.
Se ve el zelota, sin embargo, ejecutando
danza de lobos en el Friuli
cuidando las cosechas de unos campos que aún ignora
coloreados como cuadros de Van Gogh por el estío, y no percibe
ningún cuerpo dando un golpe seco
contra el suelo y la arena
roja.
Morir —piensa el zelota muy adentro de su
propio silencio— no es lo que quiero para mí en este día
jalonado por el viento en Galilea.
El zelota piensa en las piernas perfectas de Betsabé
Ay! Las piernas
bien torneadas de la
mujer-amante del rey
fundador de estirpes
Ay!
La oscuridad implícita de la tarea, su
clandestinaje obligado
no puede ocultar las formas
demasiado deseables de la mujer-amante
del rey fundador de estirpes
Reinos y Grupos
Político-Militares
casas de seguridad y
caballeros cruzados
han caído por las piernas
y en las deliciosas tetas
de la mujer-amante
del rey fundador de estirpes.
Visión del zelota
Está el zelota en medio de ese
mar ardiente de sol, zarza mosaica,
oyendo el silencioso y áspero
trabajo de los escarabajos bajo tierra
desmembrando con meticulosa fijación los
trocitos de carne en descomposición, aún tibios los
grumos de sangre sobre el suelo amarillento
Aguzando los sentidos en la arena del desierto
se escucha el paso militar del batallón de insectos,
casi se les siente hablar entre susurros
mientras en el cielo el helicóptero se va
perdiendo hacia la costa con destino a Iquique.
Julius y Ethel Rosenberg duermen sobre pálidas banderas
El cuello subido de ese abrigo que le
queda grande a todas luces
no impide que se cuele el viento frío que debiera
estar corriendo junto al Hudson ese día en vez
de escurrirse cuello abajo, desde la nuca
hasta la altura del riñón derecho. Julius
quisiera que esto solo fuera
otro malentendido, un embrollo más de
judíos perseguidos
por el sino kafkiano de la diáspora —los
lentes sin enderezar sobre el puente
de la nariz tienden a profundizar la
sensación de desamparo que transmiten las
fotografías de los diarios, mientras
unas manos demasiado
pequeñas para ese, su cuerpo de paso
desaparecen absorbidas por las mangas del
abrigo—. Julius espera aún cierta respuesta
lógica de parte del sistema y sus peregrinos
engranajes, aunque él y su bigote asisten
hace meses a la farsa de los tribunales y el
silencio de sus propios compañeros. Ethel,
por su parte, enfrenta con los ojos sumergidos en
silencio esta pública penitencia —su boca
pequeña de botón fruncida en un mohín
captado por la prensa amarillista, reja de
por medio entre su propia condena y la de
Julius, siempre más cercano a la corrección del
niño que no entiende su castigo, una cierta forma de
reproche que se basa en la inocencia sorprendida
por la dura mano adulta que le cae encima.
Ethel quieta saca con un leve movimiento el cielo
que amenaza con caer rompiendo el
límpido binomio de sus ojos; Tesla no creemos haya
nunca imaginado a la corriente alterna
expresarse con espasmos en el cuerpo de una
joven comunista en Nueva York, menos
aún la resistencia que la pequeña humanidad
ofreció al ingenio tecnológico con que La
Muerte se buscó lucir esa mañana.
—fueron tres las
descargas necesarias
para acallar el silencio
eléctrico de Ethel. A Julius
lo han freído unos minutos antes y el
penetrante aroma del amoniaco que
se cuela en cada espacio de la sala busca
atenuar el olor acre de las
heces y la orina que
escurrieron desde el cuerpo
tras la descarga y el temblor—
Ahora Julius va perdido sobre su mirada y Ethel
recoge el dobladillo del vestido verde que se ha puesto,
cubriendo el cuerpo humeante tras la ejecución. Sonríen
sobre el cielo del país que acorraló sus cuerpos y la
noche neoyorquina va esparciendo por el Bronx
cenizas de libros quemados echadas al viento.
Reflexión sobre el perro muerto en cada uno
Escueto el ejercicio de la vida y sus
manecillas. Hay un perro muerto en
cada uno, pero ahora solo puedo
pensar en el que estaba hasta hace un rato
boqueando apenas bajo un árbol de la Villa,
la Villa Galilea, a pasos de los
estacionamientos vacíos y los juegos
infantiles, al costado de la multicancha donde
juegan los volados con sus perros
muertos en la espalda y trotan las
familias con sus perros muertos escondidos
bajo el buzo y corren
nuestros hijos con sus perros
pequeños pero muertos de igual forma
entre sus baldes y pelotas
de polietileno azul.
Cabaret Voltaire
El compañero Presidente mira las adoquinadas
calles de Zurich desde la ventanita izquierda del
Cabaret Voltaire, como a la espera de que Lenin
pase por la vereda del frente, tome asiento y continúe
la partida de ajedrez dejada abierta ayer nada más
por petición de Hugo Ball, que fue corriendo a apagar la
cafetera prendida al interior del local. El compañero
Presidente parece ido, transportado sobre la mirada
que echa así como al descuido sobre el exterior manchado
por la nieve y los charcos de barro que los primeros autos
van dejando entre los adoquines. Allende —el compañero
Presidente, sí, el mismísimo— quizás pregunta al silencio
invernal de Zurich si su propia vida no fue acaso una intervención urbana, un
montaje dadaísta sito en La Moneda, con inesperados
vórtices caníbales arrastrando campesinos obreros y estudiantes —¡Adelante!
en la algarabía decontruccionista de la performance ejecutada con
delicioso gusto y fatales consecuencias. En este punto es quizás posible
que el compañero Presidente visualice el rol
duchampiano que cumplieron los exégetas
de la profecía autocumplida del fascismo y la revolución —por un lado
enunciando la inevitabilidad histórica de su propio aniquilamiento y haciendo
de este modo posible su concreción; por otro,
connotando y designando los procesos solo
nominalmente y esperando con esto cristalizar
—demiurgos del materialismo histórico encerrados
en su propio Gran Vidrio— el proceso en sí,
haciendo de la política gesto y ya no
acción. Es posible también que el compañero
Presidente —Allende o “Chicho” para la izquierda
confianzuda— simplemente deje que se vaya el tiempo
entre las cucharadas de azúcar cayendo en su taza, o que prefiera revisar el bolso
de mano que cuelga de la silla en busca de cigarros —un vicio que
lo acompaña desde poco antes de esta forma extraña de vivir la propia muerte,
pero que le complace en lo más íntimo de su dicotomía de doctor y revolucionario
que mira el devenir de un mundo. No el suyo, necesariamente; sólo un mundo
cualquiera, que va pasando ante sus ojos de mártir sin pasta para serlo, que se
desarrolla de manera previa a su muerte digna de luchador social y compañero, que no
adivina todavía su futuro de estampita religiosa
su perfil serigráfico en alto contraste adornando todas
y cada una de las marchas a los cementerios de su patria —procesiones en
sentido inverso al recorrido del poder: de los nichos empotrados en los
muros de la necrópolis no se marcha hacia las Alamedas, sino desde estas a las tumbas,
devenidas en hogar natural de las ideas del compañero Presidente, que insistimos,
puede estar tan solo echando un ojo —casi de jubilado, podríamos decir—
sobre la pelusa de nieve que comienza
a caer en torno al Cabaret Voltaire.
Yellow star
Camina el zelota por las calles de
Varsovia mirando las vitrinas, sus vidrios
quebrados. Piensa quizás en que le extraña
constatar a la miríada de judíos encerrada
en esta literatura de cerco. El ghetto,
el cielo del ghetto, la fracción de aire
sobre las construcciones atestadas, el
mínimo espiráculo concentrando miles
de respiraciones asustadas, recogiendo
instantáneas de la agitación nerviosa de los
cuerpos sitiados por las torres
de vigilancia y los portones con sus
guardias de la Waffen-SS
que circulan junto al muro que rodea todo.
Ardillas en la cocina
Podría haber
ardillas en la cocina
que desarman las bolsas
donde acumulo mi basura
echando abajo y quebrando
con estrépito las torres
de platos tazas y sartenes; osos pardos
que hunden sus manos
de gigante torpe
en los restos de comida de los basureros.
Eso explicaría los trastos
que suenan y caen cada tanto
murmullo de un ladrón avieso allá en el fondo
del departamento en Villa Galilea
Pero es el viento
Solo el viento visita
como ardilla mi cocina en
Villa Galilea.
Santo Sudario
un paño
de algodón
que limpie por dentro mi cuerpo
de la enfermedad y las costras
que deja la sangre
tosida en la mañana
un paño
de algodón húmedo
que limpie mis pulmones, mis
intestinos
que limpie mi hígado mi páncreas
que deje mi piel
interna lustrosa y sin mácula
un cuerpo de dios
pero solo por dentro.
Yo sólo soy la sombra del obús que cayó sobre celan
Es demasiado tarde. No podemos ganar. Se han hecho demasiado poderosos
Abbie Hoffman en su nota suicida
Es cierto: yo también quisiera
escribir poemas de amor de vez en cuando
dejar que el cuerpo siga la deriva de los versos
mostrar la cara tierna del Rimbaud iracundo que debiera
llevar oculto yo también en un doblez de la camisa. Es cierto,
quisiera ir omitiendo en ocasiones las estelas de aire y los
remolinos apenas perceptibles de las balas, las trayectorias
que atraviesan el puente en el que estoy parado ahora
cubriendo mi cabeza de la lluvia y los peñascos
mientras se derrumban tras de mí las catedrales
tomadas por los campesinos;
Tlatelolco brilla como un sol azteca sobre Europa y el Mapocho
nunca fue cruzado por los tanques de la Wehrmacht. En su sitio
se elevan los cercos erizados de los campos
rodeando mis deseos de salir a respirar el aire de la costa mientras fumo
marihuana o me dejo
llevar por los impulsos primarios que me inspira la ciudad —correr
gritando por Mac Iver: ¡son todos unos locos culiaos! ¡son todos unos
locos culiaos!—. Es cierto,
también quisiera declarar mi libertad por medio de un gemido, pero asisto
al asedio de las fortalezas que iluminan los perfiles de sus edificios con el
brillo intermitente de millones de pantallas transmitiendo porno soft y
farándula, llenando los intersticios de mi cabeza agujereada, goteando,
vaciada de los contenidos políticos que gatillaron mis
sinapsis durante años. Yo tampoco
he salido del Horroroso
ni de las mazmorras que con cariñoso afán fui construyendo en torno
de los sitios eriazos que dejaban los muertos y la muerte del
propio asombro ante los titulares de los diarios, ladrillos de la urbe
amurallada de mi mente donde los pensamientos van dejando
volutas que se repiten
maelstrom hasta el infinito sin dejarme
salir, mi cabeza es a veces un disco
rayado y algún día quedaré adentro adentro adentro adentro mientras
el paisaje gira alrededor aumentando la velocidad de sus revoluciones
hasta convertir en manchas de color informe lo que hasta solo un rato atrás
podía ser bien un árbol, el collar de un perro el perro mismo, no una mancha
no una mancha girando en torno a uno y disgregándose en partículas cromáticas
si algo como eso existe o es al menos comprobable para la física. Es cierto,
que me embarga el cansancio de manera permanente, sobre todo el cansancio
del pasado, que es como masticar durante demasiado tiempo un mismo y reseco
pedazo de carne correosa, ya desabrida, pero que uno es incapaz
de soltar sin pensar en el hambre que vendrá después, cuando no quede nada entre los
dientes, cuando ningún jirón los separe tensionándolos, incrustándose en los bordes
enrojecidos de las encías en retirada, doliéndose por anticipado
por esa carne ausente, esa única carne que hemos conocido y que nos cuesta
tanto escupir sin más y seguir caminando, buscando otros pedazos de carne, quizás
incluso alguna fruta
que suelte su jugo en nuestra boca inundándonos
de un sabor desconocido, que bien puede ser también veneno
cinabrio, alguna oscura y pesada sustancia narcótica que duerma
tus sentidos para siempre, barbitúricos dejando el cuerpo
sobre la piedra lisa de una lápida anhelando en pesadillas sepia
ese pedazo correoso de carne seca, desabrida y muerta ya hace tiempo entre tus
quijadas y el calambre que las coje desde atrás por la
mecánica acción de la mascada —ahora espero
que se seque el liquid paper
sobre la hoja que descansa a mi lado y miro
de reojo el escote
de la flaca que ingresó al Archivo,
la pendiente descendente de sus tetas,
ya cubierta por el grueso
chaquetón de tweed que se ha puesto
tras llenar un par de fichas donde consta
su interés por algún ignorado
manuscrito de autor chileno
cuya tumba yace, sin lugar a dudas,
cubierta por más polvo que el acumulado
sobre las bobinas de microfilms donde el Estado
guarda las secretas notas de su obra, las
cartas a su madre que evidencian el Edipo
que lo atormentaba dolorosamente en sus
últimos días o solo
las anotaciones fragmentarias de aquella
novela experimental que anunciaba,
adelantándose a Joyce, un nuevo
paradigma narrativo que nunca,
sin embargo,
llegaría a puerto. Es cierto que escribo
desde el ocio y el whisky. Mis manos
tienden a pender desde el centro hacia la nada, mis ojos
van perdiendo, de manera inevitable
el punto de fuga de un horizonte en ciernes. Ya no hay himnos ni
cantos luctuosos de metralla en mi futuro, la vejez
con filodendros se construye cada día en las fronteras
de esta silla y esta pieza rebosante
de libros que no leo; no me matan
este fracaso elíptico y la forma en que mi vida
ha pulido mi presente en esta roca blanda
como el talco. Duele
a veces el seguir estando,
pétreo y sin dinámica en los miembros, pero
tengo un sol para mis días y una estrella en torno
de la cual girar. Un nombre propio desgajado
de mi propia carne, y sin embargo, ya lo dije,
yo me canso mucho en este esfuerzo de la tierra,
me canso a cada instante —quizá debiera
dejar por un momento la sinapsis y los golpes,
dejarme estar echado sobre el banco de madera del Salón
Loisitschek y ahí esperar el cucharón de sopa vitalicia que el doctor
Hulbert endosó a los miembros de su Batalllón en Praga;
escurrirme como un líquido viscoso por los
bordes, los dinteles, los umbrales de las puertas, las
ventanas sobre aquellos patios ciegos en que el ghetto
alcanza en parte su total realización de cerco,
su fraseo marginal pendiendo
en la altura de postigos ya maltrechos
listo a caer sobre los cuerpos y escribir
sobre su piel cetrina la condena de colonia
penitenciaria al aire libre —las torretas de
vigilancia no pasan del
nivel del suelo en este caso: prejuicios
sobre la miseria que se arrastran
como niebla tóxica del centro a la
periferia de nuestras ciudades se
mantienen alertas ante el mínimo
gemido exhalado desde las
chabolas y cités, las villas
amontonadas en los cerros o esas casas
de fachada irregular entre las calles
húmedas y oscuras de la Europa novecentista. Es cierto, tiendo
a perderme en los meandros de mi texto —no puedo,
a ratos, seguirme ni yo mismo el paso; se acelera el
ritmo del poema, su ejercicio muscular aumenta y los
espasmos cardio-respiratorios llevan a la sangre fuera
de sus torrentes habituales: sudo entonces tinta roja mientras canto y los
tejados de arcilla crujen y se quiebran bajo el peso de la noche —el
Mitternachtsschütze, fundido en la sombra de un alero colonial,
siente el fresco aroma de la menta y el olor a pino joven del romero —disgresiones:
de su materia están hechos los senderos y bifurcaciones de la vida, en sus
vibraciones profundas se estremecen los recuerdos y la fibra de los sueños
se tensa como el cuero
de un tambor o la cuerda
en las manos del arquero —el alma
es también una tensión, una flecha o el dolor
de un miembro fantasma perdido
tiempo atrás en un terrible
accidente; tal vez el choque de la vida
con la realidad, un naufragio
sin sobrevivientes en cubierta, solo tú flotando
como Ismael después de Moby Dick en torno a las astillas
del bote en que una vez Ahab subió junto a su pierna sana
al tiempo que el espacio de la pierna ausente
se va llenando con el cachalote blanco, su presencia inmensa,
absoluta en las células y fluidos del obseso
que comanda el Barco del Infierno.
[Un respiro. El espacio
necesario para retomar el discurso...
El silencio después
del arrebato de ira...
El Fin del Poema, su
no-palabra —Gezinkt der Zufall,
unzerweht die Zeichen. Es cierto]
Es cierto, cierto, cierto. La ciudad
ralentiza su marcha y los flaneurs
despliegan sus cachañas por la calle.
Es el temblor
natural del cuerpo la brisa
que te anida el alma. Ay!
como corroe
las fibras los
músculos
bronquios
ligamentos. El alba
de la especie aniquilada —Ay!
que se esparce por la tierra baldía.
¡Mamuts! El oro prohibido
la paz del hogar los
retoños adorados la
mierda en el jardín. Las pulsiones
asesinas bajo la piel —un
rosario de artículos la
fama la fortuna los
dioses a tu favor la
fama nuevamente.
Este ocaso la vida su perspectiva única.
Los ajos colgando de nuestros
dinteles —se camina más lento entre las ruinas
los vampiros —¡ay, Harris!—
ya no vuelan como antes, solo cuelgan
del vitreaux que no se cae
la rejilla
que sostiene al vitreaux
esa faramalla gótica por Batman más que por
las novelitas dark que nunca entraron
a la Biblioteca Nacional, los metros
de la nuestra impasibilidad, los nuestros
metros—, las ventanas
con postigos reforzados para no
caer por las aristas de madera blanca el aire
marino de Concón el viento beat los eucaliptos.
Todo se reduce a esta habitación, el daño
sobre el cuerpo el alma-espíritu los cuervos
los cantos de sirena los tsunamis; las lecturas
improbables de papiros que iluminen nuestra ronda.